Reflexiones sobre el diálogo entre las artes Juan Manuel Bonet
Director del Instituto Cervantes de París

Una de las señas de identidad de la modernidad ha sido el diálogo entre las artes, la voluntad de correspondencia y, por momentos, hasta de fusión entre las mismas. Por supuesto se pueden y se deben buscar ejemplos en las escenas de otros siglos y de otros países, incluida la Italia del Renacimiento o la España del Siglo de Oro —el maravilloso retrato, por poner un solo ejemplo, de Góngora por Velázquez—, pero es especialmente importante, y determinante de nuestro presente, ese diálogo en la Francia de los siglos xix y xx. Diálogo entre Baudelaire y Manet, entre Mallarmé y Whistler y Debussy, entre Apollinaire y Picasso, entre Cendrars y Sonia Delaunay (1913: una piedra miliar, La prose du Transsibérien), entre Cocteau y Giorgio de Chirico, entre Picasso y Cocteau y Satie (1917: una conjunción de astros mágica, el ballet Parade), entre André Breton y Miró y otro pintores surrealistas, entre Michel Tapié y los cultivadores del «art autre», entre Yves Bonnefoy o Claude Esteban y ciertos figurativos, entre Marcelin Pleynet y los de Supports-Surface... Movimientos como el cubismo, el futurismo, el dadaísmo y el surrealismo, como nuestro ultraísmo, como el estridentismo mexicano, buscaron programas comunes para los creadores de distintas disciplinas y espacios de confluencia entre palabra, imagen y sonido. Nuevas formas de la idea wagneriana de «obra de arte total». Significativo en ese sentido el título de una revista de la galaxia cubista, dirigida por Pierre Albert-Birot: Sic, es decir, «sonidos, ideas, colores»… Significativo también el hecho de que el libro que Apollinaire finalmente tituló Calligrammes, inicialmente hubiera pensado titularlo Et moi aussi je suis peintre

Estamos en un Congreso de la Lengua Española, y en esa medida voy a optar principalmente por ejemplos nuestros. De hecho ya han salido mencionados, casi al inicio de estas palabras, Picasso y Miró. Los escritores más proclives al diálogo con las artes plásticas que podemos citar entre los de nuestra lengua, a lo largo del siglo xx, son a mi modo de ver los españoles Juan Ramón Jiménez, Eugenio d’Ors, Ramón Gómez de la Serna y Juan Eduardo Cirlot; el chileno Vicente Huidobro; el mexicano Octavio Paz; y el cubano Severo Sarduy… En el Madrid de 1915, donde acababa de fundar la tertulia de Pombo, Gómez de la Serna fue objeto de un retrato cubista obra de uno de sus contertulios, me refiero naturalmente al mexicano Diego Rivera. El inventor de la greguería siempre dibujó, y en ese sentido hay que recordar la muestra itinerante que organizó el Cervantes con parte de sus Greguerías ilustradas, que aparecían semanalmente en Blanco y Negro. También dibujaba, como «Octavi de Romeu», Eugenio d’Ors, definidor del noucentisme, y siempre atento al devenir del arte español y europeo. Huidobro, por su parte, colaboró con Picasso, Juan Gris, Delaunay y Arp, entre otros, además de crear audaces Poemas pintados. Poetas como Alberti, García Lorca, José Moreno Villa o Adriano del Valle, y el prosista Ernesto Giménez Caballero con sus Carteles literarios, realizaron una obra plástica notable. Alberti, autor a lo tarde de lo que él calificaba de liricografías, inicialmente había estado a punto de ser pintor, y lo mismo le había sucedido, a finales del siglo xix, al gran mentor de todos ellos, me refiero naturalmente a Juan Ramón Jiménez, alguien en quien es imposible no pensar, aquí en esta isla donde terminaría su existencia.

En La Barraca, el legendario grupo de teatro ambulante dirigido por García Lorca durante la década del treinta, y que llevaba el repertorio clásico por los campos y las ciudades de provincia de España, colaboraron con sus decorados y figurines artistas plásticos y compositores importantes, por ejemplo el escultor Alberto o el pintor Benjamín Palencia, autor del emblema de la compañía: una rueda de carro y encima de ella la máscara de Tespis. En clave cervantina, por la misma época se quedaron en proyecto, debido al estallido de la Guerra Civil, los decorados de Maruja Mallo para un Clavileño de Rodolfo Halffter.

Ya durante la segunda mitad del siglo pasado, Octavio Paz escribió mucho y bueno sobre arte: ver los dos volúmenes de sus obras completas significativamente titulados Los privilegios de la vista. En el campo de la bibliofilia, son muy hermosos los libros que hizo con Gunther Gerzso, y con Robert Motherwell; recordemos además sus poemas sobre Miró, Cornell o Josef Šima, y sus ensayos sobre Duchamp, Paalen, Manuel Álvarez Bravo; los collages y objetos bretonianos, o un fronterizo como Henri Michaux. En su libro desplegable, Blanco, Paz continuó la tradición del «coup de dés» mallarmeano, mientras en Discos visuales contó con la ayuda del pintor y grafista Vicente Rojo. Michauxiano fue como dibujante Severo Sarduy, poeta, narrador y ensayista que siempre privilegió el diálogo con las artes plásticas, y que en dos sonetos memorables dijo los respectivos universos plásticos de Rothko y Morandi.

