Muy a pesar de la Independencia política de Hispanoamérica, la lengua española colonial continuó un largo y potente proceso de desarrollo durante el siglo xix, pues, a pesar del segundo de sus apellidos, era el primero el que lo distinguía con fuerza y el que lo arraigaba a su primera seña de identidad: la española. Ese español colonial, por otra parte, nunca estuvo tan ajeno a lo americano. Al contrario, fue consolidando una noble mixtura entre la lengua de los colonizadores y las lenguas de los nativos y haciendo que los plurales se hicieran singulares y que el singular se hiciera un venturoso plural. Más aún, las bases para la consolidación de una lengua americana distintiva estaban ya echadas al finalizar el período colonial y en ello poco tuvo que ver en lo sustancial el fenómeno de cambio que pronto sufrirían en lo político las naciones del continente. Indudablemente, también, el desarrollo social decimonónico y los progresos en la vida material dejaron marcas en la lengua que la terminaron de perfilar —solo parcialmente— como otra lengua, diferente a la hablada en España.
Sin embargo, el proceso gestaría paulatinamente cambios que serían profundos en la vida de las naciones americanas y es en la lengua donde ellos quedarían grabados. La lengua del continente comienza un período lento y constante de transformación. El léxico del español americano anuncia unos modos que señalarán fluctuaciones entre dos claras situaciones lingüísticas: la separación de la lengua peninsular y el seguimiento de sus aportes; eso que hemos llamado: la continuidad de una ruptura. El funcionamiento léxico del español americano y el diálogo que el léxico americano y su lexicografía manifestaron durante las primeras décadas del siglo xix deben entenderse como pervivencia de la lengua española dentro del creciente ambiente de ruptura que comienza a presentarse. La exploración busca caracterizar esta pendulación y marcarla como una constante en los desarrollos posteriores de la lengua americana y su descripción.
Nuevas voces y nuevos diccionarios se implican para proponer que las novedades en la vida social, los modos de pensamiento y los ámbitos de la sensibilidad produzcan obligaciones que la lengua no hace sino acatar. La esfera de estas realizaciones también determina la justificación de los resultado de la investigación, pues, por una parte el documento literario o el texto personal de los pensadores y voceros públicos de ese tiempo (Miranda, Bolívar, Bello, Rodríguez, Roscio, Ramos y Sucre, entre otros) y, por otra, el documento oficial o el texto formalizado de los ciudadanos anónimos y representantes populares, permiten la imagen léxica del momento emancipador. Un problema metodológico, además, hará que la exploración se solvente tomando más en cuenta las primeras de estas realidades, en vista de las dificultades que acarrea investigar la materia pública de este tiempo. La fuente lexicográfica, además de consecuencia documental de la situación lingüística, va a pautar la promoción de las diferencias y de las igualdades entre la lengua colonial y la nueva lengua.
Una descripción panorámica del léxico español durante las tres primeras décadas del siglo xix mostraría la confluencia de un español de sabor castizo (voces generales y peninsularismos) con uno americano patrimonial (americanismos de origen) y, junto a estos dos renglones, un léxico nuevo culto y coloquial (designativo de ideas políticas antes desconocidas, de formas y tratamientos sociales no ensayados y de señalamientos cotidianos a comportamientos o a situaciones personales de nuevo cuño).
De este repertorio esencial, sería elocuente detenerse en cuatro voces emblema, atribuidas en su uso y propagación a un número similar de hombres públicos de este momento (nacidos todos en Venezuela, pero de constitución continental), actores políticos e intelectuales en todos los casos. Ellas serían: el bochinche de Miranda; la pinga de Bolívar; el carajo de Sucre; y la vaina de Bello. Las cuatro unidades, en independencia de sus ejecutores discursivos, resultan, además de un léxico aún vivo y muy representativo del habla americana (significando: desorden, contrariedad, exclamación de negación y cosa en general), reflejo de los sectores más significativos del habla coloquial americana, por otra parte, el sector más rico hasta hoy en las hablas españolas del continente.
Comprender el radio en que desarrollan su semántica estas palabras modelo de la nueva forma de hablar que empezaría a tomar cuerpo, requiere unos instantes para referir sus historias y biografías particulares.
En la Batalla de Junín (año 1824), gana la caballería realista tras derrotar a los jinetes colombianos. Cambia esa suerte la oportuna intervención de los lanceros peruanos que obtienen rutilante triunfo frente al ejército español. Soldados aduladores, que nunca faltan, quieren halagar al Libertador y vociferan en su presencia repetidos ¡vivas! por los lanceros de Colombia: «Bolívar, que había presenciado las peripecias todas del combate, contestó, dominado por justiciero impulso: ¡La pinga! ¡Vivan los lanceros del Perú!». En cuanto al mariscal de Ayacucho, en la ominosa selva de Berruecos el día de su muerte (4 de junio de 1830), «al oírse la detonación del arma de fuego, exclamó Sucre, cayendo del caballo: ¡Carajo!, un balazo» (Ricardo Palma: Tradiciones en salsa verde. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2008).
