Entre muchas otras cosas, mis mayores me enseñaron a dar las gracias. No seré yo quien las obvie después de haber disfrutado en los últimos cuarenta años del privilegio de haber ejercido mi vocación editora con total y absoluta libertad bajo el velo protector de la democracia. Me siento, en fin, un hombre razonablemente dichoso.
Soy un editor, aparte de vocacional, esencialmente intuitivo, pero, como tampoco creo que sea corto de luces, sé que la sola intuición vale bien poco si no va engastada en la experiencia. Nosotros somos de esos editores que todavía creemos en lo esencial, en la implicación emocional e intelectual en nuestro trabajo. Cuarenta años, insisto —no sin embargarme cierto vértigo y emoción al mencionarlo de nuevo—, de ejercicio profesional con absoluta independencia —cosa que hemos pagado cara— respecto a iglesias, partidos, modas, banderías, universidades, etcétera, y nuestra precoz vocación americanista me dan cierta perspectiva para expresar mi opinión de cómo contemplo hoy el mundo de la edición en nuestra lengua, el español, desde una y otra orilla.
Como dije el año pasado con motivo del Premio Liber, que nos otorgaron mis compañeros y colegas, si algo ha caracterizado la labor de Pre-Textos en estos años ha sido que nunca hemos editado contra nadie, al contrario, hemos intentado hacerlo a favor de todos. Eso sí: hemos aplicado siempre un criterio de excelencia lo más riguroso posible para hacer la selección. Un criterio, por cierto, como no podía ser menos, subjetivo, pero también libre de ataduras y servidumbres a tirios y troyanos. Nunca hemos sido editores acumulativos, esos que insisten en un autor mil y una veces más por criterios comerciales que literarios, sino que ante todo hemos intentado ser selectivos, tratando de dar a los lectores lo que a nuestro juicio era lo mejor de los autores que elegíamos. Con esto no quiero decir que nos hayamos creído mejor de lo que somos en realidad, lo cual hubiese resultado mezquino y detestable. Eso se lo dejamos a los cursis, que tampoco faltan en nuestra profesión. Lo ridículo surge, según Platón, solo cuando nos alejamos de la verdad. Es decir, si hemos editado contra algo, en todo caso, ha sido contra las intolerancias y contra cualquier abuso de poder fuera del signo que fuera.
Veo nuestro futuro, ante todo, con optimismo, pese a tantos obstáculos como aún debemos sortear. Entre otros, la peor de las crisis que todavía afecta a nuestro medio, y diría que a nuestra sociedad. Estamos en una difícil encrucijada que ha provocado ya muy valiosas e innecesarias pérdidas. Hemos tenido además que enfrentarnos con firmeza contra los nada desinteresados prescriptores —esos nuevos inquisidores que cada tanto afloran en suelo patrio— que sentenciaron con suma ligereza y alegría la muerte del libro en su formato papel y, en consecuencia, resolvieron que los editores literarios éramos prescindibles. Hoy día, muchas tecnologías han fracasado y mucha gente empieza a descreer de los gurús que prometieron poner a su alcance todos los medios para estar en todas partes a la vez, porque en el fondo se ha demostrado que era para que no llegáramos a ninguna.
Por fortuna, el surgimiento de un número considerable de editoriales en una y otra orilla, animadas por gente joven, a quien interesa de verdad la literatura, avala lo contrario. Y aparte nos dice que, en efecto, el paradigma está cambiando, pero a mejor. No hace falta estar muy informado para percatarse de que hoy la mayoría de editores emergentes sostienen una vocación claramente literaria. Con todo, todavía deberemos enfrentarnos en esta sociedad que viene, caracterizada por la codicia, a infinidad de retos. Entre otros, juzgo esencial desenmascararlo, el del intrusismo profesional. También el de la diversificación de los lectores, la misma que está sufriendo la propia sociedad, que tiende por imposición del guion de la globalización cada vez más a la especialización.