Picasso, Miró, Dalí, Óscar Domínguez, Ramón Gaya, Eugenio Fernández Granell, Tàpies, Ràfols-Casamada, Saura, Chillida y Palazuelo en el caso español —hoy mismo habría que hablar de Arroyo, de Barceló, de Dis Berlín o de Miguel Galano—, los uruguayos Joaquín Torres-García y Rafael Barradas, los mexicanos Rufino Tamayo y Alberto Gironella, el cubano Wifredo Lam o el chileno Roberto Matta en el latinoamericano, son casos de artistas que han sabido dialogar de tú a tú con poetas y compositores amigos. Varios de ellos fueron autores de una notable obra literaria. Son importantes en sí, quiero decir, más allá de que sean de ellos, los descoyuntados poemas de Picasso y su obra de teatro, muy en la tradición ubuesca, El deseo atrapado por la cola; La Vida secreta de Dalí; la autobiografía de Torres-García; los diarios de Gaya; el ensayo Isla cofre mítico, que Fernández Granell publicó aquí en Puerto Rico, donde transcurrió parte de su exilio; y la obra poética rafolsiana, enteramente escrita en catalán y agrupada bajo el hermoso título Signe d’aire.

Ya en la posguerra, Juan Eduardo Cirlot fue no solo un gran poeta, sino también el gran crítico de arte de la generación abstracta española, y quien mejor tradujo a palabras la obra de Tàpies. Merece una mención otro notable poeta-crítico de la misma generación: Ángel Crespo, que fue profesor aquí, en Río Piedras, y cuya tesis doctoral, leída en esa universidad, versó precisamente sobre Juan Ramón Jiménez y la pintura. La tradición de Cirlot o de Crespo ha continuado hasta hoy. En ella se inscriben Andrés Sánchez Robayna y Enrique Andrés Ruiz, autor el segundo de una antología de poemas en nuestro idioma sobre pintura, titulada Las dos hermanas.

Hace unos instantes hablaba de fotografía, y a este propósito terminaré diciendo que estoy muy contento de coincidir en esta mesa puertorriqueña en torno al diálogo entre las artes, con un grande de la fotografía latinoamericana contemporánea como es Facundo de Zuviría. Siguiendo los pasos de su paisano Horacio Coppola, fotógrafo de la generación martinfierrista al cual ambos hemos conocido, Zuviría elige como objeto principal de su fotografía la propia ciudad de Buenos Aires. Su registro topográfico de escaparates porteños tiene algo del de Eugène Atget ante París. Tanto en el caso de Coppola como en el de Zuviría, sus fotografías dialogan naturalmente con la abundante poesía y la no menos abundante prosa que ha generado la gran metrópolis austral. Fascinante en ese sentido leer, con las fotos de Coppola delante, a su amigo Jorge Luis Borges, por ejemplo, en su fundacional Fervor de Buenos Aires con cubierta de su hermana Norah, pero también al olvidado Ignacio B. Anzoátegui o a Leopoldo Marechal, el autor del formidable Adán Buenosayres, inspirados prologuistas: el primero del fotolibro de Coppola Buenos Aires 1936, y el segundo, al año siguiente, de su monografía sobre la calle Corrientes, «la calle que nunca duerme», como la llaman allá; o a otros escritores de la misma época, como Baldomero Fernández Moreno (Ciudad), Raúl González Tuñón (A la sombra de los barrios amados), Ezequiel Martínez Estrada (La cabeza de Goliat) o Raúl Scalabrini Ortiz (El hombre que está solo y espera). En las fotos coppolianas vemos el rápido tránsito de la ciudad dormidamente ochocentista, a la metrópolis trepidante que tiene su emblema en el Kavanagh. Esa relación fotografía-ciudad-literatura, es… muy francesa, y a este propósito hay que recordar los cantos a París de tantos y tantos fotógrafos acompañados por cómplices escritores; podrían citarse decenas de ejemplos, pero solo recordaré los tres binomios más ilustres: Eugène Atget / Pierre Mac Orlan, Brassaï / Paul Morand, y Robert Doisneau / Blaise Cendrars… Por arrimar el ascua a nuestra sardina, cabe citar un caso en que ese diálogo «à la parisienne» se produce en clave latinoamericana: el libro sobre la capital francesa en que el fotógrafo brasileño Alécio de Andrade cuenta como glosador de sus instantáneas nada menos que con Julio Cortázar, gran peatón de la ciudad que los reunió, y que concibe su prólogo como una suerte de manual de instrucciones de la ciudad que los reunió, y que le inspiró Rayuela.