Entre el 26 de mayo y el 12 de junio de 1939, se publicó en edición mimeográfica, a bordo del barco Sinaia, un diario que mantuvo informados a los exiliados republicanos españoles que en él viajaban rumbo a México de los acontecimientos del mundo, de las características del país al que se dirigían y de los sucesos que ocurrían en el propio barco. En sus páginas, y muy particularmente en su último número —en el que se reproduce un poema de Pedro Garfias—, se inaugura la literatura del exilio, antes de que la embarcación haya llegado al puerto de Veracruz.
La lectura de Sinaia. Diario de la primera expedición de republicanos españoles a México es interesante, dramática, conmovedora. A lo largo de sus 18 números se dan a conocer las noticias internacionales del momento, entre las que destaca el proceso de negociación que desembocaría en la alianza de Inglaterra, Francia y la Unión Soviética contra el fascismo. Se proporcionan informaciones diversas sobre la historia, la cultura, la geografía y el arte mexicanos. Se exponen, número a número, las ideas de Lázaro Cárdenas, extraídas de sus propios discursos políticos, a propósito del trabajo, la reforma agraria, la economía, la educación, las razas indígenas, las mujeres en México y se exalta su figura abierta y generosa en un artículo firmado con las siglas A. S. V., que deben de corresponder al joven Adolfo Sánchez Vázquez. Se publican artículos sobre la Revolución mexicana y el problema del petróleo, apenas expropiado entonces. Se invita a las actividades académicas, artísticas y de entretenimiento que se organizan a bordo, como conferencias sobre la geografía, la historia, la economía, el arte, la literatura de México; conciertos, recitales de poesía, fiestas, verbenas, exposiciones de dibujos; concursos de poesía, de caricatura y hasta de chotis. Se informa de la localización del barco en la travesía y del estado del tiempo. Se convoca a reuniones de carácter gremial o profesional (médicos, agricultores, ingenieros, arquitectos, maestros, periodistas, escritores, artistas, obreros y técnicos de la construcción, militares profesionales, funcionarios públicos, de banca y de empresa privada). Se publican pequeñas semblanzas de exiliados anónimos —mineros, labradores, zapateros— que participaron heroicamente en la lucha. Se dan las noticias de lo que sucede en el trayecto, como el nacimiento de una niña a quien se le pone por segundo nombre Sinaia o el reencuentro amoroso de una pareja, que, después de tres meses de separación, tiene que aplazar su más íntima anagnórisis hasta llegar a México porque él y ella viajan en camarotes diferentes. Se hacen recomendaciones prácticas, como ahorrar agua o mantener limpios los cuartos de aseo, y se reprueban ciertas actitudes irresponsables de algunos pasajeros, como llevarse los enseres de los comedores a los camarotes, armar en las colas tertulias y discusiones que interrumpen la circulación, ocupar un sitio en la pista sin bailar o llevar niños pequeños a los conciertos.
Los 1800 refugiados del Sinaia no fueron, en rigor, los primeros españoles republicanos que llegaron a México, pues antes que ellos habían desembarcado en Veracruz 327 intelectuales —entre los que figuraban los poetas Juan José Domenchina y su esposa, Ernestina de Champourcin—, que habían viajado a bordo del Flandre. Fueron, sin embargo, los más representativos de la acusada heterogeneidad republicana. En el Sinaia viajaban labriegos, artesanos, mineros, militares de todas las jerarquías, ingenieros, músicos como el maestro Rafael Oropesa —director de la Banda Madrid, fundada en el 36 en el Quinto Regimiento, que amenizaba las noches de la travesía—, escritores como Antonio Sosaya, Benjamín Jarnés, Pedro Garfias, Juan Rejano, filósofos como Adolfo Sánchez Vázquez, pintores como Ramón Gaya, profesores de primera enseñanza como mi querido maestro Isidoro Enríquez Calleja.