Determinadas empresas dedicadas al libro —editoriales, librerías, distribuidoras—, más que remar a favor del libro, parecen propiciar su defunción. Me temo que hay demasiada gente entre nosotros que en el fondo detesta una tradición, que tan magníficos resultados ha dado hasta hoy, de casi cinco siglos. ¿Cómo se entiende que haya profesionales del libro que se pasen el día despotricando de sus autores o colegas? ¿Y que no pocos autores, agentes literarios o editores pasen por alto cualquier código deontológico? Vivimos en una sociedad en la que todo vale, salvo nuestra palabra. Algo, por cierto, y lo digo por experiencia, que por el momento los jóvenes editores han evitado, y que es de agradecer y reconocer públicamente.
Nos hemos engolfado a tal extremo, que hoy la certeza en nuestro medio está bajo sospecha. Nos quejamos de que el índice de lectores baje año a año, pero no nos extraña que escritores que no pasarían la prueba del nueve hayan sido entronizados por una tropa de gacetilleros, que no críticos, que sancionan aquello que creen conocer, mas ignoran. Por no hablar de listas de ventas que sonrojan al menos avisado. Ya lo dije en otra ocasión: el nuestro es un medio en que todos mentimos para mayor honra de no sé muy bien qué. Los lectores no menguan, en todo caso se espantan ante la mediocridad reinante. La gente de la cultura hemos olvidado que tras todo lector honesto se oculta un crítico también honesto.
Nunca es fácil la supervivencia y menos cuando debemos combatir a nuestros principales enemigos entre quienes se dicen afectos a la causa del libro. En este nuevo orden, uno no se explica muchas cosas, por ejemplo: cómo se entiende que ante un público lector cada día más jibarizado hayan surgido y sigan surgiendo tantas editoriales. Tampoco se entiende por qué la crítica, en vez de dirigirse a los editores en pos de los libros que previamente ha distinguido como susceptibles de ser reseñados, prefiere que sean los propios editores quienes se remitan a ella para ofrecerles el «producto» de turno, si es ella, en verdad, la que debería decidir qué es objeto de su interés a fin de fijar jerarquías. O por qué nuestra profesión es tan plañidera y tan poco dada a activar su propia imaginación y la de los otros. O por qué, salvo honrosas excepciones, las instituciones destinan sus fondos a los menos adecuados a la cosa cultural. O por qué algunos distribuidores, libreros, editores se fosilizan día a día. Me temo que entre todos estamos matando a la niña, y lo peor es que uno no atisba en el horizonte inmediato apenas reacción.
No concibo edición sin educación. El editor o es un seductor, o no es nada. Estamos abocados a crear estados de perplejidad en los otros a fin de intentar hacerles partícipes de algo que nos fue útil. De ahí también que crea que si el editor literario no sabe apostar por valores no previamente acordados, no sirve para nada. La suya es una meticulosa labor de mediación: si algo nos singulariza es justamente la capacidad que tenemos para dar visibilidad a aquello que permanecía invisible hasta que llegó a nuestras manos. Y no hay que olvidar que toda mediación que no aporte ningún valor la sociedad se la llevará por delante. Hacer un libro, está claro, no es tan difícil como hacer una buena edición.
Hemos perdido la curiosidad por descubrir. Aunque no hubiese nada por descubrir, sería vital mantener intacta esa ilusión. Conformarse es adocenarse. Interpretar lo que se desea, lo que se necesita, es tarea ardua cuando la propia gente no sabe tampoco lo que quiere. Debemos aprender mucho, también a desaprender, a bajar a la arena y tratar de detectar cuáles son las necesidades del hombre común, no prejuiciado. Hasta que no sepamos preguntarle por su opinión de los grandes acontecimientos, cómo afectan a sus vidas, no iremos a ningún lado.
Uno no puede permanecer impasible ante las reiteradas agresiones al campo de las humanidades en nuestro país. El ascenso de los maximalismos siempre fue precedido por el desprecio por el humanismo en las universidades y, en suma, por una hostilidad creciente hacia el conocimiento. Nada puede habernos definido tanto en ese desgraciado aspecto como lo de que la letra con sangre entra. Y tampoco deberíamos pasar por alto que la memoria es el medio de lo vivido.
