Interartes y educación en el espacio iberoamericano de conocimientoEduardo Mendoza
Escritor

Ante todo quisiera dar las gracias a la organización del Congreso Internacional de la Lengua Española por haberme invitado a participar, a las autoridades del Gobierno de Puerto Rico, a la Real Academia Española de la Lengua, al Instituto Cervantes y a la editorial Planeta, que se ha hecho cargo de los aspectos organizativos de mi viaje. Mi agradecimiento también a todos los presentes.

Inicialmente se me había asignado la participación en una mesa redonda. Posteriormente y con poco tiempo, se modificó dicha asignación para hacerme intervenir en solitario sobre un tema titulado «Interartes y educación en el espacio iberoamericano del conocimiento». El cambio me complace, puesto que del primer tema mis conocimientos son limitados, mientras que del tema actual mis conocimientos son nulos, lo que me libera de una grave responsabilidad.

A fuer de sincero, yo no soy experto en ningún aspecto de los que aquí se debaten. Solo soy un escritor de ficción. Matizaré diciendo que soy un escritor moderno, entendiendo por tal un individuo que dedica una parte de su tiempo a escribir y otra a participar en actos públicos de mayor o menor envergadura, desde congresos como el presente a encuentros con lectores o con estudiantes en centros de enseñanza.

En el desempeño de esta función, la que podríamos llamar pública, el escritor moderno suele enfrentarse, como don Quijote, a dos molinos que pueden ser o no ser gigantes.

El primero de estos molinos es el fomento de la lectura entre los jóvenes.

Siempre que un escritor acude a un encuentro con jóvenes, generalmente con estudiantes, se espera de él o se le pide explícitamente que fomente la lectura, que estimule a los jóvenes a leer. A lo cual, sistemáticamente, me niego. Y me niego por varias razones.

La primera razón es que no me parece elegante, como profesional de la escritura, adoptar una actitud que tiene algo de mendicante. Ya que me gano el sustento vendiendo libros que yo escribo, fomentar su compra, aunque sea de un modo indirecto, tiene algo de esfuerzo publicitario.

La segunda razón es que, en el fondo, que los jóvenes lean o no lean me trae sin cuidado. Si leen, mejor para ellos, pero creo que existen otras vías tan útiles como la lectura, si no mejores, para adquirir información, conocimiento de uno mismo, vivencias emocionales y, sobre todo, entretenimiento. En cambio, no creo en la lectura como una panacea. Entre un erudito y un ignorante, seguramente es preferible un erudito, pero en las dos categorías se dan los necios y las malas personas. No le veo sentido a leer por leer. Buena parte de los libros que se publican son una birria y su lectura supone perder un tiempo que se podría emplear con más provecho charlando, haciendo ejercicio o pensando. Plinio el Joven atribuye a su tío, Plinio el Viejo, la idea de que no hay libro tan malo que no contenga alguna enseñanza. Yo podría proporcionarle una lista interminable de libros que no contienen ninguna enseñanza. En realidad, no hay libro que no sea provechoso para quien, como Plinio, joven o viejo, ha dedicado su vida a la lectura.

En tercer lugar, porque dudo de que mi empeño por fomentar la lectura surta algún efecto. Al interesado no le hace falta y a quien detesta la lectura de poco le va a servir que un escritor de cierta edad se la recomiende.

En cuarto y último lugar, porque tengo fe en los jóvenes. Creo que un número considerable tiene la suficiente curiosidad intelectual como para interesarse en todos los aspectos del saber, incluida la literatura. Creo que muchos de los que no leen en la adolescencia lo harán más adelante. Y no comparto el pesimismo de quienes se lamentan del escaso interés de los jóvenes por los libros. Las estadísticas no confirman este temor y, si bien es cierto que muchos jóvenes (y no pocos adultos) no abren un libro jamás, también es cierto que hoy en día la educación llega a casi toda la población, con lo que el número de no lectores en términos absolutos sin duda ha disminuido. En cuanto al número relativo, nunca sabremos cuántos de los que antiguamente no pudieron leer por falta de alfabetización lo habrían hecho.

