Gustavo Guerrero

De Bello a la globalización Gustavo Guerrero
Escritor (Venezuela)

Es curioso cómo las polémicas suelen influir en la imagen que nos hacemos de un escritor a tal punto que, a veces, resultan más decisivas que su propia obra. Por su carácter reservado y su naturaleza más bien tímida, Andrés Bello no era el hombre mejor dispuesto para estos ejercicios de esgrima intelectual en la Hispanoamérica del siglo xix. Sin embargo, cada vez que sintió que tenía que disentir públicamente de las opiniones o los juicios de algún contemporáneo, no dejó de cumplir con su deber de letrado y, a todo lo largo de su vida, se vio así envuelto en un buen número de discusiones que todavía hoy marcan su fama póstuma.

Entre ellas, hay una que quizás no tuvo en su momento más resonancia que las otras, pero que, con el tiempo, se ha ido erigiendo en la polémica más citada y, por ende, de mayor peso en la posteridad de Bello. Se trata, como ya muchos de ustedes habrán adivinado, de aquella que le opuso a Domingo Faustino Sarmiento en 1842 a propósito del español de América. Recordemos que, tras la publicación en El Mercurio de Valparaíso de los «Ejercicios populares de la lengua castellana» de Pedro Fernández Garfias, Sarmiento escribe un encendido comentario en el mismo periódico, reivindicando, a la manera romántica, la preeminencia del pueblo en todo lo que respecta a la lengua: «La soberanía del pueblo tiene su valor y su predominio en el idioma; los gramáticos son como un senado conservador, creado para resistir los embates populares, para conservar la rutina y las tradiciones», afirma el argentino.1 Consecuente, hará luego un llamado a que los poetas y los escritores se liberen de los viejos moldes retóricos e inventen una literatura fiel a las particularidades expresivas de cada país. Bello le contesta en un tono más mesurado aunque no desprovisto de ironía y, sin dejar de reconocer la importancia del genio popular en la invención lingüística, señala que el verdadero combate de los gramáticos no es contra el habla del pueblo sino contra los extranjerismos de distintos tipos que, por prurito de modernidad, se traen al castellano: «Contra éstos reclaman justamente los gramáticos, no como conservadores de tradiciones y rutinas, en expresión de los redactores del Mercurio, sino como custodios filósofos a quienes está encargado, por convención de la sociedad, fijar las palabras empleadas por la gente culta, y establecer su dependencia y coordinación en el discurso, de modo que revele fielmente la expresión del pensamiento». Y añade a renglón seguido: «De lo contrario, admitidas las locuciones exóticas, los giros opuestos al genio de nuestra lengua, y aquellas chocarreras vulgaridades e idiotismos del populacho, vendríamos a caer en la oscuridad y el embrollo…».2

La interpretación más corriente de esta polémica, le otorga a Sarmiento, aún hoy, el papel de paladín del romanticismo, la modernidad y la democracia mientras que reserva, para Bello, el de un campeón del neoclasicismo, el conservadurismo y la oligarquía. No hace falta decir que se trata de una manera bastante simple y maniquea de ver a los dos hombres y a la discusión misma, pues hay muchos otros aspectos que no entran en consideración a la hora de sostener tal juicio y, en especial, el trasfondo histórico y político de las posiciones de Bello. En realidad, a éste por aquel entonces le preocupaba  menos atacar el populismo del joven Sarmiento o defender los privilegios de las élites de las nuevas repúblicas que preservar la eficacia del idioma español como instrumento de comunicación y fundamento de una comunidad cultural entre las gentes de todo el continente. Por poco que se recorra su obra, resulta, en efecto, evidente que Bello, como buen humanista, se sentía responsable del legado de las generaciones que le precedieron y no quería en modo alguno que al español le ocurriera lo mismo que al latín ni que América repitiera la experiencia de Europa. Dicho en otras palabras: a Bello siempre le pareció que la Edad Media era un precio demasiado alto que pagar, para llegar a disponer, en un impreciso futuro, de una lengua y una cultura nacionales. Así lo expresa en varios escritos de esa época, como, por ejemplo, en el célebre discurso de inauguración de la Universidad de Chile en 1843: «demos carta de nacionalidad a todos los caprichos de un extravagante neologismo y nuestra América reproducirá dentro de poco la confusión de idiomas, dialectos y jerigonzas, el caos babilónico de la edad media; y diez pueblos perderán uno de sus vínculos más poderosos de fraternidad, uno de sus más preciosos instrumentos de correspondencia y comercio».3

Lo que de veras le importa a Bello es, a todas luces, salvaguardar esta unidad que en aquel entonces —estamos hablando de la década de los treinta y los cuarenta del siglo xix— parece todavía bastante más real que muchas de nuestras naciones. Bien nos lo recuerda Rafael Rojas: «las naciones latinoamericanas, tal y como se conocen desde mediados del siglo xix, eran entidades simbólicas inexistentes en los años previos y posteriores a la independencia».4 Además, treinta años mayor que Sarmiento, Bello había vivido los procesos independentistas desde sus más tempranas manifestaciones hasta sus últimas consecuencias y procedía de una generación que no había olvidado que el sentir de una identidad común de orden continental, por utópico que hoy nos parezca, había sido, en muchos países, anterior al surgimiento de los estados nacionales. Humboldt lo subraya en el recuento de sus viajes cuando apunta que «somos americanos» era una frase que repetían con orgullo los criollos de distintos virreinatos y capitanías generales en vísperas de la independencia, aunque no siempre la emplearan con el mismo sentido.5

En el caso venezolano, este sentimiento de pertenecer a una patria grande, nuestra primera comunidad simbólica, va a ser una de las notas más características del pensamiento político pre-independentista y, según se sabe, ha de adquirir posteriormente su forma más acabada con el proyecto bolivariano que lo convierte en doctrina y praxis. Pero quiero insistir en que se trata de un ideal anterior al propio Bolívar y que se halla ya en figuras como Francisco de Miranda o en los dos célebres preceptores del Libertador, Simón Rodríguez y, por supuesto, Andrés Bello. Para todos ellos, el desmembramiento de la Gran Colombia, así como la corriente de secesión que parece ampararse del continente durante y después de la contienda, son vividos como el fracaso de sus sueños juveniles y como una derrota cuyo alcance afectaba a toda su generación. Pedro Grases arriesga que, al igual que otros patriotas de la primera hora como Fray Servando o Vicente Rocafuerte, ni Rodríguez ni Bello se resignaron nunca a aceptar la nueva geografía política. Cada uno siguió librando por su cuenta, y con las armas de que disponía, una guerra secreta y personal en pro de la utopía americanista. Rodríguez defendió así la idea de una educación para todos y Bello, la de una lengua para todos. Si se la mira desde esta perspectiva, la polémica con Sarmiento de 1842 tiene la inmensa virtud de poner de manifiesto cómo la lengua se erige históricamente en el territorio principalísimo del conflicto político entre las expectativas supranacionales y los nacionalismos, entre la afirmación de una identidad única y el anhelo de una identidad plural. En este sentido, la polémica no representa, para Bello, sino un episodio más de ese otro combate que empieza muy temprano en Caracas con los primeros esbozos para el estudio de las conjugaciones y la reforma ortográfica, que sigue luego en Londres con la Biblioteca Americana (1823) y El Repertorio Americano (1826-1827), y que se lleva finalmente a Chile con los Principios de ortología y métrica de la lengua castellana (1835) y sobre todo con La gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847). «Tendremos especial cuidado en hacer que desaparezca de esta obra toda predilección a favor de ninguno de nuestros estados o pueblos; escribimos para todos ellos, y el Repertorio, fiel a su divisa, será verdaderamente americano», advertía ya en el preámbulo de la revista de 18266.

Para Bello, la filología, la lingüística, el derecho y la historia fueron los campos de batalla de esta otra pelea que no se acaba con las independencias sino que, en cierto modo, empieza con ellas y, a la par, las contradice y las prolonga. Pero también la poesía fue uno de sus escenarios principales, si acaso no el más importante. Recordemos que su «Alocución…» y su «Silva a la agricultura…» formaban ambas parte de un gran ciclo poético intitulado América que debía ser el cimiento no de una poesía venezolana o colombiana o chilena, sino de una literatura en la que se reconocieran todos los lectores del continente: una literatura americana. La defensa de la unidad de la lengua es, sin lugar a duda, inseparable de este proyecto paralelo con el que se trata de relativizar unas fronteras aún recientes y de preservar no sólo la idea sino el sentir de una identidad común, vinculándolas a esa verdad teñida de emoción que es la verdad de la poesía y la literatura. Bello no vivió lo suficiente como para asistir al triunfo del modernismo, nuestro primer movimiento literario continental; pero no es exagerado decir que sí supo anticiparlo y que, con su labor, creó las condiciones para que fuera posible; Bello nunca habría podido imaginar el boom de la novela hispanoamericana en los años sesenta del pasado siglo, pero el asombro, el estupor y el placer que compartieron miles de lectores hispanoamericanos leyendo aquellas novelas, les permitió identificarse con esa cultura literaria común que fue uno de sus sueños más caros.

Ya es prácticamente un clisé decir que hemos entrado en un nuevo tiempo y que, con la globalización, quiérase o no, nos adentramos en un mundo donde muchas cosas están adquiriendo un pronunciado perfil postnacional. Uno de los factores de reagrupamiento en este mundo globalizado son las lenguas y sabemos que, a mediano plazo, sólo aquellas que ofrezcan a la vez un mercado estructurado y una literatura amplia, variada y de calidad tendrán un lugar destacado en el mercado internacional de la traducción y, por ende, en el futuro campo literario global. Nosotros llevamos cierta ventaja, pues, en Hispanoamérica, la unidad de la lengua ha dejado de representar un verdadero problema desde hace mucho tiempo. Como decía Octavio Paz allá por los años setenta: «No hay riesgo de que las peculiaridades del habla argentina o centroamericana  den origen a lenguas distintas»7. Esta unidad es parte de lo mucho que le debemos a Bello, pero hoy por hoy la mejor manera de agradecérselo es continuar su labor con vistas a la consolidación de un espacio literario común a través de la creación de un mercado único del libro en Hispanoamérica y a través del desarrollo de perspectivas post-nacionales para el estudio de nuestras letras. Sin esperar a que las soluciones vengan de las nuevas tecnologías o de la edición electrónica, tanto en el área anglófona como en la de la francófona los agentes editoriales y los estados avanzan políticas tendientes a facilitar el comercio del libro y a unificar las legislaciones arancelarias y el IVA, mientras surgen, al mismo tiempo, en las universidades de Estados Unidos y de Francia cátedras, seminarios y cursos donde se cruzan autores de la India, de Inglaterra y de Suráfrica, o de Quebec, de Martinica y de Bélgica. Es verdad que, entre nosotros, no faltan instrumentos jurídicos para avanzar hacia un mercado común del libro, tal y como lo muestra el acuerdo firmado entre Brasil y Uruguay el seno de la ALADI. También es cierto que empiezan a asomarse tímidamente en nuestras universidades perspectivas postnacionales e interhispánicas en el campo de la literatura comparada y sobre todo de los estudios atlánticos. Pero aún queda mucho por hacer, pues todavía es difícil, cuando no imposible, encontrar libros chilenos en México o libros mexicanos en Venezuela o libros venezolanos en Argentina. Además, es evidente que las fronteras nacionales siguen siendo la principal referencia científica en los estudios culturales y literarios, por no mencionar el foso que sigue separando a nivel académico el estudio de las letras hispanoamericanas y las españolas.

Insisto, para concluir, en que una de las mejores maneras de darle actualmente las gracias a Bello por la lengua que supo preservar para todos, es avanzar hacia ese horizonte de un espacio literario diverso y global donde libreros, editores, distribuidores, universitarios, estudiantes, bibliotecarios, periodistas, críticos y lectores de Hispanoamérica y España formen una comunidad no ya imaginaria sino real y que no sólo tenga a la lengua sino además a la literatura como su patria grande, su patria común, tal y como lo quiso el caraqueño. Allí, en ese horizonte futuro, nos están esperando desde hace bastante tiempo muchos de nuestros mejores escritores y poetas. Enrique Vila-Matas, por ejemplo, el más mexicano de los escritores españoles o el más español de los escritores mexicanos, declaraba hace poco que el concepto de literatura nacional era, para él y para algunos otros, una idea decimonónica y definitivamente periclitada, y lo decía en un homenaje a la obra de uno de sus más cercanos amigos, el malogrado Roberto Bolaño, sin duda el más chileno de los escritores mexicanos o el más mexicano de los escritores chilenos, sin contar que pasó sus últimos veinte años junto al Mediterráneo, en un pueblo de la Costa Brava. No sé que habría pensado Bello de las palabras de Vila-Matas ni de la obra de Bolaño, pero estoy seguro de  que,  pasando por encima de los siglos, hoy se habría sentido más y mejor comprendido por ellos que por su contemporáneo Sarmiento.

Notas

  • 1. Norberto Pinilla (ed.), La controversia filológica de 1842,Santiago de Chile, Prensas de la Universidad de Chile, 1945, p. 3. Volver
  • 2. Ibid., pp. 26-27. Volver
  • 3. Andrés Bello, Obras completas, vol. 9, Caracas, Ministerio de Educación, 1951, p. 148. Volver
  • 4. Rafael Rojas, Las repúblicas del aire, utopía y desencanto en la revolución de Hispanoamamérica, Madrid, Taurus, 2009, p. 35. Volver
  • 5. Alexander von Humboldt, Ensayo politico sobre el reino de la Nueva España, volumen II, México, 1941, p. 118. Volver
  • 6. «Prospecto», Repertorio Americano, Tomo I, Londres, Octubre de 1826, p. 5. Volver
  • 7. Octavio Paz, Obras completas, vol. 3, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, p. 43. Volver