El título de mi ponencia, evidentemente, es una alusión a La guaracha del Macho Camacho (Sánchez 1976), pero no pretende, en absoluto, trivializar el fenómeno de la globalización. Recuerdo que, cuando trabajaba en la sección de traducciones al español de las Naciones Unidas, en los años ochenta, comenzó a aparecer ese término en los documentos de la casa. Todos los traductores, hispanoamericanos y españoles, estuvimos de acuerdo: traducir globalization por globalización era un anglicismo inadmisible. Aquello debía llamarse en buen español mundialización. Seis meses después, como tantas veces ocurre, tuvimos que rendirnos, porque todo el mundo decía y escribía globalización. Pronto hubo teóricos que defendieron que la mundialización era un fenómeno distinto.
En cualquier caso, lejos de mí la idea de entrar en el análisis de la globalización. Lo cierto es que —no la palabra sino lo que significa— nunca ha tenido buena reputación. Naomi Klein contó horrores de ella (Klein 2000) y también lo hizo Zygmunt Bauman (Bauman 1998). Por su parte, Rüdiger Safranski escribió un ensayo que, libremente traducido del alemán, se titulaba ¿Cuánta globalización aguanta el ser humano? (Safranski 2003) y el brasileño Renato Ortiz habló con profundidad y sensatez sobre Mundialización y cultura (Ortiz 1997). Mi propósito es solo sostener que, al menos en el campo de la literatura y, sobre todo, de la traducción literaria, la globalización puede tener aspectos positivos y, además —nos guste o no— es un hecho. Cada vez hay más consorcios editoriales poderosos y es más frecuente que, gracias a eso que llaman nuevas tecnologías, un editor de, por ejemplo, Barcelona, pueda confiar una traducción a alguien que resida, por ejemplo, en un pueblito de Guatemala.
La poesía es un mundo aparte porque, si hay que creer a Leila Guerriero, que escribió recientemente en el «Babelia» de El País un artículo al respecto, en Latinoamérica, al parecer, los modernos poetas se leen poco entre sí (Guerriero 2016). Salvo excepciones, son editados por editoriales pequeñas y se dedican luego a lo que la autora llamaba «un contrabando suave», el mutuo intercambio. Me imagino que la situación en España es parecida. Pero sobre todo eso puede hablar con mucho mayor conocimiento de causa Pura López Colomé, aquí presente.1 En cuanto al teatro, yo diría que, en cierto modo, es lo más opuesto a la globalización que cabe imaginar, al menos cuando se trata de teatro representado: cada obra teatral merece una traducción específicamente orientada al público a que se destina.
Ahora bien, ¿qué se opone a que las traducciones al español de narrativa o ensayo, en definitiva en prosa, puedan leerse en el mundo entero? Yo creo que, en muchas ocasiones y prescindiendo de los aspectos económicos (el libro español es caro en Hispanoamérica), el problema es simplemente una especie de rechazo visceral. Hay que recordar aquí la famosa «voluntaria suspensión de la incredulidad» de Coleridge (Coleridge 1907). En el caso de las traducciones, esa suspensión es doble: el lector tiene que creer primero que el texto lo ha escrito su autor y, luego —y esto es lo más difícil—, que el traductor es ese autor. En cuanto hay algo que lo saca de esa ilusión, se siente engañado.
Mi teoría es simple: es un error pretender que el traductor sea invisible porque, lo quiera o no, nunca lo será. Lawrence Venuti nos enseñó mucho al respecto (Venuti 1995). Sin perjuicio de la posición evidentemente subordinada del traductor (cuyo peor pecado podría ser la soberbia), su traducción tiene que ser un texto creíble y válido como obra literaria autónoma. Y por eso el nombre del traductor (como dijo ya la UNESCO en una resolución adoptada en Kenia nada menos que en 1976)2 debería figurar siempre en la cubierta del libro. No por vanidad ni por deseo de conseguir una mayor remuneración, sino porque, sencillamente, un libro traducido es del traductor.
En general y no solo en el campo de la literatura traducida, españoles e hispanoamericanos tenemos que leernos más. Pero cuando un lector de cualquier país de habla hispana busque (o evite) a un traductor determinado, la mundialización será una realidad positiva. Después de todo, ¿quién va a un concierto solo porque le guste la música interpretada, sin saber quién dirige la orquesta? ¿Cabe imaginar que un crítico elogie una ópera diciendo que al tenor casi no se le oyó? Lo mismo ocurre con el traductor, cuya supuesta virtud es la invisibilidad. Ningún traductor, lo quiera o no, es invisible. Y corresponde exclusivamente al lector decidir si le gusta o no su forma de interpretar.