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El segundo molino que puede ser o no un gigante son los llamados talleres de escritura. Un fenómeno relativamente reciente que ha proliferado y goza de gran predicamento en muchos países. Por supuesto, no tengo nada que objetar al hecho de que la gente quiera practicar la literatura, aunque en los últimos tiempos hay muchas personas que han dejado de leer porque escribir les resta el tiempo necesario para la lectura. Pero esto no nos incumbe ahora. La parte negativa, a mi juicio, de los talleres de escritura es que plantean la escritura desde un punto de vista terapéutico.

En una ocasión, en la que fui invitado a hablar en uno de estos talleres de escritura, propuse un ejercicio consistente en una composición en endecasílabos con rima asonante o consonante, según el nivel del alumnado. Como cabe suponer, se ofendieron mucho y me preguntaron si me estaba burlando de ellos. Nada más lejos de mi intención. Hablaba por experiencia.

Tengo a orgullo decir que en toda mi vida no he escrito un solo poema. Me enorgullece porque esta actitud responde al reconocimiento de mis limitaciones y al respeto que me inspira la poesía. Pero sí he traducido teatro clásico, a Shakespeare en endecasílabos blancos y a Racine en alejandrinos con rima pareada consonante. A primera vista parece una proeza, pero en la práctica no lo es. Al principio el ejercicio ciertamente es arduo, sin embargo, muy pronto la métrica empieza a fluir de un modo espontáneo. Hasta el punto de que, al terminar la jornada de trabajo, hay que hacer un esfuerzo para no seguir hablando en alejandrinos. Me remito a mi experiencia y a la de otros traductores con quienes he comentado este hecho y lo han corroborado. El cerebro se adapta a la métrica y a los ritmos internos y se empeña en permanecer en ellos, como se empeña en tararear melodías pegadizas en contra de nuestra voluntad, hasta llegar a desesperarnos.

Por este motivo hice la propuesta que hice al taller de escritura. Fue una lástima que no me hicieran caso. Si hubieran aceptado mi propuesta, a continuación les habría propuesto que escribieran sonetos, liras o tercetos encadenados como los que usa Dante en la Divina comedia: A-B-A B-C-B C-D-C y así sucesivamente. En resumen, que abordaran la escritura como lo que es: una artesanía.

Pero no hay nada que hacer. La idea de que la escritura es terapéutica está muy arraigada. Y a esta falacia contribuyen, por desidia, muchos escritores, especialmente los buenos. Cuando en una entrevista les preguntan por qué escriben, suelen responder que «para conjurar los fantasmas interiores». Por supuesto, mienten, pero la respuesta les hace quedar bien delante de los lectores y, sobre todo, enmudece al entrevistador.

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He mencionado estos dos fenómenos, el fomento de la lectura entre los jóvenes y las escuelas o talleres de escritura, para abordar lo que creo que es el problema de la enseñanza de la lengua, a saber, la confusión que existe entre lengua y literatura.

Como tantas desviaciones, el origen está en el miedo, como he dicho al principio.

La paulatina pero inexorable desaparición de las humanidades en los programas educativos (por falta de salidas remuneradas, lo cual es cierto) ha desencadenado una reacción no ya temerosa sino timorata.

Quienes ven con preocupación la desaparición de las humanidades oponen a esta tendencia una defensa ratonil, en la que se mezclan la fe del carbonero, una blanda nostalgia y pequeños intereses gremiales, pero no una sólida razón de fondo.

A saber: que las humanidades son un fin en sí mismo. Un fin del que pueden derivarse resultados positivos y también negativos, del mismo modo que de la investigación científica pueden surgir inventos útiles y medicamentos eficaces, pero también bombas y contaminaciones. O esfuerzos que solo conducen a una vía muerta.

Pero esto es secundario. Como fin en sí mismo, las humanidades son irrenunciables y no tienen defensa, porque no la necesitan.

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La razón discurre por tres caminos más o menos paralelos.

El pensamiento mágico o religioso. El pensamiento científico. Y el pensamiento humanístico.

