Muy antiguo y muy modernoSergio Ramírez
Escritor

Rubén Darío inicia el gran viaje de regreso de la lengua desde el continente americano hacia la península bajo los fulgores de una atrevida pirotecnia verbal. Y en su equipaje hubo, desde el principio, una dualidad llamativa: «muy siglo diez y ocho y muy antiguo y muy moderno; audaz, cosmopolita», como escribe en el primero de los poemas de Cantos de vida y esperanza, su libro decisivo.

En su perspectiva estética eligió colocarse entre dos mundos que fue capaz de contemplar mirando hacia atrás y hacia adelante como el dios bifronte Jano, aunarlos revolviéndolos, y, a partir de allí, saltar hacia la construcción de su propio universo que sigue siendo tan contemporáneo y tan clásico en su hondura y tejido como para admitir renovadas lecturas.

Tras la publicación de Azul…, el libro inaugural del modernismo, don Juan Valera escribió en 1888, en una de sus Cartas americanas: «ni es usted romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo: lo ha puesto a cocer en el alambique de su cerebro, y ha sacado de ello una rara quintaesencia».

Esta rara quintaesencia va siendo compuesta de sustancias más variadas a medida que avanza en su exploración; desde su constante apego al mundo grecolatino, del que extrae gran parte de su imaginería y sus interrogantes, al siglo de oro donde encuentra a sus primeros grandes maestros, Garcilaso, Góngora, Cervantes; al siglo dieciocho versallesco que tanto le sedujo, al diecinueve de Hugo, Baudelaire y Verlaine; y a lo que también trae de sus propias esencias americanas en el equipaje, color, música, ritmo, sensualidad, misterio, atrevimiento, desafío: «¿hay en mi sangre alguna gota de sangre de África, o de indio chorotega o nagrandano?», se interroga en las «Palabras liminares» de Prosas Profanas. «Pudiera ser, a despecho de mis manos de marqués».

Unamuno le vio «ceñida la cabeza de raras plumas»: la pluma con que escribo, le respondería él en una carta. Otros, según recuerda Gastón Baquero, lo llamaban «negro mulato» con ganas de rebajarlo; y en Luces de Bohemia, la pieza de Valle Inclán, Max Estrella, el personaje ciego, lo llama «negro».

Ninguno desacertaba. Era, en realidad, producto de esa rica mezcla racial que es el Caribe y es Centroamérica: mulato, indígena, español mestizo, tal como se prueba en su genealogía; y sería desde aquella periferia bastarda, falta de prestigios, que entraría a saco en las rigidices de una lengua exhausta, proponiendo novedades que causaban admiración a veces, y otras desdén, o espanto. El asombro ante el otro, que proponía lo extraño.

Un hombre triste de los trópicos acobardado ante la idea de la muerte, y atormentado por la lujuria teñida por la oscuridad del pecado, prisionero de esa otra dualidad entre «la carne que tienta con sus frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos», expresada en Lo fatal, que para García Márquez, otro demiurgo del Caribe revuelto, era el mejor poema de la lengua.

Porque venía del trópico prefería los excesos y las rarezas, como es regla en el Caribe donde tantos asuntos se mezclan, el barroco perpetuo que siempre nos rodea y nos aturde. El art nouveau, el invernadero dentro del cual se aclimató el modernismo literario, insufló a la poesía dariana los excesos botánicos y florales que revestían las fachadas de los edificios y las barandillas de los puentes con su urdimbre de tallos y corolas, las lámparas del alumbrado público en forma de lirios y anémonas, los carteles de espectáculos de cabaret y las portadas de los libros con sus guardas de vegetación caprichosa y abigarrada; un estilo que invadió también las palabras y que, como todo exceso, llegó a lindar con la cursilería.

El modernismo literario, con sus representaciones verbales rebuscadas, quería la impresión de la novedad, y puso delante de los lectores palabras que hoy han pasado a los estantes del museo: coruscante, feérico, áureo, opalescente, mórbido, funambulesco, miliunanochesco, azur, sílfide, miraje, malaquita, hiperestesia; y se regodeó en las representaciones simbolistas: las risas diamantinas, las furias escarlatas, los sones alados, los arpegios áureos, las alondras de luz, el verso azul, el sol sonoro: la música callada, la soledad sonora, que ya estaban en el Cántico de San Juan de la Cruz.

Gustav Klimt, emparentado primero con el simbolismo y luego con el modernismo, pintó en 1916 la escena en que Leda, desnuda y de espaldas, va a ser poseída por el rijoso Zeus, encarnado en un cisne negro. Esta pintura marcaba un parentesco de motivos con la poesía de Rubén; nunca llegaron a conocerse él y Klimt, pero cuando en 1904 visitó en Viena el museo de la Secesión, de los pintores expuestos fue el que más lo impresionó. Hay en ambos una identidad que tiene que ver con la exploración del abismo de misterio de lo erótico que no se aparta de la seducción de la muerte, el otro gran abismo.

En el cuadro de Klimt de 1915, Muerte y vida, Ella, «la inevitable», como diría Rubén, aparece engalanada con una de las túnicas coloridas con que el pintor solía vestir a sus modelos, solo que esta túnica, entre el azul y el violeta, como la materia en descomposición, aparece decorada con cruces de cementerio, mientras Ella, entre amenazadora y burlesca, contempla a un grupo de durmientes, inadvertidos de su presencia, y de su inminencia.

Octavio Paz encuentra en el temperamento erótico de Rubén una de sus maneras de develar el misterio del mundo en sus múltiples correspondencias: «el cuerpo de la mujer es el cuerpo del cosmos y amar es un acto de canibalismo sagrado. Pan sacramental, hostia terrestre: comer ese pan es apropiarse de su sustancia vital».

Vivió bajo el doble amparo de Afrodita y de Ichpochtli, la diosa de la intimidad carnal del panteón mesoamericano, a quien están consagradas las flores de cempasúchil, que adornan los altares de los muertos. Soñó poco antes de morir con su propia muerte, vio cómo le trepanaban la cabeza para extraerle el cerebro, y la realidad no desmintió al sueño.

Y si el oriente de misterios y milagros de Las mil y una noches despertó en él su amor por lo exótico y lejano, también marcó su temprana entrada al erotismo que lo desvelaba desde que habían despertado sus sentidos en el trópico incandescente. En su autobiografía dice:

En cuanto a mi imaginación y mi sentido poético, se encantaban en casa con la visión de las turgentes formas de mi prima, que aún usaba traje corto; con la cigarrera Manuela, que manipulando sus tabacos me contaba los cuentos del príncipe Kamaralzaman y de la princesa Badura, del Caballo Volante, de los genios orientales, de las invenciones maravillosas de las Mil y una noches.

En dos estrofas de «Divina Psiquis», uno de los poemas trascendentes de Cantos de vida y esperanza, explora los misterios de esa dimensión oscura del sexo que siempre hizo arder sus sentidos. La psiquis perturbadora es la dulce mariposa invisible que vuela desde los abismos, «sabia de la Lujuria que sabe antiguas ciencias», para posarse en la viña donde nace el vino del Diablo, y en los senos y en los vientres.

Entre Thánatos y Eros, su escritura es siempre una aventura de búsqueda y renovación. «Todo lo renovó Darío», dice Jorge Luis Borges: «la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado y no cesará; quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador».