Las lecciones cervantinas: arte y crítica a través de CervantesJosé Balza
Profesor de la Universidad Central de Venezuela

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El actual asesor de arte en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) para lo relacionado con América Latina, Luis Pérez Oramas, crítico singular y excelente poeta, encuentra en un texto del primer siglo después de Cristo algunas admirables conexiones con las más audaces experiencias estéticas del arte contemporáneo. Ellas fueron descritas por Plinio el Viejo en su legendaria Historia natural.

Y estas son las palabras de Plinio sobre Apeles:

Es conocido lo que sucedió entre Protógenes y él. Aquél vivía en Rodas y cuando Apeles desembarcó allí, deseando conocer la obra de éste, de quien tanto había oído hablar, no paró de buscar su taller. Protógenes se hallaba ausente, pero una vieja sola guardaba un cuadro de gran tamaño apoyado sobre el caballete. Ella le dijo que Protógenes estaba fuera y le preguntó a su vez: «¿Quién le digo que ha preguntado por él?», «Esta persona», dijo Apeles, y tomando un pincel trazó por el cuadro una línea de color sumamente fina. Al volver Protógenes, la vieja le contó lo que había pasado. Dicen que el artista, tan pronto como contempló la delicadeza de la línea, dijo: «Ha venido Apeles; ningún otro es capaz de producir algo tan acabado». A continuación trazó él con otro color una línea aún más fina sobre la pintura y al marcharse ordenó que si aquel volvía, se la mostrara y añadiera que este era a quien buscaba. Y así sucedió. Volvió Apeles y, enrojeciendo al verse superado, con un tercer color recorrió todo el cuadro con líneas de modo que no dejó ningún espacio para un trazo más fino. Protógenes, entonces, reconociéndose vencido, bajó presuroso hasta el puerto para buscar a su huésped y se complació en transmitir a la posteridad aquel cuadro como estaba, para la admiración de todos, pero especialmente de los artistas. He oído que se quemó en el anterior incendio del palacio de César en el Palatino. Yo tuve ocasión de contemplarlo antes: de gran superficie, no contenía más que líneas que se escapaban a la vista; aparentemente vacío de contenido en comparación con las obras maestras de otros muchos, era por esto mismo objeto de atención y más famoso que cualquier otro.

(HN, Libro 35, 81-83)

Pérez Oramas las interpreta así:

He allí, pues, en uno de los más antiguos textos sobre la pintura occidental, en uno de los primeros documentos que constituyen la legitimidad fáctica y moral del arte de la pintura en Occidente, en la primera palabra, si se quiere, en el verbo de origen de las artes y de los artistas, la descripción exacta de una obra protoconceptual como pudiera hacerla cualquier creador de nuestros días. Allí, en la fuente de toda la teoría del arte occidental se legitima, pues, desde el primer instante, la posibilidad de un arte y de una estética que cuestionan radicalmente la noción de estilo tanto como aniquilan la institución autoral, apostando a la a-percepción. Y sobre esa memoria, sobre esas líneas que huyen de la vista, cual una obra de Agnes Martin en medio de las ruinas antiquísimas de Roma, se ha levantado, durante más de dos milenios, la leyenda del arte visual como algo que es, que ha sido y que está siendo, desde su más remota memoria matinal, al mismo tiempo y sin mayores contradicciones, inscripción y patetismo, aniquilación y concepto.

(«El gesto mínimo», Mirar furtivo)

Pero volvamos a la Historia natural, donde asienta Plinio sobre Apeles: «Consiguió otro título de gloria cuando estaba admirando una obra de Protógenes de un trabajo inmenso y un cuidado exquisito, pues dijo que en todos los puntos Protógenes le igualaba o incluso le superaba, pero que había uno en el que él sobresalía: sabía retirar la mano del cuadro; memorable precepto este de que el exceso de precisión muchas veces perjudica la obra» (HN, Libro 35, 80).

