Nombrar a nuestro poeta mayor, el puertorriqueño Luis Palés Matos, y evocar su poesía negrista es inevitable. Porque al devolvernos en el espejo de sus versos el rostro colectivo de nuestra mulatez, celebrado en el Tuntún de pasa y grifería de 1937, ingresó en nuestro imaginario para no abandonarlo. Pero es imperativo recordar la otra cresta de su obra: los poemas quintaesenciados del final de su vida dedicados a su último amor, Filí-Melé. Son dos momentos diferentes, pero no opuestos, ya que esta musa es la reformulación de la Mulata-Antilla que protagonizó las dos ediciones del Tuntún. Porque la «cabellera de abejas enjambrada»1 con la que entra en «Puerta al tiempo en tres voces» nos la revela como una Medusa caribeña y mulata, con una borrasca capilar (la metáfora es de Miguel Hernández) revuelta y peligrosa. Ambas heroínas son mujeres-isla y mujeres-velero (cual la de Baudelaire en «Le beau navire»); asociadas —lo ha visto Eduardo Forastieri— a la oscuridad de la Sulamita del Cantar de los cantares (nigra sum sed formosa). Margot Arce propone que el profundo vínculo entre estos dos arquetipos míticos lo evidencia una fecha: 1949. En ese año el poeta escribe la segunda versión de «Mulata-Antilla», se enamora de una mulata joven e inicia el ciclo de Filí-Melé.
Hablo de arquetipos míticos porque en Palés la negritud no es mimética, como en Nicolás Guillén, que describe la vida del negro y la mulata habaneros desde una óptica realista. Nuestro poeta persigue otra cosa: revelar lo negro que pervive en el alma de las islas del Caribe, regresando a los orígenes de la africanía mítica para crear el arquetipo femenino que reina en su poesía: una mulata danzante, libertaria, elusiva y sensual, de nombres sucesivos: Tembandumba de la Quimbamba, Mulata-Antilla, Filí-Melé. No es poca la importancia de la heroína: por primera vez se daba en nuestra poesía la celebración de la belleza femenina africana, anticipando en dos décadas el slogan norteamericano de los sesenta, black is beautiful.
Hoy quiero abordar, más allá de lo racial, otra mezcla, otro ten con ten2 en la poesía de Palés: el mestizaje literario que caracteriza el ciclo de Filí-Melé.3 Para explorar cómo nuestro poeta armoniza las antípodas de sus fuentes desde su isla cautiva.4 Me refiero al neoplatonismo renacentista y a la tradición oral de la mitología yoruba.
El nombre dual de Filí-Melé nos alerta de la diversidad que la engendra. El primero nos remite, etimológicamente, al amor; y, literariamente, a Filis, heroína amorosa occidental de antigua solera. En su función adjetival, el segundo nos conduce a la realidad antillana del mestizaje a partir de la voz francesa melée (mezclada).5 Y en esta realidad la mitología yoruba es importante. De ahí que su Venus negra, Ochún, constituya una fuente imprescindible para la construcción del mito de Filí-Melé.6
La musa palesiana comparte con Ochún un mismo complejo simbólico: la fuga, la danza y la miel, que más allá de dorar sus cuerpos las torna resbaladizas para escapar de su amantes, enardeciéndolos con su huida. Y sobre todo, la transformación constante. Palés mismo, en «La búsqueda asesina», reconoce el movimiento como seña de identidad de la amada: «Cambio de forma en tránsito constante, / habida y transfugada a sueño, a bruma… / Agua-luz lagrimándose en diamante, / diamante sollozándose en espuma». En Filí-Melé reconocemos la miel que hace brillar su cuerpo; al inicio de «Puerta al tiempo en tres voces», tras la mención de su «cabellera de abejas enjambrada», su torso, «desnudez cristalizada», refulge. También reconocemos la fuga: en el citado poema el poeta buscará a su musa, llamándola escapada, inaprehensible, escondida, fugitiva, perseguida, abolida. Y reconocemos la danza. Porque el arquetipo femenino palesiano es decididamente danzante: lo constatamos en Tembandumba, en la Mulata-Antilla que danzando en el mar marea al Tío Sam, y en Filí-Melé, que inaugura el ciclo final del poeta precisamente danzando en el poema «Boceto». Pero Filí-Melé danza de otras maneras: en el ir y venir de su fuga y sus apariciones; además de llamarla escapada, el poeta dirá que la está encontrando, hablará de su llegada, y la nombrará como atrapada, conquistada. También danza en el movimiento de sus transformaciones ovidianas, al asumir los rostros de los mitos clásicos: no solo encarna a Ochún, sino a Eurídice, Venus, Dafne, Galatea, Medusa.7
Terminemos con un guiño de Palés, tan desapercibido como elocuente. Ligado a la fusión de las dos fuentes aparentemente polarizadas de su poesía que estamos abordando aquí: una culta, occidental, clásica y renacentista; otra oral, africana, yoruba. Ambas se abrazan al final del ciclo de Filí-Melé. Y nada menos que en la danza de Ochún que caracteriza al arquetipo femenino de Palés.
