Hernán Urrutia Cárdenas

La lengua española como legado integrador e instrumento de libertad en las repúblicas hispanoamericanasHernán Urrutia Cárdenas
Catedrático de Lengua Española, Universidad del País Vasco (España); Academia Chilena de la Lengua

Introducción

En el contexto histórico de poderosas influencias (la Ilustración, la guerra de la Independencia de EE. UU. [1775-1783] y la Revolución Francesa [1789-1799]), se produce, en 1808, la invasión napoleónica de la península Ibérica que repercutió de forma diversa en el imperio español y el luso-brasileño. En el caso de este último el traslado de Juan VI de Portugal con su corte a Brasil, ya a fines de 1807, y la posterior proclamación de su hijo Pedro I como emperador de un Brasil independiente, en el año 1822, determinaron el diferente proceso de emancipación de los territorios de la América española y los de la portuguesa. Sus efectos perduran hasta hoy.1

En el imperio español, la invasión francesa y la entronización de José I, hermano de Napoleón, dan comienzo a un largo y dramático movimiento político, militar y social en la metrópoli y América, no solo de rechazo al invasor y su autoridad espuria, sino también de reflexión sobre la identidad de los pueblos, la soberanía nacional y los fundamentos de la legitimidad del poder político en sociedades tan complejas en su composición e intereses.

Al final las divergencias y enfrentamientos entre la metrópoli y las nuevas realidades políticas prefiguradas por los criollos determinaron la independencia de los territorios continentales del imperio español en América. Muchísimos de los criollos que lucharon por la independencia querían un gobierno propio sin tutelas ajenas y que reflejará sus anhelos de libertad, intereses e identidad como grupo dominante en América. Otros, a la vez, pretendían alcanzar su autonomía o independencia frente a las capitales de los virreinatos. La conformación de las nuevas repúblicas hispanoamericanas tomó gran parte del siglo xix. De 1810 a 1830, los principales líderes e intelectuales americanos intentaron preservar y ampliar los vínculos comunes de las precedentes organizaciones, que formaban una comunidad gestada durante tres siglos, en las nuevas configuraciones políticas independientes de la metrópoli. Pero estos objetivos e intentos se frustraron. Bolívar, uno de sus grandes impulsores, dirá, al final de su vida (1830), «haber arado en el mar».

La extensión territorial, la complejidad social, los intereses y programas políticos diversos hicieron fracasar el idealismo internacionalista de preservar la unidad de los territorios hermanos. A esta etapa sigue la acción de los líderes y grupos que luchan por las identidades e intereses nacionalistas y regionalistas más cercanos y abarcables. Los nuevos proyectos de Estados-Naciones se consolidan en el siglo xix, aunque pasan por fases de rivalidades, enemistades y guerras.

Si comparamos el inicio de la revolución hispanoamericana y su resultado global en el siglo xix, podemos concluir que la positiva e inevitable independencia política de los territorios americanos continentales del imperio español desató también las tendencias centrífugas. Estas triunfaron e impidieron preservar en el marco republicano la potencialidad de una gran comunidad política de común origen. Lo que sí ocurrió en contraste con los territorios americanos del imperio luso-brasileño que dieron origen al imperio (1822) y posteriormente a la república de Brasil (1889).

Pese a la fragmentación de las colonias españolas americanas en casi una veintena de repúblicas, la lengua, la historia y los valores culturales comunes constituyeron la base para que tempranamente intelectuales y políticos relevantes trataran de paliar los efectos de la división política y administrativa resultante. En las mentes más preclaras permaneció latente el ideal originario de la unidad continental que Simón Bolívar, Andrés Bello y Luis López, integrantes de la comisión nombrada por la Junta de Caracas en 1810, definieron ante el Foreign Office en Londres mediante un memorándum:

Los diputados esperan que los diversos virreinatos y provincias del Norte y Suramérica se dividirán en diferentes estados de acuerdo con sus límites físicos y políticos; pero ellos proyectan un sistema federal que, dejando a los respectivos estados independencia de gobierno, pueda formar una autoridad central coordinada, como la de los Anfictiones de Grecia.2

2. Factores de integración en la configuración de las repúblicas hispanoamericanas

2.1. La lengua común como legado e instrumento de desarrollo socio-cultural

Afianzada la independencia por los criollos como grupo dominante, cada república hubo de afrontar la labor de conformar su institucionalidad y desarrollar sus nuevos valores, potencialidades culturales y progreso material.