Así penetra Pérez Oramas el texto de Plinio:

Este gesto —habría que recordarlo— consiste en haber poseído, a diferencia de otros pintores de su época, la capacidad de «saber retirar la mano del cuadro», precepto memorable según el cual un exceso de diligencia en la realización suele ser nocivo. El gesto de Apeles es pues un no gesto, o si se quiere, un gesto de no pintar, aquel gesto por medio del cual se deja de pintar. Y ese gesto de interrupción (o de autosuspensión) es, desde entonces, uno de los primeros gestos de la pintura. La excelencia de la pintura —que se confunde ya con la excelencia de su primer artífice— surge de esa síncopa, de esa cisura, del espacio blanco y vacío, de la vertiginosa nada que separa al pincel del soporte del cuadro —y que Velázquez imita reflexivamente en Las meninas. (…) Todo sucede en este texto de Plinio como si la pintura se definiera, desde su primer día, entre la inmovilidad y el silencio, entre el último movimiento y las primeras figuras infigurables… (…) Mucho pudiera decirse aún sobre el gesto de Apeles. Permítaseme una última conjetura: yo he querido pensar, ante este fragmento, y al contrario de lo que dice Plinio, que Apeles no ha podido pintar lo imposible en pintura, tempestades y holocaustos; he querido pensar que Apeles no lo ha podido por una razón que Plinio esboza al iniciar su biografía: porque la diligencia extrema es la muerte de la pintura…

Con lo cual se aceptaría

la imperiosa necesidad de callar los pinceles, de separarlos y mantenerlos, como Velázquez en Las meninas, por encima del vértigo; o bien, y simplemente, se acepta con abnegación esta verdad, como nunca antes puesta en evidencia por la pintura moderna, por la pintura del final de la pintura según la cual pintar no sería, no podría ser más que intentar pintar: un proceso incesante y regresivo de abocetamiento. Yo he querido pensar que Apeles no ha pintado sus tres monstruos infigurables —Bronté, Astrapé, Ceraunobolia—, sino que, tan solo, pero nada menos, ha intentado pintarlos y consumido en su intento, en la brasa interior de su fracaso renovado, ha alcanzado esta superioridad en pintura que consiste, poco más o menos, en rozar con una mano fatigada sus desiertos primordiales.

(«El gesto de Apeles», La cocina de Jurassic Park y otros ensayos)

Como acabamos de advertir, el milenario texto de Plinio parece profetizar no solamente contenidos sino también métodos o azares que el arte del futuro cumpliría. Así lo percibe la agudeza crítica y teórica de Luis Pérez Oramas en el cuerpo de la pintura occidental y en la ejecución realizada por numerosos artistas, entre los cuales aquí apenas hemos mencionado, en esta incoherente síntesis, a Velázquez y el arte minimalista.

¿Y que nos impulsa en estas sesiones de lectura cervantina a pensar en Plinio y la pintura? La primera razón es que exactamente ahora celebramos los primeros cuatrocientos años de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. La segunda pudiera ser la galería de cuadros que aparece en la obra de Cervantes. Y, por último, dentro de otras, la mirada de Plinio que tal vez resonó en Cervantes. Numerosos estudiosos han abordado la segunda razón. Aquí quisiéramos enlazar con ella no solo el eco de Plinio sino también el posible tránsito suyo a través de Cervantes hasta arribar a la actualidad. No pretendemos realizar un proceso erudito y exhaustivo, pero sí tocar brevísimos puntos de esa constelación. Y, aunque no abundaremos en tal dirección, recordar que la sensibilidad de Cervantes irradiaba un innegable sentido crítico, manifiesto ya en el «Canto de Calíope» de La Galatea donde el autor «celebra y enjuicia epigramáticamente a cien escritores de su tiempo», según Martín de Ricquer, quince de ellos residenciados o nacidos en América. Recordar menos, quizá, la famosa quema de libros en el Quijote.

2

Pudiéramos creer que entre Alcalá de Henares y Valladolid transcurre la infancia de Cervantes por la movilidad de su familia. Tal vez, también, con periodos en Córdoba y Sevilla. Nada me impide pensar que intentó estudiar en Salamanca —persisten sospechas para ello— y casi no dudo de que, al viajar como hemos indicado, se detuvo en la ciudad. Materialmente reconocemos en sus Novelas Ejemplares cómo personajes suyos se refieren a la ciudad, cosa que también ocurre en el Quijote y en el Persiles.

Nombro a Salamanca para iniciar el aura de Plinio que rodeó al novelista porque, ya de manera temprana, Francisco López de Villalobos había escrito en 1524, en Alcalá, su Glossa literalis sobre el clásico latino.

En Salamanca, como sucesor de Nebrija, Fernán Núñez de Guzmán, el Pinciano, lo explicaba desde 1527 y había publicado allí sus Observaciones a los libros del 2 al 25 de Plinio en 1544; y del 26 al 36 en 1545. Mucho antes, Alfonso X el Sabio utilizaba la Historia natural. Y nada nos impide pensar que ya en Italia, a la sensibilidad de Cervantes llegaba, quizá por el contacto con sus superiores eclesiásticos o con amigos amantes de la poesía, el eco de Plinio, a través de Ariosto y Petrarca. Uno de aquellos mantenía correspondencia con Tiziano.