Lo que nos lleva a «La búsqueda asesina»,8 que comienza con el arranque más poderoso de la poesía puertorriqueña: «Yo te maté, Filí-Melé». Escalofriante verso que cifra nada menos que el misterio de la trascendencia: como lo hiciera Shakespeare en su soneto 55,9 para que la amada persista en la palabra, Palés se ve obligado a abolirla como ente biográfico, destilarla cual alquimista hasta convertirla en el arquetipo mítico de lo absoluto, de la belleza elevada a categoría sacra: catedral de ceniza. Siguiendo de cerca la tradición neoplatónica renacentista del intercambio de las almas de los enamorados que llega a su cima en el tratado De amore de Marsilio Ficino, el poeta —tras matar en «Puerta al tiempo» a su musa (que «hacia la muerte fluye»)— también muere simbólicamente («yo, evaporado, diluido, roto») para asumir la identidad de la amada. Hay muchísimos ejemplos de la fusión de ambos, que expliqué en mi libro Orfeo mulato: Palés ante el umbral de lo sagrado; ahora basta con uno, contundente. Y que figura al final de su poema homicida.
Me refiero al momento en que el poeta abraza una relación vertical con la musa, a la que adora —desde la pequeñez rendida de su residencia en la tierra— como a deidad aposentada en la lejana altura. Ella se ha convertido en titiritera, para hacerlo bailar a su gusto; él, cual trompo, asume su humillación ebrio de dicha:
Zumbel tú, yo peonza. Vuelva el tiro,
aquel leve tirar sobre el quebranto
que a masa inerte dábale pie y giro
haciéndola cantar en risa y llanto
y en sonrisa y suspiro…
¡Vuelva, zumbel, el tiro,
que mientras tires tú me dura el canto!
Como en aquel viejo bolero de Bobby Capó,10 el poeta se ha declarado «juguete» en manos de la amada. Palés se siente peonza girando al son de sus deseos, porque ella tira del hilo del amor, cual las Parcas tiraban del hilo de la vida en un poema anterior, «El llamado». Al bailar como trompo a merced del zumbel, el poeta no solo canta, sino que se ha transformado en su musa danzarina, porque la diosa a masa inerte dábale pie y giro. Ya había asumido su misma identidad kaleidoscópica: según en el mismo poema ella fue nube, nieve, sueño, bruma, agua, diamante, luz, flor, aire, estrella, espuma y zumbel; él se tornó en voz, río, caballo, viento, red, fiera y peonza. Subrayemos las simetrías: justo al final de «La búsqueda asesina», Palés, cual derviche caribeño, ha hecho suya la danza inicial de la amada en «Boceto», el primer poema de la última etapa palesiana. Allí Filí-Melé emerge girando cual eje luminoso que anticipa la última transformación del poeta. Al morderse la cola, el ciclo de Filí-Melé comienza a rozar la redondez de lo perfecto. También a dibujar el infinito.