Las críticas del QuijoteCarlos Granés
Asistente de la Cátedra Vargas Llosa

I

Don Quijote de La Mancha no se habría convertido en la piedra angular de la novela moderna de no haber sido, a la vez, una deslumbrante ficción y un eficaz aparato crítico. Sabemos que la fuerza de su ironía hirió de muerte al género caballeresco. Las etéreas aventuras de don Quijote y Sancho Panza fueron una pesada loza que cayó sobre los desvaríos caballerescos, muy populares en el siglo xvi, para sepultarlos definitivamente en la irrelevancia y el desprestigio. En ese radical corte con el pasado se intuía la fuerza de la revolución moderna. Recordemos lo que decía Octavio Paz: la edad moderna es una edad crítica, nacida de su negación. Y el Quijote, así Cervantes no se lo hubiera propuesto, fue eso: una novela que criticaba el pasado literario y el presente social, inventando nuevas estrategias narrativas y rescatando un idealismo añejo, en apariencia tan vetusto como los escudos y armaduras, que sin embargo servía para desvelar el ambiguo rostro de las verdades humanas y moldear la actitud romántica ante la vida, elementos primordiales de la modernidad.

II

Pero la novela de Cervantes no solo criticaba las ficciones de caballería, también se criticaba a sí misma. En la segunda parte del Quijote, como sabemos, los personajes han leído el primer tomo de aventuras y han forjado un criterio sobre sus virtudes y defectos. Recordemos que el bachiller Sansón Carrasco, en los capítulos ii, iii y iv de la segunda parte, enumera las críticas o «tachas» que se le han puesto a la historia de don Quijote; recordemos, también, que Cervantes aprovecha esta ocasión para ironizar sobre su propia obra y asumir ciertos fallos con humor inmejorable. Cuando Sansón Carrasco menciona la inclusión de El curioso impertinente, un relato dentro del relato, en apariencia gratuito por no guardar relación con el tronco central de la historia, Cervantes se burla de sí mismo poniendo a sus dos personajes, Sancho y don Quijote, a favor de los críticos y en contra del cronista que redactó sus hazañas. «Yo apostaré», dice Sancho, «que ha mezclado el hideperro berzas con capachos».1 No está haciendo otra cosa que culpar al autor de la obra de descuido y desorden, diatriba a la que se suma don Quijote con otros reparos. «No ha sido sabio el autor de mi historia», dice, «sino algún ignorante hablador, que a tiento y sin algún discurso se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja, el pintor de Úbeda, al cual preguntándole lo que pintaba respondió: “Lo que saliere”».2

Hideperro, ignorante y descuidado: Cervantes se puede reír de sí mismo, retratándose en las descripciones que de él hacen sus personajes, que lo caracterizan como un artista incapaz de fijar con pulso la realidad, gracias al modernísimo juego de narradores que inventa en su novela. La historia que leemos, todo el mundo lo sabe, no es la original. Fue escrita por un misterioso historiador morisco, Cide Hamete Benengeli —o Cide Hamete Berenjena, como lo llama Sancho—, pero lo que llega a nuestras manos es una versión traducida al español, o incluso los comentarios que hace un lector de dicha traducción. Ese encadenamiento de velos le permite a Cervantes convertir los errores en la trama de la primera parte en tema literario de la segunda. Hace especial hincapié en el famoso episodio del robo del rucio, que quedó irresuelto debido a los afanes previos a la impresión del manuscrito en las últimas semanas de 1604. En el capítulo iv de la segunda parte, Sancho se encarga de llenar los vacíos en torno a este suceso. Vuelve a culpar al autor del libro, dejando la sospecha de que el descuido pudo ser del editor. «No sé qué responder», responde, «sino que el historiador se engañó, o ya sería descuido del impresor».3

III

Más arriesgado en su crítica es Cervantes cuando se propone deslegitimar, como falso y mal ejecutado, la versión apócrifa del Quijote publicada por Avellaneda en 1614. En la segunda parte de la obra de Cervantes, el caballero andante y su escudero no solo se encuentran con personajes que han leído las hazañas narradas en la primera parte, también se cruzan con personajes que han leído el Quijote de Avellaneda. Ante todos ellos, don Quijote y Sancho dan pruebas convincentes de que ese historiador moderno se equivoca, y de que su relato, además de pobre, es implausible, pues muestra a un don Quijote desenamorado de Dulcinea y a un Sancho glotón, borracho y sin gracia.

El atrevimiento de Cervantes es máximo cuando, en los pasajes finales de su obra, hace participar en la trama a Álvaro Tarfe, un personaje extraído del libro de Avellaneda que asegura ser gran amigo de don Quijote y haberlo convencido de que participara en las justas de Zaragoza. Esta aparición resulta sorprendente porque demuestra una cosa: Avellaneda, después de todo, no miente. Álvaro Tarfe existe en la realidad ficticia de la novela y está convencido de haber conocido a Sancho y a don Quijote. ¿Cómo se explica esto? ¿Cómo un mismo personaje puede haber estado con dos Quijotes y dos Sanchos? Por arte de encantamiento, desde luego. En el Quijote la realidad es mudable. Así como los molinos pueden ser gigantes, algún encantador pudo haberle hecho creer a Tarfe que otro par de hombres eran el famoso caballero y su escudero. La conversación con el verdadero Quijote saca a «don Álvaro Tarfe del error en que estaba; el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes».4

Avellaneda, como Cide Hamete y los demás historiadores, no miente; nadie miente en las ficciones por una simple razón: no se muestran como tales sino como hechos fácticos duros como la roca. La conversación con Álvaro Tarfe da a entender que también Avellaneda debió haber sufrido los equívocos propios del encantamiento. En lugar de ver la realidad como es, vio, y en consecuencia escribió, las patrañas que algún encantador puso ante sus ojos. Cuando don Quijote agoniza y parece recuperar la cordura, solicita a cualquiera que llegara a toparse con Avellaneda que le pida disculpas. Él y su locura eran los culpables de que el pobre escribano hubiera puesto negro sobre blanco «tantos y tan grandes disparates».5 Si la primera parte del Quijote liquidaba las novelas de caballería, la segunda, recurriendo a las mismas armas, la ironía y el sarcasmo, liquidaba la apropiación de Avellaneda.

IV

Una de las grandes genialidades de Cervantes fue haber hecho esa inversión. Don Quijote es fiel a los hechos de la ficción, pero no a los de la vida. El fantasioso personaje asume que las peripecias de las novelas de caballería son crónicas detalladas, escritas por historiadores infalibles, mientras que cuanto acontece en la realidad puede amoldarse a los caprichos de su imaginación. Una venta es un castillo, lo sabemos, pero también puede seguir siendo solo una venta si así lo quiere don Quijote. A lo largo de la novela lo oímos interpelar a Sancho con la misma pregunta: ¿Dónde has visto o leído tú que alguna vez un caballero andante hiciera o dejara de hacer esta o aquella cosa? Lo escrito en las novelas es dogma, realidad incontrovertible; en cambio, cuando los hechos de la realidad se muestran adversos o las cosas no salen como las había planeado, saca de la chistera la más quimérica explicación: el encantador de marras ha vuelto a travestir la realidad para impedir su gloria.

La realidad en el Quijote es arcilla blanda. En la famosa anécdota de los molinos, luego de que las aspas arrojaran a caballero y caballo por los aires, y luego de que Sancho le reprochara la locura que acababa de cometer, don Quijote le responde: «Calla, amigo Sancho […], que las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza».6 Aquí, como siempre, los sentidos engañan y los hechos se vuelven camaleónicos cuando intentan explicarse. Otros factores también ablandan y hacen tornadiza la voluble realidad. Cuando don Quijote confunde los rebaños de ovejas y carneros con ejércitos a punto de trabar batalla, le explica a Sancho el motivo por el cual él no ve los gigantes ni los caballeros que alzan sus armas listos para enfrentar al enemigo. «El miedo que tienes», le dice, «te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas, porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son»7.