Felipe II, interesado en el mundo vegetal de América, encarga a Francisco Hernández la traducción de la obra. El médico trabajó en ella desde 1567, se la llevó a México en 1570 y permaneció inédita hasta 1628, cuando se publica en Roma. Jerónimo Gómez de la Huerta publica su traducción en Madrid en 1599. Y es probable que esta haya sido la edición que manejó Cervantes directamente.

En su trabajo Plinio en España: panorama general, la profesora Ana Moure Casas toca estos aspectos y nos enriquece recordando cómo Cristóbal Colón estudiaba la Historia natural y cómo aparece citado el autor en La celestina y El lazarillo de Tormes.

En efecto, Margarita Levisi (La pintura en la narrativa de Cervantes) conjuga a Horacio y lo aplica al novelista, para indicar que, en este, la construcción narrativa acude a la descripción de cuadros como parte de la acción o a la iluminación de las escenas (Correggio, Vermeer, Georges de La Tour) según la pintura.

Cuando Cervantes escribe el Persiles (ambiguo proceso que parece iniciarse hacia 1600), había conocido en España obras de Berruguete, Juan de Juni, el Greco y muchos otros. Y sin duda podía recordar obras que estaban en el Vaticano cuando servía o frecuentaba al cardenal Giulio Acquaviva. Plinio y la historia del arte pictórico parecen materializarse en estas frases de la novela (Libro 4, 7):

Abrieron la sala, y a lo que después Periandro dijo, estaba la más bien aderezada que pudiese tener algún príncipe rico y curioso en el mundo. Parrasio, Polignoto, Apeles, Ceuxis y Timantes tenían allí lo perfecto de sus pinceles, comprado con los tesoros de Hipólita, acompañados de los del devoto Rafael de Urbino y de los del divino Micael Ángelo: riquezas donde las de un gran príncipe deben y pueden mostrarse. Los edificios reales, los alcázares soberbios, los templos magníficos y las pinturas valientes son propias y verdaderas señales de la magnanimidad y riqueza de los príncipes, prendas, en efecto, contra quien el tiempo apresura sus alas y apresta su carrera, como émulas suyas, que a su despecho están mostrando la magnificencia de los pasados siglos.

Se nos habla allí del arte como desafío al tiempo, de «lo perfecto», del carácter «devoto» y «divino» de dos pintores, pero también de las «pinturas valientes» que están en esa sala. No hay duda de que, sumergido en el gusto de su tiempo, Cervantes, con tal párrafo, pudiera estar sosteniendo la condición sublime del arte, que, sintetizado en el Perì Hýpsous de Longino, consiste en el «eco de un alma grande. Está allí donde un pensamiento desnudo carece de voz». Sobre lo cual asienta Harold Bloom: «Al ser tocada por lo sublime, el alma se eleva… como si ella misma hubiese creado esta cosa…».

Pero… se trata de Cervantes. Para su mentalidad, el espíritu y lo bestial del ser, según indica el Eclesiastés («…lo que sucede a los hijos de los hombres, lo mismo sucede a las bestias», 3,19; «¿Quién conoce el espíritu de los hombres, que sube a lo alto; y el de las bestias, que desciende hacia abajo…?»), no solo son opuestos sino que también pueden transfundirse. Y en el peregrinaje del Persiles, personajes como los bárbaros, Rosamunda y Clodio, constituyen una polaridad matizada por Arnaldo. En el otro extremo, la ética, la inteligencia, la divinidad: Persiles y Sigismunda, Mauricio y Soldino, el Papa. Equivalentes perfectos para la dicotomía (y sus simbiosis) de Quijote y Sancho, en quienes el espíritu y la fantasía adquieren vuelos inusitados, pero, sobre todo en el último, el peso de la realidad, lo común, práctico o vulgar es determinante.

Y ahora podemos volver a Plinio: los libros 34, 35 y 36 de su Historia natural se detienen en la estatuaria (mármol, bronce, hierro); columnas, pavimentos, paredes; la pintura, los colores y sus materiales; los pintores; el teñido de telas, las mujeres pintoras, el modelado y la arcilla. En el libro 35, 112, nos permite contrastar a Longino y rodear con mayor amplitud la percepción de Cervantes. Allí nos habla de «los artistas de géneros pictóricos menores que fueron célebres por su pincel».

Nombra, siguiendo a Varrón, a Serapión, «uno de cuyos cuadros cubría todas las galerías cercanas a las Tiendas Viejas (…) y no fue capaz de representar una figura humana». Nombra a Dionisio que solo pintó hombres (antropógraphos); Calicles, «temas sin importancia»; Cálates, «cuadros cómicos», y Antífilo, «ambos géneros». Y Plinio parece ambiguamente exaltado cuando comenta a Pireico: «Entre ellos se encontraba Pireico; en su arte no va a la zaga de muchos, si bien en su elección no sé si se perjudicó a sí mismo, porque se ocupó en temas sencillos; logró sin embargo, dentro de esta sencillez, la máxima gloria. Pintó barberías y zapaterías, asnos, comestibles y similares, se le llamó por ello el rhyparógraphos (“pintor de cosas bajas”), mostrando en todo esto una habilidad consumada porque lograba vender pinturas a un precio más alto que el de los mejores cuadros de muchos pintores».

Sencillez y gloria que parecen atrapadas en estas líneas del Quijote, cuando el caballero vuelve plástica la prosa al proponer una mirada hacia alguna fuente: «… acá ve otra a lo brutesco adornada, adonde las menudas conchas de las almejas con las torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con orden desordenada, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera que el arte, imitando la naturaleza, parece que allí la vence». (I, L). Procedimiento regular en el método del autor que parece coincidir con las texturas verbales de San Juan de la Cruz y con el trazo de los bodegones pintados por su contemporáneo, el toledano Juan Sánchez Cotán.

También pudiera para nosotros resonar Plinio cuando en esta secuencia riparográfica expone el novelista:

Aprovechándome, pues, desta verdad, digo que el hermoso escuadrón de los peregrinos, prosiguiendo su viaje, llegó a un lugar, no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo, y en mitad de la plaza dél, por quien forzosamente habían de pasar, vieron mucha gente junta, todos atentos mirando y escuchando a dos mancebos que, en traje de recién rescatados de cautivos, estaban declarando las figuras de un pintado lienzo que tenían tendido en el suelo; parecía que se habían descargado de dos pesadas cadenas que tenían junto a sí, insignias y relatoras de su pesada desventura…; (…) —Esta, señores, que aquí veis pintada, es la ciudad de Argel, gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo, puerto universal de corsarios, y amparo y refugio de ladrones… (…). Este bajel que aquí veis reducido a pequeño, porque lo pide así la pintura, es una galeota de veintidós bancos (…); [donde son deshonrados los cautivos] llámanlos hombres de poco valor, de fe negra y de pensamientos viles, y para mayor horror y espanto, con los brazos muertos azotan los cuerpos vivos.

(Persiles, III, 10)

No lo expresa directamente Plinio (aunque algo de esto se cuela a lo largo de su Historia, pero el humor y la ironía le sirven para insistir en el arte como mercancía y su facilismo o en el público que lo adquiere, así como para destacar las imperfecciones o el gusto de lo (mal) acabado. Con gran probabilidad hubiese acatado la siguiente secuencia propuesta por Cervantes: «Estaba en el primero cartapacio, pintada muy al natural, la batalla de don Quijote con el vizcaíno, puestos en la mesma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpeitia, que, sin duda, debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijote. Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propiedad se le había puesto el nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía: Sancho Zancas, y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas; y por esto se le debió de poner nombre de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia»(Quijote, I, 9).

Pintura excelentemente realizada, pero con temas menores (no de dioses o héroes, apunta Plinio) que en Cervantes necesita el rótulo para identificar sus motivos y que en El licenciado Vidriera, por sus defectuosas características, llega a este extremo: «Vio un día en la acera de San Francisco unas figuras pintadas de mala mano, y dijo que los buenos pintores imitaban a la naturaleza, pero que los malos la vomitaban».

Quizá no sea Plinio un crítico de arte, como pudiera serlo Filóstrato, y tampoco Cervantes. Pero en ambos hay la tendencia a reconocer y mostrar cómo no es solo lo sublime (supremos estados espirituales, dioses, reyes) lo que atrae poderosamente al pintor para plantar en sus obras, ya que «barberías y zapaterías, asnos, comestibles y similares», junto a crueldades, costumbres deleznables, esclavos, por ejemplo, también los hipnotizan, igual que al público. Y al hacerlo, ambos están emitiendo una opinión, una amplitud de criterio, tal vez un deseo o gusto personal. ¿Y qué otra cosa es la crítica ante las artes, sino un impulso de adicción o rechazo? Impulso que, en ambos autores, precede a la escritura y luego es fijado con ella en trazo perdurable.

