Cervantes: leer y la vidaJuan Jesús Armas Marcelo

1. Introducción

La lúcida reflexión de Carlos Fuentes, titulada «Cervantes o la crítica de la lectura», viene a confirmarnos brillantemente lo que ya sabíamos los lectores cervantinos: que uno de los elementos fundamentales para ser novelista, ya en tiempos de Cervantes, es ser un lector extraordinario. Son múltiples los episodios del Quijote, y de otras obras de Cervantes, donde pueden seguirse las huellas de sus lecturas, sus preferencias lectoras, el sólido conocimiento de los clásicos y los contemporáneos y la capacidad para ser esponja y traductor de todos ellos.

Según Henry James, citado por John Gardner en su texto titulado Para ser novelista, hay que tener una «voluntad de hierro» para llegar a hacerse con las riendas de este género literario, tan amplio hoy como se quiera en manos de un escritor vocacional. Según viene a demostrarnos Cervantes, desde hace siglos, para ser novelista hay que ser antes, durante y después de un espíritu literario fuertemente vocacional, un gran lector. Un lector enfermizo, me atrevo a añadir, un lector voraz, vocacional y enloquecido por la lectura como el propio gran personaje creado por Cervantes.

Ser lector voraz, como lo era Cervantes, implica, pues, una vocación de lector. Y me pregunto ahora, ¿es posible llegar a ser un gran novelista, de la estirpe de quién hoy nos convoca a hablar, Miguel de Cervantes Saavedra, sin ser un gran lector, un devorador, un lector voraz de libros literarios, y fundamentalmente los que tengan que ver o pertenezcan al género literario de la novela?

Para un novelista leer novelas no es un pasatiempo ni un entretenimiento, ni siquiera una curiosidad intelectual o una voluntad ilustrada de diferencia. Ser lector voraz de novelas es una necesidad para llegar a ser un novelista; una necesidad casi biológica, como la respiración o la vida, la lectura de novelas, la lectura de los clásicos; una obsesión cotidiana que va más allá de la simple costumbre de leer. La lectura es, en definitiva, una necesidad crítica para un novelista. Desde Flaubert a Vargas Llosa, pasando necesariamente por Galdós, la lectura forma parte de la vocación literaria que, a través de la escritura, modela y dibuja a quienes son grandes novelistas. El tiempo de la lectura para un novelista de ahora y de siempre es, no solo tiempo de un aprendizaje, una didáctica, una pedagogía necesaria y constante, sino una verdadera necesidad vital en el sentido griego del término, ananké, el mismo término que Víctor Hugo utilizó como última palabra escrita en su novela Nuestra señora de París; la palabra que en griego aparece sobre la arena de los esqueletos de Esmeralda y Quasimodo en un sótano secreto de la catedral de París. En ese sentido, y con esa misma semántica griega, utilizo yo aquí la palabra: no hay azar, sino necesidad. Es decir, destino. Y eso es lo que quiero decir: el destino de un novelista está enraizado primero en la lectura y es, casi siempre, a través de la lectura interminable de novelas que un escritor que quiere ser novelista puede lanzarse finalmente a la conquista de ese territorio de La Mancha que es la vocación de novelista.

Los novelistas somos hoy tan mestizos en nuestra vocación que la novela se ha convertida ya en un cajón de sastre, pero es necesario saber para ser novelista y hacer saber a los que quieren llegar a serlo que sin una confirmada manía de leer es difícil entrar en el reino de la novela.

Es teoría conocida que la novela provoca siempre sospechas en los poderes que nos manejan la vida. La novela nace secretamente de la risa frente al poder, o de tomarse a broma el poder, de la ironía frente a los poderosos, del juego de las palabras frente a quienes ejercen el poder sobre nosotros. Por eso Cervantes escribe y al escribir se proscribe: porque la novela proscribe de su propia sociedad a su autor; la novela es sospechosa de todos los delitos, por eso Cervantes nos da una lección esencial a los novelistas: el humor es un arma cargada de poder frente al poder; el humor es una coraza moral frente al poder; el humor es una defensa y un ataque frente a las penurias del ser humano enfrentado siempre al poder; el humor es la necesidad de la lectura y la escritura. Cierto: hay novelista cuyos escritores no tienen humor. Pero los cervantinos, los que siguen las normas secretas del Quijote, ejercen el humor, ejecutan la música del humor convertida en palabras cuyo significado central es la ironía y la defensa de la risa frente a quienes nos quieren tensos, firmes y a su disposición. El dueño de las palabras será el dueño de sí mismo, e incluso de los demás, como nos enseña el matemático y excepcional novelista Lewis Carroll. Y más importante que las palabras: el orden de las palabras, a las que Cervantes buscó el lugar exacto en un relato total como lo es la novela del Quijote.

