Este pasado miércoles, Juan Jesús Armas Marcelo, cuando hablaba del Quijote, nos recordó que los grandes escritores se hacen dueños de las palabras y, sobre todo, del orden de las palabras. Sin ellas no tendríamos a La Mancha como territorio mítico, situado en nuestro imaginario casi con más materialidad, que nuestras propias geografías. Pero este adueñarse de la palabra no siempre significa que el escritor puede ser buen crítico de su propia obra, que puede saber con exactitud que ha acertado en su creación. Calderón de la Barca, por ejemplo se dio cuenta inmediata de la importancia de La vida es sueño, y así la exhibió como la primera obra en el primer tomo de sus obras completas. Aunque muy dueño de las palabras, Cervantes no llegó a comprender que el Quijote se convertiría en un gran clásico. En vez de este, escogió otra novela que pensaba sería su legado al mundo. Nos asegura en la segunda parte del Quijote que Persiles y Sigismunda: «ha de ser el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque según la opinión de mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad posible» (Quijote 2007: 547-48).
No cabe duda de que esta extraordinaria novela, terminada «puesto ya el pie en el estribo, /con las ansias de la muerte» (2015: 116), refleja un profundo deseo de seguir escribiendo, de seguir imaginando, de seguir viviendo1. Hoy día puede que sus lectores sean pocos; pero son de gran convicción y peso —recordemos la intervención de José Balza—. También es cierto que el Persiles, tuvo algo de éxito en su momento, pero parecía ser ese tipo de éxito que apunta a un olvido que poco a poco va relegando el libro a polvorientos archivos.2 Para la crítica del diecinueve y primera mitad del siglo veinte, el libro importó poco y no es más que, según Menéndez Pelayo, síntoma de «debilidad senil». De esto también hace eco Julio Caro Baroja. Ambos apuntan a los momentos de magia, hechicería y licantropía, condenando estos pasajes —a los que regresaremos más adelante—.3 No muy lejos de estos acercamientos se haya la opinión de Arturo Farinelli para quién se trata del «último sueño romántico» de Cervantes. Para otros, puede haberse concebido esta imaginativa novela llena de extrañas aventuras aún antes que La Galatea, y aún antes de que Cervantes partiera para Italia.4 En cuyo caso, este libro temprano y a lo mejor abandonado, lo retomó Cervantes antes de fallecer, decidiendo seguir una fantasía que utiliza como escudo ante la muerte.
Ya hacia mediados del siglo veinte, aparecen los primeros síntomas de que la crítica intenta tomar en serio al Persiles: Joaquín Casalduero publica en 1947 todo un libro sobre esta última e inusitada novela cervantina. Hoy día, toda una serie de críticos esbozan nuevos acercamientos a una obra que Mercedes Alcalá Galán ha llamado un semillero de historias (2009: 210-15). Pero lo que a veces no tomamos en cuenta es la posible relación entre el nuevo entusiasmo por parte de un pequeño grupo de críticos y la presencia del Persiles en la novela moderna.
Alejo Carpentier, como es bien sabido, analiza su concepto de lo real maravilloso en el prólogo de El reino de este mundo (1949). Carpentier se lamenta de toda una serie de «fórmulas consabidas» y «códigos de lo fantástico» que se aprenden escritores de su tiempo dado a su «pobreza imaginativa» (1983: 14). Para el escritor cubano:
lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad… en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de «estado límite». Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe… Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos, ni los que no son Quijotes pueden meterse en cuerpo, alma y bienes en el mundo de Amadís de Gaula o Tirante el Blanco. Prodigiosamente fidedignas resultan ciertas frases de Rutilio en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, acerca de hombres transformados en lobos, porque en tiempos de Cervantes se creía en gentes aquejadas de manía lupina.
(1983:15)
Para Carpentier, entonces, Cervantes puede considerarse como su antecesor ya que «instala la dimensión imaginaria dentro del hombre, con todas sus implicaciones, terribles o magníficas» (1990: 331). Vemos como para este escritor vuelto crítico y vice-versa es la dimensión imaginativa, esa fe en otra realidad, obtenida en momentos de éxtasis, locura o estado límite lo que busca en su obra. De allí que valore el Persiles, casi tanto como el Quijote, y lo incluya entre esas obras que despliegan un verdadero espíritu de lo real maravilloso.
