Repetía las palabras, con un deleite sonriente y estático, porque para él eran las cosas mismasJavier Blasco
Catedrático de Literatura Española

Voy a contar una historia que todos ustedes conocen, pero que quizás no recuerden en la literalidad con la que salió de la pluma de Juan Ramón Jiménez; una historia que, además, rinde homenaje a otro de los grandes del siglo xx en lengua española: Darío. Comenzaré esta historia por ahí: en 1916, Juan Ramón abandona su tierra para casarse en Nueva York; en el viaje de ida recibe una noticia que le sacude en lo más profundo de su ser: la muerte de Rubén Darío. Darío que fue —así lo mantuvo el moguereño durante toda su vida— uno de sus dos maestros (el otro sería Unamuno). La noticia le llega el ocho de febrero (el nicaragüense había muerto dos días antes) y Juan Ramón la recoge en su Diario con estas palabras:

    

               Sí. Se le ha entrado
a América su ruiseñor errante
en el corazón plácido. ¡Silencio!
Sí. Se le ha entrado
a América en el pecho
su propio corazón. Ahora lo tiene,
parado en firme, para siempre,
en el definitivo
cariño de la muerte [...]

               ¡Ahora sí, musas tristes,
que va a cantar la muerte!
¡Ahora sí que va a ser la primavera
humana en su divina flor! ¡Ahora
sí que sé dónde muere el ruiseñor!

               ¡No hay que decirlo más!
                                             ¡Silencio al mirto!

El final de viaje le conduce a los brazos de su amada Zenobia, pero la imagen que de este viaje quedará indeleble en su memoria —con la evocación de Darío y su «Oda a Roosevelt» como fondo y como contraste— será la de esa Nueva York que reduce a los hombres al tamaño de las hormigas:

He tenido muchas veces en Nueva York la pesadilla de que [...] los millones de habitantes de Nueva York eran un inmenso hormiguero enloquecido, como los hormigueros auténticos, cuando se les vuelve del revés un puente de su camino, un pasillo cualquiera. Probablemente el orijen de mi pesadilla era este final comparativo, porque los habitantes de Nueva York me han parecido siempre hormigas sin alas o con alas pegadas, blancas y negras, dementes de equivocación colectiva. Cuando salía yo después de esta pesadilla, a la realidad monstruosa, no encontraba esa diferencia que suele haber entre la llamada realidad y la llamada pesadilla. Nueva York era la pesadilla real misma, la comparada de ella misma, y toda su actividad, actividad loca de una inmensa trashumancia de pesadilla oscura y asfixiante.

A diferencia de aquellas arquitecturas «sacadas de la naturaleza y compuestas con ella, de los mayas, los incas y los aztecas americanos», en «Nueva York no hay naturaleza fundamental asimilable», lo que condena al ser humano a unas inacabables líneas, «la horizontal y la vertical en ascensor no van a ninguna parte». Esta imagen le hace reflexionar a Juan Ramón sobre el sentido, la función y la razón de ser del arte (en este caso la arquitectura) y de la poesía. Y esta reflexión le conducirá a una conclusión —la adelanto ya— que justifica el trabajo del poeta (del arte, en general) por la capacidad de su palabra para humanizar la realidad que nombra.

En los minutos de que dispongo voy a intentar reivindicar la dimensión ideológicamente comprometida de Juan Ramón Jiménez, poeta a quien el destino unió y confundió (en la vida y en la muerte, en el amor y en el trabajo) con la naturaleza desbordante y con la gente delicada de esta —como mágicamente la bautizó él— «isla de la simpatía».

Todavía lo que queda de Juan Ramón, tan poco y tan mal leído (con excepciones, claro), es la imagen de un poeta puro, aislado de la vida en su torremarfilismo, indiferente para con la realidad ambiente. Nada más falso. Ya en España, el título  «Estética y ética estética» que allá por los años veinte del pasado siglo él puso a las periódicas entregas de sus aforismos, en diarios como El Sol, es revelador de lo consciente que era ya, en los felices 20, de que la estética no era el único territorio de responsabilidad del poeta, ni siquiera del poeta puro.

Luego llegó la guerra civil española y lo que el poeta vio y vivió en primera persona (tan magistralmente contado en poemas como «Tiempo») vinieron de algún modo a inclinar la balanza de su escritura del lado de la ética; vinieron a confundir su escritura con la entrega a las víctimas del odio cainita: pienso, por ejemplo, en aquellos niños huérfanos que él y Zenobia recogían de las calles y a los que daban cobijo en los pisos que esta última administraba; y pienso también en que lo detuvieron porque, a sus ojos, la barba del poeta era un signo de burguesía. Las páginas de Guerra en España dan cumplida cuenta del punto que alcanza el compromiso de la escritura juanramoniana con su tiempo y con las gentes del mundo que le rodeaba. Si desde los años de composición de Platero y yo le habían cautivado los seres raros, los locos, los borrachos, los mendigos por la dimensión estética (a veces de una sentimentalidad que se movía en el filo de la cursilería), estos mismos personajes le conmueven ahora como ejemplos humanos de un déficit ético que él condena, a veces con gruesas palabras.

Pronto España se hizo inhabitable y los Jiménez hubieron de salir con destino a América. Primero, a Nueva York y, enseguida, a la América de habla española: Puerto Rico, Cuba, Argentina, y otra vez Puerto Rico, donde vino a cumplir su aplazada cita con un destino que él, antes y según palabras suyas, había burlado por tres veces. Y la América latina transformó completamente a Juan Ramón. Su poética, que venía gravitando hasta entonces en torno a conceptos como «expresión» y «conocimiento», se transforma para convertir la escritura en manantial de «conciencia». Su palabra, en los grandes poemarios del destierro (Espacio, Romances de Coral Gables, o Dios deseado y deseante), tiene otro sonido, otra reverberación a la de los libros españoles. Pero, cuando hablo de cambio, no me refiero solo a la metamorfosis que sufre su poética. Me refiero, sobre todo, a su nueva actitud vital: él, que hasta entonces, había huido siempre de los actos públicos, comienza a dictar conferencias a lo largo de toda la costa este de los Estados Unidos y los títulos de estas conferencias son bien reveladores del cambio: El trabajo gustoso, Política poética, La razón heroica, Límites del progreso...

Extraigo, de uno de estos títulos, un fragmento que creo que pone en su lugar la exigencia ética que Juan Ramón demanda, también en el trabajo del poeta:

El hombre político me parece que es, lo repetiré siempre, el administrador de un pueblo, un administrador provisional, un albacea sucesivo, un tutor mientras que un pueblo no pueda administrarse a sí mismo; y no debe olvidar ese ciudadano, un solo momento de su vida, que lo que tiene que administrar no es sólo el pan y el agua, sino, y sobre todo, el espíritu de su pueblo; y que un buen administrador tiene que estar siempre atento al desarrollo sucesivo de lo administrado y del administrado, vivir siempre en presente, si quiere hacerles prosperar de veras; y no digo vivir en futuro, porque, acaso, el desequilibrio no lo soportaría y este vivir en futuro es la función de los poetas precursores de los políticos.

(La razón heroica)

El ejemplo más relevante del compromiso juanramoniano con la realidad del momento que le tocó vivir quizás lo representa Alerta, título con el que el poeta pensó reunir una serie de conferencias que, por encargo de la Oficina del Coordinador de Asuntos Americanos en Washington, con motivo de la guerra europea, Juan Ramón dictaría con el fin de «promover cooperación y buena voluntad» en la América hispana hacia la causa de los aliados y para «ayudar a defender los grandes ideales del espíritu, amenazados desde tan oscuros abismos» (SC, 133). El proyecto, por razones que ahora no hacen al caso, no se pudo llevar a cabo, pero los borradores y apuntes de tales conferencias quedaron en los archivos del poeta y la suerte hizo que me correspondiera a mí la fortuna de rescatarlos en una edición ya lejana de 1983, que luego ha conocido varias reediciones.

Es en estos borradores donde se hace evidente que, sin abandonar nunca la máxima exigencia estética, el centro de gravedad de su escritura se ha desplazado definitivamente hacia la ética. América —del Norte y del Sur—, su realidad, sus gentes, su geografía, le imponen al poeta una lectura completamente nueva de la realidad. Así hablaba de Neruda antes de convertir a América en su casa definitiva:

Siempre tuve a Pablo Neruda [...] por un gran poeta, un gran mal poeta, un gran poeta de la desorganización […] Posee un depósito de cuanto ha ido encontrando por su mundo, algo así como un vertedero, estercolero a ratos, donde hubiera ido a parar entre el sobrante, el desperdicio, el detrito, tal piedra, cuál flor, un metal en buen estado aún y todavía bellos. Encuentra la rosa, el diamante, el oro, pero no la palabra representativa y transmutadora; no suple el sujeto o el objeto con su palabra; traslada objeto y sujeto, no sustancia ni esencia. Sujeto y objeto están allí y no están, porque no están entendidos.

(Españoles de tres mundos)

El juicio de Juan Ramón cambia sustancialmente en sus años de América, con el descubrimiento —como confiesa en su «Carta a Pablo Neruda», Repertorio Americano (17 de enero, 1942)— de una:
«Mi larga estancia actual en las Américas me ha hecho ver de otro modo muchas cosas…, entre ellas la poesía de usted. Es evidente ahora que usted expresa con tanteo exuberante una poesía hispanoamericana general auténtica» (CP, 255).

Y en las conferencias que sobre el modernismo dictó en la Universidad de Puerto Rico, en Río Piedras, supo dejarlo muy claro:

«Pablo Neruda y Federico García Lorca han contajiado en sus tiempos respectivos más que otros, a las juventudes de lengua española» (Alerta).

Nada tiene que ver este juicio con el que, sobre los mismos poetas, Juan Ramón había expresado desde España. Y ciertamente, las Américas, del Norte y del Sur, hubieron de jugar un papel importantísimo en este cambio, como tuvieron que ver también en la modulación de su compromiso ético; un compromiso que se sustenta —y no creo que ello sea una casualidad— en los tres pilares ideológicos sobre los que se sustentaba la denuncia de Julien Benda, en La Trahison des clercs. A saber: la idea de patria; la idea de orden; y la renuncia del intelectual a la reflexión crítica.

Estos tres factores (patria, orden y renuncia a la reflexión crítica) constituyen las principales manifestaciones de la traición de los intelectuales que Benda denuncia y que según él definen el abandono de su independencia, el olvido de las ideas de lo verdadero, de lo bello o de lo bueno, en favor de un pragmatismo al servicio de los mecanismos del poder. Y el cuestionamiento de estos tres factores (patria, orden y renuncia a la reflexión crítica) constituye el hilo conductor del gradual incremento de compromiso en la voz de Juan Ramón. Permítanme examinar, aunque sea brevemente, la relevante función que cada uno de estos conceptos adquiere en la producción juanramoniana en su etapa americana:

a) Raza, clase o nación se han convertido, a partir de la tercera década del siglo xx, en conceptos fundamentales para una serie de intelectuales que han sucumbido a la traición de unos valores humanos de naturaleza universal:

Hay dos tipos muy distintos de civilización: por una parte, la civilización artística e intelectual; por otra parte, la civilización moral y política. La primera se traduce en un florecimiento de obras de arte y de creaciones del espíritu; la segunda por una legislación que ordena relaciones morales entre los hombres.

(J. Benda)

Una idea recurrente en las clases que Juan Ramón impartió sobre el modernismo (y que por cierto estaba ya también en ese Darío, maestro de Juan Ramón Jiménez, en su «Oda a Roosevelt»), como gran movimiento latinoamericano y español, es la de la literatura como fuerza disolvente de las barreras y fronteras nacionalistas. Así explica él lo que supuso el modernismo:

Por aquel tiempo, las familias pudientes hispanoamericanas viajaban mucho por Europa, Francia sobre todo. Algunas vivían casi en Francia y hasta olvidaban el español […] La política ignorante y fácil de algunos españoles, entonces en el candelero del mando, desvió de España y de su cultura española la ilusión de muchos buenos hispanoamericanos, y la guerra de Cuba removió el encono entre los poco comprensivos de los dos lados. Porque, en España, muchos éramos partidarios de la independencia cubana y protestábamos de la guerra con Cuba, con todo el fuego de nuestra sangre.

(Alerta)

Esta fractura, esencialmente política, es la que vino a restañar el modernismo, con un Rubén Darío que «amaba a España como un niño, y vino a España cargado de lo que le podía dar: poesía». Y bien que nos la dio en poemas como el saludo «Al Rey Óscar», en la «Oda a Roosevelt», en «Cyrano en España», en «La salutación del optimista». «El modernismo tuvo —concluye Juan Ramón— la virtud que no tuvo ninguna otra de unir fraternalmente en admiración y en afecto mutuos a Hispanoamérica con España». Por eso él cree, y defiende con pasión en sus conferencias, que la guerra europea, alimentada en el virus nacionalista, «no puede ser resuelta más que por un modernismo absoluto» que borre desde la cultura las fronteras. Y concluye: «Cuando pase la terrible y necesaria catástrofe ideolójica y espiritual de esta guerra, espero que el odio universal se resuelva, por la poesía, en amor universal» (Alerta). Por eso, y no por razones estéticas, admira ahora a Whitman tanto como discrepa de T. S. Eliot:

Si Eliot fuera hombre de este tiempo, el tiempo en que él muere mejor que vive, vería nuestro mundo con nuestra humanidad como una federación sucesiva, esta federación que otros vemos venir tan deprisa, que Eliot, hombre hacia atrás, vuelto de espaldas, no ve; y todo lo que él va señalando como para la decadente Inglaterra, por ejemplo suyo —suyo, entiéndase bien—, lo señalaría para el mundo… La primera contradicción de Eliot es la de patria.

b) El segundo concepto que identifica la traición de los intelectuales y su deserción del compromiso con la verdad se concreta en la idea de orden.

El autor del Timeo no hubiese reconocido demasiado su idea de orden en los actos con los que ciertas castas, al día siguiente de reivindicaciones populares que las han hecho tambalearse, restablecen el orden.

(J. Benda)

En este sentido, quiero traer a la memoria un texto de Juan Ramón en el que afirma: «No hay hermosura ordenada sino diferencia inquieta. Téngalo en cuenta el mundo, este mundo limitado y breve que puede ser inmenso gracias a los que lo vivimos». Y, en otro lugar:

A mí me gusta el defecto prosódico … No hablan igual dos países de la misma lengua, dos rejiones ni dos provincias ni dos pueblos ni dos familias ni una persona de un mismo país en todos los instantes ni aún espresando los mismos afectos, ideas o sentidos. Si hubiera dos sonrisas iguales, en el mundo o en una casa, dos miradas, una de las dos sería no ya inadmisible, sino insoportable… Antes de ir yo a la Argentina, creía que decir cabayo por caballo, así, en jeneral era artificialmente absurdo. Cuando llegué a Buenos Aires y empecé a oír que no había dos personas que dijeran cabayo de la misma manera, me pareció naturalísimo. … me pareció la gracia argentina de dios que se manifestaba en ese detalle, como en otros.

Del mismo tenor es su defensa de lo popular. «El pueblo, la naturaleza —afirma— es más eternidad que la ciudad, la civilización, la cultura. La cultura no es eterna, es eterna la intuición». Es posible que lo popular parezca no acabado; es posible que lo popular se escape del canon convencionalmente establecido por la cultura de cada momento. Pero lo popular —con su singularidad— es siempre el denominador común de los pueblos; en tanto que la cultura levanta fronteras entre las gentes, entre los pueblos.

c) En tercer lugar, la obligación del intelectual a la que no puede renunciar es la crítica, fruto del análisis y de la reflexión:

Si Marx ha desarrollado perspectivas profundas sobre el sistema patriarcal, feudal, capitalista, y el paso de uno a otro, es porque empezó por sumergirse en el interior de estas realidades, por vivirlas; pero afirmo que es sobre todo porque supo salir de ellas y aplicarles desde fuera un pensamiento raciocinante, lo que según todos se llama razón.

(J. Benda)

Juan Ramón lo escribió, si no con las mismas palabras, sí con los mismos conceptos:

Es decir, que el poeta es tan salvaje como el árbol, pero además un hombre civilizado, culto, cultivado por sí mismo que vijila a su salvaje. Y esta posibilidad de que su intelijencia pueda vijilar a su instinto ha sido también sucesiva, como la flor y el fruto y como debe ser la poesía.

«Muy fuerte en crítica, muy delicado en creación poética» era uno de sus lemas. Muy fuerte en crítica con los demás, pero sobre todo con uno mismo y con la actividad con la que cada uno justifica su existencia como individuo y como átomo social. Y, aplicada a sí mismo, poeta, su crítica tendría que ver siempre con exigir lo máximo de su palabra. Está obligado el poeta a vigilar constantemente que «la técnica lleve dentro una moralidad, moralidad en el estricto sentido intelectual de la palabra, no en el juzgado a lo divino falso». Podría ilustrar esta idea con alguno de sus irónicamente titulados «Cuentos largos de la palabra», género que también caracteriza su escritura en este costado del planeta. Pero ya me he alargado más de la cuenta y me limitaré a citar un nuevo fragmento de Límite del progreso. Después de defender su comunismo en lo material y su individualismo en lo espiritual, Juan Ramón tranquiliza a su auditorio norteamericano:

No se altere nadie por esto que digo, ni por esta palabra: comunismo, comunidad, mancomunidad, comunero, común, todo tan español, a pesar de todo o quizás como contraste. Las palabras, los nombres, tienen muchas veces un fantasma dentro que, a veces, se les mete ya de camino, como un viajero raro en un tren, y que a veces les da un negro sonido terrible. Los fantasmas son muy buenos ruidores y ruideros temibles. (Cuando yo era un muchacho sonaban en España dos nombres, «masón, krausista», que olían a demonios coronados de fuego, plomo, azufre. Luego pude ver que los krausistas no eran sino unos idealistas sentimentales, incapaces de matar un mosquito; y los masones, esta es la verdad, y ellos perdonen mi lealtad, nunca he llegado a saber lo que significan; pero me imajino, ya que usan y han desusado tanto capirote y tanta máscara inocente, que son completamente inocuos. ¿Y qué comunismo puede compararse, desde Tolstoi hasta nuestros días, de Rusia o de donde sea, al de las dictatoriales comunidades relijiosas españolas o de donde fueren?... Sólo me he llegado hasta aquí para decir que es necesario matar al fantasma de las palabras negras, metiéndose dentro de ellas y de él con su propio nombre, no dejarnos asustar por el nombre del fantasma, ver en qué queda des-nombrándolo.

Y esto es lo que Juan Ramón hizo en su prosa (más inclinada a la ética) y en su verso (equilibrador de ética y estética). Su idea de patria no se casa ni con un territorio ni con una historia entendida como un lastre, sino que apela, a la hora de manejar tal concepto, a los Españoles de tres mundos; que reivindica la diferencia frente al uniformismo, y que, en los años de su definitivo destierro, organiza la totalidad de su obra en torno al concepto de conciencia.

Hoy me he querido centrar, en mi homenaje a «El Andaluz Universal», en su compromiso intelectual, en su compromiso ético. Y alguien pensará que, al hacerlo así, me he olvidado de la dimensión estética de su poesía. Pero sucede que, al contrario de lo que sostienen muchos estudios académicos dedicados a Juan Ramón, estoy convencido de que no es posible entender con justeza el significado de la poesía juanramoniana sin recordar su compromiso ético. Y que ese tal compromiso fue el camino elegido por el de Moguer para, con el ejemplo de Darío, «ruiseñor errante» como él, meterle «a América en el pecho / su propio corazón», el corazón de su propia poesía.