Para un novelista, escribir es la obsesión de su vida. Lo que Sábato llama los fantasmas del escritor, Vargas Llosa lo nombra como sus demonios, que van de los personales a los históricos pasando por los familiares. Inventar, pues, un territorio literario; inventar, entonces, un personaje central incluso un ayudante, un asistente en la vida y en la ficción. Así del invento literario que es el territorio de La Mancha, viene Sterne, viene el Madrid de Galdós (uno de los novelistas más cervantinos que hayan existido en el mundo literario); del territorio de La Mancha viene el invento literario de Faulkner, su Yoknapatawpha; de La Mancha cervantina procede la ficción de Comala, donde los muertos y los vivos tienen una presencia continua; de La Mancha viene Santa María como una fábula del continente americano, como descubrió hace unos años el chileno, que viene también de La Mancha; de Cervantes, pasado por Faulkner, si ustedes quieren, viene el Macondo de García Márquez y García Márquez mismo; de La Mancha viene el Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, y vienen tantos otros territorios tan reales como ficticios, que no tendrían la vida y la leyenda que tienen si no hubieran sido antes convertidas por sus autores en grandes novelas. Y de Cervantes viene el Pierre Menard de Borges, y viene el maestro José Balza en sus escritos sobre Cervantes y en su relato sobre la hipótesis de Cervantes en América. Para entendernos: no es que todo venga de Cervantes en la novela moderna, pero así como Shakespeare no pudo nunca escaparse de Sófocles y de los trágicos griegos, tampoco la novela moderna ni ha podido ni puede escaparse del Quijote, que fue soñado por primera vez por su autor como una «novela ejemplar» corta (con siete o nueve capítulos), ni nosotros, los novelistas, podemos escaparnos de la alargada sombra de Miguel de Cervantes Saavedra.

En la novela moderna, a partir de Cervantes, es capital el territorio mítico, mezcla de leyenda, historia, ficción, realidad que a veces parece inventada. Ese territorio mítico, cuando entramos en él a través de las páginas de la novela, se nos convierte, con la lectura, en un inmenso continente por donde viaja el relato, por donde llega el relato a sus lectores, por donde caminan los personajes y en donde tienen lugar las batallas de amor, las guerras de juguete, la violencia, el juego, la broma, las supersticiones, todos esos elementos juntos que, junto a los procedimientos narrativos transforman la escritura literaria en una obra de arte interminable y eterna. Si Homero, cualquiera que fuera ese poeta (o el mismo que escribió la Ilíada u otro, u otra, cualquiera), inventó el Mediterráneo de Odiseo y a este lo hizo vagar por el mar y sus costas como si escribiera la novela del viaje de retorno a Ítaca, a su patria, del héroe de la Odisea, Cervantes inventó el territorio de La Mancha con la misma fuerza, el mismo rigor y la misma pasión, y fijó La Mancha en el mundo de la literatura universal como se fija una tierra que, existente, en la novela es mucho mayor que en la realidad geográfica. Y esa es la magia literaria, la misma que utilizó Lewis Carroll para crear los territorios de Alicia como si fueran un cuento para niños, para hacer pasar ese relato sin grandes problemas por la censura victoriana. Cervantes, antes, otro tanto con el Quijote: broma inmensa contra el poder, contra las costumbres, contra el marco caballeresco, contra o frente a la manía de los libros de caballería. Y esa es otra, a mi entender, otra de las cosas que nos enseñó Cervantes y nos legó como necesaria mies narrativa: el personaje central y su tierra, la guerra de amor y la batalla de palabras, el reto del esfuerzo humano, la locura como salvación y la salvación como locura. Segundo elemento, entonces, que está presente en la novela moderna: el territorio mítico, legendario, real o ficticio, y el viaje de su personaje sobre el mapa de esa misma tierra soñada.

Un tercer elemento sustancial que nos enseñó Cervantes: para un novelista de verdad, la literatura es la vida, y la vida es literatura. Si el Quijote puede leerse como una novela de aventuras, Cervantes vive su vida igualmente: no solo es un aventurero desde que nace hasta que muere; no solo interviene en algunos episodios importantes de la historia de su siglo, sino que hace de su propia vida un viaje quijotesco, a través de su Mancha vital, de su propia existencia aventurera, truncada solo en el momento en que quiso viajar a América sin que nunca pudiera conseguirlo. ¿Qué hubiera escrito Cervantes de haber llegado América como lo hicieron cientos y miles de aventureros españoles? Es una pregunta para el profesor Balza, que puede ser contestada por mí mismo hoy y aquí, siempre hipotéticamente: tal vez habría escrito su mejor novela o quizá, como a Arturo Cova en la ficción de La vorágine o a Lope de Aguirre en la aventura histórica y real, se lo habría tragado la selva.

