El Quijote bajo los trópicosJ. M. G. Le Clezio
Escritor

Mi suerte es haber nacido sin herencia ninguna. De ambos lados, mis abuelos fueron caballeros con gran fortuna, del lado paterno, por la explotación de la caña de azúcar en isla Mauricio (océano Índico), y del lado materno, por el cultivo de la betarraga de azúcar en el este de Francia. Fueron ricos y gastaron toda su fortuna, y dejaron a sus hijos en cierta precariedad económica. Esto fue afortunado, porque, por una parte, estos hijos tuvieron que pelear para sobrevivir, y significo viajar, salir del microcosmo de la isla Mauricio y del encerramiento de la burguesía francesa, y por otra parte, estos abuelos, como eran gente de buen gusto, se dedicaron al arte y a la literatura. De hecho, mis abuelos me dejaron una magnífica y amplia colección de libros preciosos que sobrevivieron a las guerras y a todas las peripecias de la historia, y esta colección de libros fue, cuando era niño, una fuente de la que yo bebía el brebaje del conocimiento.

De entre tantos, dos libros me atraían muchísimo, que yo leí entre la edad de siete años y mi adolescencia. Ambos provenían de la biblioteca de mi bisabuelo paterno, quien fue juez en la corte suprema de la isla Mauricio en la segunda mitad del siglo xix. Uno fue el Lazarillo de Tormes, un texto anónimo que cuenta la historia de un niño huérfano, a cargo de un mendigo ciego que le maltrata y abusa de él, y de los trucos que utiliza el niño para poder sobrevivir en un mundo cruel. El otro fue el libro más extraordinario, la única novela de todos los tiempos, las aventuras de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

Yo leí estos dos libros y los leí de nuevo cien veces, hasta que los conocía perfectamente, y cada vez con el mismo gusto y el mismo entusiasmo. Entonces no sabía nada de sus autores. Era como si estos cuentos hubieran sido compuestos para mí solo, en mi idioma (en francés), y que trataban de una realidad inmediata, actual, sin distancia histórica. Esto ha de ser la cualidad específica de las obras maestras, que un niño, sea cual sea su origen, su idioma y su época, pueda identificarse totalmente con ellas.

Así me acostumbré desde muy niño a la idea de que, bajo los trópicos, en esta pequeña isla aislada del océano Índico, tan lejos de España y de Europa, un aficionado a una colección de libros raros puede haber estado interesado en comprar y guardar en su biblioteca obras tan diferentes de todo lo que le rodeaba en la vida, el cuento picaresco de Mendoza y la novela satírica de Cervantes. Estos libros no eran los únicos en la biblioteca de mi abuelo: había libros muy variados, como la obra poética de Longfellow (Song of Hiawatha), los clásicos eternos, como Shakespeare o Víctor Hugo, y supuestamente una colección importante de libros de viaje, de Bougainville, Dumont d'Urville o Bory de Saint Vincent, consagrados a las expediciones a través de los océanos, hacia América, India, y las islas del océano Índico.

El libro que yo tenía de mi bisabuelo era la traducción al francés de Louis Viardot del Quijote, publicado en 1845 por Dubochet. Un solo tomo magnífico de 884 páginas, encuadernado en color café claro y decorado con un grabado en oro fino e ilustrado por Tony Johannot. Desde el principio me gustó el libro, pesado, sólido, el olor ácido del papel, el tipo y los dibujos a la pluma muy finos. Pero no sabía que se trataba de un libro excepcional. Para mí era el Quijote, un libro que yo podía tomar día tras día, leyendo los mismos pasajes, dejándome llevar por un sueño perezoso, descifrando los nombres que para mí no albergaban ninguna realidad, por el gusto de oír su música: Alcalá de Henares, Castilla, Sierra Morena, Dulcinea del Toboso, el Caballero de la Blanca Luna. Regresando siempre a los pasajes que más me gustaban, donde vemos al Quijote montado sobre su famélico Rocinante y a Sancho Panza sobre su asno, caminando al anochecer hacia nuevas aventuras: «Sancho Panza andaba sobre su burro, como un patriarca, con su bolsa, su odre de vino y un gran deseo de verse gobernador de la isla que su Señor le había prometido». O bien el pasaje donde el hidalgo confunde con un castillo la mala posada donde durmió sobre un bulto de paja, y pide al dueño del albergue hacerlo caballero. Aquí encontraba yo todos los ingredientes que podían lanzar a un niño a la aventura de la lectura: la burla, la mentira, el riesgo, la verdad que yo no había encontrado en los cuentos de hadas de Perrault o de Madame d'Aulnoy.

El Quijote capturaba esta mezcla de genres. Era un libro total, que abarcaba la totalidad de la vida, y me hacía buscar la confirmación de la realidad, acechando en las calles de Niza donde yo caminaba, aquí un Sancho Panza, aquí un Juan Haldudo, allá un Ginesillo de Paropillo liberado de sus cadenas, en búsqueda de su hermana menor. Entonces existía en Niza, en este tiempo, un lugar perfectamente adecuado a la lectura de Cervantes (y del Lazarillo): a la orilla de la antigua ciudad, sobre una explanada que cobraba el lecho del riachuelo estaba el cuartel general de los gitanos (para usar el mismo término que Cervantes). Cuando yo regresaba de la escuela, en invierno, esta sombría plaza estaba alumbrada por raras lámparas y los faroles de las caravanas de los gitanos. Daban una atmósfera de misterio, de aventura, aun de peligro, como si estuviera en alguna ciudad del sur, Nápoles, Tánger, al lado del río Tormes, o bien en una plazuela de Alcalá de Henares donde había crecido Cervantes.

Yo podía conectar esta escena con el libro: encontraba las mismas figuras, pícaros, holgazanes, o muchachas con ojos de braza. En aquella época la comunidad gitana no había sido expulsada por los burgueses de la ciudad y relegada en campos aislados en el fondo de los valles. Vivían en esta plaza, en sus caravanas, mujeres vestidas de pitonisas con niños de pies descalzados. Sus coches eran vehículos de otra época, Delahaye, Hotchkiss, negros y magníficos como barcos naufragados, arrojados a la orilla del mar.

Después de todo este tiempo, la obra de Cervantes me sugiere otra pregunta, no menos personal: ¿qué podían tener en común mi bisabuelo, digno magistrado de la corte suprema de la isla Mauricio, y la novela de Cervantes? Puedo imaginar el placer que él experimentó al leer este libro, en una edición tan preciosa. ¿Qué había encontrado en estas páginas? ¿Cuáles pueden ser los puntos comunes entre su isla tropical, bajo el régimen británico, y la Castilla del siglo xvii? Quizás eran más evidentes en aquella época: era el mismo amontonamiento popular, los mismos tipos humanos, las mismas astucias de la gente común y la misma fatuidad de los «hijos de algo», a veces sin dinero, dispuestos a enardecerse por cualquier causa perdida, o a coplear con malos versos, siempre en busca de una aventura amorosa para olvidar su propia mediocridad y la vergüenza de la derrota militar de sus padres vencidos por la marina británica.

¿Acaso me aventuro demasiado en imaginar a don Quijote bajo los trópicos? La idea no es totalmente absurda. Louis Viardot, en el prefacio a su traducción francesa de 1845, destaca que la moda de las novelas de caballería era tan contagiosa en el siglo xvi —acelerada fuera de España, siguiendo los pasos de Hernán Cortés o de Pizarro, por una muchedumbre de holgazanes y pelagatos, pretendidos hijos de la pequeña nobleza, decididos a llegar a las manos con gigantes y amazonas para aprovecharse de los fabulosos tesoros del Nuevo Mundo, y siguiendo el sueño del Amadis de Gaula para hacerse, como Sancho, gobernador de una isla del Caribe—, tan contagiosa que el rey Carlos V tuvo que decretar en 1545 una interdicción de importar, vender y dar a leer «ninguna novela de caballería a ningún español y ningún indio». En 1555 las Cortes de Valladolid escribieron una carta de petición a la reina Juana afín que esta prohibición fuera extendida a toda España.

Apenas medio siglo más tarde, la publicación del primer tomo de las aventuras de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha hizo inútil la ley, puesto que el libro de Cervantes fue, como escribió Montesquieu (en Lettres Persanes, capítulo 78), «el libro que dejó en ridículo al resto de los libros».

Quiero volver a Don Quijote, como al libro de hoy, al libro de cada día. Pocos libros tienen el poder de ser abiertos y leídos a cada instante, en cada lugar. Lo era para mí en Niza, Francia, como lo fue para mi bisabuelo en el silencio de su estudio en la isla Mauricio, una de estas islas tropicales donde el pobre Sancho Panza hubiera creído por fin materializada la promesa de su Señor. En este libro es posible encontrar la respuesta a las inquietudes, el confort de la risa, y el beneficio de la verdad. Esto es válido para la época en que vivimos, este principio del siglo xxi que se parece tanto al principio del siglo xvii.

Política, filosofía, lenguaje, si los consideramos bien, todo es semejante entre estas épocas. El tiempo en el que nace el Quijote es esta época adolecida por las guerras, la pobreza y las injusticias. La conquista del Nuevo Mundo está por empezar, masacres, epidemias, aniquilación de pueblos enteros. El mundo occidental ratifica en las Navas de Tolosa su superioridad sobre el islam, y esto significa el fin de la edad de oro de los intercambios. Después de la expulsión de los judíos y de los moros de España, el mundo occidental se encierra sobre sí mismo e inventa nuevos demonios.

Si uno abre hoy el libro de Cervantes, es esto lo que asombra: el Caballero de la Triste Figura, con su fiel compañero Sancho Panza, vaga en un país desolado, polvoriento, abandonado. Si don Quijote no fuera tan alto y flaco, solemne y alumbrado, y Sancho Panza su opuesto, tan gordo, montado en su borrico, siempre hambriento y padeciendo una sed inextinguible, el país que recorren podría tener algo de angustioso. Nos podría hacer pensar en la Inglaterra arruinada por Cromwell, tal como la describe Robert Louis Stevenson, o aun en el mundo absurdo después de la guerra que recorre el héroe irónico de Voyage au bout de la nuit de Louis Ferdinand Celine.

La fuerza de la obra de Cervantes viene de que inventa nuestro primer antihéroe, con quien podemos identificarnos, porque a la vez nos es próximo y nos aleja de nosotros mismos. La pareja que forman el Quijote y Sancho Panza es verdaderamente nuestro mejor retrato, quiero decir, el retrato del hombre moderno, en su dualidad; el uno heroico hasta lo absurdo, el otro, cobarde y prudente hasta el buen juicio. Todos los personajes de la novela moderna son hijos e hijas de esta pareja primordial, débiles, ridículos, habladores, emocionales, contradictorios, víctimas del monstruo frío de la política, de las intrigas, de las calumnias, en rebelión contra la injusticia, pero incapaces de resolverlas, en perpetua demanda de amor y de dinero, de un hogar, o simplemente de una comida.

No ha sido obra del azar que esta obra mayor de la literatura mundial haya sido escrita en español. La literatura española que se desarrolló en la época de Cervantes, probablemente más cercana a la herencia oriental —a los cuentos populares y la poesía irónica de los escritores judíos de al-Andalus como Harizi— y que traía consigo la elaboración de un realismo sistemático resultado de la voluntad emergente de oposición al opresivo idealismo platónico y al manierismo de la literatura heroica de finales de la Edad Media, fue la que permeó el Quijote, su obra maestra y su primera novela satírica.

La herencia de esta literatura es el tesoro inmenso e indivisible de toda la humanidad. El terreno donde nació es el lugar de nacimiento de todas las novelas futuras, tanto en el viejo mundo como en América. No es una sorpresa que fuese acá, en España, que empezó el arte de lo real, mezcla de visión y de crítica. En la misma época, en Inglaterra, el teatro isabelino representa una sociedad en ebullición, investigando las alcobas obscuras de los príncipes para mostrar la banal humanidad de las monarquías —germen de todas las revoluciones futuras—. Richard III enuncia la cuestión de la legitimidad de un rey nefasto, Hamlet representa su locura. Si hubiera vivido en España, Shakespeare habría podido construir sus obras terribles y cómicas sobre la locura de la reina Juana de España, quien se acostaba con un cadáver, o sobre el fin trágico de Felipe III. Pero España no tenía la fibra dramática. La novela, este teatro transportable, convenía mejor al genio de este pueblo letrado, crítico, dividido. La originalidad de España, que inspiró a toda la literatura en los dos mundos, era la capacidad de su pueblo de burlarse de sí mismo, y este considerable amor a sí mismo que cada uno pone en defender su honor y su independencia de juicio. Acerca de nosotros, el rey Alfonso XIII lo decía, afirmando —según dicen— que él reinaba sobre veintiún millones de reyes.

