Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con caracteres que conocí ser arábigos…
En esta escena que se nos antoja cotidiana, casi escrita al vuelo del oficio, el autor del Quijote nos regala una imagen de sí mismo que lo define: «Aficionado a leer»… Pero en este caso será una lectura fallida, un silencio sonoro lleno de caracteres que identifica y conoce, pero que no le permiten adentrarse en un mundo que le está llamando más allá de las fronteras gráficas:
Y puesto que aunque los conocía no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese, y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante […]. En fin, la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y, leyendo un poco en él…
Y aquí, en este mismo instante en que la lectura, ahora sí, se convierte en realidad, en que el misterio gráfico se vuelve territorio gramatical conocido y descifrado, todos estamos esperando la reacción de este lector ante las letras, ante estos papeles que habían sido condenados al silencio final de la destrucción en manos de un sedero… Por un lado, el narrador (esa voz autorial que imaginamos con los mismos rasgos de Cervantes) que mira cómo el joven intérprete comienza a leer al azar uno de las hojas del cartapacio, y, por otro, nosotros, testigos anónimos tanto de la reacción del lector como la del propio narrador… ¿Qué leerá? ¿Cómo reaccionará quien le ha puesto los cartapacios en sus manos? Y Cervantes, maestro de los tiempos y de los silencios, no nos hace esperar más:
y, leyendo un poco en él… se comenzó a reír.
¿De qué se ríe el lector?, nos preguntamos… y esta es la misma pregunta que se hace el narrador dentro de la ficción, interesado en el contenido que el lector tiene entre sus manos y que solo él ahora es capaz de descifrar:
Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele que me la dijese, y él sin dejar la risa, dijo:
—Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: «Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha».
Lectura de los márgenes que sorprende y que causa risa. Lectura fronteriza que nos lanza esperanzas de nuevas aventuras. Lectura que nos abre la puerta al descubrimiento, a una nueva vida: esas hojas destinadas a servir de envoltorio, o quizás otro oficio más infame, esconden tras el misterio de sus caracteres arábigos la continuación de la «historia de don Quijote». Una historia que, siguiendo un tópico caballeresco, había quedado en suspenso justo en el momento del combate singular entre don Quijote de la Mancha y el vizcaíno. Espadas en alto esperando el frágil instante del final de la historia. Espadas sin tiempo, sin geografía, sin vida… instante eterno en el quiebre de la lectura interrumpida por falta de texto, de letras, de caracteres.
Los papeles del Alcaná de Toledo terminan siendo la continuación tan buscada, tan necesaria de don Quijote. Pero es también la puerta por la que aparece un nuevo «actor» en la historia: el «autor original», que no es otro que Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. ¿Qué leemos entonces a partir de este momento cuando estamos leyendo el Quijote? Nada más y nada menos que la traducción que el joven morisco realiza en casa de Cervantes (o del narrador, vaya usted a saber) durante un mes y medio… Una nueva creación narrativa por más que se diga que va a ser una traducción buena, fiel:
Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente, y con mucha brevedad.
¿Qué es el Quijote si no un libro nacido de una vida de lecturas en un pequeño lugar de La Mancha, una tierra hasta este momento alejada de toda aventura? ¿Quién es don Quijote de la Mancha, sino un acto de voluntad, como acto de voluntad es la lectura que le da la vida? Yo sé quien soy había gritado el caballero herido a los cuatro vientos… Ahora ya sabemos quién es el libro que leemos: un laberinto de lecturas. Las de los lectores y escritores de ayer. Y las de los lectores y escritores de todos los tiempos… muchos de ellos a partir de las creaciones narrativas que son las traducciones.
Releo en este momento «Don Quijote». ¡Qué libro gigantesco! ¿Lo hay más hermoso?
Quien así se expresa no es otro que uno de los padres de la revolución de la novela en el siglo xix: Gustave Flaubert. Y lo hace en una carta que en febrero de 1869 envía a Louise Colet. Y no extraña que así sea, y que la exclamación se llene de admiración. El Quijote acompaña a Flaubert desde su infancia. Unos años antes, en 1852, confiesa a la misma Colet sus orígenes quijotescos («Encuentro todos mis orígenes en el libro que me sabía de memoria antes de saber leer, Don Quijote»), y el miedo que le provoca la obra cervantina:
A propósito de lecturas, no dejo de leer a Rabelais, y los domingos «Don Quijote» […]. ¡Qué libros aplastantes! Crecen a medida que uno los contempla, como las pirámides, y uno casi termina por tener miedo.
Por su parte, Heinrich Heine, en el prefacio a la traducción alemana del Quijote, publicada en Stuttgart en 1837, nos devuelve la imagen de una lectura infantil de la obra cervantina y, lo que más importa, las sensaciones de un niño ante su primera lectura, como si de un «intérprete» se tratara. Los caracteres latinos, antes un misterio indescifrable, ahora se ha convertido en puente para disfrutar de una vida de papel:
Este es el primer libro que leí en cuanto supe pronunciar corrientemente las letras. Recuerdo aún perfectamente el tiempo aquel en que me escapaba, de mañanita, de la casa paterna e iba a refugiarme en el jardín del patio para leer el Quijote, sin que nadie me molestara […].