En esta nueva etapa, destaca la inmensa y decisiva labor de Andrés Bello en Chile (1829-1865), cuyo pensamiento y obra transcienden a toda Hispanoamérica. Su actitud realista y pragmática sobre el valor de la lengua común con una trayectoria secular en Europa y América es clara y decisiva.

Su concepción de la lengua castellana o española es como un instrumento de comunicación, vinculación e identificación de la comunidad hispanohablante y, a la vez, como un soporte del legado cultural que, por la abstracción y la generalización, fija el conocimiento, preserva los valores en los significados y permite su desarrollo y perfeccionamiento.

En la encrucijada histórica de la primera mitad del siglo xix, Andrés Bello no propicia la secesión lingüística de España como complemento de la independencia política ya alcanzada. Con visión de futuro señala que el dominio flexible de la lengua culta común es un vínculo de unión en la comunidad hispánica.

Su función integradora la subraya en el prólogo de su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847):

Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes.3

Subraya que la conservación de la lengua común no impide la libertad y creación en su uso:

Pero no es purismo supersticioso lo que me atrevo a recomendarles. El adelantamiento prodigioso de todas las ciencias y la artes, la difusión de la cultura intelectual y las revoluciones políticas, piden cada día nuevos signos para expresar ideas nuevas, y la introducción de vocablos flamantes, tomados de las lenguas antiguas y extranjeras, ha dejado ya de ofendernos, cuando no es manifiestamente innecesaria, o cuando no descubre la afectación y mal gusto de los que piensan engalanar así lo que escriben.4

El uso de la lengua que recomienda A. Bello en su Gramática es el de la «gente educada» por su mejor dominio del idioma. Además «porque este uso es el más uniforme en las varias provincias y pueblos» por compartir los hablantes cultos un mismo ideal de lengua. Este modelo lo basa en la más alta expresión de la lengua: la literatura.

Bello entiende que la lengua literaria, de máxima abstracción y fantasía, es la gran heredera de todas las visiones, riquezas y modos de ver el mundo que han ido alumbrando en la historia de una comunidad. Así, el dominio de la lengua como instrumento de la cultura y del pensamiento, y factor político de unidad e integración, se obtiene no sólo con el estudio de la gramática, sino que también con la lectura frecuente de las obras de los grandes escritores y pensadores. Al considerar el castellano o español como uno y común para todos los hispanohablantes defiende la participación de los americanos en la configuración de la normatividad estándar de la lengua común:

No se crea que recomendando la conservación del castellano sea mi ánimo tachar de vicioso y espurio todo lo que es peculiar de los americanos […] Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias, cuando las patrocina la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada.5

Su actitud contrasta entonces con la de Domingo Faustino Sarmiento que —en la famosa polémica de 1842 en Chile— defiende el uso libre y sin trabas de las expresiones del pueblo y rechaza con vehemencia la acción de los académicos y la enseñanza de las reglas de uso.

Como fundamento del uso idiomático, tiende a resaltar lo peculiar y a crear una nueva identidad y nuevo arraigo lingüístico y cultural. Aunque el tiempo morigerará sus juicios, Sarmiento subraya la autoridad del pueblo y el carácter obsoleto de las gramáticas y modelos literarios en materia de uso lingüístico:

La soberanía del pueblo tiene todo su valor y predominio; las gramáticas son como el senado conservador, creado para resistir a los debates populares, para conservar la rutina y las tradiciones […].

