Intervención del Marqués de TamarónMarqués de Tamarón
Exdirector del Instituto Cervantes

Tuve la suerte, al ser nombrado director del Instituto Cervantes en mayo de 1996, de encontrar una institución ya en marcha, creada en 1991 e impulsada eficazmente por su primer director, Nicolás Sánchez-Albornoz. El Instituto también tuvo la suerte de que los siguientes directores hayan sabido edificar sobre lo existente, aprovechando los logros ya conseguidos.

Esta continuidad durante un cuarto de siglo entiendo que es señal de una coincidencia en ciertos presupuestos básicos sobre el interés no solo nacional, sino de las naciones hispánicas en su lengua común. Y en la conciencia de que ese bien común es una auténtica copropiedad y no un bien mostrenco de incierta pertenencia, una res nullius.

En mi caso llegué al Instituto Cervantes con una cierta idea del español, y perdónenme la autocita de hace 21 años:

«Una gran lengua internacional, sorprendentemente unitaria, bastante pero no demasiado extendida geográficamente, de poco peso económico y con una reputación internacional manifiestamente mejorable.

[…] El español es una gran lengua por varios motivos. Uno de ellos, quizá no el principal pero sí el más aireado, es el número de hispanohablantes. […] Con sus […] cientos de millones de hablantes el español es una de las […] lenguas más usadas en el planeta. También es una gran lengua por su riqueza léxica y gramatical, por su pasado y su presente literarios y por su uso internacional. Esto último nos lleva a precisar que lengua internacional no es lo mismo que lingua franca. […] Cuando un peruano habla en español ante la Asamblea General de la ONU está usando su propia lengua, que es además la de otras naciones; cuando un congoleño habla en francés o un birmano en inglés, por muy bien que lo hagan, están usando algo en esencia ajeno pero de propiedad poco definida, una especie de res nullius que llamamos res nullius». Ofrece «ventajas e inconvenientes» el «tener como lengua materna una que asimismo es res nullius. También son evidentes las ventajas de las lenguas internacionales: la vasta emigración española a Hispanoamérica desde mediados del siglo xix hasta mediados del xx, tan provechosa para todos, hubiera sido muy distinta sin la lengua común, por tan solo citar un ejemplo político reciente. Los beneficios de poder dirigirse sin intérprete a uno de cada veinte habitantes de la tierra son bien obvios. Pero no hay que confundir los conceptos. Cuando digo que el español es una lengua internacional mas no una lingua franca estoy usando este último término en el sentido restrictivo de habla empleada por interlocutores que no la tienen, ninguno de ellos, como lengua materna. Un argentino hablará naturalmente en español con un uruguayo, y es probable que también con un brasileño. Pero es casi seguro que hablará en inglés con un japonés en Helsinki, igual que un checo y un húngaro hablarán en ruso o en alemán, que también son linguas francas, aunque regionales y no mundiales. Por lo demás tampoco hay que atribuir a la condición de lingua franca una transcendencia distinta de la que le corresponde; el swahili es lingua franca en África Oriental y no por eso se puede decir que sea más «importante» que el español. […]

En cuanto al carácter unitario de la lengua española, lo sorprendente no es que las personas educadas que la hablan usen la misma norma culta —eso también ocurre con el francés y el inglés, aunque no tanto con el portugués—, sino que incluso a nivel popular y a ambos lados del océano sea tan homogénea. […]

No debe de ser ajena a este rasgo lingüístico del español su cohesión geográfica, de la que pocos se percatan. Suele decirse que el español se ha extendido por todo el mundo, pero eso es retórica poco acorde con la geografía, y de ser verdad no sería especialmente ventajoso para nuestra lengua. Todas las grandes lenguas modernas ocupan vastas extensiones del planeta, salvo el alemán, concentrado en Centroeuropa. El español también cubre millones de kilómetros cuadrados pero casi todos contiguos. Nueve de cada diez hispanohablantes viven en América, por lo general en estados fronterizos, y los demás están en la Península Ibérica. Fuera de América y Europa, en África, Asia y Oceanía, la presencia del español es residual o inexistente. […] No se puede decir que el español se habla en los cinco continentes como el francés o el inglés; de hecho se habla en dos, como el árabe, el ruso o el turco.

Pero, ¿quién ha dicho que la dispersión sea en sí una virtud? […] La contigüidad de las naciones hispanoamericanas les permite […] que prosperen ciertos intentos de integración económica regional. […] Uno de los obstáculos más formidables a la integración europea es la condición babélica de nuestro continente»1.

Aprendí mucho mientras intentaba ayudar a enseñar nuestra lengua. Aprendí entre otras cosas que las lenguas también tienen imagen, como las culturas. Y que esa imagen es a veces injusta, pero también a veces es mejorable. Los hispanos hemos aceptado sin protestar e incluso a veces hemos promovido la imagen romántica llena de pathos y escasa de logos.

No fue el Instituto Cervantes, por cierto, la única institución que se preocupó por esto. En septiembre de 1997 la Comisión Delegada del Gobierno (español) para Asuntos Culturales adoptó a propuesta del presidente el acuerdo de «encargar al Director del Instituto Cervantes […] la elaboración de un plan para la acción cultural exterior de España». Elaboramos el plan tras consultar a ciento tres personalidades de la cultura hispánica. El plan y sus anejos (incluido el que recogía una Propuesta Provisional de Medidas) quedaron declarados documentos reservados y fueron presentados y aprobados en la reunión de la Comisión Delegada del Gobierno que tuvo lugar en San Millán de la Cogolla, en La Rioja, el 10 de enero de 1998.

Debido a su clasificación reservada, el plan no fue publicado hasta 2012, cuando la Escuela Diplomática lo recogió en un volumen sobre Retos de nuestra acción exterior: Diplomacia pública y Marca España.2 En la medida de las posibilidades limitadas del Instituto Cervantes y a lo largo de los años sucesivos, algunas de las propuestas de ese plan —todas ellas fruto de una voluntad de colaboración no partidista— fueron desarrolladas en mayor o menor grado. Otras, de gran envergadura, fueron recogidas en ulteriores planes de acción cultural exterior de España o directamente puestas en práctica años después, como la creación de Marca España.

El Instituto, durante los años finales del siglo, que son los que conocí personalmente, pero también durante este cuarto de siglo de existencia, se esforzó por convertirse en el instituto de referencia para los demás centros de enseñanza del español. También en estar presente en las grandes capitales internacionales, salvo, claro está, las del mundo de habla hispánica. Y desde luego, a nuestro nivel de institución de tamaño mediano, nos esforzamos por abrir las puertas a las tecnologías informáticas, que para muchos de nosotros resultaban en extremo arduas, pero ineludibles.

Tres dilemas debió afrontar, y sigue afrontando hoy en día:

  1. Si se cae en el empeño de aumentar a toda costa el número de alumnos de español, se acabará por «morir del éxito», por cuanto la tasa de cobertura de los gastos de la enseñanza por alumno nunca va a alcanzar el 100 %.
  2. Se espera del Instituto Cervantes que enseñe el español y que dé a conocer la cultura hispánica. Pero a nadie se le oculta que a veces no es posible alcanzar ambos objetivos a la par. Si tan solo se habla en español de cualquier elemento de nuestra cultura hispánica, estaremos dirigiéndonos a un público parcial y no ampliando el alcance de nuestros escritores, pensadores y creadores. Las cosas han cambiado y ahora ya se cumple a menudo el lema «Te acercamos nuestra cultura en tu lengua».
  3. Nadie quiere que nuestra lengua se fosilice y queden proscritos los neologismos y las modas léxicas y sintácticas. Pero los excesos neófilos tienen dos efectos perniciosos. Por un lado acarrean riesgos de fragmentación de nuestra lengua común. Por otro lado crean oscuridad y pobreza por su equivocidad. Permítaseme citar a don Víctor García de la Concha que hace dos meses alertó de nuevo sobre «el español, muy hablado pero empobrecido». Ya antes, había advertido: «Hay una gran dejación en la forma de hablar. No proponemos usar expresiones cursis o relamidas, sino de corrección normal». Y es que un toque prescriptivo ni siquiera va a estropear el alegre carnaval de la gramática descriptiva; hasta Chomsky lo reconoce así.

Sí, la elegancia en la expresión lingüística es —como la elegancia en las demostraciones matemáticas— la concisión y la claridad, la economía de medios con el máximo resultado. Por eso estamos aquí, hablando de nuestra lengua y en nuestra lengua. Con amor y con respeto por cuantos nos precedieron y acompañan en su uso y disfrute. Y en esa batalla, todavía no ganada, por devolver su legítimo lugar a la calidad clásica de nuestra literatura.

Notas