Voy a referirme a la fotografía, a la que considero mi segunda lengua, y a las razones que hacen que la considere un lenguaje, entre otras cosas.
Nuestro Diccionario de la Real Academia define el lenguaje como «conjunto de sonidos articulados con que el hombre manifiesta lo que piensa o siente», y en su sexta acepción, en sentido figurado, como «conjunto de señales que dan a entender una cosa».
Y creo que la fotografía, al menos para los que somos fotógrafos, constituye una especie de lenguaje, un conjunto de signos con el cual uno manifiesta pensamientos o sentimientos.
Mi primer contacto con la fotografía tiene lugar el día de mi sexto cumpleaños: ese día mi madrina, Helena Posse Molina, me regaló su cámara de fotos Eho, un cajoncito verde oscuro con un lente al frente, un disparador sobre la derecha, y dos ventanitas de vidrio esmerilado de 1 por 1,5 cm que constituían los visores, uno para tomar fotos en sentido vertical, el otro, apaisado.
No sé si llegué a tomar alguna fotografía con esa cámara, en todo caso no conservo ningún negativo ni copia. Pero lo que recuerdo son esas ventanitas, esos rectángulos que anticipaban el formato rectangular, armónico y preciso de la cámara 35 mm.
Recuerdo las primeras figuras, mínimas y borrosas, sobre ese cristal esmerilado: esos primeros encuadres estuvieron dedicados a mis abuelos, mis padres, mi tía Helena; el asunto era no cortarles la cabeza, que estuvieran enteros dentro de la foto. Y esa fue mi primera noción de encuadre, que es la operación central del lenguaje fotográfico.
La fotografía me acompaña desde entonces, y se transformó en un lenguaje que fui aprendiendo de forma lenta y natural, que me permitió desarrollar una relación muy especial con lo que veía. La fotografía comenzó a ser, para mí, un pasatiempo alternativo cuyas reglas fui creando a medida que esa afición inicial se transformó en el lenguaje que ocupa buena parte de mi vida, un lenguaje que me acompaña siempre que miro algo, tome una fotografía o no.
Porque la fotografía es el lenguaje de la mirada, que nos permite apropiarnos de la realidad y traducirla en signos gráficos que, enmarcados según diversos códigos y transformados en una imagen, nos permiten expresar y transmitir esa mirada. Y, en su operación más esencial, la fotografía es eso: mirar, seleccionar, encuadrar, registrar con una cámara lo que nuestra alma y nuestros ojos están viendo en un instante dado y transformarlo en imagen, en una foto, finalmente, una estampa de papel que contiene la mirada.
¿En qué consiste este lenguaje? ¿Tiene elementos definitorios que lo caractericen como tal? ¿Puede tener una gramática, una sintaxis? ¿Es realmente un lenguaje?
Es conocido el aforismo una imagen vale más que mil palabras, pero creo que no estoy de acuerdo: la imagen no vale más ni menos que las palabras, su valor, en todo caso, es de otra índole. Y lo que dice la imagen se comprende en sus propios términos y no puede traducirse en palabras.
Este lenguaje de la imagen fotográfica es utilizado permanentemente por millones de personas en todo el mundo, por gente de las más diversas culturas y situación social, que toman fotos con sus celulares y las envían desde cualquier punto del planeta a destinatarios en cualquier otra parte, y que la incorporan así a su vida cotidiana, como un medio directo, rápido y sencillo que les permite compartir momentos, experiencias, paisajes o un plato de comida en un restaurante bonito. Son mensajes sin palabras, y cuando las hay funcionan como accesorias de la foto, como epígrafes: lo central allí son las imágenes. Así, vivimos hoy en un mundo superpoblado de imágenes y que, paradójicamente, a veces parece empobrecido en el uso de la lengua: hay allí un desplazamiento del lenguaje.
Pero la fotografía admite usos más específicos e interesantes que esto: usos documentales, científicos, artísticos o simplemente poéticos.
Aquí me parece importante aclarar que, si bien la poesía en sentido estricto está construida con palabras, estamos hablando de poesía en un sentido más amplio, extensivo a otros lenguajes, como la pintura, la música o, por supuesto, la fotografía.
Hablamos de lo poético como aquello que no se puede definir pero se puede reconocer, ese halo que parece darle vida a algunas obras de los hombres, algo que tiene que ver con la belleza y como esta se refleja en el espíritu.
Es en ese campo de la metáfora, de la poesía, donde los signos de una lengua cambian su valor o significado y adquieren otro diferente, figurado, en virtud de su relación con otros signos, de su ubicación en un discurso o en una imagen, y según el contexto en que son vistos o leídos. Me gustaría hablar de esto, de la presencia de lo poético en el lenguaje fotográfico.
El acto de fotografiar es, en sí mismo, simple: se mira algo, se encuadra con la cámara, se registra —se atrapa— sobre un soporte fotosensible y se convierte en imagen.
Mencioné el encuadre de la mirada, el recorte de la realidad, como la operación central de la fotografía, y posiblemente lo sea. Pero hay otro componente, tan definitorio como el encuadre, que es su temporalidad. Y es esta doble referencia de la fotografía a lo espacial y a lo temporal lo que la coloca en un lugar más próximo al cine que a la pintura, y en todo caso también cercano a la literatura.
La temporalidad en la fotografía es algo complejo, y abarca varios aspectos. Por un lado la fotografía detiene el tiempo, congela el devenir en un instante, recorta de ese río incesante un segmento ínfimo, tan pequeño como una fracción de segundo, que solo es registrable mediante una cámara, y al sustraerlo de ese flujo le confiere cierta eternidad, ficticia, claro, la eternidad de la imagen fotográfica.
La fotografía transforma el instante en imagen que perdura. Esta operación tiene algo de magia, le permite desafiar no solo la vida, sino también el tiempo. Y en esto radica buena parte de su misterio y de su fuerza poética.
La fotografía se encarga de segmentar, recortar: el instante es un segmento del tiempo, y el encuadre, del espacio. Tiempo y espacio iluminados son atrapados por una mirada. Un instante después ese momento ya fue, pasó y ya no es, y lo que es —y será— es su testimonio —parcial, subjetivo—, la fotografía que atrapa ese instante y lo sobrevive.
Al fotografiar uno establece una relación visual entre los elementos encuadrados: en ese rectángulo que es el visor o la pantalla de la cámara las cosas adquieren un valor relativo determinado por su ubicación y por otras presencias en el cuadro. Ahí los significados cambian de sentido, surgen otras connotaciones, ciertos elementos adquieren nuevo valor simbólico, y la imagen resultante se convierte en algo nuevo y diferente de aquello que le dio origen, y su sentido final escapa a las definiciones, no admite traducción.
La imagen se construye, creo yo, sobre una geometría propia que crea sus propias reglas. Esta geometría le da sentido a la fotografía, establece una relación entre sus partes, les confiere un determinado ritmo, tiende a unificarla en un relato y a separarla de otros discursos posibles. En el campo de esa geometría los elementos pueden reducirse a la abstracción, desprovistos de connotaciones culturales, y esa abstracción de formas, ritmos y texturas adquiere un sentido propio, un sentido visual que quizás responda a un orden estético previo, lo podamos reconocer o no.
Umberto Eco, en La definición del arte, dice: «La belleza no es un pálido reflejo de un universo celestial que a duras penas divisamos y reproducimos imperfectamente en nuestras obras: la belleza es ese factor de organización formal que logramos obtener de las realidades que manejamos cada día».
Pero este orden formal, fundamental casi siempre, no lo es todo: resulta que esas formas que quedaron allí grabadas, esas texturas puestas de relieve por la luz, son cosas materiales, son personas con sus rasgos y expresiones, son objetos entendidos en su funcionalidad cultural, son signos gráficos —a veces, incomprensibles— que tienen sus propios significados. Y una expresión, un gesto o una mirada, adquieren sentido en su relación con un martillo, un semáforo, un lago, un auto que pasa, un letrero publicitario o una pintada política, y es en esta relación que establece la mirada y que atrapa en un instante sobre un soporte fotosensible con una cámara donde reside la irrepetible subjetividad de cada fotografía.
Por eso la belleza de una foto no es meramente la belleza de sus formas, sino la conjunción de esta con sus contenidos y lo que esos elementos simbolizan. Y su temporalidad es otro factor decisivo en esta belleza: el tiempo no solo no la desgasta, como sucede a veces con la lengua escrita o con otras artes, sino que parece agregarle capas de sentidos nuevos que la embellecen y enriquecen, por el mero paso del tiempo.
Quizás todo esté en este ir y venir de la abstracción geométrica al significado cultural de lo registrado, y en esa conciencia de momento pasado, irrepetible y eterno, que constituye el alma de la fotografía.
El valor simbólico de cada cosa —cada elemento dentro de la imagen— es, además, algo muy variable, depende del contexto, del marco cultural del que toma la foto y el del que la mira, de la época en que cada cosa sucede.
Y dentro de este simbolismo, la palabra escrita ocupa un lugar muy especial: cuando una palabra aparece en una foto, su valor es determinante de la imagen. De alguna manera, la titula y la define, indica su sentido, sugiere determinada lectura, condiciona nuestra mirada y le confiere su propia poética.
Las leyendas escritas dentro de la imagen se transforman a veces en motores de ella, y confieren muchas veces un sentido nuevo a elementos aparentemente desconectados. Tal es la fuerza de las palabras.
La fotografía, para mí, es también un modo de relacionarme con el mundo: registro lo que miro y, cuando miro, de algún modo estoy fotografiando. Miro, y la mirada activa en mí el mecanismo de selección y encuadre, el recorte del mundo con la mirada, dejar allí dentro solo lo que me llama, ya por su connotación simbólica o por la configuración de una estructura formal que me interesa. La composición, en mi caso, apunta primero a la forma, pero esa forma debe incluir elementos que me conciernan.
De alguna manera, la fotografía también me permite coleccionar el mundo, como un archivista que va guardando en anaqueles las piezas que integran su catálogo. Colecciono imágenes, y esto me permite catalogar mis obsesiones y rescatar «del olvido» cosas que pertenecen a una suerte de memoria colectiva, un pasado incierto sobre el que se apoya nuestra cultura y nuestro tiempo. Y las fotos son mi memoria, mi manera de apropiarme de un mundo que va quedando atrás, cada vez más lejano en el tiempo. Creo que hay algo de romántico en esta tarea.
Finalmente, si la fotografía es lenguaje, quedan por determinar varios aspectos: si tiene una gramática, si esta gramática tiene reglas, y si existe una relación o causalidad entre lo simbólico y lo formal. Es decir, si la forma o geometría de una imagen incide en el significado de sus elementos constitutivos, y si estos elementos con su significado inciden en la valoración de dicha forma. En todo caso, en esta relación se encuentra el campo de una poética de la imagen.