La vida de Cervantes, como se sabe, es plural. No hay una vida de Cervantes, hay muchas. Incluso hay vías de Cervantes, salidas de la ficción de su vida, como la novela Miguel, del novelista argentino Federico Jeanmaire, recientemente reeditada por Anagrama en España con motivo de la conmemoración cervantina que aquí también celebramos, en San Juan de Puerto Rico. Andrés Trapiello, en Las vidas de Cervantes, trató de atraparlas todas en un solo ensayo biográfico que tuve el honor de prologar en alguna de sus muchas ediciones, pero ese proyecto resulta inservible con Cervantes: tal es la locura múltiple de su vida, sus vidas mezcladas con ciertas realidades sospechosas, su vida de soldado de fortuna, sus delitos, inventados o falsos; tanto que también la vida de Cervantes parece, y lo es, una novela de aventuras, un viaje largo a través de la aventura, una vida que vivió como corresponde a un escritor intemporal: literariamente. Joseph Conrad pudo haber escrito una novela de viajes con la vida y la leyenda de Cervantes, pero nunca habría podido salir del círculo que el propio Cervantes vivió y nos inculcó a la novela moderna. Ese círculo inscrito en la circunferencia vital de Cervantes viene a decirnos lo que el autor de las Novelas ejemplares nos dijo con su vida: dentro de la literatura, todo, fuera de la literatura, nada. Balzac y Galdós, e incluso Dostoievski, vivieron inmersos en la manía de escribir a toda hora del día y de la noche. Vivieron, dicen sus biografías, agraviados y obsesionados con sus deudas, tratando de salvar la aventura de su vida, la imprenta o un periódico, a través de la escritura. Vivieron enloquecidos por la escritura y convirtieron su viaje vital en una aventura interminable. Vargas Llosa dijo siempre que su vida estaba sometida a la literatura, que habitaba en su alma como una suerte de vocación, a la que él llama en el ensayo Gabriel García Márquez, historia de un deicidio, «la solitaria», ese bicho totalitario que se lo come todo, que no cesa de pedir cada vez más comida, cada vez más tiempo para la escritura, cada vez más la obsesión sobre la obsesión, los fantasmas sobre los fantasmas y los demonios sobre los demonios, multiplicándose todos a través de la escritura literaria.

Fueron los novelistas del «boom» de la novela latinoamericana en los años 60 y 70 los que nos enseñaron, en los tiempos modernos, a ser profesionales de la literatura. Gentes que, siguiendo la manía persecutoria de la escritura literaria, dieron con la piedra filosofal de Cervantes, la de la novela europea del siglo xix y la de la novela norteamericana de los años 30; sabían, como tal vez supo Cervantes en su madurez mientras escribía el Quijote tal vez como su última gran aventura, que la escritura era historia sin tiempo, eternidad literaria. García Márquez, Cabrera Infante, Carlos Fuentes, Vargas Llosa o Julio Cortázar acumularon historia tras historia en su propia historia, en la escritura literaria de cada uno. Y así implantaron una nueva manera de ver la novela en español, una fórmula secreta que todavía muchos, más tarde, tratamos de descubrir sin conseguirlo casi nunca. Se enfrentaron a la escritura como el cazador que se enfrenta todos los días en la selva al rey de ese territorio, el magnífico león, en un reto que el propio García Márquez vio en el cuento de Hemingway La breve vida feliz de Francis Macomber, el mejor cuento del mundo para el Nobel colombiano. Así dice él, y se lo confiesa a Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba, que se enfrenta el novelista todos los días a la escritura literaria: como un cazador profesional que, muerto de miedo, se enfrenta al peligro y la gloria de matar un león. Matar un león es pues, según García Márquez, la escritura literaria que Vargas Llosa llamara la «solitaria». El león de Cervantes es el Quijote, cuya escritura viene a demostrarnos que la vejez no es un problema para el escritor, sino todo lo contrario, una experiencia capaz de mover montañas cuando otras vocaciones tan pasionales como la literatura abandonan al pintor, al compositor o al actor. A mi manera de ver, la última de las lecciones literarias que quiero citar hoy aquí de las que nos enseñó Cervantes, además de acercarnos en su escritura a desvelar los procedimientos narrativos que todavía hoy están en vigor, es que la novela es una crónica moral. Cierto también lo que Balzac acuñaría siglos más tarde para el género novelesco, que la novela es —a su entender, y en eso estamos de acuerdo— la crónica secreta y doméstica de las naciones, lo que viene a confirmarnos que el género del que tratamos hoy gracias a Cervantes es también una crónica de un tiempo, de una sociedad y una moral determinadas. A veces pienso, como novelista y como lector, que se aprende más de un país y de una época, y de sus personajes principales, leyendo una novela que leyendo un libro de historia; que, sin desdoro de partes se aprende más de una determinada historia de Francia leyendo a Balzac, a Víctor Hugo y a Flaubert que leyendo a Michelet; se aprende, pues, más de Colombia, del Perú y de Cuba leyendo a García Márquez, a Vargas Llosa y a Cabrera Infante (aunque este decía que él no conocía Cuba sino La Habana) que leyendo a historiadores que se rigen por otros códigos y otros parámetros. No sin razón, tras leer una novela de Balzac, le escribe a su mujer el Príncipe de Lampedusa, el autor de El Gatopardo, «que no solo es un gran novelista sino un magnífico historiador».