De la lectura del Diario se infiere la vida que lleva a bordo esta suerte de república trashumante. Desde luego, se trata de una vida pasajera, como pasajeros son quienes la viven durante la veintena de días que lleva la travesía, pero en ella se reproduce virtualmente, a la manera del cuento «Autopista del sur» de Julio Cortázar, la vida «sedentaria»: en el Sinaia cobra realidad y triunfa, aunque sea provisionalmente, la República.
A los pasajeros los unen ciertamente el dolor de la derrota, el ánimo antifascista, la voluntad del regreso victorioso, pero también los separan sus diferencias políticas, sus luchas partidistas internas y por supuesto las clases sociales que se establecen o se restablecen a bordo. En el barco hay camarotes y comedores de primera, de segunda y de tercera, y si a sus «plazas» y «calles» se les nombra con la nomenclatura urbana de Madrid —La Gran Vía, la Calle de Alcalá—, a la zona de primera clase se le conoce con el elitista nombre de Barrio de Salamanca. Hay de todo en el barco: quienes pasean en pijama de babor a estribor y quienes construyen «chabolas» para protegerse del sol en la cubierta; quienes dedican su tiempo a la educación de los niños o arreglan la ropa de los refugiados y quienes se la pasan escupiendo en la cubierta o echando cáscaras de fruta o cascos de botellas de cerveza por la borda; quienes, sumergidos en sus camarotes, pergeñan poemas o preparan la conferencia que habrán de dictar al día siguiente y quienes se hacen acreedores a la exhortación publicada en el periódico, que dice: «No discutir; razonar: No vociferar, aconsejar».
Como suele suceder, lo más significativo del Diario son sus páginas editoriales, en las que se fortalece el espíritu de la causa: «¡Que los españoles que van a México no olviden nunca que en España quedan centenas de millares de hermanos en las cárceles, millones de españoles oprimidos y una patria entera que reconquistar!»; se manifiesta la gratitud a México y a su primer mandatario: «En México nos aguardan un régimen progresivo, unas instituciones populares que garantizan a los republicanos españoles, desde el mismo momento de su llegada, un trato de ciudadanos libres. ¡Seamos dignos de esta ayuda generosa de México, apoyando la política democrática del presidente Cárdenas!»; se establecen diferencias enfáticas entre los republicanos y los gachupines: «Nuestra guerra consiguió borrar en el ánimo del pueblo mexicano el odio engendrado por los explotadores de la conquista y que abarcaba, como regla general, a los españoles residentes después en aquellas tierras, en buena parte de los casos, aventureros desaprensivos, sedientos de plata ensangrentada», y, finalmente, se exhorta a la unidad por encima de las diferencias: «No podemos de ninguna manera llevar a México nuestras antiguas luchas políticas o sindicales. Lo que haya quedado sin aclarar lo esclareceremos en España en el momento oportuno. En la república hermana, no. Allí todos somos de una sola condición: antifascistas».
En el Sinaia. Diario de la primera expedición de republicanos españoles a México nace, como he dicho, la literatura del exilio, que habrá de prolongarse por muchas décadas entonces imprevistas y habrá de trascender las generaciones. En el último número, la víspera del desembarco en el puerto de Veracruz, el poeta Pedro Garfias publica su poema «Entre España y México», en el que se truecan los papeles históricos del conquistador y el conquistado:
Qué hilo tan fino, que delgado junco
—de acero fiel— nos une y nos separa,
con España presente en el recuerdo,
con México presente en la esperanza.
Repite el mar sus cóncavos azules,
repite el cielo sus tranquilas aguas,
y entre el cielo y el mar ensayan vuelos
de análoga ambición nuestras miradas.
España que perdimos, no nos pierdas;
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga
que un día volveremos, más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda
de este mar, con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta.
Y tú, México libre, pueblo abierto
al ágil viento y a la luz del alba,
indios de clara estirpe, campesinos
con tierras, con simientes y con máquinas,
proletarios gigantes de anchas manos
que forjan el destino de la Patria;
pueblo libre de México:
como otro tiempo por la mar salada
te va un río español de sangre roja,
de generosa sangre desbordada.
Pero eres tú esta vez quien nos conquistas,
y para siempre, ¡oh vieja y nueva España!