De allí que la percepción y la fidelidad de Plinio a detalles de hace dos mil años pervivan en la sensibilidad del estudioso Pérez Oramas y le permitan irradiar el eco del arte actual hacia momentos genéticos tan antiguos y proféticos. Del mismo modo que, para nosotros, la escogencia de un «pintado lienzo tendido en el suelo», la descripción pictórica de una cueva «grutesca», el dibujo de la barriga y las zancas de Sancho y de su burro, al remarcarlos Cervantes, hablan de su libertad ante los cánones exaltatorios de la pintura de su tiempo.

Pero quiero volver a una aguda generalización de Plinio, en que parece apartarse de su deber con la Historia y nos hace la confesión audaz de su experiencia como privilegiado testigo y hombre culto y, sobre todo, de su más íntima preferencia: «Pero hay algo que es ciertamente raro en extremo y digno de ser recordado: las últimas obras de los artistas y las que dejaron sin acabar son causa de una admiración mayor que la de las acabadas, porque en ellas se pueden seguir los pasos del pensamiento del artista, a partir de las líneas que quedan en el cuadro…».

No recuerdo si Pérez Oramas ha comentado directamente esta idea. Pero en su estudio sobre Richard Diebenkorn establece: «…la actualidad de una obra de arte no es equivalente a la duración de la fascinación que produce sobre nosotros. (…) la historia del arte más apasionante es, entre otras cosas, un tejido espeso de anacronismos»(Mirar furtivo). Y en el capítulo acerca de Velázquez dice: «Velázquez llegaba a demostrar que un cuadro no termina jamás en sus bordes. Que un cuadro es también todos los abismos interpretativos de su recepción, de su manipulación como objeto teórico, de su permanente e incesante relectura. (…) Allí pues, por primera vez en la historia del arte moderno, se demuestra que más allá de la visión sensible hay una obnubilación… (…) esa operación fundadora de nuestra experiencia moderna del arte, según la cual hay que dejar de ver accidentalmente lo visible, para poder acceder, en fin, a esa duración inconmensurable de la verdadera y abismal visión de la pintura» (Mirar furtivo).

Y en un rapto que probablemente Plinio aceptaría dubitativo y Cervantes, con humor, Pérez Oramas afirmaba en su plena juventud: «… porque la diligencia extrema es la muerte de la pintura» (se refiere al arte desde el renacimiento hasta el siglo xx); «…intentar pintar: un proceso incesante y regresivo de abocetamiento» («El gesto de Apeles», La cocina de Jurassic Park); «Pintar es, con ello, intentar pintar. Pintar es, en el régimen final de la pintura, lo contrario de abocetar. Más bien, asesinar los bocetos sobre los bocetos mismos para volver, para regresar. Del gesto de Apeles queda, en la pintura del final de la pintura, la posibilidad de pintar en una lógica regresiva. No ir hacia la obra sino desencaminarla, trillarla por donde ya ha sido hecha, pintarla en regresión».

Ya que hemos hablado en esta lección cervantina sobre pintura, con Plinio y con Pérez Oramas concibamos que el Persiles es como las obras no sometidas a revisión por sus autores (o no terminadas), por lo que «las que dejaron sin acabar son causa de una admiración mayor que la de las acabadas»; o que estamos ante un abocetamiento: como ocurre con Kafka, con René Daumal, con Proust.

Referencias

  • Cervantes Saavedra, Miguel de (1956). Obras completas. Recopilación, estudio preliminar, prólogos y notas por Ángel Valbuena Prat. Madrid: Aguilar.
  • — (1992). Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Edición, introducción y notas de Juan Bautista Avalle-Arce. Madrid: Clásicos Castalia.
  • Moure Casas, Ana (2008). «Plinio en España: panorama general». Revista Estudios Latinos 8. Universidad Complutense.
  • Pascual Molina, Jesús Félix (s. f.). Pintura, mímesis y fama en el «Quijote»: Cervantes y la teoría artística.
  • Nerlich, Michael (2005). El «Persiles» descodificado o la «Divina Comedia» de Cervantes. España: Hyperion. Traducción de Jesús Munárriz.
  • Pérez Oramas, Luis (1998). La cocina de Jurassic Park y otros ensayos. Caracas: Fundación Polar.
  • — (1997). Mirar furtivo. Caracas: Conac.
  • Plinio (2001). Textos de historia del arte. Edición de María Esperanza Torrego. Madrid: La balsa de Medusa, Madrid.
  • — (2007). Historia natural. Edición y traducción de Josefá Cantó, Isabel Gómez Santamaría, Susana González Marín y Eusebia Tarriño. Madrid: Cátedra.