Un poco antes de estos hechos y un poco después entran en escenas el bochinche y la vaina. «En La Guaira, la noche triste del 31 de julio del nefasto año 1812, el General, arrestado por un grupo de sus antiguos subalternos, acuñará otra frase histórica: ¡Bochinche...Bochinche... Esta gente no es capaz sino de bochinche! Cuántas veces, a lo largo de nuestra vida republicana, se han dado actitudes y sucesos en que han cobrado palpitante vigencia las palabras de admonición y de protesta del Generalísimo: ¡bochinche!» (Mario Briceño Perozo: Frases que han hecho historia en Venezuela. Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1985, pp. 50-51).
La referencia anecdótica sobre el uso chileno del vocablo vaina, popularizado por Andrés Bello, denominación de una especie de pisco, resulta un aporte venezolano prestado al habla chilena que aún perdura: «Su estilo de vida fue moderado. Escasos placeres de mesa; algún licor, en especial mezclado como el slip inglés, al cual denominaba “vaina”, voz extendida hasta hoy en Chile» (Pedro Cunill Grau: Andrés Bello. Caracas: Los Libros de El Nacional, 2006, p. 72).
El acercamiento a estas voces tan representativas nos obliga como último paso a la reflexión sobre lo que los diccionarios hispanoamericanos de primera generación hicieron en relación a la incorporación de un léxico nuevo, a la perduración del léxico general y al desarrollo de los americanismos que habían ingresado desde los siglos coloniales. Más aún, interesa determinar cómo desde estos tiempos de independencia nuestros diccionarios se entenderían como repertorios diferenciales que, si bien no planteaban ruptura frente al léxico general de la lengua española, sí iban a señalar lo que desde América se aportaría al conjunto del léxico español.
La lexicografía americana se hizo fuertemente contrastiva (quizá un intento por diferenciarse agudamente de una madre peninsular, de la que ya en lo político se veía libre). Los diccionarios se hicieron diferenciales como una necesidad de adquirir autonomía (aunque está claro que también la lengua americana crecía desde libre desde tiempo atrás). Eso que nace en tiempo independentista recorrería la lexicografía del español de América durante todo el siglo xix (este ciclo de ciencia y política alcanzaría fechas muy recientes hasta bien entrado el siglo xx). Gestarían una nueva tipología de repertorios léxicos, los diccionarios de americanismos (y también los de -ismos nacionales y regionales), como una necesidad de codificar nuevamente una lengua que creerían nueva del todo. Siguiendo el ejemplo de Bello, que quiso una gramática para el uso de los americanos, se intentó muchas y variadas veces el diccionario americano, uno que recogiera sólo aquellas voces originarias del continente o nacidas a la fragua de acontecimientos y situaciones acuñadas en América.
El purismo lingüístico como forma de casticismo de la lengua intentará bloquear en Hispanoamérica el curso franco de la descripción contrastiva y diferencial. Serán muchos los autores que se acercarán a estudiar el léxico americano para señalarlo como hablar corrompido (en Venezuela Miguel Carmona, a mediados del siglo, publicará el ejemplo rey: Diccionario indo hispano o venezolano español, un repertorio de voces corrompidas (= de uso venezolano) enfrentado a sus equivalencias castizas (= de uso peninsular), invocadas estas últimas como norma del buen hablar) y para intentar sustituirlo (o restituirlo) por formas peninsulares que se consideran más idóneas, sin entender que se estaban generando procesos que ofrecerían como enriquecimiento otros modos.
La materia indigenista tendrá también que ser entendida como una forma de independencia. La presencia del indigenismo léxico en los repertorios del español americano vino a actuar como marcador de un diálogo de diferencias entre las lenguas aborígenes incorporadas a la lengua común por la vía del indigenismo y el español general. Será un capítulo nunca culminado por describir lo que se piensa originario y lo que se entiende como impuesto. Mientras transcurre el siglo xix, la lexicografía americana se va haciendo cada vez más indigenista. En realidad, era una tendencia que había adquirido forma y sentido desde los repertorios coloniales (altamente recuperadores del léxico indígena y de sus relaciones con la lengua española; pensemos en los repertorios de Pedro Mártir de Anglería y Pedro Simón) y que los diccionarios decimonónicos no hicieron sino continuar y desarrollar. El purismo lingüístico reaccionará también frente a este auge y propondrá en su lugar un expreso neohispanismo léxico.
En este panorama de acciones y reacciones habría que preguntarse si realmente la Independencia aportó un léxico español americano tan radicalmente distinto y si la lexicografía hispanoamericana que comenzaría a crecer a partir de la tercera década del siglo xix sobre la idea de algo nuevo y distintivo que, si bien lo era, no lo era por motivos políticos, sino que lo era porque desde los repertorios coloniales así había asentado y determinado. La comprensión del fenómeno de cambio radicaría entonces en señalar su continuidad en el tiempo de las rupturas, pues un puñado de voces nuevas no pudieron transformar nada o muy poco de lo que se venía haciendo desde los siglos anteriores como preservación y comprensión del español americano, prácticamente ya hecho para el momento en que irrumpen los radicales cambios que transformarían el régimen colonial.
Habría, más bien, que esperar a que las repúblicas americanas estuvieran consolidadas para poder hablar de una relativa autonomía del léxico hispanoamericano frente al español general (aquí el aporte provendrá del avance del criollismo y de los regionalismos, como consecuencia de las investigaciones folklorísticas de las que se alimentó la lexicografía). Como sabemos, todo esto resulta un fenómeno de las décadas finales del siglo xix y no de las primeras.