El palo de lluvia: aproximaciones a la traducción poéticaPura López Colomé
Poeta y traductora

1. Merodeo

Si bien recuerdo con toda claridad algunas escenas de mi primer año de vida —ubicadas y enraizadas en terrenos reales de la memoria, ya que nunca hubo quien me hablara de ellas, y tampoco pertenecen a la zona de elementos del mundo compartida con mis hermanos—, la primera palabra que aprendí se me escapa por completo. Sé que hablé de corrido desde muy chica, eso sí, y que al parecer incorporaba fragmentos de plegarias escuchadas en la iglesia a cuestiones cotidianas: «¿El bolillo es el pan nuestro?». Y que en cuanto pude articular mis dudas con una cierta claridad, pregunté: «¿Qué quiere decir dánosle hoy? ¿Qué son las deudas y los deudores?», recibiendo invariablemente respuestas absurdas. Todo esto remite, desde luego, a una época bastante larga en que la liturgia y las oraciones se nos imponían en un español que creía hallar estatura espiritual y solemnidad en el uso de formas arcaicas.

Aliento lingüístico físico y metafísico siempre fueron una sola cosa para mí. En una cotidianidad fanáticamente católica, vivíamos en la capital del país, mi papá era un yucateco nostálgico, cuya lengua madre era «la maya», y mi mamá una «gringuita» de padre catalán. Entre ellas, mi abuela y mi mamá hablaban en inglés, lengua que siempre me pareció suave, dúctil, informal, hasta en el Padrenuestro. Mi papá, en cambio, era dueño del sistema expresivo más rico y maravilloso que he conocido, habiendo domesticado su modo regional de hablar con tal de adaptarse a un duro mundo profesional: quería dejar de ser el «boshito», el blanco de las burlas y chascarrillos de colegas y amigos. Sin embargo, en casa, resultaba todo un deleite su muy sureña entonación, su léxico preciso, ornamentado, por medio del cual nos corregía cosas que por influencia empleábamos incorrectamente (según él), o desyerbaba nuestras frases de todo lo que pareciera típica superficialidad de clase media. Con frecuencia teníamos visitas procedentes de «la tierra del faisán y del venado»: cómo me fascinaba escuchar a mis tíos hablar un español que, en realidad, era casi otra lengua, llena de frases hechas en maya, o de un vocabulario para mí resplandeciente, privado, imposible de usar en la escuela o con amigas que nunca entenderían que un «intransmisible» era un boleto de entrada a una fiesta; que hacer las cosas «jaranchac» significaba hacerlas al aventón y sin cuidado; que el bíceps se comparaba con un gato y no con un conejo; que por usar «malas palabras» o alojar «malos pensamientos», te esperaba una «limpia» y no una zumba; en fin, modos multiplicados de comprender (o no) la realidad y dialogar con ella.

Así pues, prácticamente desde que comencé a hablar, comencé a traducir, a buscar equivalencias, circunloquios, paráfrasis. A preguntarme por qué alguien sincero y franco pasaba por grosero; a confeccionar disfraces lingüísticos con tal de no herir a alguien; y, desde luego, a traicionar, a falsear la verdad cuando mi abuela me pedía que le dijera en su lengua algo que no había captado en un programa de televisión. Mi imaginación no creaba seres fantásticos o mundos bizarros, como los de Superman, sino cadenas silábicas que, a la postre, derivaron en la escritura de poesía, no otra cosa que una traducción profunda.

En familia se cantaba. Se dedicaban sesiones especiales a escuchar música. Se nos enseñaba luego a distinguir la melodía escondida en la naturaleza; el ritmo de los aguaceros, del trote del caballo, de la repetición de las tablas de multiplicar incluso, y a valorar lo individual por encima de lo general: nunca olvidaré el chiflido del jefe de familia al llegar a casa, las voces de cada quien. Como diría Seamus Heaney, se daba crédito a la maravilla. A la música interior que puede fluir en un sentido u otro.

He aquí una muestra que no requiere explicaciones:

The Rain Stick

Upend the rain stick and what happens next
Is a music that you never would have known
To listen for. In a cactus stalk

Downpour, sluice-rush, spillage and backwash
Come flowing through. You stand there like a pipe
Being played by water, you shake it again lightly

And diminuendo runs through all its scales
Like a gutter stopping trickling. And now here comes
A sprinkle of drops out of the freshened leaves,

Then subtle little wets off grass and daisies;
Then glitter-drizzle, almost breaths of air.
Upend the stick again. What happens next

Is undiminished for having happened once,
Twice, ten, a thousand times before.
Who cares if all the music that transpires

Is the fall of grit or dry seeds through a cactus?
You are like a rich man entering heaven
Through the ear of a raindrop. Listen now again.

Después de escuchar este poema de arte mayor, pura música verbal que multiplica el significado entre granos que caen siempre de distinto modo, según quien tenga el instrumento en la mano y así se vuelva el «buen entendedor», con lujo de guturales y monosílabos propios de la lengua que lo produjo y, por tanto, intraducibles en sentido convencional; después, digo, de transportarnos al sitio donde un extremo se reconcilia con su opuesto, a continuación presento otro afluente:

El palo de lluvia

Voltea el palo de lluvia y lo que pasa
Es una música que nunca imaginaste
En los oídos. En un tallo de cactus,

Aguacero, embestida a la esclusa, derrame,
Resaca. Y como si el agua tocara la gaita
Te quedas quieto: lo mueves otro poco

Y un diminuendo corre por todas las escalas
Como una coladera que dejara de gotear. Y viene
De nuevo, un salpicar de gotas desde las hojas frescas;

Luego, perlas sutiles sobre pasto y margaritas;
Luego, briznas esplendorosas, casi alientos de aire.
Voltéalo para el otro lado. Lo que pasa

No sufre merma por haber pasado ya
Una, dos, diez, mil veces antes.
¿Qué más da si toda la música que rezuma

Es caída de arena o semillas secas por un cactus?
Eres el hombre rico que entra al cielo
Por el oído de una gota de lluvia. Oye, óyela de nuevo.

Ya que las lenguas latinas no se quedan tras el velo del paladar, sino que se proyectan hacia afuera de la cavidad bucal, hacia el frente y las comisuras en apertura total, su sonido es muy distinto, favorecedor de esdrújulas y unidades multisilábicas; soñando con un nuevo advenimiento, con ir «en pos del milagro», como sugiere Simon Leys, eso dicho y otra vez decible, quise hacer de este «ser» algo que englobara, cuando menos, los dos aspectos que considero indispensables a una tarea esencialmente artística: 1) que el poema fluya y suene habiendo nacido en español, como ese goteo aliterado por una coladera; y 2) que haya algo que se dé en él gracias a la traducción —como afirman Walter Benjamin y George Steiner—, en este caso, la posibilidad doble del verbo «pasar» (en inglés, «happen») como ocurrir o suceder, y también manar y correr, justo lo que hace el agua virtual dentro del palo.

2. Del balbuceo al habla

Un mero balbuceo, emisiones vacilantes y entrecortadas, parecía mi manera de hablar con Dios en la infancia. Un buen día le externé mi angustia a un sacerdote: «Al orar, creo hablar con Dios, pero él no habla conmigo». Al verme tan atribulada, me dio, sin proponérselo acaso, un empujón al abismo de mi destino: «Háblale con tus propias palabras». Después de aquellos primeros intentos en la capilla, pasé al diario, a cumplir aquella penitencia por escrito. Más adelante, al leer a Emily Dickinson en el internado, me di cuenta de que el Dios no era aquella entidad inasible; que, omnipresente, estaba oculto en aquellas palabras «propias» y los silencios que las acompañaban: naturalmente, comencé a escribir poesía. Sin embargo, me sentía torpe, que no venían a mí, que se me estaban olvidando los vocablos que antes me habían sido espontáneos. Claro, vivía en otro país, inmersa en otra lengua. En vez de recomendarme escribir en la «nueva» lengua (a sabiendas de que no era la «madre»), la profesora me aconsejó, mejor, traducir a Emily Dickinson con ayuda de algunos diccionarios. «A su manera —me dijo—, ella rezaba al escribir». He aquí el porqué de la presencia de ambas actividades a lo largo de toda mi vida. De hecho, la única diferencia que veo entre escribir un poema original y traducir el de algún autor es que, en el primer caso, la fuente de inspiración puede ser un sueño, un recuerdo, un dolor, una pérdida, una palabra, emociones fuertes, una conversación, la lectura de un texto poderoso, un sonido, una visión, en fin, muchas cosas; y en el segundo, aquel texto ya escrito ocupa el lugar de la fuente. Este conlleva, además, virtudes curativas ya que, sobre todo para quienes practicamos esta actividad con disciplina obsesiva, está presente todo el tiempo, en calidad de río subterráneo, mientras que la propia poesía en ocasiones se muestra elusiva. La aspiración radica en llegar al corazón del poema por distintos vericuetos, pese a lo ilusorio del intento. Dice el gran poeta polaco Zbigniew Herbert, en la voz latina de Gerardo Beltrán:

Sobre la traducción de poesía

Cuando el torpe abejorro
se ha posado sobre la flor
hasta doblar el fino tallo
se abre paso entre las filas de pétalos
parecidos a hojas de diccionario
se encamina hacia el centro
donde están el perfume y el néctar
y aunque está resfriado
y le falta el gusto
sigue adelante
hasta golpear con la cabeza
contra el pistilo amarillo

y hasta ahí llega
es difícil penetrar
por el cáliz de las flores
hasta la raíz
así es que el abejorro sale
muy orgulloso
y zumba en voz muy alta:
estuve dentro
mientras que a aquellos
que no le creen del todo
les muestra la nariz
amarilla de polen

3. Derecho de paso (preferencia) y punto de encuentro (confluencia)

He sido increíblemente afortunada en este solitario camino, lo suficiente como para encontrarme con otros anacoretas conocedores de la entraña de una tarea tildada, con o sin razón, de traición-quimera-sueño-imposibilidad por un mundo de personas con el silbato atento para llamar a la translation police a que encierre al mirlo blanco en la jaula. Afortunada en haber conocido, desde muy joven, a maestros que mostraron confianza en mi sensibilidad sobre todo; que sabían que se trataba de una labor de amor, una pasión de poeta. Entre los primeros textos que me atreví a proponer para su publicación se contaban algunos fragmentos del Paterson, de William Carlos Williams. El director del suplemento literario me puso a prueba de inmediato leyéndolos en voz alta delante de perfectos desconocidos. Sentí que me movían el tapete, que alguien hurgaba entre confesiones comprometedoras. Silencio posterior. Ningún comentario. Solo una lacónica despedida al tiempo que guardaba aquellas cuartillas en uno de los cajones del escritorio. Unos días después, me armé de valor y me presenté de nuevo en su oficina. No me dejó hablar. Solo volvió a leer una parte:

un orgullo local; primavera, verano, otoño
y el mar; una confesión; una canasta; una
columna; una respuesta al Griego y al Latín
con las manos abiertas; una reunión; una
celebración;

      en términos diferenciados; a través
de lo múltiple, una reducción a la unidad; audacia,
una cascada; nubes disueltas en una salida arenosa;
una pausa reforzada;

      obligada; una identificación y un plan
de acción para suplantar un plan de acción; un
menguar; una dispersión y una metamorfosis.

«Si no eres el burro que tocó la flauta, tienes que demostrarme seriedad, compromiso, un cierto nivel, decoro, y traer más cosas. Si esto no ocurre pronto, me dan igual el motivo y tus sentimientitos, ni te vuelvas a aparecer por aquí». A las claras, Williams había atravesado la frontera, calado hondo, tanto así, que este editor y maestro citó una estrofa en su artículo semanal. Vaya estímulo. He de admitir que no siempre le gustó lo que yo hacía, no siempre lo aceptó, pero me hizo esforzarme.

Mi siguiente entrega fue una selección de poemas de Robert Hass para cuya publicación se me aconsejó intentar una cierta lectura comentada por escrito, en paralelo a los textos en cuestión. Me aboqué a hablar de los gajes del oficio: la maravilla de poder trabajar directamente con el autor e ir aprendiendo de quien, aparte de poeta, era traductor de Czeslaw Milosz. Y en su poesía trataba justamente el desmoronamiento de la unidad palabra-obra ante la falta de integridad, pantano en el que es fácil caer al traducir:

Meditación en Lagunitas
(fragmento)

El nuevo pensamiento es todo pérdida.
En eso se parece al antiguo pensamiento.
La idea, por ejemplo, de que un particular
borra la luminosa claridad de una idea general.
Que el pájaro carpintero cara de payaso
que escudriña el esculpido tronco muerto
de aquel abedul es, por su sola presencia,
alguna trágica caída de un mundo primigenio
de luz indivisa. O la otra noción que dice que,
como en este mundo no hay una sola cosa
que corresponda al arbusto de la zarzamora,
una palabra es la elegía de lo que significa (...)