En el Quijote la ficción es real y la realidad es ficción. Todo lo que se narra en los libros es indubitable y todo lo que ocurre en la vida está sujeto a múltiples interpretaciones. Este es el juego que propone Cervantes; esta es la regla implícita que le da solidez estructural a la novela y hace veraz a don Quijote. Este, también, es un recurso literario que ha tenido múltiples desarrollos en el siglo xx. Leyendo La metamorfosis a la luz del Quijote, vemos que Kafka usa un truco similar. Hace pasar lo extraordinario —que Gregor Samsa se haya convertido en un insecto— como algo poco digno de preocupación, y lo cotidiano —llegar tarde al trabajo— como una catástrofe que podría trastocar la vida familiar. Lo mismo hace García Márquez en Cien años de soledad. Describe los prodigios de los gitanos como si fueran fruslerías de todos los días, y dedica a objetos cotidianos como el hielo, el imán o la lupa grandes adjetivos y la exaltación reservada a acontecimientos inimaginables.

En este procedimiento cervantino hay implícita otra crítica aún más interesante y radical que las críticas que hace a las novelas de caballería, a su propia obra y a la versión apócrifa de Avellaneda. Sin proponérselo, sin ser del todo consciente de lo que hacía, Cervantes estaba criticando la realidad y la vida. La realidad de su tiempo, desde luego, con sus valores mundanos y su picaresca, enfrentándola a fuentes morales lejanas, extraídas de la heroicidad mitológica del medievo. Y la vida. Después de Cervantes sabemos que esa existencia que transcurre a ras de tierra, sin saltos ni vuelos imaginativos, puede convertirse en un proyecto carburado por la ficción, por el idealismo, por la búsqueda de lo que no es y no existe, y en una fabulosa aventura que se escapa de toda norma y convención.

Don Quijote es el primer romántico, el primer personaje moderno que no se resigna ni se contenta con lo real. No es otra la razón por la cual, desde comienzos del siglo xix, los románticos alemanes exaltaran la obra de Cervantes. La tragedia de don Quijote consiste en querer ser algo que no es y en no aceptar ningún desmentido de la realidad. Su heroísmo, en la fidelidad que profesa a esa imagen distorsionada de sí mismo, que finalmente persuade a quienes lo rodean de que es más sensato vivir así, ilusionado y sin fuero, que atenazado por el peso de la realidad y el abatimiento. En las últimas páginas de la novela, Sancho reconoce que la mayor locura no es convertir la vida en una ficción ni ver gigantes allí donde hay molinos. La mayor locura es «dejarse morir sin más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía».8

El Quijote es una celebración de la vida. De la vida trastocada por la imaginación y convertida en una aventura personal de creación de sí mismo. Su ejemplo lo emularon todos los poetas románticos y los artistas de vanguardia que, al igual que él, se rebelaron contra la costumbre, la herencia y la tradición, y convirtieron su vida en arte. La edad moderna nos dejó, entre muchas otras, esas dos lecciones: la crítica es el primer paso de la creación, y toda creación es una crítica implícita de lo que no está incluido en ella.

Y esto se aplica tanto al arte como a la vida.

Notas

  • 1. Cervantes, Miguel de. Don Quijote de la Mancha, Edición del IV Centenario. Real Academia Española. Asociación de Academias de la Lengua. Madrid: Alfaguara, 2007, p. 571Volver
  • 2. Ibíd. p. 571.Volver
  • 3. Ibíd. p. 576.Volver
  • 4. Ibíd. p. 1092.Volver
  • 5. Ibíd. p. 1104.Volver
  • 6. Ibíd. p. 76.Volver
  • 7. Ibíd. p. 161.Volver
  • 8. Ibíd. p. 1102.Volver