El pensamiento religioso abarca la religión o, para ser más exacto, las religiones, las supersticiones, la astrología y posiblemente la homeopatía.

El pensamiento científico abarca las ciencias empíricas.

Dentro del pensamiento humanístico están, grosso modo: el pensamiento filosófico, el pensamiento político, el pensamiento literario y el pensamiento lúdico.

El pensamiento político, por definición, goza de una cierta preponderancia en el ánimo de las personas. Con razón o sin ella, se le atribuye, si es correcto y se lleva a buen término, el orden y el bienestar de la comunidad a la que cada uno pertenece.

En estos tiempos, en que la hazaña violenta y la ley del más fuerte no forman parte del discurso oficial y sí la convivencia pacífica, el pensamiento lúdico también es muy importante, porque es el encargado de convertir en juego los instintos y desactivar su potencial depredador. Gracias al pensamiento lúdico hemos transformado la agresividad física en deporte, el instinto de supervivencia en gastronomía y el instinto sexual en un reality show.

Pero la importancia de estas dos formas de pensamiento han hecho perder terreno al pensamiento literario, hasta el punto de que hoy en día la literatura se avergüenza de sí misma, de no tener capacidad para cambiar la realidad, como el pensamiento político, y de no ser popular y no formar parte del mundo del espectáculo, como el pensamiento lúdico. Acomplejada de este modo, la literatura se esfuerza por destacar su sentido práctico, es decir, la adquisición de conocimiento por medio del entretenimiento (el instruir deleitando) y su aspecto de diversión o pasatiempo eficaz.

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En última instancia, el problema se centra en la confusión que existe entre literatura y lengua. Esta confusión no existía hace unas décadas. Yo recibí una educación francamente deficitaria, pero en este aspecto, había una clara distinción dentro de la materia titulada Lengua y Literatura Españolas.

La diferencia era clara para el alumno, que debía entender y memorizar las distintas piezas en que se subdivide la lengua, y en especial la lengua escrita. Era un aprendizaje difícil de una materia árida. No para mí, que percibí desde el primer momento el enorme atractivo de esta compleja maquinaria. Para empezar, las partes de la oración. El protagonismo del nombre; las intrigas del adjetivo para modificar al nombre, como un Yago que altera la percepción de Otelo; los pronombres, agentes secretos al servicio de sus antecedentes; y, sobre todo, las preposiciones y las conjunciones.

Si me preguntaran cuál es la palabra más hermosa del idioma español, sin vacilar respondería que es la palabra «cuando». Imaginemos la siguiente situación: uno llega a su casa después de un viaje largo, está cansado y hambriento; la casa está vacía; uno abre la nevera y la alacena; con desesperación descubre que no hay nada, que tendrá que volver a salir a la calle en busca de una tienda abierta. La misma situación: uno regresa de un viaje, fatigado y hambriento; al entrar en casa ve la mesa puesta y en el plato uno de sus manjares preferidos. ¡Qué felicidad! ¿Cómo haría este viajero afortunado para contar lo ocurrido? Empezaría diciendo: Cuando…

El humilde término «cuando» nos permite empezar el relato in medias res. Los grandes clásicos de la literatura empiezan in medias res. «Canta, oh, musa, la cólera de Aquiles». No hace falta más: el héroe y su circunstancia. O el mejor principio de novela nunca escrito, a saber, el principio de Guerra y paz, de Tolstoi. Todo el mundo recuerda el principio de Ana Karenina («Todas las familias felices, etcétera»). Muy pocos recuerdan el principio de Guerra y paz: «Ah, no». Estamos en un salón aristocrático en San Petersburgo, alguien ha dicho que Napoleón, de quien llegan noticias desde la lejana Francia, es la esperanza del mundo; la dueña de la casa replica de un modo contundente: «Ah, no».

Pero el estudio de la lengua no se limitaba a la gramática, la ortografía y la sintaxis. También incluía una lista infinita de figuras literarias con sus correspondientes ejemplos.

