El exilio de Ortega y Gasset y la crisis de la etimologíasMarta María Campomar
Presidenta de la Fundación José Ortega y Gasset Argentina

El exilio es un fenómeno que tiene tantas facetas, motivaciones y reacciones afectivas como personas involucradas en el proceso de encontrarse en una etapa de su vida o para siempre separadas de su tierra natal. Para algunos, esta situación ocurrió como una etapa creativa, de aportación cultural o científica; para otros, fue motivo de exclusión y de ruptura, sin recuperación de la normalidad profesional y de crisis intimista. El destierro asumía así un carácter totalizante: la persona estaba lejos de su tierra y lejos de su interioridad, incomunicada, extrañada de sí misma. La experiencia de Ortega en el exilio no constituyó una excepción: para él, entenderse hablando llegó a ser una operación verdaderamente dramática.

Se dice que España redescubrió a América a través de la mirada de sus exiliados pero esta versión no es exacta, especialmente en el caso argentino, donde existía, desde 1914. Por intermedio de ella, la cátedra de la Institución Cultural Española a través de la cual habrían tomado contacto previamente muchos escritores, científicos y pensadores españoles con la sociedad sudamericana. Podemos afirmar incluso que, en su mayoría, los hombres y mujeres que pasaron por el exilio argentino, como Ortega, Sánchez Albornoz, María de Maeztu, Lorenzo Luzuriaga, Jiménez de Asúa, García Morente, Pío del Río Hortega, por citar sólo algunos de ellos, ya habrían descubierto el nuevo mundo hispanoamericano por medio de esta Institución en los años 20 y 30 antes de la guerra.

Ellos habían conocido también el dilema de ese otro éxodo masivo, el de las grandes olas inmigratorias que llegaron a tierras americanas escapando de guerras carlistas, de las hambrunas y la falta de horizontes culturales, en busca de mejor educación y una vida más saludable. Estos seres desgajados de su tierra natal, algunos de ellos profesionales republicanos del primer intento fallido de 1874, conformaban las múltiples Españas que, como diría Ortega en la Patriótica Española en 1916, en plena guerra mundial, llevaban en sus alforjas la semilla hispana que sería fecunda en la nueva patria de adopción. El desplazamiento de grandes masas, que aportaron con su creatividad, tenacidad y trabajo a hacer nación en Sudamérica, esa vida germinal en un pueblo joven de status nescens como era Argentina, conformaba un largo proceso que Ortega describió como un muñón amputado que mantenía latente el descontento para luego plasmarse en el molde vacío «que un día llenaréis con un relieve que será el arte y la idea y la moral argentinas». Estas palabras pronunciadas en ocasión de velada de la Revista Nosotros en noviembre de 1916, estimulaban a este pueblo joven, de exquisita sensibilidad, de producción ideológica, artística y reflexiva a que formara su alma colectiva, descubriendo su fisonomía peculiar, distinta a la europea, en contacto cotidiano con razas de toda lengua, religión y costumbres.

Entendía Ortega que el simple hecho de una nación que tuviera «fuerza de atracción» para retener tanta disparidad humana era ya un signo de riqueza cultural, camino a hacerse una cultura propia americana. Opinaba también que la América joven, desde las recurrentes crisis del siglo xx, tenía por delante la labor de recibir al extraño, de convertir esa porosidad inmigratoria de la sociedad, en una nación de cohesión solidaria verdadera, mientras que la vieja Europa en guerra tendría que reinventarse para salir de sus graves convulsiones. Eran dos procesos con dinámicas muy distintas, una en ascenso, la otra en descenso. Entre 1936 y 1939, la situación de Europa no había cambiado, y con la guerra civil de por medio, Ortega apela a una gran comunidad de hecho, la hispana, con una lengua y repertorio de vida «consabido» a gozar del tesoro de una cultura compartida, a pesar de que existían profundas divergencias ideológicas respecto al gobierno de España y al futuro de Europa.

Tanto en América como en España subsistían prejuicios y simplismos sobre lo que significaron la Guerra Civil, el exilio, o el ostracismo del nacionalcatolicismo franquista al que retornaron algunos intelectuales, conviviendo en la periferia de un régimen que no aceptaba al más mínimo atisbo de apertura liberal. Por ello, resulta un asunto delicado abordar estos temas sin romper con ciertos «mitos» preestablecidos. Se ha asumido que la España peregrina fue un proceso de destierro republicano para escapar del franquismo. Sin embargo, el material epistolar orteguiano pone de manifiesto una diáspora anterior de intelectuales y científicos universitarios cuyo único móvil para salir de España fue escapar del desenfreno popular que se habría apoderado del republicanismo con el golpe militar de 1936. Instituciones universitarias, editoriales y domicilios privados fueron allanados por el sector marxista que amenazó las vidas de aquellos que no adherían incondicionalmente a sus exigencias políticas. Y casi simultáneamente desaparecían de Madrid, en ese mismo año, Ortega, García Morente, María de Maeztu, Zubiri, los Jiménez Fraud, Castillejo y muchos otros espíritus reformistas, liberales o institucionistas que habían trabajado activamente para integrar a España, por medio de la educación y la ciencia, al resto de Europa. Muchos de ellos inclusive habrían puesto sus esperanzas en el nuevo régimen republicano que luego desembocó en una auténtica y desenfrenada anarquía popular, de la cual Ortega se habría apartado con su célebre frase: «no es esto».

En esta historia de intimidades avasalladas no hay expresión más sensible y más delicada que el género epistolar. En el caso de Ortega, filósofo de profesión, iba acompañado de la gran preocupación por salvaguardar la integridad y sentido de sus textos. Estas cartas, cotejadas con artículos y conferencias de la última docencia en Buenos Aires, revelan la soledad, la suspicacia del desterrado, el vacío de espíritu, el embotamiento de los sentidos y el intelecto por la silenciosa incomprensión que padecieron los exiliados en una sociedad como la porteña, insegura de su identidad, de sus alianzas y del lenguaje político que utilizaban indiscriminadamente para tachar reputaciones ajenas. Eran naciones jóvenes en las que surgían manifiestos políticos e ideológicos que luego se desdecían o quedaban desfasados en el transcurso de los cambios que alteraban el tablero internacional, sociedades presentistas con poco sentido histórico. Pero lo más importante del exilio de Ortega era la frustración que experimentaba de saber que el pensar había quedado atrapado «en la cárcel inexorable del idioma», en un vocablo equívoco que producía desconfianza en las palabras.

La gran liberación que Ortega anuncia desde su exilio porteño es la de la tiranía del lenguaje, que esclaviza la raíz misma del ser humano. Comenta a su público de La Plata: «Si yo continúo algún tiempo en la Argentina y si en la Argentina interesan de verdad las exploraciones insospechadas del puro pensamiento intacto de política —cosas ambas, aquella permanencia y aquel interés, un tanto problemáticas—, yo expondría en Buenos Aires, por vez primera lo que creo haber hallado sobre este asunto, ideas que pudieran ser de gran velamen y constituyen nada menos que los principios de una nueva filología» .1 Sospechamos que detrás de esta nueva filología existía la intención de rescatar el «sentido histórico» de las palabras y los conceptos para que no fueran sacados de su uso originario, mal aplicadas a la realidad circundante.