La gramática no se ha hecho para el pueblo; los preceptos del maestro entran por un oído del niño y salen por el otro. Se le enseñará a conocer cómo se dice, pero ya se guardará muy bien de decir cómo le enseñan: el hábito y el ejemplo dominante podrán siempre más. Mejor es, pues, no andarse ni con reglas ni con autores.6

La controversia lingüística implicaba también la política. Al rechazar la acción de las autoridades en cuestiones del idioma, de los gramáticos y autores de prestigio, Sarmiento se alejaba de la raigambre lingüística y cultural hispánica. Su entusiasmo revolucionario le impulsa a destacar lo diferente, lo nuevo y espontáneo con el fin de promover una diferenciada o nueva identidad lingüístico-cultural en las repúblicas hispanoamericanas. Su perspectiva tenía su precedente en la América inglesa. En una situación similar, durante el periodo posterior a la independencia de Gran Bretaña, Noah Webster y otros plantearon utópicamente, en EE. UU., que a la ruptura política debería corresponder también la independencia lingüística para lograr un sistema propio «tanto en el lenguaje como en el Gobierno». Su idea de un nuevo arraigo lingüístico lo justifica con estas palabras (traducción del original):

En Norteamérica, tenemos la más clara oportunidad, como nunca antes se ha presentado a la humanidad, de implantar una lengua nacional, uniforme y original en su configuración.7

En el cierre de la polémica lingüístico-literaria mencionada (1841-1843), Bello muestra, una vez más, su preocupación y apelación por mantener la unidad lingüística, con ocasión del discurso solemne de inauguración de la Universidad de Chile (17.09.1843) en su calidad de rector fundador.

Advierte que, sin una acción educativa y selectiva que preserve la lengua común:

nuestra América reproducirá dentro de poco la confusión de idiomas, dialectos y jerigonzas, el caos babilónico de la edad media; y diez pueblos perderán uno de sus vínculos más poderosos de fraternidad, uno de sus más preciosos instrumentos de correspondencia y comercio.8

En suma, en la polémica cultural y lingüística, surgida en el periodo posterior a la independencia política de Hispanoamérica , focalizada en Chile entre 1841-1843, Andrés Bello defiende el arraigo en la tradición cultural hispánica, la unidad lingüística flexible y la acción educativa para evitar los posibles peligros de la fragmentación lingüística y el deterioro del legado común. Así, la lengua común resulta el instrumento eficaz y necesario para la construcción de la nueva institucionalidad de las repúblicas hispanoamericanas con el fin de no sumar un nuevo caos a la fragmentación política y territorial. Su criterio triunfó en la controversia y determinó, en forma crucial, la dirección cultural y política de Chile y del resto de países hispanoamericanos en el siglo xix.

Según la perspectiva bellista, el desarrollo de las nuevas repúblicas solo podía iniciarse y tomar impulso desde los hechos sociales positivos precedentes; de tal modo que los bienes culturales y de civilización del patrimonio histórico son los instrumentos para alcanzar los nuevos fines perseguidos. Tiene muy claro que la superioridad cultural y técnica con mayor dominio de la realidad explicaba el triunfo y predominio de los españoles y criollos sobre los indígenas americanos. En este sentido la lengua internacional común era un bien valiosísimo que atesoraba en su registro oral, y especialmente en el escrito, los conocimientos, técnicas, recursos y procedimientos para impulsar el desarrollo, incorporando otras tradiciones e influencias positivas en tal propósito.

El dominio de los españoles y criollos en América sobre los indígenas lo compara con el de los romanos sobre los antiguos habitantes de la Península Ibérica:

El despotismo de los emperadores de Roma fue el tipo del gobierno español en América […]. La misión civilizadora que comienza, como el sol, de oriente a occidente, y de que Roma fue el agente más poderoso en el mundo antiguo, la España la ejerció sobre un mundo occidental más distante y más vasto. Sin duda los elementos de esta civilización fueron destinados a amalgamarse con otros que la mejorasen, como la civilización romana fue modificada y mejorada en Europa por influencias extrañas. Tal vez nos engañamos; pero ciertamente nos parece que ninguna de las naciones que brotaron de las ruinas del Imperio conservó una estampa más pronunciada del genio romano: la lengua misma de España es la que mejor conserva el carácter de la que hablaron los dominadores del orbe. Hasta en las cosas materiales presenta algo de imperial y romano la administración colonial de España.9

En el contexto anterior, su vinculación y amistad con intelectuales españoles liberales (J. M.ª Blanco White, V. Salvá, B.J.Gallardo, A. Puigblanch, A. Alcalá Galiano, J. J. de Mora, J. de Mendíbil, etc.),desde su etapa londinense (1810-1829), es congruente por estar todos implicados en el cumplimiento de iguales propósitos: impulsar la libertad y el desarrollo social en la comunidad cultural común.

La obra de Andrés Bello en el ámbito de la filosofía, la gramática, la planificación lingüística y la educación es colosal. Su arraigo cultural y lingüístico y coincidencia de propósitos le animó a enviar un ejemplar de su excelente gramática a la Real Academia Española en 1847; la institución le respondió y agradeció por medio de la Legación de España en Chile, comunicándole, a la vez, que había sido nombrado «académico honorario; distinción que, por primera vez, se ha concedido ahora, después de publicado el nuevo reglamento».10

Posteriormente, en 1861, cuando se creó la categoría de académico correspondiente, la Academia, también por unanimidad, nombró a Bello en tal categoría. Para el centenario de su nacimiento, la RAE se adhirió a los actos conmemorativos con una junta pública. El académico D. Manuel Cañete, quien le había propuesto como académico correspondiente, en 1861, recordó en su discurso la extraordinaria labor y obra del ilustre creador. El acta académica del acto (4.12.1881) refleja el reconocimiento institucional de su fecunda acción:

Haciendo justicia al admirable poeta venezolano y tendiendo los brazos con desinteresado y noble afecto a los que si ya no son españoles, según la política, lo son todavía y lo serán siempre por su lengua y su literatura.11

La iniciativa de Bello y la respuesta abierta de la Academia facilitaron la vinculación y los intercambios futuros para colaborar en las actividades comunes. Con los nombramientos de nuevos académicos en América y la creación de academias correspondientes a partir de 1871, la corresponsabilidad en el patrimonio de la lengua fue en aumento hasta culminar en la creación de la Asociación de Academias de la Lengua Española en 1951 (México), cuyo «fin primordial es trabajar asiduamente en la defensa, unidad e integridad del idioma común, y velar para que su natural crecimiento sea conforme a la tradición y naturaleza íntima del español».12

Sin duda, estas palabras nos recuerdan las apelaciones y acciones de Bello y otros intelectuales que impulsaron en el siglo xix el uso y enseñanza del español como lengua común, favoreciendo su expansión en las diversas repúblicas hispanoamericanas. La normalización lingüística por medio del español estándar fue un medio eficaz para la construcción nacional y formación de la identidad en las diversas repúblicas. En algún país las corrientes más nacionalistas trataron de impulsar los usos más populares con relativo éxito, pero prevaleció a la larga el español estándar como lengua oficial con las peculiaridades propias de cada país, sin alterar la estructura fundamental del idioma español o castellano.

En este proceso la diferencia más importante como iniciativa fue el proyecto de reforma ortográfica de Andrés Bello. Aunque de acuerdo con los propósitos de la Academia de simplificar y fijar la ortografía, implicaba, por su desarrollo y ampliación posterior de sus propuestas por Domingo Faustino Sarmiento, una divergencia notable, al aplicar como desiderátum el criterio de la pronunciación: un signo ortográfico para cada fonema.

En su proyecto de 1823 (Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar y unificar la ortografía en América), desarrollado con Juan García del Río en Londres, Bello defiende la simplificación de la ortografía para promover la educación del pueblo con el fin de que se incorpore en una tradición cultural impensable para el analfabeto. Sus argumentos son claros:

[con la simplificación] la escritura uniformada de España y de las naciones americanas presentará un grado de perfección desconocida hoy en el mundo.13

Entre los medios no sólo de pulir la lengua, sino de extender y generalizar todas las ramas de ilustración, pocos habrá más importantes que el de simplificar su ortografía, como que de ella depende la adquisición más o menos fácil de las dos artes primeras, que son como los cimientos sobre los que descansa todo el edificio de la literatura y de las ciencias: leer y escribir.14

Con los principales próceres de la independencia (Simón Bolívar, Francisco Miranda, José de San Martín, Bernardo O'Higgins, etc.), comparte la idea de la necesidad de formar ciudadanos educados y virtuosos en las nuevas repúblicas para su consolidación. El saber leer y escribir, en este sentido, es un «medio de radicar una libertad racional, y con ella los bienes de la cultura civil y de la prosperidad pública».15

En Chile, su programa de reforma ortográfica inspira a D. F. Sarmiento para proponer una aún más revolucionaria (Memoria leída a la Facultad de Filosofía y Humanidades [17.10.1843]).

Después de ser aprobadas algunas de las propuestas por la Universidad de Chile (1844), las polémicas posteriores y el que las reformas no fueran seguidas por una mayoría no favorecieron su éxito. También por la importante decisión de la Real Academia Española de fijar, a instancias del gobierno español, unas normas ortográficas imperativas para la educación y la administración, ya que no existía entonces una normativa ortográfica general. En el año 1844 aparece la Real Orden en relación con el uso idiomático en las escuelas públicas, cuyo resultado es el Prontuario de ortografía de la lengua castellana.

Ante la dualidad normativa, A. Bello, en 1851, como rector y en nombre del Consejo de la Universidad de Chile, recomienda al gobierno chileno (Ministerio de Instrucción Pública) no insistir en las reformas por la falta de uso uniforme y confusión social. Recomienda su «abandono […] para obviar los inconvenientes de una enseñanza inútil y de la falta de uniformidad».16

Por la inercia de los hechos sociales, la ortografía chilena,17 reajustada a la normativa previa a las propuestas de Sarmiento, perduró, envuelta en polémicas, hasta 1927. El presidente Carlos Ibáñez, por medio de un decreto (20.06.1927), decide que, a partir del 12 de octubre de ese año, y como homenaje al día de la Hispanidad, se adopte la ortografía académica sin excepciones en todos los documentos y textos de la administración y la educación pública chilena. Así, el propósito de mantener la unidad normativa fue el que prevaleció. Pero el impulso y la idea de Bello y Sarmiento, y mucho antes Nebrija, de simplificar las reglas con criterio fonético no se han olvidado, aunque ahora de modo gradual y con el acuerdo de todos los académicos de la lengua, americanos y españoles, respetando las variedades de la pronunciación estándar en el ámbito hispánico y preservando el valor unificador de las reglas ortográficas comunes.

2.2. La educación y la cultura en la conformación nacional

La convicción de que la educación era un factor de cohesión nacional y de progreso cívico y material impulsó su organización en las nuevas repúblicas. En conformidad con esta política llegaron a los nuevos estados numerosos profesores e intelectuales que contribuyeron al desarrollo cultural de las jóvenes naciones. Una historia de éxito en el desarrollo educativo en el siglo xix en América fue la labor realizada por A. Bello y D. F. Sarmiento en Chile que, como paradigma, muestra los avances y dificultades en el desarrollo educacional en Hispanoamérica.

A finales del siglo xix, se destacó en el Congreso Geográfico Hispano-Portugués-Americano de 1892, con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América, que el sistema educativo chileno presentaba entonces un índice menor de analfabetos que en la Península.18

Para Bello fue preocupación fundamental en su etapa chilena (1829-1865) el mejorar la circunstancia social y cultural. Creía en el progreso individual y social dentro de los límites de la naturaleza humana.

Mérito grande de Chile fue reconocer su grandeza y darle los medios para que desarrollara su labor educativa, hiciera su Gramática, el Código Civil, los Principios del Derecho de Gentes y de asumir la fundación de la Universidad de Chile, entre otras múltiples actividades de servicio público.

Al estudiar su labor educativa, se potencia la preocupación de Bello por desarrollar el patrimonio cultural. Y, principalmente, la lengua común, esto es, el instrumento humano por excelencia, pues las formas superiores del psiquismo están ligadas al logos.

En este marco conceptual, el progreso social se basa en los instrumentos culturales y materiales con el fin de enriquecerlos o superarlos en el uso social. Esta perspectiva le confiere justamente a la lengua, y a los demás instrumentos, el papel de síntesis fecunda de la acción y el pensamiento. La sociedad obtiene la fuerza motriz de su dinamismo gracias a la interrelación constante entre los instrumentos culturales y materiales, por un lado; y su uso y la capacidad científico-técnica, del otro. Pero la libertad de acción y la superación ética son necesarias para el progreso.

El espíritu humano es un ser que tiene conciencia de sus actos, y que puede hasta cierto punto determinarlos a su arbitrio.19

El generador de la adhesión del hombre a verdades que interpelan a la razón y a sus afecciones, lo constituye el conjunto de sus necesidades materiales y espirituales. Las que dentro de la vida social se tienden a realizar con los bienes y posibilidades de esta. De acuerdo con la postura bellista, es importante subrayar que en la vida social el hombre anhela fines que relaciona afectiva y racionalmente con sus necesidades originarias.

Y este es el ángulo inicial de la vida humana como tal, porque de acuerdo a ese artículo de fe, infundido por la filosofía de la Ilustración a los próceres de la independencia americana, el conocimiento y la enseñanza generalizados sólo pueden someter los apremios egoístas del hombre al progreso, justicia y libertad, esto es, a la felicidad individual y social.

Procurar bienes y evitar males al individuo y a sus semejantes es el objeto que nos proponemos al formar el corazón y el espíritu de un hombre; por consiguiente, podremos considerar la educación como el empleo de las facultades más a propósito para promover la felicidad humana.20

La educación y el conocimiento proyectan la inmediatez material y las urgencias esenciales del individuo y la sociedad hacia un mundo axiológico que orienta y normaliza las aspiraciones de sus integrantes. Y este es el necesario punto de partida para entender el ideal o norma moral o social como tránsito entre una urgencia insatisfecha y una realización liberadora más justa. Así, al decir de Bello, en su trabajo Apuntes sobre la teoría de M. Jouffroy,21 cada vez «que concebimos una norma útil, nos apasionamos a ella», y esta adhesión es un poderoso «motivo de acción», que «no se diferencia del motivo análogo del estado egoísta, sino en que la idea de norma […] es el producto de una experiencia más larga, de nociones más vastas, de comparaciones más complicadas».

Este proceso nos hace comprender que la felicidad propia hace necesaria la ajena ya que no puedes «permitirte a ti mismo lo que, permitido a cualquier otro hombre en circunstancias semejantes, sería pernicioso a todos». En suma, la necesidad ciega se eleva en el hombre al orden reflexivo para evitar el posible conflicto. Pero esta normatividad no es ajena a la vida íntima y necesidades primigenias. Lejos de ser así, «lo contrario es un hecho, si entendemos por razón humana la de la gran mayoría de los hombres». Quizá algunos alcancen una idea de orden ajena a las instancias íntimas del individuo, «pero ¡triste moral —comenta Bello— la que no se contentase con guiar al común de los hombres por ella! Triste moral la que estableciese por principio una abstracción, que cada cual explica y formula a su modo».

La expresión clara, unívoca y didáctica de las normas y reglas preocupó muchísimo al autor de la Gramática Castellana, el Código Civil y los Principios del Derecho de Gentes.

El mensaje realista y pragmático de Bello sobre el papel emancipador y utilitario que, junto a la formación cívica y moral, tiene el saber, el conocimiento de la realidad, a nivel individual y social, le debe mucho a su prolongada estancia en Londres (1810 -1829). Allí conoció la obra de los filósofos radicales o utilitaristas. Y trató personalmente a James Mill y Jeremy Bentham, los más importantes miembros de ese grupo.

A la formación clásica y humanista de su juventud, se agregó la tradición empirista y utilitarista de esos años londinenses.

Su ideario educativo se realizó principalmente en Chile con la creación tanto de la Universidad de Chile (1842), como de la Escuela Normal de Preceptores (1842), cuyo primer director fue Domingo Faustino Sarmiento, argentino exiliado en Chile entonces, y futuro presidente de Argentina.

Estas instituciones sirvieron como palanca de desarrollo educativo, cultural y técnico-científico. Y medio para cumplir uno de los más caros propósitos de Bello, esto es, la enseñanza y extensión de la lengua castellana estándar como instrumento fundamental de toda ciencia y conocimiento. Pero con su sentido realista, tiene claro que, aunque la educación es el gran medio para que fructifiquen las virtudes en el pueblo, es necesario a la vez un desarrollo económico con un sentido solidario para alcanzar tal propósito:

Otra causa que debe concurrir con estos (la educación y los valores morales), es la conveniente distribución del producto de la riqueza nacional. En una sociedad que progresa, hay anualmente un sobrante (...). De la distribución de este producto, depende en mucha parte el bienestar, y por consiguiente, la moralidad de las clases inferiores; cuanto mayor es la proporción que estas logran en él, por medio de su industria y trabajo, más feliz es su condición, y más susceptible se hace de impresiones morales.22

La sugerencia sutil de A. Bello apunta a los tropiezos de la acción educativa y del progreso en sociedades con desigualdades enormes desde el pasado colonial. Otra dificultad a la política vigorosa del estado por la educación pública era la oposición beligerante de los grupos políticos retardatarios. En 1857, el diputado Enrique Cood  manifestaba públicamente que:

haciendo descender la instrucción sin discernimiento y con excesiva liberalidad sobre las clases inferiores, ella inspirará a los jóvenes que la reciban disgusto por su estado, desprecio por sus iguales, y el envanecimiento de una superioridad engañosa, que los hará vivir con tedio el trabajo manual, el servicio doméstico, y aun el ejercicio de aquellas artes honrosas, pero humildes, que nos proporcionan la satisfacción de las primeras necesidades de la vida.23

Ante el creciente desarrollo de la educación pública, denuncia el diputado Zorobabel Rodríguez en 1873 ante la Cámara de Diputados de Chile:

Suprimid la Universidad y los colegios oficiales. Por mucho que sea el bien que hagan, siempre es mayor el bien que impiden.24

Según sus palabras, la educación no debería ser un servicio público sino sólo una actividad sometida a la oferta y la demanda. Así, sólo los que tuvieran recursos o fueran becados por una institución altruista podrían tener un acceso seguro a ella.

En el siglo xix, la acción de Bello, Sarmiento y sus discípulos (los hermanos Amunátegui, Barros Arana, etc.) impulsaron con el apoyo de presidentes como Manuel Montt y José Manuel Balmaceda un gran desarrollo educacional y cultural. Chile progresó también económica y socialmente; la evolución de las ideas y la confrontación política impusieron diversas reformas jurídicas que ampliaron los derechos ciudadanos en un régimen oligárquico que, aunque con grupos políticos retardatarios, avanzaba hacia una mayor democratización.

Sin duda, el empuje de una pléyade de discípulos de los maestros de la etapa fundacional tuvo nuevos frutos y granazones. En la segunda mitad del siglo xix y durante el siglo xx, muchas repúblicas iberoamericanas han experimentado un desarrollo notable que les ha permitido disminuir en diverso grado las seculares desigualdades.

¿En que sentido la labor y el ideario de los que pusieron los pilares de las repúblicas hispanoamericanas en el siglo xix nos pueden inspirar en el siglo xxi?

Después de doscientos años, el ideario de Bolívar, San Martín, O’Higgins, Bello, Sarmiento, Alberdi y otros próceres tiene plena vigencia en sus objetivos fundamentales. Así, por ejemplo, la evidencia de que gobernar es educar nos debe movilizar a todos. Ahora, en un contexto histórico muchísimo más propicio es necesario impulsar la educación en Iberoamérica para favorecer su desarrollo sociocultural y técnico-científico.

La educación, como entonces, debe ser una responsabilidad insoslayable y estratégica de los gobiernos para garantizar el acceso igualitario a una educación de calidad. Los grupos secularmente marginados desde el período colonial (campesinos, indígenas y afroiberoamericanos) deben tener una atención especial para respetar sus derechos y promover su integración plena como ciudadanos en este nuevo siglo. Hay una deuda histórica con ellos.

Todos los organismos en los que participan las repúblicas iberoamericanas, España y Portugal deben impulsar y contribuir con proyectos específicos en este programa sociocultural que coadyuvará en el necesario y vital proceso de reintegración de Iberoamérica durante este nuevo siglo. Estas acciones prioritarias incidirán en un mayor desarrollo económico y social, favoreciendo la conformación de sociedades más democráticas y unidas. Y capaces de alcanzar una nueva independencia, la tecnológica y científica, para conocer su realidad y aprovechar sus recursos. Esta aspiración indicada por A. Bello en la inauguración de la Universidad de Chile en 1843 no debe entenderse como un debilitamiento de los vínculos históricos y socioeconómicos con el resto del mundo. La interconexión, los intercambios y la colaboración son crecientes y necesarios en el mundo presente y futuro.