No hace tanto que la crítica finalmente se da cuenta de esta acertada e importante crítica por parte del novelista cubano (de Armas 1981). Mientras que el Quijote es una novela de dos espacios, el imaginario en la mente del caballero y el más cotidiano en sus búsquedas de aventuras y gloria; el Persiles se construye más bien desde esa exaltación de la imaginación y es el narrador quien a veces tiene que dudar de las hazañas que cuenta. Si el Quijote representa el comienzo de la novela moderna, del realismo de Flaubert y Galdós, el Persiles, ya desde antaño, apuntaba a otro tipo de ficción que se nutre en lo mágico y maravilloso.
Pero ¿por qué Cervantes va mucho más allá de La Mancha en busca de una nueva geografía? Es que sueña como don Quijote, sueña con otras tierras y otros mundos. Quiere regresar a Italia, donde tanto aprendió de los grandes artistas del Renacimiento: Rafael le ayudó a delinear la entrada de Galatea en su pastoril; Miguel Ángel le infundió su terribilitá; Tiziano quien le mostró a Lucrecia para que Cervantes pudiera intuir el drama de Camila e inventar a Maritornes como una nueva y grotesca Lucrecia.5 Pero Cervantes quiere también ver las maravillas de un Nuevo Mundo, esas Indias occidentales tan alejadas de su árida tierra, y tan fértiles como su imaginación.
A lo mejor sería una locura quijotesca pensar que el Persiles es como un viaje a estos mundos. Puede que el septentrión, con todas sus extrañas islas y caracteres sea como una pesadilla, una falsa visión de América, una imagen de las islas del Caribe de repente sumidas en el frío y la oscuridad de las zonas árticas. Y puede que ese final, situado en Roma, sea su regreso, como peregrino en esta vida, a ese sitio que le sobrecogió con su arte y lo llevó a la máxima escritura.
Para concluir, lo que quisiera recalcar aquí no es su llegada final a Roma, sino el comienzo del Persiles donde Carpentier encuentra la maravilla. ¿Cómo llegar al septentrión? ¿Cómo llegar a islas desconocidas a las que él nunca pudo viajar? Pues lo que inventa es realmente maravilloso. Rutilio combina sus dos mundos imaginados. Rutilio es de Siena —así comenzamos en Italia—. Siempre discreto maestro de danzar, los movimientos de este arte llevan a que se fugue con una joven muy principal a la que enseñaba. Van hacia Roma, de nuevo el sitio del ideal cervantino, pero son prendidos por la justicia. Encarcelado, condenado a muerte, lo salva una bruja que lo lleva por los aires en su manto hasta el septentrión.6 Ya hubiera querido don Quijote tener tal aventura. Cuando unos encantadores quieren llevar al caballero manchego a casa, lo encierran en una jaula sobre un carro transportado por lentos y perezosos bueyes. El caballero imagina vuelos en nubes o hipogrifos. Pero se contenta con lo que él llama esta moderna invención. En el Persiles, Cervantes, nuevo Quijote, ya no se contenta. Son sus últimos escritos y quiere llegar más allá. De allí que Carpentier comprendiera perfectamente a Cervantes. Imagina el manto, imagina la licantropía, la manía lupina de los habitantes del septentrión. Así Cervantes se desquita de sus deseos de ir a islas del encanto, creando una nueva maravilla, pero tornándola fría y oscura pues no puede acercarse en realidad adonde añora ir. Y Carpentier se da cuenta de que ese nuevo mundo vedado a Cervantes es el suyo, donde la maravilla está en todas partes;7 y está en las múltiples leyendas que surgen; en sus moradores que en una nueva metamorfosis ya crean su propia mezcla de razas, de vegetación, de culturas, ahora afincadas en la lengua española, para que lo maravilloso perviva en este mundo. Puede que Cervantes no se haya equivocado al escoger el Persiles; puede que esta obra apunte al futuro, a los futuros designios de una América que se nutre de sus mitos y de sus maravillas.