En la ciudad flamenca de Amberes, se encuentra uno de los museos más especiales que conozco. Se trata del Museo Plantin-Moretus, llamado así en honor de Cristophe Plantin, quien fuera el impresor más importante de Europa y, por lo tanto, del mundo en la segunda mitad del siglo xvi.
Plantin nació en Saint-Avertin, cerca de Orleans, en 1520, y ya establecido en París como artesano encuadernador, emigró a Flandes donde fundó su propia casa de impresión y edición.
La particularidad de este museo, Patrimonio Universal de la UNESCO, es que allí se guardan las máquinas de impresión más antiguas que se conservan: dos planchas en perfecto estado listas para ponerse a trabajar, como si 400 años no hubiesen pasado. Se conservan además los talleres de tipos, los almacenes de papel, la biblioteca y, de manera especial, los archivos de contabilidad de un muy minucioso Plantin y sus sucesores, que con sus registros nos legaron un testigo único del nacimiento de la industria editorial.
Por aquellas épocas, cien años después de que Gutenberg inventara una tecnología que cambió la historia de la humanidad, el cliente principal de Plantin y las imprentas en toda Europa era la Iglesia católica. No solo biblias sino también misales, libros de salmos e himnos, como detalla la contabilidad de Plantin y Jan Moretus, su sucesor, constituían su sustento y el trabajo fundamental de dichos talleres. Eventualmente, reproducciones de clásicos: Santo Tomás, San Agustín, Platón, Aristóteles…, autores siempre contenidos en el canon vaticano, se fueron integrando en los catálogos.
Todavía podemos apreciar algunos de esos ejemplares en la maravillosa biblioteca del museo, donde se respira olor a madera y sobre todo a resistencia, y se admiran también originales de Rubens y otros célebres maestros locales.
No obstante, entre los trabajos encomendados a los talleres de Plantin y sus colegas en Francia, Italia, Alemania y España, se colaban algunos libros inéditos, originales: una creciente legión de académicos, artistas, pensadores, veía en la flamante industria la vía esperada para la transmisión de su conocimiento, creatividad e inventiva.
Es este, en medio del siglo xvi, un momento fundacional para la cultura occidental: el momento en que el libro se constituye propiamente como un medio de comunicación con la consiguiente revolución cultural que esto produjo y sigue produciendo. En los siguientes 400 años y hasta la fecha, hemos asistido al proceso de su consolidación como el mejor instrumento para la transmisión de las ideas y la creatividad humana.
Es decir, un mercado y una industria estaban naciendo.
El proceso no estuvo exento de peligros. Para algunos, la razón de que Cristophe Plantin emigrara de la rica París a una no menos próspera Amberes, se encuentra en el hecho de que algunos de sus colegas impresores tuvieron que presentarse ante la inquisición, poderosísima bajo Enrique II Valois, pagando con su vida en la hoguera la osadía de haber publicado títulos que a posteriori no resistieron el examen de los Torquemada de la época.
Insisto en que es gracias a la temeridad empresarial, a la aventura cultural e intelectual de estos editores-impresores que nace una nueva era para la transmisión del arte y el conocimiento: la industria editorial había comenzado. Y la figura del editor/impresor subsistiría hasta bien entrado el siglo xx.
Me remito entonces al mito de Prometeo, quien roba el fuego a los dioses para compartirlo con la humanidad que desde entonces alumbra con él su proceso de civilización. Prometeo pagó caro su arrojo como lo hicieron algunos de los colegas de Plantin.
No obstante, ese fuego primigenio estaba reservado solo para las élites intelectuales. Y la historia del libro no es más que la historia de la democratización de ese proceso de transmisión de ideas y explosión de la creatividad humana.
Desde hace tiempo, como los editores bien sabemos, son muchos más los libros que se escriben que aquellos que se publican y no digamos aquellos que se quedan en proyecto o boceto. ¿Habrá algún Quijote entre ellos? Cuesta creerlo, pero al fin y al cabo, imperfecto, el mercado de libro no alcanza a pesar de todo a dar espacio a todas las voces, al infinito caudal creativo de una humanidad cada vez más informada.
En los últimos años acudimos a un nuevo momento crucial del proceso. Prometeo parece haberse librado del águila que le come las vísceras cada día para hacer nuevamente de las suyas.
Es obvio que me refiero a internet y el mundo virtual, pero no quiero referirme al libro electrónico como tal. Para mí, el libro electrónico, objeto de toda clase de casándricas visiones sobre el fin de una era, no ha representado sino la confirmación del libro como algo mucho más trascendente que su formato, mucho más contenido que continente.
Quiero referirme de forma particular al creciente éxito de las plataformas de autoedición o autopublicación. Fenómeno que, como viene siendo costumbre, surge en el mundo anglosajón donde tiene su mayor repercusión, pero que va ganando cada vez más fuerza en el territorio de la Mancha.
Hemos oído hablar o quizá alguno de los presentes sea ya autor de Amazon KDP. Si bien es el más conocido, de ninguna manera es el único, pues día a día surgen nuevas iniciativas: Createspace, también de Amazon; Smashwords; Lulu, ganando mucha fuerza; Kobo Writing Life, de la empresa canadiense; Byeink, y un largo etcétera.
En España, la Casa del Libro ofrece Autopublicación Tagus y gana popularidad la plataforma Bubok.
El proceso para autopublicarse es muy simple, así lo ofrecen las aplicaciones señaladas y eventualmente es verdad. Ni consejos editoriales, ni revisiones de estilo u ortográficas, ni correcciones de pruebas, ni ISBN, ni espacios limitados en las librerías, solo la babélica «democracia» de la red para promocionarse.
Un reciente estudio de Nielsen, empresa que ofrece estadísticas de mercado, apunta que en el Reino Unido los libros autopublicados vendidos el año anterior corresponden a un 5 % del mercado total.
Estimaciones independientes calculan en un 30 % de todo el catálogo electrónico de Amazon los libros que proceden de estas plataformas: sin pasar por un editor o un consejo de publicaciones universitario o académico. Esto nos llevaría a un porcentaje de ventas similar a ese 5 % británico en los Estados Unidos.
Algunas librerías electrónicas hablan de crecimientos de cerca del 40 % en los catálogos de autoedición en español, esto en los últimos dos años.
En Brasil, la plataforma de autopublicación Clube de Autores, se jacta de sumar cerca de 100 nuevos títulos cada semana, lo cual nos llevaría a más de 5000 al año. Una cantidad equivalente toma el trabajo de décadas en una editorial tradicional, aunque claro está, los conceptos de colección, sello, coherencia editorial, pierden aquí todo su sentido.
Y según el fundador de Smashwords, el 15 % de todos los ebooks actualmente provienen de la autopublicación y su estimación es de un 50 % para el 2020, aunque ya todos sabemos lo que pasa con las estimaciones respecto al libro, que como ningún otro objeto tecnológico ha encontrado siempre la forma de sorprender.
Lo dicho, la chispa ha prendido de nuevo y una vez más la tecnología da voz y espacio a la expresión cultural de una forma sin precedentes.
No obstante, para algunos, Prometeo en esta ocasión amenaza con incendiar el pueblo.
¿Qué quiero decir? Que así como las bondades son evidentes, no lo son tanto sus peligros y, por supuesto, es muy poco popular hablar de ellos. Un libro autoeditado no está sujeto a ningún tipo de revisión ortográfica o sintáctica como ya he dicho, pero sobre todo no está sujeto a ninguna constatación de hechos o verificación de fuentes u origen de la información.
El prestigio del libro no solo se mantiene intacto sino que, desde mi punto de vista, se ha visto fortalecido en la era digital. Y abrevando de ese prestigio, la legión de nuevos títulos autopublicados llegan incansables, viajando velozmente a la nueva humanidad interconectada en la web a razón de 1 dólar la copia o incluso menos… y todos sabemos que una mentira repetida un millón de veces tiene todos los trazos de la verdad.
Hasta dónde llegará el fenómeno, no lo sabemos, pero de momento parece imparable. Hoy en día, las editoriales comerciales estamos llevando al papel algunos de los éxitos millonarios, y digo millonarios porque en esas cifras rondan las ventas de ejemplares de los éxitos de las plataformas de autoedición anglosajonas.
Una cantera de nuevos valores parece encontrarse ahora en la red más que en convocatorias de premios o talleres literarios.
Los parámetros de 400 años que han regido la dinámica entre libro, creatividad y mercado editorial cambian de forma vertiginosa.
Los editores no podemos abstraernos al fenómeno, aunque si apuntar sus riesgos y, por supuesto, insistir testarudamente en poner comas y acentos a los textos que publicamos.
Cristophe Plantin murió arruinado, como no podía ser de otra manera. Tal y como Gutenberg 120 años antes y con equivalente e invaluable legado. Su momento de mayor gloria fue cuando hacia 1568 Felipe II le encomendó la impresión de la Biblia Regia, la Biblia Políglota Complutense, edición en cuatro lenguas de las sagradas escrituras, preparada en España bajo la tutela de Arias Montano y el Cardenal Cisneros.
Cristóbal Plantino, como le llaman las crónicas hispanas de la época, imprimió 1213 ejemplares de la Biblia, pero no pudo cobrar en vida uno solo. Su majestad nunca pagó. Como tampoco pagó a sus soldados apostados en Flandes, lo cual llevó a la rebelión que prendió fuego a la ciudad, desgracia de la que la poderosa urbe a orillas del río Escalda nunca pudo levantarse, dejando de ser irremediablemente la más rica del norte de Europa.
Termino mi historia preguntándome si con la misma veneración y maravilla con la que hoy visitamos el museo Plantin-Moretus en Amberes, dentro de 50, 100 años, algún ejecutivo editorial, si tal especie aún existe, visitará en algún lugar de la costa oeste americana el museo que contenga el primer Kindle Reader o el Ipad más antiguo conservado.