Me encantaría citar el poema entero, tan intenso por muchos motivos, uno de los cuales, quizás central en el tema que ahora me ocupa, tiene que ver con la palabra misma, zarzamora, la belleza de la muerte implícita en la falta de significado, y la suerte de que, al menos aquí, su sonido sea la punta del dardo. Más adelante en este poema largo se me concedió la oportunidad de detectar una verdad profunda y femenina que en el original no resultaba explícita. ¿Me estaría pasando de lista?

Por entonces también, el poeta Forrest Gander tradujo al inglés una selección de mi poesía que evidenciaría aún más lo que George Steiner explica como la «liberación de una energía antes oculta tras la lengua de origen», una epifanía que viviría en carne propia, en un cambio de luces verdaderamente post babélico. El poema, en su tempo prosístico de espejo del tempo lírico, habla del tráfico de cenizas humanas, acudiendo al fondo de la tradición lingüística española en contraste con la pluralidad moderna del Corominas. Y concluye:

... siempre abrigué el secreto conocimiento de que exhumar e inhumar habrían de ser la misma cosa. Cosa que con el vientecillo de una carcajada, humana como el humus, se disgrega, se dispersa, se disloca, se hace aquí y ahora mi propio desquicio, dislate, voz procedente del antiguo deslatar, «disparar un arma», ambivalencia confirmada en testimonios del Siglo de Oro: dislate o deslate: «shooting off», o bien, «a jest, a foolish speech».

Pese a no tratarse del todo de esa mayúscula imposibilidad de la música, la versión en inglés representaría otros senderos borgianos que se bifurcan desde la otra lengua incluida en el original. ¿Qué hacer? Forrest fue mucho más allá de lo que yo esperaba: revirtió el disparo final, se burló de mis pesquisas semántico-filosóficas, y reveló mi herida supurante:

... I always had the secret knowledge that exhume and inhume would end up meaning the same thing. Something that in a puff of laughter, human as humus, dehisces, disperses, dislocates, arranges here and now my own unhinging, discharges, drawn from the old dyscharge, «to shoot a weapon», an ambivalence confirmed in records from the Golden Century: dyscharge or discharge: «shooting off», or better, «matter isuing from a wound».

Habrá quien considere esto una intervención, una modificación, un despropósito total, un atrevimiento, un asolar hasta sus cimientos, etcétera. Yo, no. Muy al contrario. Aunque me duela porque asuela. Porque es prueba contundente de algo nuevo que ya estaba ahí.

a) Dar preferencia u otorgar derecho de paso: Seamus Heaney

Traducir parte de la vastísima obra de Seamus Heaney ha sido para mí no solo una fortuna, sino un privilegio mayúsculo, cosa que tuvo que ver con el azar o con el destino, un destino como extraído de la Eneida: «Mas sin importar las adversidades que acechen, no te arredres. Ármate de valor ante ellas, persigue tu destino hasta el final...». Desde un principio supe que una poesía que me deslumbraba de tal modo, aunque su espíritu me llegara a habitar completamente y fuera tal la identificación, sería —esta sí— una quimera. Irresistible, por lo demás.