Es interesante mencionar al respecto la correspondencia de Ortega con su traductora alemana Helene Weyl2 en la que alude, desde su exilio en París en 1937, a los principios de una nueva filología como parte de la estructura de su Aurora de la Razón Histórica, obra que supuestamente pensaba desarrollar en su estadía en Argentina. Entre los problemas que suscitaba este proyecto intelectual, le menciona Ortega a Weyl la necesidad de generar una «nueva manera de ver no sólo la filología sino la lingüística». Vincula a ambas ciencias con asuntos que tenían que ver en tiempos de guerra y exilio con problemas humanos colectivos, y en ellos emerge la índole biográfica de su propia intimidad de naufragio en el exilio, primero en Europa y luego en Argentina. Según Ortega le confiesa a Helene Weyl, pensar la realidad humana en su pura variabilidad y circunstancialidad dentro del relevo generacional, implicaba reunir todos estos elementos en el eje central de la historia a la vez que desnudaba su propia trayectoria como intelectual en crisis. Siente un distanciamiento, incluso con su eficiente traductora alemana cuando se radica en la Universidad de Princeton, que cobra expresión «oficial» durante el exilio de Ortega, en parte porque él percibe que en Estados Unidos se le juzga por su elitismo en La rebelión de las masas y porque no toma partido en la contienda contra el gobierno de Franco.

Sin duda, Ortega se siente más «a la defensiva» frente a la opinión pública anglosajona que a la alemana o europea como lo demostrarían más adelante sus comentarios críticos respecto de la obra del historiador inglés Arnold Toynbee interpretando los conceptos de «civilización». No esperaba que desde el ámbito sajón se entendieran los asuntos públicos de España, pero le asombraba de que esta experiencia de desentendimiento prejuicioso se repitiera en Sudamérica de habla hispana. La mala interpretación de los hechos españoles por algunos argentinos desde una cultura y lengua compartida pero influenciada por el pacifismo y las buenas maneras del anglosajón que discute en Epílogo para Ingleses a La rebelión de las masas, le confirma en su convicción de que cuando una frase, o una palabra pierde su interna constitución da lo mismo que adquiera una dimensión equívoca desde una cultura compartida como desde prejuicios ajenos.

Para descifrar esta traumática y compleja realidad, hemos elegido dos textos fundamentales del exilio de Ortega, uno escrito en París sobre Miseria y esplendor de la traducción publicado en La Nación en junio-julio de 1937,3 que continúa en su Prólogo para Franceses a La rebelión de las masas,4 y el otro Meditación del pueblo joven, dirigido a un público argentino en La Plata en 1939.

La preocupación de Ortega por el fenómeno de la lengua en todas sus funciones, ya sea desde la traducción de sus obras a otras lenguas extranjeras, como queda registrado en su artículo sobre la traducción, o en su obsesión por el «auténtico decir» del que dejó constancia en Prefacio para Franceses, especialmente en su primera parte titulada «Límites de la palabra. La homogeneidad creciente»,5 demuestran cuán cerca estaban estos textos a su circunstancia europea, hasta el punto en que dentro del mismo escenario de su exilio francés Ortega vincula la radical soledad en la que vive, con el desafío de la lengua que se le habría convertido en operación ilusoria. La ciencia de la hermenéutica colapsaba tanto en su dimensión personal como en los usos colectivos en diagnósticos generalizados sobre la democracia, la civilización, el nacionalismo y otros «ismos» de tinte político zarandeados a voluntad por extremos de derechas e izquierdas recalcitrantes. Ortega se mostró siempre especialmente alerta a las palabras y textos aislados de su contexto puntual y de sus raíces etimológicas.

El dilema de la traducción

«Miseria y Esplendor de la Traducción» constituyó una serie de ensayos en los que Ortega planteaba el dilema de las traducciones en tiempos de exilio. Este era un problema que conocía de cerca gracias a su cargo directivo en Revista de Occidente, publicación en la que se traducían obras de varios idiomas al español. Afectaba también a los integrantes de la Revista Sur de su amiga Victoria Ocampo, que también se dedicaba a traducir obras de autores extranjeros contando con equipos especialmente dedicados a este servicio, entre los que se podía contar a Jorge Luis Borges. El «traduttore traditore» era asunto peliagudo tanto para Victoria como para Helene Weyl, traductora al alemán e inglés de las obras de Ortega. En este artículo sobre el ejercicio de la traducción, Ortega definía el acto de escribir como pequeñas erosiones a la norma vigente de la lengua madre, con lo cual el acto de traducir era una subversión que requería de una doble operación para penetrar en lo más recóndito y maravilloso que era el habla del prójimo.

Ortega inicia en esta serie un diálogo ficticio con un profesional francés, posiblemente un lingüista de la Sorbona donde Ortega y Soledad, su hija, acudían como oyentes a cursos universitarios. Con este contertulio estableció un diálogo sobre el valor y los peligros de la transformación social de un texto, reafirmando su posición sobre el derecho al silencio, al ensimismamiento introspectivo, y a la abstención cuando fallaba la auténtica comunicación. El 27 de junio del 37 desde La Nación al analizar «sobre el hablar y el callar» se enfrenta con la opinión pública, es decir con la gente. Con impotencia confronta a la acción del vulgo, masas que generaban paradojas impopulares y al discutir asuntos de primer orden dejaban las esencialidades de la vida escandalosamente intactas. Como el hablar se ha vuelto moneda falsa, y el idioma se ha tornado en un humilde parásito del engaño, el callar en su debido momento era para Ortega como un repliegue personal para evitar mayor confusión etimológica derivada de ingenuas concepciones políticas.

Además, la difícil tarea de trasplantar textos en lenguas que no era la propia (francés, inglés o alemán), debía reflejar la intencionalidad y la sensibilidad del creador y no la del traductor. El temor de Ortega era que sus textos, malinterpretados de mala o buena fe por su traductor, fueran tergiversados o sacados fuera de su circunstancia puntual. Haciendo uso de un lenguaje con fines espurios o propagandísticos, el lenguaje que había sido dado al hombre desde su cuna para comunicarse y para comunicar a su prójimo sus pensamientos más profundos, no cumplía en tiempos bélicos esta función. Por de pronto, no dice el texto lo que quiso decir el autor haciendo que el idioma «esclavice» y traiciones su íntimo designio. Desde el exilio, el filósofo de riguroso ejercicio reflexivo, vive bajo la tiranía del lenguaje anunciando que la próxima liberación, la más honda y decisiva sería la de la rebelión contra el lenguaje. En esta situación, lo que se genera es desconfianza en el idioma que adquiere un carácter «equívoco» donde ni el «rojo» es marxista, ni el «blanco» es franquista, ni sus silencios son complicidad o neutralidad, sino que «lo callado», todo lo silenciado, es otra forma de rebeldía interior, porque lo que se silencia es la simple pronunciación de una palabra con consecuencias dispares, o imprevisibles, que podrían conducir a malas interpretaciones y generar mayor confusión en «los decires». Decires y silencios acarrean distintas significaciones.

Prólogo para Franceses

En «Prefacio» para Franceses desde La Nación6 continúa con sus reflexiones acerca de la gran brecha que se ha abierto entre el intelectual y el político que se esmera en confundirlas. Ortega separa aquellos textos escritos cuando las gentes se sentían en plena seguridad y gozaban del lujo de la inflación y la prosperidad norteamericana, que habrían quedado reducidos en 1937 a una hemiplejia moral e intelectual. Ortega rechaza la inútil antinomia del «ser» de derechas e izquierdas. En su opinión las derechas proponían revoluciones, las izquierdas tiranías, obligando a todos a hacer política como si existiese un «politicismo integral». Esta absorción del hombre por la política y los partidos era lo más grave del fenómeno de la rebelión de las masas. Las multitudes no podían tener dentro más que política exorbitada, frenética, fuera de sí. Pretendían suplantar, como habría presenciado él mismo en los desbordes populares de su país, la sabiduría por el politicismo integral obligatorio. Y este fenómeno compulsivo de la política aparecía también en los fascismos y comunismos enfrentados, incluso en territorio español.

En este ambiente, desde la traductorología, sus obras se transforman en un ejercicio utópico modificando textos escritos en idiomas ajenos, que se formaron en otros paisajes diferentes y aplicados a experiencias distintas, lo cual revela las paradojas, las incongruencias, los «perfiles» incoincidentes que se ponen en marcha al intentar hacer inteligibles sus pensamientos a otros auditorios que no son los nativos. En el proceso sufren las resonancias intelectuales y emotivas que esconden las palabras en su debida «circunstancia». Existe también un organismo de ideas que como las circunstancias, son cambiantes. Envejecen de este modo un texto que ha tenido, como su Rebelión de las masas, «su momento» de acierto.

Admite en su «Prefacio para franceses» donde se nota que la realidad del exilio está presente, que este Prólogo leído por el lector de La Nación revela el colapso del lenguaje como medio para entenderse e intercambiar opiniones, aun adversas a los críticos internacionales. La operación de comunicarse por la traducción ya se le estaría volviendo «ilusoria». Menciona como metodología de obstrucción las tácitas reservas, la ironía, la mentira, la moneda falsa, el engaño de las ideologías que han dejado de ser moneda sana. La verdad estricta, la adecuación del pensamiento ya no se ajusta al lenguaje; éste era el verdadero drama universal.

Ortega siente que al entrar en la lectura francesa de Rebelión de las masas, libro escrito para «unos cuantos españoles», es cambiar el destinatario, en épocas en que «hablar» se ha convertido en un ejercicio extenuante. El lenguaje que se tenía como medio para manifestar pensamientos, ya no cumple su función que es la de entenderse con sus semejantes. Ortega experimenta en el exilio un estado de radical soledad, imposibilitado de llegar al prójimo con claridad sin enredarse en terminologías confusas. En la etapa del exilio europeo, de irrespirable atmósfera internacional, la palabra se ha convertido en «un sacramento de delicada administración», con lo cual a la crisis de la inteligencia se le añadía también la del «Logos». En un pensador de riguroso pensamiento filosófico, esto le generaba una sensación de asfixia opresiva, a la que se le agregaría el escandaloso retraso de las ciencias morales. La tonalidad del tiempo presente la daba «la gente», ese barbero suburbano que filosofaba con agilidad cotidiana sin asumir consecuencias o responsabilidades. Este facilismo, común en pueblos jóvenes, de aquellos que habla como si cantara un jilguero, cantando por su cuenta en plena libertad, aplicando a veces fórmulas envejecidas, sería el gran trauma de su profesión como pensador, aun entre las gentes cultas que no sabían calibrar los hechos con exactitud.

Según reflejan los epistolarios con varias personalidades de la época, la porción trágica de la vocación de Ortega como filósofo se vio atrapada en la imposibilidad de expresar lo que uno lleva dentro, el poder decir ante la gente lo que uno piensa en tiempos de crisis extremas. Entenderse hablando con su público circundante, ya fuese el español, el europeo o el americano; era entrar en un diálogo que «despotencia» su eficacia reflexiva. Se ha abusado de la palabra, de su uso, y de allí que se ha desprestigiado el instrumento de la comunicación. Desde casi dos siglos se ha creído que hablar «urbi et orbi», a todo el mundo y a nadie, sin conciencia de las limitaciones del lenguaje, era la forma de hablar con contundencia de la humanidad. El comentario de Ortega en su «Prefacio» es significativo: «Yo destesto esta manera de hablar y sufro cuando no sé muy concretamente a quien hablo». Reniega de esta costumbre que es forma sublime, pero la más despreciable de las demagogias. Considera que la palabra es un sacramento muy delicado de administrar, sobre todo en tiempos de confusión política donde las etimologías circulan libremente sin raíces históricas que le dan sentido a palabras tan complejas como democracia, libertad, y otros «ismos» que se entrecruzan sin sentido.

A Helene Weyl le aclara que su abstención política no implicaba el que fuese capaz de pensar con pleno desinterés en la vida de otros, y de ayudarle a pensar en sí mismo. En tiempos de conflicto internacional, la comunicación humana conllevaba un grave colapso de la palabra, que erosionaba el entendimiento entre naciones y más traumático para Ortega sus relaciones personales, testimonio que registran las cartas de Ortega a sus amigos, y entre los seres humanos en general. Los epistolarios dejan entrever hasta qué punto él sufría los efectos del habla cotidiana contaminada de frivolidad, de semi-ideas anónimas, de terminología ya fraguada no se sabe por quién, lenguaje que se usaba, dice Ortega, como los servicios públicos a disposición de grandes masas que no distinguían matices y confundían los más llanos decires según quién lo dice y quién lo oye. Por esto mismo, se quejaba Ortega de que el carácter y la procedencia de las palabras de uso privado o colectivo, podrían llegar a ser grandes verdades o grandes necedades; pero «la gente», culta o inculta, no distinguía entre unas y otras. Es en esta encrucijada verbal donde se instalaban la confusión y el malentendido.

Como filósofo, Ortega no se hacía ilusiones vanas de ser comprendido, a pesar de sus treinta años de labor universitaria y de haber tratado de comunicarse con su público periodístico o radial en numerosas oportunidades. En el caso argentino, con mentes de un pueblo joven que alardeaba de utilizar el idioma con rebeldía y sin medir las consecuencias del uso de las etimologías en su largo contenido histórico; ello dificultaba al pensador poder compartir sus teorías filosóficas con precisión. Rompiendo voluntariamente con su pasado colonial hispano y con la fuerza telúrica de sus masas nativas que los vinculaban a otras culturas que subsistían en otras partes del Continente hispanoamericano, a este público joven de pasados truncados se dirigió Ortega durante años de docencia periodística desde su razón vital e histórica; a ellos les sacudió la conciencia con respecto a su pasado étnico y cultural. En la incertidumbre de su propia identidad nacional y en tiempos de confusión ideológica mundial, resultaba imposible dialogar con gentes que compartían su lengua pero que se encerraban en su propio narcisismo imaginario. Ortega llega a expresar su frustración en reuniones porteñas donde se hablaba de política por los que no entienden de política «pero están resueltos a salvar el país y de paso los demás países y, encima, la humanidad. ¡Ah… y también la cultura! ¡Porque la cultura esta en peligro y ellos, precisamente ellos, la van a salvar!».7

En este difícil contexto de 1939, entenderse o «consaberse» dentro de una cultura y de un idioma hispano compartido no fue más traumático que el proceso de las traducciones al idioma extranjero. Incluso para Ortega fue una experiencia más frustrante, dado que hubo sectores intelectuales argentinos que intentaron permanecer en la zona de la independencia estético-literaria, libre de compromisos indeseables, pero que en las tensas «coyunturas» mundiales se encontraron diciendo y haciendo cosas que variaban a cada instante, en la pura circunstancia, lo que establecía versiones equívocas entre el que hablaba y el que escuchaba y los credos políticos que sustentaba cada uno de ellos. Inclusive las amistades más cercanas a Ortega convivían en un clima porteño lleno de contradicciones y personalismos de tercera posición que luego se asociaron o con la causa «leal», con «los rojos» comunistas, como oposición al franquismo; o, como el diario liberal La Nación, con los conservadores nacionalistas, en España denominados «blancos».