En un plano más elevado, sabido es que Cervantes, por boca de don Quijote, dice que, salvo en el caso de las reinas de las lenguas, griega y latina, «el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel» (Cervantes 2015). El mejor ejemplo que puedo imaginar para mi tesis es el de la traducción de clásicos antiguos. Cuando, recientemente, buscaba en internet algo sobre las traducciones de Homero de nuestro presidente, don Mario Frías Infante, encontré un artículo en el que el periodista hablaba de «idioma griego con acento boliviano». Tal vez el periodista pensaba que era un chiste, pero para mí no lo era. Como no lo es la Ilíada con acento mexicano de Alfonso Reyes (Reyes 1951) o el King Lear de Nicanor Parra con acento chileno (Parra 2005). Se trata simplemente de traducciones que se incorporan a la literatura en español y pasan a formar parte de ella. Nadie está obligado a leerlas, pero si lo hace se verá ampliamente recompensado. Por cierto, Edmundo Paz Soldán tiene un cuento muy bonito, en el que el narrador, gracias a su oportuno y borgiano desconocimiento del griego, puede disfrutar de toda una biblioteca de Odiseas.3
La cuestión, desde luego, no es sencilla, porque no hay que olvidar que cada traducción es un mundo. La mayoría de los libros no están escritos en una lengua elevada y, en cuanto aparecen los localismos, la jerga, el dialecto, o todo ello junto, la invisibilidad del traductor se hace mucho más problemática. En ese sentido, nuestra caribeña ubicación actual me parece ideal para abordar el problema. ¿Cómo se traduce al español una prosa inglesa pensada a veces en español y con abundantes incrustaciones inglesas? Que la mexicana Elena Poniatowska es la traductora ideal para la chicana Sandra Cisneros y su casa de Mango Street (Cisneros 1991) parece indudable. Pero, ¿puede la cubana Achy Obejas traducir bien al dominicano Junot Díaz y su maravillosa vida breve de Óscar Wao (Díaz 2007), o el boliviano Edmundo Paz Soldán al puertorriqueño Ernesto Quiñonez y su bodega de los sueños (Quiñónez 2000)? Claro que sí. Para traducir bien solo hace falta conocimiento de los idiomas, buen oído y sentido común. Y, como dice Seamus Heaney, traducido por Pura López Colomé, «un nuevo ritmo es nueva vida, resurrección del oído y de las fuentes del ser» (Heaney 2006).
Lo que no resulta admisible (el caso es famoso pero, por una vez, omitiré el nombre del traductor) es que unos músicos cubanos en los Estados Unidos, a principios de los cincuenta (Los reyes del mambo tocan canciones de amor, de Oscar Hijuelos), hablen, como dijo un crítico colombiano, Daniel Samper Pizano, en una especie de manchego. La traducción española no era mala (el mismo traductor había traducido nada menos que a W. B. Yeats), sino simplemente surrealista. Y la credulidad del lector se iba al diablo al oír a Desi Arnaz y sus cantantes de boleros expresarse como si fueran vallisoletanos.4
Por otra parte, es indudable que hay casos en que, antes de acometer una traducción, hay que pensárselo bien. Hay obras tan inextricablemente unidas a un idioma que casi es mejor dejarlas en su estado original. Gerald Guinness, en su demoledora crítica de la traducción al inglés por Gregory Rabassa de la ya mencionada Guaracha, dice que hay obras que son intrínsecamente intraducibles (Guinness 1993). Sin embargo, «todo se puede traducir» es uno de los dogmas del buen traductor. Lo que habría que preguntarse a veces es si la obra resultante puede llamarse todavía traducción.
Y, dado que estoy hablando ya de la traducción del español a otros idiomas, quisiera decir que considero una gran suerte que esté con nosotros el profesor Chul Park. Este año, sabido es, se cumple el cuarto centenario del fallecimiento de Cervantes, y en España se ha debatido y se debate mucho sobre la manera de honrarlo. Yo no sé nada del idioma coreano, pero no puedo imaginarme una forma mejor de celebrar a Cervantes que una buena traducción de Don Quijote de la Mancha al coreano.
En definitiva, tengo que volver al comienzo de mi ponencia: la globalización (perdón, la mundialización) es una cosa fenomenal.