Fue este el primer autor a quien le escuché la expresión «otorgar derecho de paso» en referencia a una especie de piedra de toque, un permiso ganado para pasar al otro lado, en este caso, al territorio de la obra por traducir. Habiéndose aventurado en este mundo muchas veces, en versiones de las literaturas clásicas griega y latina, así como de textos canónicos del gaélico, el anglosajón y el italiano, Heaney casi siempre acompañaba sus versiones de comentarios en torno a los intríngulis específicos, la minucia. De él aprendí que no bastan la afinidad y la capacidad expresiva compartida; a estas hay que rodearlas de un cierto decoro, castidad, integridad sostenidos, «estándares estrictamente operativos», según él. En el ensayo introductorio que precede a la reciente obra reunida del autor que acaba de salir en México, me permití mencionar sus maneras —que, desde luego, comparto al tratar su poesía— de abrirse paso y avanzar en esta zona minada. La primera es por allanamiento, incursión, irrupción, ataque inesperado (método de Robert Lowell, por cierto). La segunda consiste en la colonización. Dice el autor: «Uno entra, coloniza, pero permanece ahí; cambia el sitio y el sitio lo cambia a uno. Eso hice con Beowulf». Me estaba dando, con una claridad cada vez mayor, lo que en mi país se llama «preferencia», expresión que naturalmente me es más cara. Como no existe la vía única de aproximación, rezaba el mensaje oculto en la estafeta —especie de galleta china—, esta tarea se reduce a las opciones de cada quien, y mientras más mezclados estén el allanamiento y la colonización, más satisfecho se sentirá el traductor de haber llevado a cabo, al menos, un homenaje apasionado. Otra forma de definir esta autorización, que incluso permite ciertas transgresiones, es el derecho de voz. Joseph Brodsky decía que «las biografías de los poetas están presentes en los sonidos que hacen». No de otro modo, Heaney reprodujo los sonidos antiguos de su tierra y los mezcló con un inglés moderno y funcional. Escuchar su voz emergiendo desde Virgilio, Dante, Sófocles, equivale a distinguir la de Robert Fitzgerald elevándose desde la Ilíada y la Odisea.

Dado que él procedía de Irlanda que, de tantas maneras, muestra parecidos con la realidad de mi país, Heaney siempre me estimuló a incluir lo propio del español de México. Ahí estará la verdadera clave. Afirma: «Una cosa es hallar equivalentes léxicos para las palabras (...) y muy otra hallar el diapasón que dará la nota y el timbre para la música general de la obra. Sin una cierta melodía sentida o prometida, resulta simple y sencillamente imposible para un poeta establecer el derecho de paso del traductor para entrar al texto y circular en su territorio». Con esta verdad en calidad de faro, a sabiendas de que la forma es tanto el barco como el ancla, me aventuré a transfundir su obra. Doy a continuación un botón de muestra, el primer poema de su último libro, Cadena humana, pues ofrece una especie de emblema de la atención que se requiere al escribir o traducir un poema:

De no haber estado despierto, me lo habría perdido:
El viento se alzó y giró, haciendo resonar al techo
Entre las hojas del sicomoro al vuelo,

Y me levantó en un resonar idéntico,
Vivo y pulsando, un alambrado eléctrico.
De no haber estado despierto, me lo habría perdido:

Llegó y se fue inesperadamente
Y diríase casi peligrosamente,
Como un animal camino a casa,

Una ráfaga mensajera en fuga,
Pasó como si nada. Para nunca
Jamás volver. Y ahora menos.

Misteriosos los caminos del espíritu poético. Heaney siempre incluyó sus versiones de otros poetas en sus libros originales, en la mayoría de los casos transformándolas a su guisa, y encabezándolas con un simple after Guillevic, after Virgil, after J. C. Bloem, after Giovanni Pascoli... Yo optaría, en español, por un en homenaje a... para la nueva criatura. Este poeta italiano de fines del siglo xix compartía, como de cierto modo el bretón Guillevic, los temas esenciales de Seamus. Para concluir este apartado, doy como ejemplo el último poema del libro mencionado, en homenaje a «L´Aquilone» de Pascoli, porque se trata tanto de un papalote tangible, una cometa, como de un símbolo del alma que se eleva al creador, cuya integridad lingüística al expresarse (ese ser de palabras que es el poema, y no una serie de ideas y emociones) lo hace volver hasta nosotros como un regalo de otra esfera. He de agregar que a la traductora se le concedió, con la venia del autor, la inclusión de papalote, que no solo es una cometa, sino además una mariposa en náhuatl, ese agregado de que hablé en un principio en referencia al «Palo de lluvia»:

Un papalote para Aibhín

Aires de otra vida y tiempo y lugar y estado,
Aires azul pálido celeste sostienen una lisa
Ala blanca agitada en alto contra la brisa,

Y sí, ¡sí es un papalote! Como esa tarde cuando
Todos nosotros en tropel salimos
Entre zarzas y brezos y descortezado espino,

De nueva cuenta me pronuncio, me detengo al otro lado
De la colina de Anahorish a recorrer los cielos, de vuelta
En esos campos a lanzar la cometa de cola larga, nuestra.