En medio de este panorama confuso hubo quienes apoyaron la legitimidad de la República sin tener una gota de marxismo en sus venas y, como admitía Ortega a su amigo Luzuriaga,8 el gran torso de España se asociaba, sin compartir ideologías fascistas, con quien reestableciera rápidamente el orden perdido. En cuanto a la teoría de las dos Españas, no cree en la hipótesis de que dos minorías extremas luchen entre sí. Admite Ortega que la mayoría se encuentra más cerca de Franco que del gobierno republicano de Valencia y teme a las clases obreras alcoholizadas por los demagogos que se lanzan a la revolución total. Frente a esta revolución, el grueso de España se levanta teniendo que seguir a minorías de la extrema derecha para combatirla, sin poder pretender ir más lejos. No conviene, le advierte a su amigo, «envaguecer las cosas». Y si se cree que media España quería la revolución al estilo ruso, «entonces no se podría hablar de posibles liberalismos en mucho tiempo y en ninguna forma».

Con cierta ingenuidad, Luzuriaga opinaba que los intelectuales debían hacer algo para contrarrestar los desequilibrios extremos de España. Y ya que ningún bando tenía razón, insinuaba que no era bueno tener a España dividida en dos mitades o que una fuese sometida a la otra. Esta división sería de calamitosas consecuencias para el porvenir de su gente y haría desaparecer el liberalismo, «única forma decorosa de vida, justamente cuando éste empieza a renovarse en Europa».

En defensa de este liberalismo moderado con el que se identifica, Luzuriaga propone un liberalismo mediador con Ortega a la cabeza. Sería cuestión de crear un tercer partido, el de una minoría inteligente, que empezara a destituir a líderes extremistas o ineptos. «Ese grupo, le dice en una carta desde Glasgow (15/7/37), podría contar, en su día, con la masa de españoles que hoy no están adscriptos a los dos bandos o lo están a la fuerza, con parte de los que hoy pelean de buena fe, pero que oirían con gusto a otros».

Ortega no comulga con estas propuestas porque básicamente desconfía del hispanismo anglosajón que no entiende a España. La decisión de crear una tercera España redentora no tenía sentido y mucho menos la de un partido de intelectuales que resultaría deplorable, un acto de «inanidad» contraproducente. En una carta desde Holanda del 2 de agosto de 1937 le comenta: «Tiene perfecto sentido una intervención de los que están fuera de España que consista en trabajar desde fuera por uno de los bandos, pero lo que no lo tiene es pretender, hoy por hoy, representar una tercera España». Además, aprovecha la oportunidad para decirle a su discípulo que él siempre había combatido viejos liberalismos y que desde el año 1915 venía insistiendo en que sería necesario un nuevo esquema, con un nuevo liberalismo actualizado compatible con los cambios sociales y políticos del presente.

Desde su exilio en Francia, la percepción de Ortega sobre la función del lenguaje enrarecido por la política, se convirtió en el eje de su preocupación como intelectual en el destierro, y se agudizó aún más en Argentina en 1939.

El exilio argentino en su conjunto fue, para los españoles de esta primera tanda de exiliados, una triste experiencia humana. Eran hombres y mujeres maduros que, como le confiesa Ortega a Victoria, habrían de vivir errantes en «esta hora de declinación física» y en un país que les era hostil, renuente a incorporarlos a sus cátedras universitarias. Ortega vivió en Argentina, no ya teóricamente, sino en carne propia, el colapso del intelectual europeo cuestionado por un mundo de masas y por extremos políticos que no permitían soluciones razonables ni convivencias pacíficas. En este ambiente desapacible, le confiesa a Luzuriaga que son ellos, los intelectuales, seres ineptos. En su artículo del 29 de diciembre de 1940 en el diario La Nación titulado «El intelectual y el Otro», afirmaba ante los argentinos que desde hacía tiempo él había comprendido que el intelectual «iba muy pronto a ser centrifugado de la consideración pública». Con el andar de la historia, de ser todo, iba a pasar, sin transición, a ser nada, y añade: «No he contado nunca con que, en serio, se me hiciera caso y no estaba dispuesto ni estoy dispuesto a aceptar la ficción de que soy entendido… lo que me hizo prever el desmoronamiento del intelectual fue advertir que iban a apoderarse de los mandos históricos las muchedumbres y que estas muchedumbres eran profundamente incultas porque los intelectuales habían cometido el tremendo error de crear una cultura para intelectuales y no para los demás hombres».

En 1939, Ortega se encontró en Argentina con un comportamiento social exacerbado por la crisis interna y externa, con malas inteligencias y dogmatismos de varios colores que interpretaban gestos, textos, adhesiones personales con frivolidad por una insuficiente lectura y comprensión de los hechos que hacía imposible que no se encresparan o destruyeran las bases de un entendimiento razonable, más allá de que siempre existen discrepancias inevitables. Al ser naciones jóvenes, sus gentes operaban sin inhibición, sin freno, lanzando pasiones que se disparaban subitáneas sobre el que pasaba. Su comentario en la Universidad de La Plata, en Meditación del pueblo joven de 1939 es significativo: «Las calles y los salones de Buenos Aires y los círculos académicos están llenos de rebaños de panteras magníficas que caen sobre el transeúnte». Son las pasiones de Buenos Aires, indómitas y sin bozal, a las que no le faltaba la lamentable envidia hispana y las enraizadas divisiones internas de la colectividad española en Argentina, profundamente escindida por la Guerra Civil.

Meditación del pueblo joven

En este contexto el lenguaje compartido con los suyos, el que les ha sido dado desde la cuna para comunicarse, en tiempos de alteración no funciona con los porteños. No dice lo que quiere decir y esclaviza, «haciéndole decir lo que no quiere». Ante su auditorio de La Plata, les advierte a los jóvenes argentinos que el idioma traiciona los más íntimos designios, suplantando con frecuencia su significación con fórmulas envejecidas que el uso impone. Se vive bajo la tiranía del lenguaje, por lo tanto se requiere de una liberación del hombre, una rebelión contra el lenguaje que esclaviza. El propio Ortega confiesa que esta teoría se le ha convertido en una «manía». Y lo es porque la liberación llega hasta la raíz misma del ser humano, que es su pensar.

Meditación del pueblo joven no es un texto de mera teoría sobre el lenguaje, aunque en él se reitera la misma desconfianza de sus textos anteriores que aparecieron publicados en el diario La Nación. En esta conferencia, la reflexión pasa a ser una autoconfesión de su situación como exiliado en Argentina. Tanto los decires como los silencios acarrean distintas significaciones y en este contexto la realidad del hablar no basta para entenderse. Se necesita un paso más: el conocimiento mutuo. Con este razonamiento Ortega ponía distancia ante el argentino y ante el residente español de las colectividades que había vivido años en Argentina, y el exiliado con quien Ortega dice compartir los «secretos» de su nación. El exiliado que comparte con él su destierro, sabe «vitalmente» lo que ocurrió en España y, aun con discrepancias ideológicas, sus existencias están mutuamente ligadas al drama interior de su gente. Con el argentino o el residente español, en cambio, que movilizan sus «tremebundeces» desde la ignorancia de los hechos acontecidos; la hostilidad que le llega es de fuera, no es compartida.