Es este espíritu de independencia y este sentido del honor los que inspiraron a toda la literatura moderna, particularmente en el Nuevo Mundo. ¿Qué otro significado común podíamos encontrar en la lectura de obras tan diversas como Los bandidos de Río Frío de Payno, Cien años de soledad de García Márquez (y el prototipo de esta novela de realismo llamado mágico en el extraordinario Pedro Páramo de Juan Rulfo), o en la magia del barroco en la novela de Edgardo Rodríguez Juliá, La noche oscura del Nino Avilés?

Al principio de mi presentación, me preguntaba sobre el papel del Quijote bajo los trópicos. No fue únicamente por el gusto de una evocación exótica, de mi bisabuelo leyendo al atardecer, a la luz de su lámpara de petróleo, en la sombra del pasillo cubierto que allá se llama varangue (del nombre que los marineros daban al puente inferior de las naves). Ni aun para evocar la realidad del universo cervantino, que puede ser transferido a otras latitudes, a este barrio comercial de Port Louis, que mi bisabuelo debía cruzar a pie cada mañana hasta el tribunal de la Corte Suprema: la vecindad del Gran Bazar, con la mezcla de todas las categorías humanas, pobres y ricos, ladrones y abogados, y esta clase de ciudadanos que en isla Mauricio llaman la «población general», que compone los tres cuartos de los moradores de la isla. Todo esto tenía semejanza con el mundo de don Quijote, pero hubiera podido ser también parte del decorado de la Londres de Charles Dickens o de la Nueva York de Henry Roth.

En efecto, se trata de una paradoja: el más clásico de los novelistas de España fue a la vez el más criollo, o sea el más mezclado. Esto es lo que más nos sorprende en la lectura del Quijote, no tanto el realismo, sino una visión cosmopolita y humanista, temperada por la sátira y el humor negro, de nuestra modernidad. El Quijote existe para nosotros, en nuestras ciudades y en nuestros pantanos familiares porque en isla Mauricio como en Alcalá de Henares está la cuna de nuestra vida cotidiana. El humanismo que inventa está todavía por cumplirse, como un modelo fuera de alcance, y en nuestros días, como en el tiempo trágico de la expulsión de los judíos y de los moros de España, la literatura puede ser una alarma para despertarnos.

Con esta novela total, la lengua española inventaba por primera vez el humanismo, que acompañara la conquista de América y la invención de la antropología, con espíritus tan fuertes como los misioneros Motolinía, el padre Sahagún o Mendieta, el autor de la Historia eclesiástica indiana. La novela inventa la condición humana, pero sin la gravedad aburrida de los autores de la era contemporánea. Hoy día, como en los tiempos del Quijote, ¿acaso no vivimos en un universo cerrado a la alteridad, desconfiado de todo lo que es diferente? ¿Acaso no vivimos los pogromos, las expulsiones y los naufragios, el alzamiento de murallas y cercas de alambres? En los caminos del exilio, los ricos y los dueños, tan ciegos como sus milicias, han dejado de ver el alma humana en estos otros que esperan, encerrados en campos militares, en Algeciras, en Marsella o en Ciudad Juárez. En algún lugar, bajo el amparo precario de una tienda de tela, una Ana Félix espera, envuelta en sus vestidos polvorientos, al caballero errante listo para hender las figuras odiosas de la mentira y del egoísmo. ¿Acaso no somos todos los huérfanos del Caballero de la Triste Figura y de su fiel amigo Sancho?

No debemos equivocarnos. Estamos embarcados en el mismo mundo que hace cuatrocientos años, donde reinan horribles guerras e injusticias. Como Cervantes, podemos reírnos de las declaraciones solemnes y de los discursos hipócritas de los políticos, y de la vanidad de nuestros pretendidos pensadores sujetos al conformismo y al poder. A dos pasos de nuestros grandes palacios, sobrevive un pueblo de nuevos rufianes, de vagantes clandestinos, que esperan a su libertador, el que, como decía Sancho Panza, «pueda alimentar a los que padecen sed y abrevar a los hambrientos».

La juventud del Quijote, su creador nos la transmitió en su idioma, y durará más allá de nuestra difícil época. Su verdad, su sinceridad es su fuerza vital. Así la define Cervantes mismo en el momento de escribir los últimos versos del segundo libro de las aventuras del ingenioso Hidalgo: «Para mí sola nació don Quijote, y yo para él».