  • Epanadiplosis: «Verde que te quiero verde».
  • Paranomasia: «Tres tristes tigres».
  • Pleonasmo: «Lo vi con mis propios ojos».
  • Anadiplosis: «La plaza tiene una torre, la torre tiene un balcón, el balcón tiene una dama, la dama una blanca flor».

Pleonasmo, sinécdoque… ¿Quién sabe ya lo que significan estas cosas?

Y sin embargo, cuánto se nota su ausencia o, al menos, la conciencia de su existencia. La lengua es una maquinaria compuesta de muchas piezas. Para usarla, como para usar un automóvil o una lavadora, no es preciso conocer el nombre y la función de cada pieza. Pero sí es preciso saber que esa maquinaria existe y que su funcionamiento es muy complejo, de lo contrario se cae en el error de pensar que las máquinas funcionan de milagro y que, por consiguiente, no se deben cuidar, reparar ni revisar. Esta dejación viene permitida, en parte, por el hecho de que aparentemente el lenguaje no necesita ser enseñado. Noam Chomsky y Steven Pinker nos han dicho que el lenguaje es un instinto, que a hablar se aprende de un modo espontáneo y sin coste económico alguno, y una enseñanza especialmente costosa para el erario público aprovecha esta concepción para echar por la borda una materia que, según esta teoría, convenientemente tergiversada, no es necesaria ni productiva. Resultado: se abandona la enseñanza de la lengua o se desplaza al terreno de la lingüística, contra el que no hay nada que objetar, pero que es distinto de lo que vengo diciendo.

Sin embargo, el conocimiento y dominio de sus elementos permite el uso cabal de la retórica. Hoy en día este término tiene connotaciones negativas: pesadez, artificio, pedantería, redundancia, trivialidad y, en el fondo, engaño oculto. En realidad, es todo lo contrario. La retórica es la capacidad de expresar conceptos con claridad y con economía de medios, de tal modo que el oyente o el lector puedan entender y juzgar por sí mismos. El abandono de la retórica conduce al discurso hueco de los políticos, que se limitan a repetir lemas como si fueran mantras, apelando a la respuesta automática y a menudo emocional de sus propios adeptos. Ya nadie cree que se puede influir en la realidad por medio de la palabra, es decir, de la aplicación honrada del conocimiento de la lengua. El problema alcanza el nivel de la creación.

Estas figuras literarias, en apariencia caprichos farragosos de eruditos pedantes, son el anclaje de algo tan fluido como es el lenguaje.

El lenguaje literario funciona por referencias. Sin referencias, queda reducido a una sucesión de episodios anecdóticos. En sentido contrario, solo un conocimiento sólido de los mecanismos de la lengua y de la tradición hacen posible la transgresión y, por consiguiente, el progreso y la adaptación a las nuevas circunstancias.

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Los antropólogos dicen que las mitologías surgen de la necesidad de revestir de sentido ritos ancestrales cuyo origen se perdió en la desmemoria prehistórica. Las confusas personalidades y andanzas de los dioses de todas las religiones, salvo las monoteístas, serían simplemente argumentos de ficción que darían explicación a temores y sacrificios heredados en virtud de un testamento que desapareció, pero cuya validez nadie puede impugnar. Trasladada a nuestra cultura, podríamos decir que la exquisita ópera de Mozart Don Giovanni sería una versión de una versión de una versión del mito de Don Juan. Pero, ¿cuándo, dónde y cómo surge este mito? Lo más próximo que podemos encontrar, remontándonos por una breve escala es quizá una encarnación del diablo en Sevilla, lo cual, dicho sea de paso, es una redundancia.

Borges dice que Dante escribió la Divina comedia con el único propósito de colocar a su amada Beatriz en el Empíreo. Es, por supuesto, una interpretación tan absurda como poética. Dante, viejo, pobre y exiliado, construye para Beatriz, muerta en plena juventud, una casa con el único material que posee: su extraordinaria creatividad. A mí me gustaría pensar que Dante escribió los cien cantos que integran la obra para demostrar que podía hacerlo concatenando los versos en la «terza rima».