Heine lee por primera vez y lo hace en un ejemplar del Quijote. Heine lee por primera vez, por primera vez las letras son algo más que letras, y son gritos de libertad que comparte con la naturaleza que le rodea. Lecturas infantiles que quedan grabadas en la memoria como el sabor de un helado o el cosquilleo nervioso del primer beso:
Era yo niño, e ignoraba la ironía que puso Dios en su universo, y que el gran poeta imitó en el suyo; y me sentía incapaz de no verter las más amargas lágrimas cuando el noble caballero no recogía más que ingratitud y golpes por su grandeza de alma; y como, poco hecho a la lectura, iba pronunciando cada palabra en voz alta, pájaros y árboles podían oírme. Lo mismo que yo, aquellos inocentes seres de la naturaleza nada entendían de ironía; ellos también lo tomaban todo en serio y vertían lágrimas por los sufrimientos del desventurado caballero. Por lo menos me pareció oír sollozar a un roble, y al grave surtidor sacudirse más violentamente las barbas ondulosas para gemir por la dulzura de los hombres […]. Cada vez se elevaba más y más en nuestra estimación el paladín de Dulcinea, y cada vez iba ganándose más y más mi afecto a medida que leía yo este libro maravilloso, lo cual ocurrió todos los días en aquel jardín hasta finales del otoño, en que llegué al final de la historia.
Lecturas que se comparten, aunque solo sea con la naturaleza. Lecturas que son la base de nuevas escrituras, de nuevos modos de entender la literatura, la vida. Nuevas creaciones literarias. Lecturas que se recuerdan, años después, porque siguen siendo andamios de toda una escritura. La lectura del Quijote es solo un viaje de ida. Un viaje apasionante, que nunca se olvida, que nos transforma en su recorrido, en esas palabras vertidas al viento, de esas letras que, al ser descifradas correctamente, dan la vida.
¿Pero acaso tanto Flaubert como Heine leyeron el Quijote en español, en ese español traducido de un texto en caracteres arábigos? ¿A qué nuevos territorios lingüísticos, a qué nuevas creaciones narrativas ha llegado el Quijote gracias a las traducciones?
Está bien que usted sienta la prosa de Cervantes de la misma manera que yo; eso me ha dado ánimos, ya que siempre ha sido mi ideal traducirlo a la manera de Goethe en la medida de mis posibilidades; por ello el de Bertuch no es en absoluto un Don Quijote; es un libro totalmente distinto en el que solo los sucesos son más o menos los mismos. Para lo genuinamente romántico de los cuentos, para los espléndidos versos, para las dulces representaciones del amor, no tenía ningún sentido… ¿Hasta qué punto se desconoce la verdadera grandeza de esta novela? Todavía se la considera un libro con simpáticas bufonadas.
Así se expresa Ludwig Tieck a Schlegel, en una carta que le envía el 23 de diciembre de 1797. Está terminando una de las traducciones alemanas más difundidas, más conocidas de todo el siglo xix. Una traducción que impone una nueva forma de leer el Quijote, ese libro serio, alejado de la risa con que se leyó en buena parte de este siglo.
Traducir es leer. Traducir es interpretar. Traducir es crear una particular creación narrativa, que se ha ido multiplicando en las cientos y cientos de traducciones que desde 1612 hasta nuestros días se han ido realizando a lo largo y ancho de todo el mundo. Cuando hablamos de las lecturas, de los influjos del Quijote en un cierto autor, hemos de tener claro en qué edición, en qué traducción, en qué lectura ha basado su particular lectura. Si hasta el siglo xx, cuando se impone la traducción científica y el reto de ser fiel al texto original, las traducciones eran, realmente, adaptaciones textuales de la obra original, verdaderas y novedosas creaciones narrativas, a veces, bien alejadas del texto original.
¿De dónde proceden algunas de las traducciones que conservamos y se leyeron e, incluso, seguimos leyendo? Del deseo de algunos traductores de compartir en su lengua las mismas sensaciones que los lectores tendría a la hora de leerla la lengua original. Así lo confiesa John Rutherford, uno de los mejores traductores del Quijote al inglés:
Decidí traducir el «Quijote» cuando mi hija Rosa me comentó que no comprendía por qué todo el mundo consideraba que era una novela tan estupenda ya que ella se aburría soberanamente leyéndola. Esta declaración me sorprendió mucho, pero luego resultó que ella no estaba leyendo el texto español sino la traducción entonces publicada por Penguin Books. Yo no conocía aquella traducción, leí unos cuantos capítulos y me di cuenta de que la culpa no la tenía ni Cervantes ni mi hija sino el traductor inglés, que había escrito un texto torpe y carente de toda la gracia y todo el humor de Cervantes. Pensé que había que remediar este enorme defecto.
Si el narrador cervantino en el capítulo 9 de la Primera Parte del Quijote no era capaz de «leer» los cartapacios por estar en caracteres arábigos, la lectura también puede romperse, puede convertirse en una tortura si la traducción no es realizada por la persona adecuada.
La traducción a lo largo del tiempo, la traducción hoy en día constituye uno de los capítulos de creaciones narrativas quijotescas más fascinantes. Leer el Quijote a través de los ojos de tantos lectores admiradores de la obra cervantina, de tantos ojos que en ocasiones temían que se les secara el cerebro por pasarse traduciendo las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, es un peldaño más en la escalera de su universalidad.
La traducción, esa particular modalidad de creación narrativa, más allá de la técnica, nos adentra en el corazón de la creación literaria. Desde 1612 hasta nuestros días, de la mano de don Quijote y de ese genial autor aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles.