Los minutos tasados concedidos a mi intervención en esta sesión dedicada al Instituto Cervantes me obligan a prescindir de los agradecimientos de rigor a los eficaces organizadores del presente congreso de una lengua en cuya preservación Puerto Rico se halla empeñado de cuerpo y alma. Empezaré pues mi breve locución, sin rodeos, evocando los primeros pasos del Instituto, del que me toco en suerte ser su primer director hace la friolera de un cuarto de siglo.
De su creación debo destacar que tuvo que instaurarse y asentarse la democracia en España para que el Instituto se fundara de acuerdo con los criterios en vigor. Vio la luz como empresa impulsada por el Estado español al servicio de los cientos de millones que comparten el español y que participan en la cultura asentada en ese idioma de comunicación universal. Atrás quedaba el prejuicio entonces bastante difundido de que el español era privativo de sus primeros hablantes y que esa precedencia les autorizaba a fijar su uso y a prescindir de las diferencias.
La Academia de la Lengua, es de reconocer que llevaba años defendiendo la unidad de la lengua frente a intentos esporádicos de fragmentarla en idiomas nacionales, en una réplica ilusoria de lo ocurrido en otra lengua madre, el latín. Opuesta a la fragmentación, la Academia reivindicó el ejercicio compartido, principio que el actual congreso refrenda.
El Instituto Cervantes, concebido pues para servir a la lengua y cultura comunes, y en coherencia con el régimen de puertas abiertas arrogado, renunció a desplegar representaciones en los países de habla hispana. Al revés, puso a la disposición de estos países los centros de que disponía en varios continentes. Compartir iniciativas no bastaba, sin embargo. Para que las naciones de raigambre hispana sintieran al Instituto Cervantes como propio debían participar también en la planificación y en la evaluación de su programa. Es así como figuras culturales americanas descollantes formaron parte, desde el primer instante, del Patronato, su máximo órgano rector. El Instituto nació bajo el signo inextinguible de la fraternidad.
El día a día con el que tropecé al hacerme cargo de mi designación resultó de entrada menos vivificante y más pedestre que los sueños fundacionales. La aspiración formulada necesitaba ser materializada. Para empezar a trabajar, había que disponer de una sede. Una generosa oferta permitió echar a andar en cosa de días en un edificio con solera en Alcalá de Henares. Para operar, había que equipar la sede —de lápices a computadoras—, seleccionar al personal por su capacidad profesional y por la ilusión de su entrega al proyecto fundacional. Aún me veo sentado, a falta de mesa y silla, sobre una caja de cartón sin abrir, mientras un operario instalaba en mi despacho la primera línea de teléfono. Había que negociar después presupuestos, delimitar competencias con las ramas de la administración —fundamentalmente los Ministerios de Asuntos Exteriores, y de Educación y Cultura— que habían desempeñado hasta entonces parte de las funciones que la ley traspasó al Instituto. Con estos departamentos había que fijar las bases no especificadas de una imprescindible cooperación en la acción exterior. Educación, por ejemplo, había encargado a la Universidad de Salamanca la certificación del conocimiento del español como lengua extranjera. Los centros del Instituto se convirtieron por consiguiente en el colaborador indispensable afuera para la enseñanza y para las pruebas conducentes a un diploma de competencia idiomática, tarea a la que me congratulo se han incorporado ahora diversas instituciones hispanoamericanas. Por otra parte, los Ministerios de Asuntos Exteriores, de Educación, y de Trabajo habían improvisado centros en varios países antes de la creación del Instituto. En algunos de ellos se enseñaba el español, se certificaba su conocimiento y se celebraban, en ocasiones, actividades culturales, una labor sin duda meritoria, pero puntual, sin plan educativo y cultural de conjunto, sin personal profesionalizado y cohesionado, centros más atentos a la consecución de objetivos locales que de servir a los generales de España y del mundo de habla española. La buena voluntad puesta hasta entonces no bastaba ya. Urgía coordinar, prescindir de los centros ineficientes, apostar por los más representativos, ampliar la red a medio centenar de centros de prestigio, renovar instalaciones no siempre en buen estado, una tarea de dignificación imprescindible. Labor ardua, pero el nuevo Instituto Cervantes hizo notar pronto su presencia en el exterior. Cuando las circunstancias políticas aconsejaron mi relevo, el Instituto quedaba perfilado y encarrilado para una progresión acumulativa y sin tumbos. El necesario apoyo social y político quedaba asimismo asegurado y despejadas alguna que otra incomprensión inicial.
Aún recuerdo, para terminar, como anécdota de la ocasional confusión de objetivos, una pregunta que me dirigió en el Senado un representante por Ciudad Real. Inquirió si el Instituto tenía prevista la restauración de la vivienda venida a menos que habitó Dulcinea en el Toboso. El senador seguramente había aprobado meses antes con su voto la creación del Instituto, pero no había llegado a entender todavía que la nueva institución no tenía por misión repartir honras, sino levantar un proyecto global y un tanto quijotesco en sus ambiciones, como viene haciendo sin descanso bajo el cobijo del inmarcesible nombre de Cervantes.