A las personas y a los pueblos, la libertad y su capacidad en una sociedad globalizada, les permiten progresar con una conciencia solidaria para vivir y llevar adelante sus proyectos. Así, con una mayor integración y progreso de sus hablantes, el español no sólo crecerá en su uso sino que también se potenciará como instrumento de conocimiento, desarrollo y unión, según el propósito fundacional del siglo xix.

Notas

  • 1. Javier Fernández Sebastián (director), Diccionario político y social del mundo iberoamericano. Iberconceptos-I, Madrid: Fundación Carolina, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2009, pp. 38-45. Volver
  • 2. Felipe Herrera, «Presencia de Bello en la integración cultural latinoamericana», Homenaje a don Andrés Bello, Santiago: Editorial Jurídica de Chile, Editorial Andrés Bello, 1982, p. 247. Volver
  • 3. Andrés Bello, Gramática de la lengua castellana, en Obras Completas (OC), t. IV, Madrid: Andrés Bello digital, Bibliotecas Virtuales FHL, 2002, p.11.Todas las citas referidas a A. Bello como autor en las notas siguientes pertenecen a estas Obras Completas. Volver
  • 4. Ibid., p.11. Volver
  • 5. Ibid., pp. 12-13. Volver
  • 6. Emir Rodríguez Monegal, El otro Andrés Bello, Caracas: Monte Ávila Editores C. A., 1969, p. 261. Volver
  • 7. Noah Webster, Dissertations on the English Language (1789), Manston, England: The Scholar Press, 1967, pp. 20-21 (reproducción facsimilar). Volver
  • 8. Andrés Bello, OC, t. XXI, 2002, pp. 17 y ss. Volver
  • 9. A. Bello, OC, t. XXIII, 2002, pp. 165-166. Volver
  • 10. M. L. Amunátegui, Vida de don Andrés Bello, Santiago: Pedro G. Ramírez (editor), 1882, pp. 35-38. Volver
  • 11. Fernando Lázaro Mora, La presencia de Andrés Bello en la Filología Española, Salamanca: Ediciones de la Universidad de Salamanca, 1981, pp. 370-372. Volver
  • 12. Real Academia Española, La Asociación, Madrid: http://www.rae.es Volver
  • 13. A. Bello, OC, t. V, 2002, pp. 76-77. Volver
  • 14. Ibid., pp. 71-72. Volver
  • 15. Ibid., p. 87. Volver
  • 16. Ana Guirao Massif, Historia de la Facultad de Filosofía y Humanidades, t. I, Santiago: Universidad de Chile: 1957, p.56. Volver
  • 17. La ortografía chilena se apartaba de las normas de la RAE en el empleo de j en vez de g como grafema del fonema fricativo velar sordo / x / (jeneral, jigante, jitano) y en el de i en todos los usos de la vocal anterior y cerrada / i / (lei, rei, soi ). Además, en el empleo de s por x ante consonante (esfoliar, esplicar, estranjero), excepto ante c y h (excavar, exceso, exhausto, exhibir) y en los homónimos (texto, testo). Volver
  • 18.  Juan Gutiérrez y José Antonio Pascual, Prólogo. A propósito de las Actas del Congreso Literario Hispano-Americano de 1892, Madrid: Centro Virtual Cervantes, 2010, p.12. Volver
  • 19. A. Bello, OC, t. III, 2002, p.7. Volver
  • 20. A. Bello, OC, t. XII, 2002, p. 657. Volver
  • 21. A. Bello, OC, t. III, 2002, pp. 547-577. Volver
  • 22. A. Bello, OC, t. XXII, 2002, p. 639. Volver
  • 23. Roberto Munizaga, «Actualidad de Bello para una moderna reorientación de la enseñanza en Latinoamérica», Andrés Bello. Homenaje de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, Santiago: Prensas de la Editorial Universitaria S. A., 1966, p. 34. Volver
  • 24. Belarmino Elgueta, La cara oculta de la historia. El legado intelectual de Julio César Jobet, Santiago: Factum Ediciones, 1997, p. 122. Volver