Y ahora revolotea, jala, se desvía, se clava de soslayo,
Se levanta, se deja llevar por el viento, y de inmediato
Se alza ante nuestros gritos jubilosos desde abajo.

Se alza, y mi mano es un huso que se va desovillando,
El papalote una flor de tallo delgado trepando
Y llevando, llevando más lejos y más alto

El anhelo en el pecho y los pies plantados
Y el rostro que contempla, el corazón de quien el papalote
Vuela hasta que —separada, exaltada— la cuerda se rompe

Y el papalote despega, por sí solo, como caído del cielo.

b) Confluencia o punto de encuentro

Alastair Reid fue otra aparición, otro guía no a los infiernos, sino a ese espacio sin nombre correspondiente al mero sonido, acaso las voces locas que se escuchan «fuera de quicio», después de que dentro de quicio se recibieron las llamas de fuego de esa inspiración que hace «hablar en lenguas». Como todo el mundo sabe, Alastair fue el traductor al inglés de Neruda y Borges, así como el secretario particular de Robert Graves durante quince años, a quien asistió en innumerables traducciones y de quien aprendió muchos secretos artesanales. Poeta extraordinario, de una modestia y sobriedad como he conocido muy pocas, cuando me introdujo al maravilloso mundo del trabajo al alimón —cosa que nunca antes había hecho, ni haré más, por lo visto—, la primera lección que me dio fue dar importancia a la voz que surge en y entre líneas. Si se conoce ese timbre de hecho, pues mucho mejor. Situado en cuanto a criterios entre Goethe (que sugería prosificaciones de los poemas para evidenciar la imposibilidad de la traducción y así el lector no abrigara falsas expectativas), Nabokov (quien, como tampoco creía en ella, prefería la más torpe de las traducciones literales a la paráfrasis más bonita), San Jerónimo (que empujaba a conquistar) y su coterráneo, R. L. Stevenson (quien de plano estaba en pro de un creativo rompe y rasga), Alastair me propuso un método singular de trabajo en conjunto que acepté sin pestañear.

Se trataba de conformar una antología sui géneris de poesía en nuestras dos lenguas, que no necesariamente incluyera los poemas que todos estamos acostumbrados a encontrar en estas selecciones, sino nuestros 20 y 20 predilectos. Para llevarlo a cabo, Alastair vino un par de meses a Cuernavaca y me propuso hacer una primera versión sin diccionarios: «trabajemos a fuego cruzado para empezar», afirmó a los 4 vientos, y por supuesto me dejé llevar. Me pidió que le consiguiera una casa grande con jardín y cocinera, cosa que en un principio no entendí. «Es que voy a invitar a mis amigos elite la última semana de mi estancia, de manera que sean nuestro público cautivo y presten oído a las diversas versiones que someteremos a su placer y juicio». Después del inicial fuego cruzado, acudimos a los diccionarios, hasta lograr varias versiones. «Verás cómo, en muchos casos, optaremos por la primera, fresca y recién nacida». Dicho y hecho. Cuánto nos divertimos: yo, la conservadora, y él, ya de regreso de todo un camino, dando rienda suelta a su curiosidad por el resultado de la experimentación. Hay poemas —descubrí— que se prestan o hasta invitan a la traducción, y en otros por fuerza hay que reconocer las dificultades infranqueables (obviamente, Gerard Manley Hopkins me estuvo vedado...). Como la idea original era grabar la antología haciéndola resonar en dos voces, se lo propuse al Fondo de Cultura Económica para su colección Entre Voces. En un proyecto tan ambicioso, desde luego terminamos incluyendo poemas emblemáticos que habíamos traducido antes, el mejor Borges, el mejor Neruda, el mejor Mutis, de Alastair, y mis favoritos de Heaney, Larkin, Bishop. Haciendo alarde de brincos a las trancas de la convención, decidimos incluir un poema de cada uno de nosotros también. Tratándose de un homenaje al poema mismo, en los 3 CD nunca se mencionan los autores: todo queda organizado en temas atípicos (tierra, infancia, nieve, agua, puntos de mira...). Si el escucha quiere o hasta necesita saber quién escribió los originales, habrá de ir al libretto (como de ópera) que acompañaba la caja. ¡Dioses! Vaya premio el que pude recibir de este gigante muy poco antes de su muerte. Desde que nos conocimos, el punto de encuentro fueron nuestras voces, con sus lenguas madre, los afluentes del gran río que va a dar a la mar del lenguaje:

Poema de Emily Dickinson en versión bilingüe
I think that the Root of the Wind is Water- Creo que el Agua es la Raíz del Viento-
It would not sound so deep No sonaría tan hondo
Were it a Firmamental Product- De ser Producto del Firmamento-
Airs no Oceans keep- Aires de Océano sin fondo-
Mediterranean intonations- Oye la Marea, sopla
To a Current´s Ear- Mediterránea entonación-
There is a maritime conviction Hay en la Atmósfera sola
In the Atmosphere- Una marítima convicción-
(Emily Dickinson, 1302)

Corolario

El corolario real de estas aproximaciones, la proposición que resulta consecuencia de todo lo anterior, se puede resumir en dos palabras: imperfecta semejanza. Así he titulado mi más reciente libro de ensayos en torno al tema, en el que lejos de generalizar —esto sí, una quimera—, simplemente pongo frente a los ojos del lector distintos poemas en más de una versión, con la ilusión de ir en pos del milagro mediante un modelo de armar hecho en casa. Escogí un puñado de poemas de cinco poetas norteamericanas (Emily Dickinson, Marianne Moore, Elizabeth Bishop, Hilda Doolittle y Fanny Howe), traté de desmadejar sus entrañas, comentarlas, y llegar a mis propias realizaciones. Me gusta mucho la manera en que el poeta Ilya Kaminsky se refiere a sus traducciones de Marina Tsvietáieva: una lectura de su poesía. Esta es, pues, mi lectura, a veces afortunada, otras no tanto. Necesitaría otra charla para hablar de este libro en particular, rebosante de detalles y minucias que distan mucho de ser verdades absolutas. Yo diría que simplemente intenta ser un tributo a mi lengua. Lleva un proemio en torno a un poema prodigioso de John Ashbery que a continuación presento en mi versión:

Paradojas y oxímoros

Este poema atañe al lenguaje a un nivel muy simple.
Míralo, te está hablando. Te asomas por la ventana
o intentas distraerte. Lo tienes, pero no lo tienes.
Se te escapa, te le escapas. Se escapan uno al otro.

El poema está triste porque quiere ser tuyo y no puede.
¿Qué es un nivel muy simple? Es eso y otras cosas,
una abierta invitación a jugar con ellas. ¿Jugar?
Bueno, en realidad sí, aunque creo que jugar es

algo externo y más profundo, un patrón de funciones soñado,
como la tipología de la gracia en estos largos días de agosto
sin prueba alguna. Indefinida. Y en un abrir y cerrar de ojos
se pierde entre el vapor y el traqueteo de los teclados.

Está en juego de nuevo. Creo que existes sólo
para incitarme a ello, a tu nivel, y de pronto
ya no estás o has adoptado otra actitud. Y el poema
me ha posado suavemente junto a ti. Eres el poema.

He tomado este poema como símbolo de la labor del traductor, sus meditaciones. Desde el primer verso me topé con un concernir que he sustituido por atañer. En su acepción cabal, su significado de primer golpe, al poema le preocupa el lenguaje, tiene que ver con él. A ese ser de palabras le interesa el sistema, su posibilidad, la capacidad comunicativa: al poema le atañe el lenguaje. Por cuestión de sonido, de música, que yo considero primordial aquí, opté por hacer circular mi vehículo en sentido contrario: «este poema atañe al lenguaje», volviendo el poema la preocupación central del lenguaje, y no al lenguaje preocupación del poema. Ashbery usa por ello la voz pasiva, al revés que yo. A mí me suena mejor lo que estoy haciendo, y en ello encuentro una verdad poética válida: la gran madre —el lenguaje— delibera consigo misma, y toma al poema como un hijo a quien tiene siempre presente, cuya vida y milagros le interesan. He aquí el primer significado nuevo. Etcétera, etcétera, etcétera.

La opción de penetrar al mundo pleno de paradojas y oxímoros en el acto de hacer nacer, dar a luz, en otra lengua nos hacen nombrar de diversos modos una traducción. Lo cierto es que en sus espacios siempre se interpreta. Hasta la música —prueba de la existencia de Dios— al tocarse, o al jugar con ella, pasa por las manos de un intérprete. Heme aquí en calidad de tal.