Crónica moral de una realidad ficticia, autónoma, literaria, el Quijote. Cronista moral Cervantes, no solo en el Quijote, sino en todas sus novelas. Llenas de sentencias morales y de resonancias bíblicas, el código caballeresco de don Quijote reside en la aventura y en la gloria del amor por Dulcinea. Es un código que funciona como una ley insalvable, que expresa una manera y unas formas de comportarse y estar en la vida que se contradicen con las costumbres del vulgo, de la nobleza de estirpe y de las convenciones en las que don Quijote desarrolla su vida y sus múltiples aventuras.

Esa crónica moral es la que vemos en la novela de hoy. Incluso una manera de escribir novelas como la novela negra y la novela policial, hoy tan en boga y sin embargo tenida en muchas ocasiones como subgénero, ocupa en nuestro tiempo, en todo el siglo xx y en lo que va de xxi, un papel esencial en la escritura novelesca, un relevante papel social como crónica de costumbres y crítica de la realidad de una determinada sociedad. En el día de hoy voy a escoger de nuestros escritores algunos novelistas que me son, en este y en muchos sentidos, particularmente cercanos. Si leemos La verdad sobre el caso Savolta, la gran novela de Eduardo Mendoza, encontraremos no solo la historia trágica de un tiempo, un lugar determinado, Barcelona, y unas gentes que vivieron una novela negra en sus vidas. Mendoza hace la crónica moral de esa época, la cuadra en palabras y en páginas, en unidades literarias que cambian según la voluntad y la conciencia del escritor. Igualmente encontraremos a una escritora cervantina como Almudena Grandes que hace crónica moral y social incluso en sus novelas más eróticas como Las edades de Lulú. Javier Cercas, Manuel Longares y Rafael Chirbes pertenecen a ese grupo de novelistas que saben a ciencia cierta que la novela, la cervantina y la galdosiana, de donde proceden casi directamente, son crónicas morales. De ahí, pienso yo, su éxito literario y su gran público lector.

Termino por hoy recordando lo que Carlos Fuentes nos explicó acerca del género literario de la novela: que es hija de cien padres, que es un género benéficamente contaminado por todos los demás géneros y por el suyo propio, y que la novela es, en el fondo, un género mestizo que abraza por eso mismo todas las demás sangres literarias. Es, aunque no lo diga, un retorno al propio Cervantes y a su literatura, lo que nos indica Carlos Fuentes. No otra cosa, sino otras muchas más, es el Quijote, la novela esencial y por excelencia, el gran territorio de La Mancha, nuestras gran escritura narrativa de todos los tiempos.

Bibliografía

  • Apuleyo Mendoza, Plinio (1988). El olor de la guayaba. Plaza y Janés. Barcelona.
  • Balza, José (1999). Historia de alguien. ULA. Caracas, Venezuela.
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  • — (ed.) (1986). «Cervantes (opiniones sobre Cervantes, Coleridge, Heine, Hazlitt, Turgueniev, Dostoievski)». Cuadernos Literarios. Madrid.
  • Fuentes, Carlos (1976). Cervantes o la crítica de la lectura. Cuadernos de Joaquín Mortiz, México.
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  • Trapiello, Andrés (2001). Las vidas de Cervantes. Ediciones El Mundo, Madrid.
  • Vargas Llosa, Mario (1974). Gabriel García Márquez. Barral Editores, Barcelona.