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Este congreso está dominado por la figura de Cervantes y no sería bueno omitirla en esta ponencia.

Yo tuve la suerte de verme obligado a leer el Quijote en la adolescencia, como parte del programa de estudios vigente entonces en España. A esa edad y con la endémica resistencia de un alumno a todo cuanto le sea impuesto, empecé la lectura a desgana. Pero, como San Pablo camino de Damasco, quedé subyugado por la frase con que se inicia el capítulo IV. «La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta». Su significado es oscuro, salvo que tengamos presente la última oración del capítulo anterior, que acaba con el ventero dejando ir a don Quijote «a la buena hora». Algunos comentaristas sostienen que la división del Quijote en capítulos es posterior y que, en este caso, no habría dificultad en entender que «la del alba» era la hora, esto es, la hora del alba. Yo quedé fascinado por esta duda y, de un modo instintivo, me incliné por rechazar la explicación y concluir que la pequeña dificultad era deliberada. Cervantes no podía haber tonteado con algo tan importante como la división de un relato en capítulos. El final de un capítulo exige que el lector suspenda la lectura. Lo mismo sucede con los entreactos de una obra teatral. La representación se interrumpe para que el espectador abandone la sala y se distraiga un momento, perdiendo la concentración pero no el interés que, en principio, debería agudizarse por la espera. En la actualidad, muchos directores de teatro prefieren representar las obras de un tirón, entre otras razones, por temor a que los espectadores aprovechen el entreacto para abandonar la sala y no regresar. A mí me parece una vergonzosa falta de confianza en la propia obra y una traición a la voluntad del dramaturgo, que quiso incentivar el disfrute de la obra estimulando la impaciencia del espectador. En los eventos deportivos siempre hay una interrupción y a nadie se le ocurriría suprimirla, puesto que todos saben que el espectador esperará el tiempo que haga falta corroído por el deseo de saber cómo seguirá el encuentro y cuál será el resultado final. En una novela, un final y principio de capítulo cumplen la misma función y de ningún modo debe ser algo arbitrario. En el caso que nos ocupa, yo creo que Cervantes jugó con la cisura para dejar al lector con ganas de saber cómo continuaban las aventuras del recién armado caballero y, al proseguir el relato en el capítulo siguiente, lo inició con una elipsis que obligaba al lector a recordar el punto en el que había quedado suspendida la historia.

Percibir este complejo juego, esta puesta en práctica de los recursos de la lengua, entendida no solo como un conjunto de normas, sino como un verdadero depósito de recursos y artificios, me convirtió en un fiel lector del Quijote hasta el día de hoy, y me reafirmó en mi convencimiento de que es importante enseñar los mecanismos de la lengua.

Dicho en otros términos, no es tan importante incitar a los jóvenes a leer cualquier cosa con tal de que lean, sino de suministrarles las herramientas que les permitan leer no solo con aprovechamiento, sino con deleite. Y esto solamente se conseguirá si en la enseñanza académica a todos los niveles se integra la literatura en el estudio de la lengua. Y si se enseña la lengua como algo útil e incluso necesario por sí misma.

Claro está que esto lleva a un enfrentamiento de los maestros con unos estudiantes poco deseosos de aprender lo que es un pleonasmo. Pero nadie debe creer que la enseñanza ha de agradar a quien la recibe. Enseñar supone una cierta dosis de violencia. De violencia intelectual, naturalmente, aunque tampoco creo que deba descartarse una moderada violencia física si conviene.

La enseñanza de la lengua es importante. Demasiado importante para sustituirla por una complaciente incitación a leer como honesto esparcimiento. No podemos congratularnos entre nosotros, los asistentes a este congreso, del buen estado de la lengua y de los progresos realizados en este campo, por loables que sean, y claudicar luego ante unas autoridades poco dispuestas a incurrir en gastos por algo de cuya utilidad no están convencidos y ante un alumnado cuya resistencia pasiva y a veces activa hace temblar las rodillas a quien ha de enfrentarse a él.

Esto es todo cuanto tenía que decir. Les agradezco mucho su atención.