La amarga queja de Ortega desde Argentina era sentir que su «intimidad» se encontraba avasallada por presiones políticas hacia su persona. Él se mantenía en solitario, resguardando su mundo interior incluso de los que decían conocerlo. Alegaba que las personas que había tratado en sus viajes anteriores no tenían la más remota idea de lo que significaba él para sus compatriotas. Ésta sería la gran paradoja de su exilio argentino por lo cual anuncia que su «hablar» se compone, entre amigos y enemigos, principalmente de silencios.

Efectivamente, en medio de confusas versiones y apreciaciones de lo que ocurría en España entre los sudamericanos, Ortega prefirió la discreción y el silencio. Desarrolló lo que algunos historiadores de la lengua denominan una «hermenéutica del silencio»,9 callando voluntariamente ante ciertos hechos complejos, que aparecían reducidos a simples fórmulas por «la gente» y hasta por profesores universitarios, evaluando ideológicamente los acontecimientos de España. A su traductora Helene Weyl le recrimina la «grotesca» interpretación norteamericana de la actuación republicana «roja» y de los «rebeldes» franquistas en la que también incurrieron, con distintos matices, los argentinos, incluyendo la Revista Sur de Victoria Ocampo. Ante la imprecisión del análisis sobre los acontecimientos españoles, Ortega toma el camino de la «absoluta abstención» para no entrar en el juego de las pasiones políticas de ningún bando específico. Su espíritu y su apreciación de los hechos españoles en curso, ya fuese tanto por la interpretación insidiosa o por intereses europeos o norteamericanos, como por los prejuicios sudamericanos con sus encrespadas colectividades españolas, no le permitían expresarse abiertamente para descargar su conciencia atormentada.

A decir verdad, el argentino no lo acompañó en su exilio, ni le permitió ocuparse con plena energía intelectual de su razón histórica y, dentro de ella, los principios de una nueva filología para despejar los equívocos y la desconfianza del idioma por las diversas significaciones distorsivas, producto del lenguaje que confundía etimologías en tiempos de crisis. En Buenos Aires habría sentido no como teoría sino como experiencia personal que «para decir algo, nada más que algo, tenemos que renunciar a decir todo lo demás». Y se refería sólo a lo que habría que decir para que efectivamente estuviese expresado con integridad ese algo que le urgía decir. Es en nuestro país donde Ortega elaboró la relación entre circunstancia y lengua, siendo la circunstancia la que ponía los elementos principales en la comprensión de lo que se decía. Quienquiera que fuese el que hablase y quien le escuchase, era evidente a su entender que cada palabra, aun la menos equívoca por sí misma, cambiaba de significado, tenía otro matiz en un momento determinado.

Ortega en Meditación del pueblo joven eleva a principio la fórmula vagabunda y hace notar que toda palabra «aun aparte de sus equívocos sabidos y normales, aun usadas en una sola de sus significaciones significa infinitas cosas, más o menos distinta, según quien la dice y según sea quien la oye. Díganme ustedes, siendo así la realidad del hablar, cómo no va a ser difícil entenderse». Y siendo que la Argentina era de habla hispana y no necesitaba de los riesgos de la traducción de un idioma a otro, advertía que no bastaba para entenderse conocer bien la lengua compartida sino que, además, para entenderse de verdad debían conocerse entre sí los que hablaban. De lo contrario, «la conversación se encrespa y se destruye en una serie infinita de quid por quos, de malas inteligencias». Al concluir redondea su idea con este mensaje: «la realidad del lenguaje no es la figura abstracta y desnuda que de él nos dan, porque no pueden otra cosa y harto hacen, el vocabulario y la gramática, sino esa novedad constante, esa variación permanente que experimenta una misma palabra en el diálogo de hombre a hombre, en el viaje nuevo de tal labio a tal oído». Le recuerda a su auditorio que ejerce el rol de escucharle, que en treinta años de labor universitaria había hablado en público relativamente pocas veces, teniéndose que dar condiciones previas para que se produjera esa realidad sublime; «tal vez la más alta a que pueden aspirar los hombres —ese sacramento de humana comunión— que es entenderse hablando».

Ortega en Buenos Aires se sintió acosado, rodeado de malas voluntades que malinterpretaban su conducta ensimismada y su alta docencia sin contenido político como una evasión o una implícita adhesión al totalitarismo. Y si el ambiente porteño engendraba frivolidades y «tremebundeces» entorno a su persona, lo más preocupante era sentir que en el trato social con amigos, «sin advertirlo, sin quererlo, más aún, queriendo todo lo contrario, resulta que hemos herido a muchas personas». Lo que en Europa no producía fricción, en Argentina parecía suscitar enojos, descontento e irritación.

Además, el porteño no estaba dispuesto a escuchar, o lo que escuchaba se derivaba en objeciones. El comentario de Ortega en sus Meditaciones de la Criolla10 es que «a todo hay algo que decir, a todo hay algo que objetar». Esta morbosa complacencia de la que se quejó en su conferencia radial sobre la criolla, generaba un ambiente en el que «casi nadie dice, se contradice». El porteño con el que trataba Ortega se habría convertido de este modo en un viviente e irritante objetor hacia los demás, ejercicio que era un modo de frenar y trabar la vida.

En la Argentina, Ortega experimentó la depresión más fuerte de su vida y ésta tuvo que ver con el mundo de las editoriales donde Ortega habría puesto sus esperanzas de subsistencia económica, queriendo recuperar su «normalidad» con Espasa Calpe de Argentina.

El problema de las editoriales argentinas11

María de Maeztu, que habría llegado de visita a Buenos Aires en julio de 1937, tomó la decisión de quedarse en la capital porteña como exiliada. Enseguida, Ortega le consulta sobre el asunto de las editoriales. No confiaba plenamente, de la información de Luzuriaga, quien había hablado muy bien de Gonzalo Losada y su nueva editorial. María pronto lo pone al tanto de la división entre Calpe y Losada, y le comenta también sobre la piratería ilegal de su Revista de Occidente, revista «muy codiciada pues, agotada en los depósitos que había en las librerías, todo el mundo pide esos libros y nadie los tiene». Y añade al respecto: «Me permito, Ortega, prevenirle para que no se sorprenda su buena fe, pues el señor que se separa de Espasa Calpe debe hacerlo —no lo sé— por razones políticas y se teme que reciban fondos de esa turbia fuente que prolonga la tragedia de España». María le insinúa a Ortega en otra carta (Bs. As., 6/7/38) que los miembros de Calpe se sienten con autorización como para publicar sus libros y su revista, pero que la conducta de su representante Manuel Olarra reflejaba una extrema derechización de la casa.

En una segunda carta del 13 de julio de 1938, María vuelve sobre el asunto de las editoriales, confirmándole que la escisión de Calpe-Losada ha sido por razones políticas. Rafael Vehils, la persona de más alto prestigio en el mundo de los negocios de la colectividad española, desea crear una nueva editorial, Sudamericana, en protección del libro español, a la deriva con la guerra. María decide presentarle a Victoria Ocampo, que tenía ganas de hacer de Sur una gran empresa editorial, con capitales que aportaran los grandes financieros del país y personas de alta solvencia.

María, que para estas fechas residía con Victoria, no puede hacer más que insistir en beneficiarla, nada menos que con la obra de Ortega a su disposición. En su opinión, Calpe estaba medio fundida y Losada era reducto de los rojos, sostenida por la embajada. La futura editorial de Vehils y Victoria sería el lugar adecuado para las obras de Ortega; por esta razón, María insiste en que no venda sus derechos a otros, especialmente a la editorial francesa Hachette, que le había enviado una oferta. La nueva empresa le pagaría mejor y le daría más beneficios.

Según rememora la propia Victoria, al cumplirse treinta y cinco años de existencia de su revista, ella efectivamente habría sido «el principal pretexto» para la fundación de la Editorial Sudamericana impulsada por la preocupación de María de Maeztu al ver que Sur no se comportaba como empresa editorial y experimentaba permanentes pérdidas económicas. Creyendo arreglar las cosas, María le habría presentado a un financista catalán con experiencia en editoriales, Rafael Vehils, y a quien montó eficientemente la editorial, Antonio López Llausa. Pero recuerda Victoria que a poco de traspasar los fondos editoriales de Sur a esta empresa, surgieron las «incompatibilidades». Su comentario es significativo: «Era la época de la guerra civil española. De inmediato —debido al antitotalitarismo franquista de Sur— surgieron dificultades políticas. Sur tenía fama de comunistoide entre los conservadores (entre la oligarquía) y fascista entre los izquierdistas. Tratamos de llegar a una convivencia pacífica con el financista catalán. Dijimos: «Let´s agree to differ», pero las discrepancias ideológicas no se apaciguaron hasta que las cuestiones políticas (en lo que se refiere a España) fueron apaciguándose en cierta medida. Pero ya era tarde para impedir el divorcio».12

En este contexto, Ortega prefirió mantenerse fiel a su editorial Espasa Calpe de Argentina, pagando un amargo precio por su decisión. Estos epistolarios revelan que Ortega seguía siendo aún una pieza codiciada por las editoriales sudamericanas, tan codiciada que Losada se tomaría la libertad de adueñarse de su revista. De estas prácticas fraudulentas, se quejará Ortega en el único artículo que envió a Sur,13 respaldando a Victoria Ocampo quien, desde La Nación, acusaba públicamente estos usos inmorales de los sudamericanos. Parecía que, en tiempos de río revuelto, las editoriales, incluyendo las de Chile, se aprovechaban de los autores que vivían en la indigencia o en el exilio, descuidando sus derechos. Ortega demostró tener, al respecto, una actitud vigilante, incluso ante Espasa Calpe de Argentina, que, finalmente, después de una larga lucha con Olarra, logró conservar dentro de la casa sus derechos de autor. Máximo Etchecopar quedaría como supervisor y mediador en su ausencia de las ediciones de Austral, que siguió imprimiendo las obras de Ortega en medio del duelo de editoriales que se desató estando él ya en Buenos Aires.

Luzuriaga, antes de irse a Tucumán, le había escrito a Ortega, dándole a entender que en la división entre Losada y Calpe ninguna editorial tenía razón. Sin embargo, describe a Olarra como hombre rudo, de poco tacto, que recibía órdenes de Madrid para aplicar métodos violentos y radicales.

A causa de maltratos de Olarra, Luzuriaga no tardaría mucho en inclinarse por el grupo Losada. Además del rédito obtenido a través de esta editorial, que llegó a autodenominarse la editorial de los exiliados, sobreviviría con sus publicaciones en Buenos Aires. Según el criterio de un Ortega enfadado con este nuevo giro de los acontecimientos, su discípulo y amigo habría quedado en zona roja, etiqueta que molestaría profundamente a Luzuriaga, quien no admitía más etiqueta que la de ser liberal anglosajón. En carta del 4 de septiembre desde Tucumán, le recrimina diciendo: «No soy pues de izquierda, ni rojo, como tampoco lo soy de derecha ni blanco. Sólo soy un viejo liberal, celoso de conservar su independencia personal». Y le aseguraba a Ortega que sus amistades han sido siempre matizadas, buscando sólo puntos de contacto y limando asperezas desde el exilio.

Ortega entiende bien que su amigo no es rojo ni de izquierda, pero le recuerda que su viejo liberalismo no le sirve de escudo. Históricamente, un liberal no se puede sentir a gusto con socialistas, comunistas o con las doctrinas de Pío Nono. Todos estos calificativos contradictorios, aún con buena voluntad, producían mayor confusión ideológica y daban lugar, entre los argentinos, a un infinito «quid pro quos» de malas inteligencias especulativas. No se trata, argumentaba Ortega, de lo que uno es o uno se siente ser, sino dónde se sitúa uno públicamente. A Ortega le parece moralmente grave que su amigo esté asociado a la editorial de bandera roja, a la vez que se declara liberal. A veces, argumenta desde Buenos Aires que la editorial se equivoca, así como Calpe «rompió radicalmente con nosotros, incluso suprimiendo la venta de nuestros propios libros. Lo cual no era razón para irse a tan titular enemigo sin espera ni calma». Publicar en editoriales «matizadas» le parecía a Ortega un riesgo que él no quería tomar; prefería quedarse dentro de su propia casa editorial hasta que se aclarara el panorama.

En ese contexto, razonaba Ortega que cuando ha pasado lo que ha ocurrido en España, primer capítulo de lo que iba a acontecer en el mundo, la situación exigía actitudes lentas, complejas y cautas de cara a la gente miope que no las apreciaba porque no tenía percepción del problema en juego. Las simplificaciones le parecían peligrosas. Estos sentimientos, que comparte privadamente con Luzuriaga en Argentina, con un hombre con quien había compartido años de docencia universitaria, demuestran cuán susceptible era el ánimo orteguiano a la confusión de etimologías e ideologías que asociaban su reputación profesional y privada a uno u otro bando, mientras que intentaba mantener ante «la gente», ante la opinión pública argentina, un retraimiento, impenetrable para los extraños pero en concordancia con su equidistante conciencia de pensador de esencialidades y autor de la razón histórica.

La intimidad ultrajada por extremos

Victoria Ocampo, recordando su última relación turbulenta con Ortega en tiempos difíciles, escribía en Sur que el pecado de Ortega habría sido su excesiva discreción; en otras palabras, no haberse aliado con unos o con otros, permaneciendo fiel a su conciencia ensimismada, a la espera de que decantaran los hechos. A ella, este retraimiento le parecía una conducta cuestionable en tiempos en que en el mundo muchas vidas se jugaban por «la democracia», terminología al entender de Ortega muy manoseada y difícil de sostener a nivel internacional por los intereses en juego. Fue esta suspicacia por la que declinó su viaje a Estados Unidos, como queda constancia en la correspondencia con Helene Weyl quien sostenía la hipótesis que Norteamérica no estaba tanto a favor del gobierno republicano, como en contra de Franco. A Ortega, sin estar adscrito a ningunos de los dos bandos, esta fórmula le parecía de un simplismo incomprensible desconociendo los verdaderos factores ideológicos que movilizaban los hilos de la contienda nacional española.

En la opinión de Ortega a su amigo Luzuriaga, lo que ocurría en Argentina era que los neutrales acababan siendo «rojos» «aunque no lo quieran», perdiendo así sus laureles de libertades liberales conquistadas al comunismo o fascismo representados cada uno de ellos por la República o por el régimen de Franco en el campo de batalla, donde no había espacio para credos liberales del pasado. Era emblemático de esta confusión etimológica el empeño de Victoria quien consideraba que era de dominio público la neutralidad de su revista manteniendo «siempre la línea liberal» contra dictaduras y totalitarismos de cualquier índole. Precisamente, Victoria, que ya en 1939 habría abrazado la causa «leal» republicana contra el franquismo, se quejaría de recibir de la revista católica «Criterio», el apodo de comunista e inmoral. A Ortega le confiesa que «jamás me ha venido la idea de adherirme al comunismo porque en él me sofocaría como en el fascismo. Detesto las prisiones. Detesto la violencia… comunismo o fascismo son una prisión de violencia» (Bs. As., 4/11/36).

Con el tiempo, Victoria se quejaría también de la atmósfera enrarecida por la situación de terminologías y estrategias internacionales que descolocaban a sus amistades. El mundo se estaba volviendo al revés: Aldous Huxley tenía que vivir fuera de Inglaterra; Waldo Frank, expulsado de Estados Unidos y de Argentina por «comunista»; María de Maeztu, como ex institucionista liberal adherida a la causa nacionalista, viviría con Victoria fuera de España y como tal asociada y perjudicada por esta convivencia con una «roja «de alta alcurnia y escasa moralidad. A su vez, María se preocupaba por el supuesto «izquierdismo» de Victoria, y le pedía a Ortega en un viaje a Europa en el que se encontraron ambos, que tratara bien a Victoria porque lo merecía. Ella seguía simpatizando con los «leales». «Cree que ahí está la libertad y la democracia, y como es profundamente anticlerical piensa que el triunfo de Franco podría traer un influjo excesivo de la Iglesia. La recomendación es: «Háblele V., háblele en el tono elevado, impersonal y objetivo con que usted puede hacerlo» (Bs. As., 20/8/38).

Nadie es más consciente que Ortega sobre las complejas dificultades anímicas y reales a las que se ven sometidos los exiliados españoles en el extranjero. Morente, de su parte, le habría comentado confidencialmente que nadie quería allí «nada que se parezca a luchas sociales». Los argentinos, aún los de provincias, miraban con cierto recelo lo que venía de España. «Yo he sido en este punto la mudez personificada… nadie ha intentado pedirme una definición que yo no estaba dispuesto a dar» (Tucumán, 17/8/37).

Cuando sus teorías no eran bien interpretadas o eran mal recibidas por amigos o adversarios, el instinto de Ortega lo llevaba a replegarse en un prudente silencio que, con frecuencia, emergía en protestas públicas, queriendo sacudir el egoísmo, la apatía y la frivolidad del oyente. A Victoria, a quien le comunica sus sentimientos más sutiles, le dice, desde Portugal, que, cuando todo falla, hay que «chupar etimologías». Con respecto a lo que pasaba en el mundo desde hacía tres años, Ortega opinaba que se podían hacer muchas cosas: «Indignarse, gemir, protestar, pero hay una cosa que a la postre será menester hacer: digerirlo, aclararlo, encontrar el vocablo del enigma» (Portimao, 25/3/38).

Quizás éste fuese el gran drama de Ortega en Argentina: No poder entenderse en la confusión de etimologías en la que rojos se denominan liberales, demócratas son «ex rojos» convertidos al panamericanismo, y liberales progresistas, republicanos que acaban siendo antirrevolucionarios conservadores, como fue el caso de la Redacción del diario La Nación, que apostaba con su liberalismo agro-ganadero al orden de mano dura de Franco. Nadie parecía estar en su lugar adecuado. Ni siquiera el republicano «rojo» declarado, quien consideraba que el neutral era desertor, que no había espacio para los libres espectadores de la contienda española, mucho de ellos acabaron aburguesándose en el cómodo regazo de la la democracia consumista norteamericana.

El desplazamiento forzoso, la separación de amigos, las distancias, las infidelidades políticas supuestas o reales, la ausencia de toda normalidad afectiva, laboral o existencial, la manipulación y manoseo espurio del lenguaje y las ideologías fueron algunos de los efectos más desgarradores de los exilios voluntarios o forzosos, historias tristes en las que le confesaría Morente a Ortega desde su paraíso en Tafí del Valle, poco a poco se perdía «la noción de existir» como verdadero intelectual español.

En tiempos de paz y prosperidad para Europa y España, la óptica sensata de Ortega para generaciones que no vivieron la traumática experiencia de guerras vuelve a adquirir vigencia. En cuanto se vuelve a oscurecer el panorama europeo o universal con enfrentamientos ideológicos irreconciliables, emergiendo el alma irracional, se oscurece la trascendencia de la conciencia ecuánime y el libre examen de esencialidades que Ortega cotejó. Pero no todos piensan así. Parecería que, con Ortega, no se ha logrado superar acabadamente «la ley del agua revuelta» al término de las guerras, manteniendo su figura entumecida bajo el dedo acusatorio del intelectual que mantuvo silencios incomprensibles mientras hurgaba, en la razón histórica y no en el presente, las causas de la barbarie y decadencia de Occidente.

León Dujovne, en su libro sobre La concepción de la historia en la obra de Ortega y Gasset,14 considera que Ortega, objetivo espectador, no quiso comprender opiniones en materia política y social porque consideraba que tal compromiso era indigno del filósofo. Lo que el filósofo debía hacer era describir y analizar los acontecimientos, pero no aprobarlos o condenarlos. En la opinión de este profesor argentino, Ortega fue un artista y un filósofo que no hizo todo lo que pudo porque dispersó su labor por disciplinas distintas y porque concluyó siendo demasiado «neutral» ante hechos de ese entonces, como para poder asumir las responsabilidades del pasado hacia el porvenir. En otras palabras, su «excesiva objetividad» ante los acontecimientos de los que fue testigo fue su gran perdición como intelectual, proyectándose, según Dujovne, hacia la historia humana, sujeta a la fatalidad. No obstante, reconoce Dujovne que su vida fue verdaderamente dramática y que, como filósofo e historiador, no pudo dar todo lo que podría haber dado de sí, entre otras razones por la dolorosa circunstancia de tener que afrontar en sus últimos años las penurias materiales y económicas a las que lo sometió su condición de exiliado permanente.

No es por casualidad que, pasada ya la animosidad bélica europea y cuando los argentinos padecían su propia crisis política dentro del período peronista, Ortega volviera a analizar desde el diario La Nación la relación entre pensamiento y lenguaje, entre el escritor y pensador, anteponiendo las ideas al lenguaje.

Desde la problemática de la traducción y desde el interés dramático del decir humano en tiempos de alteración y de poca comprensión entre naciones, reaparece esta cuestión en este mismo diario en el año 52 al publicarse sus tres artículos «En torno al Coloquio de Darmstadt».15

Esta vez encara la cuestión de la lengua desde la óptica de un órgano colectivo, como el medio que expresa lugares comunes, cosas consabidas por todos, pero que el pensador utiliza para ir más allá en el decir. Él tiene que formularse a sí mismo y para los demás dentro de una entrevisión de las cosas, una fórmula incompleta de ellas en el que debe crearse un lenguaje nuevo para no caer en el preestablecido. Ello conduce, afirma Ortega, a que quizás nadie entienda, y si se atiene a los vocablos usuales no logre decir su nueva verdad. Lo peligroso, a su entender, es quedarse atrapado en una terminología mineralizada, en palabras usadas. Para quien debería ser creador de pensamientos dinámicos, siendo que el genio analítico debe tener un peculiar talento para nombrar sus hallazgos la situación era dramática.

Cuando Ortega, en ésta su última intervención llega a definir para el lector el buen estilo filosófico, lo define como aquel que, evadiéndose de las terminologías vigentes se sumerge en la lengua común, pero no para usarla como existe, sino reformándola desde sus propias raíces lingüísticas tanto en el vocabulario como en la sintaxis. Utilizando el estilo de Heidegger como ejemplo, Ortega sostiene que la palabra puede poseer una multiplicidad de sentidos que residen en ella estratificados, unos más superficiales y otros más cotidianos o recónditos. Heidegger atraviesa el sentido vulgar y externo de la palabra, lo anula, y hace emerger de ellas su sentido fundamental.

Este afán de devolverle al lenguaje su verdadero contenido, fuera de lo anecdótico o casual, fue, en tiempos de posguerra, una necesidad imperiosa, especialmente entre pueblos jóvenes de identidad endeble (como era la Argentina), que con facilidad asombrosa daba lugar a cambios de significación en las palabras, y que además reclamaba el derecho a reinventar su idioma. Este comportamiento de reprimir el sentido originario del lenguaje al que sustituía por significaciones cosmopolitas (que el azar hacía caer sobre el vocabulario), le resultó a Ortega en su exilio sudamericano una experiencia desmoralizadora. Al retomar su preocupación epistemológica desde Alemania, se lamentaba el filósofo español de no haber podido acariciar desde América la palabra en su arcana raíz, en su realidad colectiva, como sí había logrado la filosofía de Heidegger para sus contemporáneos.

Ortega retornaría en los años 50 al lema de su artículo «La Reforma de la Inteligencia»16 escrito veinticinco años atrás, donde comenzó a demarcar la línea divisoria entre el político y el filósofo. En su artículo de posguerra, hará hincapié en la separación entre el filósofo, el poeta y el político, que se mueven en formas de pensar distintas. Pero el suelo sobre el cual se moviliza el pensamiento es el de la filosofía, que puede ser erudita, popular, propia o ajena, vieja o nueva, genial o estúpida, pero es siempre planta viviente a la que se aferran los hombres, incluso los propios políticos, que se irritan con el filósofo. Al analizar el papel del especialista o del profesional en Filosofía, Ortega defiende a rajatabla su muy desprestigiado oficio de pensador profesional, exonerando incluso el estilo filosófico de los latinos, que consistía en la claridad y no en razonamientos difíciles o en oscuridades germánicas que han hecho sudar a los pueblos para ser entendidos.

Por esto mismo, Ortega insiste en que cuando él como filósofo rumiaba verdades lentamente con el argentino en 1939, no le tuvieron paciencia porque en tiempos de acción directa la excursión filosófica parecía un proceso escapista. Su interpretación de la razón histórica como perpetuo retroceso (dispersión por no decir evasión de razonamiento por analogía como diría Dujovne), anunciaba en 1952 desde Alemania, y para su público periodístico de La Nación, la necesidad de retomar el rumbo filosófico, de arriba para abajo, yendo detrás y por debajo incluso de los principios y teorías en ejecución.

Era, en definitiva, su razón histórica, tan menospreciada en tiempos de exilio, la que volvía como un ejercicio necesario para cuestionar verdades establecidas de la ciencia o civilización, para verles la espalda y el asiento, descubriendo sus derivaciones o falsedades a fin de otorgarles más firmeza idiomática y conceptual. Para el buen burgués, dice Ortega, el filósofo es peligroso porque trastroca su conformismo encerrado en un lenguaje que esclaviza para no pensar a fondo.

El mensaje llegaba a los argentinos cuando se iniciaba un período de desencuentro nacional, de disensión radical en el cual muchos escritores y amigos de Ortega que en otro tiempos habrían defendido la democracia liberal contra el «totalitarismo», frustrados por el populismo gobernante, adhirieron a revoluciones cívico-militares «salvadoras», con que se anulaba la constitución para acabar con el «fascismo» de masas obreras en ascenso. En los años 50, la Argentina era una nación que no había encontrado esa «bisagra» de concordia social y política que Ortega propuso desde el diario La Nación en sus ensayos de exilio sobre el Imperio Romano en 1940. Desde allí advertía que, al someter nuevamente las palabras a un lenguaje en el que nada es común entre los contendientes, se destruía el Estado y con él todas las vigencias de ideas, normas de estructuras en que apoyarse para un futuro democrático.

Es en este sentido profundo que su exilio argentino, como demuestran los epistolarios, le resultó una experiencia devastadora, tan traumática que en su vuelta a Europa no retomo su dialogo con nuestra sociedad, únicamente para defender desde su Diálogo en Darmstadt, su reputación de intelectual puesta a prueba durante su exilio. Citando a Heidegger y dentro del ánimo de la reconstrucción de una Alemania en ruinas que tenía que ser reconstruida desde sus bases arquitectónicas, Ortega dejaba caer ante el argentino su última propuesta como pensador, trayendo a la atención de su lector lo que eran, esencialmente, la filosofía y el rol del filósofo: la intención de comunicarse con aquella claridad de estilo, que era la cortesía del filósofo en tiempos de paz y recuperación europea.

Notas

  • 1. Meditación del Pueblo Joven, Ed. Alianza. O.C., Tomo 8, p. 392. Volver
  • 2. Correspondencia José Ortega y Gasset, Helene Weyl, Editorial Biblioteca Nueva, Fundación Ortega y Gasset Madrid 2008. Volver
  • 3. «Miseria y Esplendor de la Traducción» se publicó en La Nación los 13, 20 y 27 de junio; y 4 y 11 de julio 1937. Volver
  • 4. «Prefacio para Franceses» en La Nación el 18, 25 de julio; 1º, 8, 15 y 22 de Agosto 1937. Volver
  • 5. «Límites de la palabra. La homogeneidad creciente», «Prefacio para Franceses», 18 de julio 1937. Volver
  • 6. En el diario porteño figura esta serie no como Prólogo para franceses sino como Prefacio. Volver
  • 7. Ver «Balada de los Barrios Distantes», OC, Tomo 8, p. 407-409. Volver
  • 8. La correspondencia de Ortega con Lorenzo Luzuriaga que, afortunadamente, se encuentra completa en la Fundación Ortega y Gasset de Madrid, es muy reveladora para el período del exilio europeo y argentino de ambas figuras. También se conserva la correspondencia con María de Maeztu sobre el asunto de las editoriales, asunto importante para evaluar los exilios. Volver
  • 9. Para este tema consultar el libro «Miseria y Esplendor de la Traducción». La influencia de Ortega en la traductología, de Pilar Ordóñez López, Publicaciones de la Universitat Jaume I, 2009. Volver
  • 10. Meditación de la Criolla, Ed. Alianza, OC, Tomo 8, p. 411-445. Volver
  • 11. Sobre el proyecto de Espasa Calpe de Argentina, hemos publicado un artículo en Revista de Occidente «Ortega y Gasset y el proyecto editorial de Espasa-Calpe Argentina», Mayo, 1999, N.º 216, pp. 99-116. Volver
  • 12. Victoria Ocampo, «Vida de la Revista Sur, 35 años de una labor. N.º 303-304-305, Noviembre de 1966, Abril 1967, p. 17. Volver
  • 13. El artículo escrito desde París se denominó «Ictiosauros y editores clandestinos» y fue publicado en Sur, noviembre del 37. Ver en O. C., Editorial Alianza, pp., 383-387. Volver
  • 14. M. Etchecopar, Ortega en la Argentina, Institución Ortega y Gasset, Buenos Aires, 1983. Volver
  • 15. Del Imperio Romano se publicó en La Nación el 30 de junio; 28 de julio, 11 y 25 de agosto 1940, los artículos de Luis Vives 24 de noviembre, 1º y 15 de diciembre 1940. Volver
  • 16. L. Dujovne, La concepción de la Historia en Ortega y Gasset, Ed. Rueda Filosófica de Santiago Rueda, editor Buenos Aires, 1968. Volver