La última crisis del libro ha hecho aún más evidentes los problemas endémicos de nuestro medio cultural. España es un país, nos guste o no, de pocos lectores. Es verdad que de un tiempo a esta parte ha crecido el número de ellos, pero no sé si en la misma proporción en que ha crecido la población, aunque en este momento esté menguando ante la sangría de la emigración económica. Insisto: en nuestro país se lee poco y a menudo mal. Y hoy ya no caben triquiñuelas ni añagazas en el sentido de considerar las manifestaciones culturales caras y el hecho de que determinados sectores sociales no hayan tenido acceso a la cultura. Por desgracia, uno identifica hoy a analfabetos estructurales tanto entre nuestra pretendida clase dirigente, como entre nuestras clases más menesterosas. Como si la sociedad en estos últimos lustros se hubiese conformado con haberse creído rica.
Somos una sociedad que pide más de lo que da, y así no se puede seguir. Resulta muy aburrida una comunidad cuyos individuos sortean constantemente su responsabilidad ante sus propios fracasos para atribuírselos siempre a los otros. Ahora bien, a la hora de amasar éxitos nadie los comparte. Y lo peor es que tampoco nadie celebra los triunfos de los otros.
El editor siempre se queja de que no se le ayuda; el autor, de que no se le vende, de que no se le da la visibilidad requerida; el librero, de que no entra el público en sus establecimientos; el distribuidor, de que el editor no pone a su alcance los libros que venden, y mientras tanto el crítico, el pretendido prescriptor independiente, se encuentra supeditado a la voz de su amo, a la industria pura y dura. Entre todos, insisto, estamos matando a la gallina de los huevos de oro.
Solo perduran las cosas pequeñas. Hay que empezar a reivindicar lo pequeño frente a lo grande, la librería de barrio frente al puro almacén sin alma de libros en grandes superficies y frente a émulos de almacenistas con piel de libreros. Lo digo porque algunos libreros, en su lucha desesperada por la supervivencia, en vez de acomodar su negocio a los lectores han preferido emular al grande en una vana lucha por imponerse y en la que este tiene todas las de ganar.
Sin embargo, continúo siendo el optimista de hace cuarenta años y no descarto que en un futuro no muy lejano los editores literarios sigamos dando lo mejor de nosotros mismos, es decir, cuidando a autores y lectores, evitándoles leer libros innecesarios e intercambiables, a la par que cumpliendo con nuestras obligaciones de buenos ciudadanos y gente educada, es decir, contemplando el horizonte ético al que nuestra profesión obliga. Tampoco desestimo que los distribuidores cambien su horizonte y propicien junto a todos un espacio lector más proclive a la literatura que al espectáculo, que los autores escriban excelentes libros y no solo pongan sus miras en el mercado y la mayor honra de sí mismos, y que los libreros, que nos engloban a todos los antedichos, persistan en convertir sus librerías en espacios para la participación y el intercambio de información de los lectores, y quizá también que, ya que no se puede leer todo, agudicen su mirada crítica y vuelvan a ser los prescriptores libres que ansían los verdaderos lectores. Y para acabar, ojalá los medios salgan de esa suerte de provincialismo en que se encuentran sumidos y vean que más allá de Madrid y Barcelona existe vida y que hoy por hoy la mejor literatura está publicándose también en A Coruña, Sevilla, Cáceres o San Sebastián, Bogotá, Buenos Aires o México D. F., y que en dichos medios se ejerza la crítica en vez de la mera reseña, pues de todos debería ser sabido que el oficio del crítico consiste en decidir, ante cualquier situación, qué debe ser contado. Y nunca olvidemos, por favor, que nuestros enemigos están hechos de la misma pasta que nosotros. Esbocemos para terminar una sonrisa porque, como nos recordaba Bataille, la risa elimina la distancia entre el hombre y el universo.