Provecho narrativo del QuijoteFernando Aramburu
Escritor

Es habitual y hasta comprensible que quienes visitan con regularidad al ingenioso hidalgo de La Mancha armen su propio Quijote. De ahí que haya Quijotes para todos los gustos. El experto en literatura se hace el suyo. El filósofo no le queda a la zaga ni el historiador, el crítico o el filólogo, sin olvidar al amante de las letras clásicas exento de ínfulas académicas. El Quijote es, tanto como un libro (o dos), un mito hispano y una íntima presencia cultural, para algunos, entre los que me encuentro, desde edad temprana; constante pero no invariable, por cuanto uno descubre al regresar al libro pormenores y sutilezas que quizá no había advertido con anterioridad. Tampoco puede descartarse que llegue a conclusiones nuevas en cada relectura, a consecuencia tal vez de su propia maduración personal y de la extraordinaria complejidad del objeto estudiado.

No peco yo menos que otros de hacerme un Quijote a mi medida. El que yo favorezco está determinado por mi oficio de novelista. No consiste tan solo en un libro que yo lea y examine con disfrute, sino principalmente en un fruto de la inventiva humana a partir del cual, cuando me pareció conveniente, impuse una dirección a mi escritura, agregándome así a una larga cadena de interacción cuyos primeros eslabones son anteriores al libro de Cervantes. Tengo para mí que los siguientes continuarán prolongando la serie mientras haya en el mundo novelistas y lectores de novelas. Lo que para el ingenioso hidalgo significaron las novelas de caballerías significó en diversas ocasiones para mí el libro que cuenta sus andanzas: un estímulo para la creación propia.

Hubo épocas en las que, a la manera de un colibrí voraz, le extraje al Quijote todo el néctar narrativo que pude, sin rebajarme a la copia ni al plagio ni mucho menos perpetrar la suplantación de Avellaneda; antes al contrario, favoreciendo según el propio modelo de Cervantes la baza de la imaginación. Están algunas de mis novelas contadas por narradores que profesan las letras y reflexionan sobre las borrosas fronteras que separan la ficción y la realidad, así como pobladas de personajes que trataron con mayor o menor fortuna de cumplir en la vida un destino literario.

No es, pues, el que yo prefiero un Quijote ribeteado de notas al pie de página, sino uno que fomenta la creatividad y convida a un diálogo entre libros, de modo similar a como las novelas de caballerías y aun las de otro estilo y naturaleza se hallan presentes en la novela de Cervantes, no solo para servir de materia de comentario, sino como motor de las acciones del protagonista. A fin de cuentas, fueron tales libros los que llevaron a Alonso Quijano a abandonar la comodidad de su casa y a convertirse en don Quijote. O, como si dijéramos, los que lo impelieron a llevar a la práctica una experiencia literaria.

Bien mirado, ¿qué otra cosa es el ingenioso hidalgo sino una literatura andante, el vertido sobre la realidad común, donde se desarrollan y se acaban nuestras vidas, de los libros por él leídos y asimilados, con sus figuras de ficción, sus múltiples peripecias, su marco narrativo y toda la ciencia y enseñanzas que ellos le proporcionaron antes de echarse al campo a interpretar una novela? La intervención en las vicisitudes de su espacio social por parte de quien ha leído y no tiene empacho en pintar con los colores de la literatura la realidad circundante, constituye la lección mayor extraída del Quijote que yo traté de aprovechar para mis libros.

Me une a don Quijote una suerte de complicidad, puede que incluso de identificación en su locura libresca. Sin perder de vista mi modesto tamaño, nunca me resigné al realismo que lleva siglos preponderando en la literatura narrativa de mi país, aun cuando en ocasiones también lo practico. Ya de joven me fascinó la idea de introducir en la realidad compartida con mis congéneres elementos anómalos, inesperados, desconcertantes, cuestionadores de las opiniones y creencias comúnmente aceptadas.

Desde que me dedico a escribir novelas, practico durante el trabajo de creación (no siempre, pero a menudo) el hábito gozoso de dialogar con un libro relevante de las letras universales. Este diálogo constituye un impulso en la gestación de mis libros, aun cuando sus huellas textuales queden a la postre diluidas y con frecuencia apenas perceptibles en el resultado final. Se trata sin duda de un rito o, si se prefiere, de un juego que estimula la fertilidad.

Me complace que mis novelas, mientras van creciendo, se definan con relación a otra de un autor de mi estima. No siempre me mueve la identificación admirativa. En ocasiones, el vínculo establecido con la obra acompañante es de contestación a sus propuestas formales o de contenido. No se trata, por tanto, de consagrarse a una actividad mimética, lo que coartaría gravemente el libre ejercicio de la imaginación, que es en el fondo lo que uno se propone. Tampoco se trata de comentar lo hecho por otro ni de recrearlo o refutarlo. Es otra cosa. Es, simplemente, plantar un retoño literario en un suelo abonado de literatura. Y, no por nada, sino que si, como dicen, no hay escritor exento de la influencia de sus predecesores, ¿no sería lo más juicioso que uno decidiera por su cuenta cómo y cuándo y por quién desea ser influido? Del libro de compañía elegido para la ocasión acostumbro leer unas páginas antes de iniciar la sesión de trabajo. Le tomo así la medida a su personalidad verbal, a la particular vibración de su estilo, antes de echar a caminar o a tropezar con mis propios pies.

Es probable que la escritura que nace apoyándose en otra contenga vestigios de esta última en el subtexto o el intertexto o como quiera que se le llame, a veces con tan levantado relieve que los lectores no dejan de advertirlo. Hay a menudo en dicho empeño un ingrediente de homenaje a los maestros y no pocos guiños y bromas y complicidades literarias. Quienes se tomen la molestia de leer mis novelas encontrarán en ellas, más o menos camuflados, los muertos vivos de Comala, las fortunas y adversidades de Lázaro de Tormes, el rechazo de Baroja a los floripondios del estilo, la preferencia de Kafka por la expresión literal en detrimento de la metafórica, la confianza de Goethe o de Thomas Mann en la facultad del lenguaje humano para traducir la vida a palabras exactas y el gusto de Arno Schmidt por las innovaciones lingüísticas; en fin, versos de numerosos poetas y, de una manera harto explícita en ocasiones, de Cervantes, como voy a tratar de exponer a continuación.

Leí en cierta ocasión que el novelista francés Émile Zola cultivaba el hábito de redactar un resumen del argumento de cada historia que se proponía narrar, confeccionaba una lista ordenada de episodios, diseñaba su repartición en los respectivos capítulos y, cuando tenía el bosquejo suficientemente perfilado, se lanzaba a la redacción de la novela. En cuestión de unas pocas semanas alcanzaba el punto final. Yo aprendí con Cervantes que existe una forma de escribir novelas sin un esquema argumental previo, pero al mismo tiempo sin fiarlo todo a la improvisación. No en vano uno trata, sea cual sea el procedimiento adoptado y en la medida de sus posibilidades, de crear mediante palabras un universo narrativo congruente.

De este modo, los materiales novelados se engarzan uno tras otro en una línea troncal que opera como un motivo generador de episodios. Esta forma de componer novelas presenta en el Quijote una estructura binaria. Por un lado, están las escenas de convivencia de la pareja de protagonistas; por otro, su desplazamiento por tierras de España. El primer punto, como se recordará, no se cumple en la primera y breve salida del caballero andante. Es obvio que mientras él cabalgue solo no habrá novela. ¿Con quién va a hablar, discutir, intercambiar confesiones y pareceres?

Idéntica estructura de dos protagonistas que se desplazan por un país yo la puse en práctica, sin apartarme punto ni coma del modelo cervantino, en mi novela Viaje con Clara por Alemania, cuyo motivo generador de episodios está especificado en el título. Huelga decir que los protagonistas son otros que los de Cervantes; que persiguen fines distintos y protagonizan aventuras y conversaciones que poco o nada tienen que ver con las del hidalgo manchego y su fiel escudero.

Una vez que los protagonistas se han puesto en camino, los sucesos por ellos interpretados no se eslabonan de acuerdo con un orden estricto de necesidad prefijado por un esquema. Gracias a ello, el escritor dispone de un amplio margen para construir su novela mientras la escribe, aunque dicho margen no cesa de estrecharse a medida que el relato progresa, pues todo cuanto en él acontece es susceptible de generar repercusión en las páginas venideras y afectar a la evolución psicológica de los personajes.

Y así, volviendo al Quijote, el episodio de los molinos de viento, por poner un ejemplo, podría suprimirse, ser sustituido por otro o aparecer, con los debidos ajustes, más adelante sin que el edificio de la novela se viniese abajo. Si don Quijote se hubiera dirigido a las justas de Zaragoza, como pretendía en un principio, le habrían ocurrido allí aventuras distintas de las de Barcelona, quién sabe si más asombrosas y divertidas; pero, con eso y todo, el núcleo de la novela habría permanecido incólume. Esta seguiría consistiendo en el relato de los hechos, las pláticas y los razonamientos de sus dos protagonistas en el curso de sus andanzas. Y estoy tentado de creer que si Cervantes no le hubiera deparado a su ingenioso caballero la muerte en el último capítulo de la segunda parte, este habría puesto por obra, como le asegura a su escudero, una cuarta salida tras cumplir el año de reposo que le impuso el de la Blanca Luna, y quién sabe si una quinta o más hasta dar lugar a un largo serial de salidas, puesto que la novela no está conformada sobre la base de un argumento cerrado.

En ninguna de mis obras se advierte con tan claros contornos la sombra del Quijote como en Fuegos con limón, la primera novela que escribí. Mi libro cuenta las peripecias, travesuras y rencillas de un grupo de escritores incipientes, los cuales forman un grupo, de nombre La Placa, con el empeño un tanto quijotesco de llevar la imaginación surrealista a la vía pública, en una ciudad del País Vasco. El narrador de mi novela es un hombre joven atiborrado de libros, que quiso triunfar en el campo de la literatura y no lo consiguió; entonces, con intención de resarcirse, relata su fracaso. Y como parte de su venganza, decide darles la vuelta a los forros del idioma, y no se doblega a los usos lingüísticos de su entorno ni de su época, y se mofa de clásicos y modernos, e imita estilos ajenos con propósito marcadamente paródico.

No podía faltar en una novela protagonizada por locos de la literatura y con tramos argumentales paralelos a los del Quijote, como es la mía, un escrutinio de libros. El cual apenas se entendería sin tener en cuenta el que llevaron a cabo el cura y el barbero en la librería de Alonso Quijano. No está en la de mi libro el Amadís de Gaula, sino los títulos de García Márquez y Vargas Llosa; no están El Caballero Platir ni La Araucana de Ercilla, pero sí Julio Cortázar y Rubén Darío; no están, en fin, por no alargarme, Los diez libros de Fortuna de Amor ni La Diana de Montemayor, pero sí las obras de Unamuno, de César Vallejo o de William Faulkner. Al hilo de su escrutinio, el narrador nombra a Cervantes y absuelve del fuego a su Galatea. Yo me nombré igualmente en mi novela y no me absolví, sino que soy, de todos los seres reales mencionados, el único a quien el narrador de la historia pone a caer de un burro.

Asimismo introduje en Fuegos con limón el relato de una representación de títeres en recuerdo de aquella de maese Pedro que el Caballero de los Leones desbarató a golpes de espada. Y ya puestos a correr tras la sombra de Cervantes, inserté fuera del eje del relato una obra teatral, un cuento y otras cosillas. Allí están como en la primera parte del Quijote la historia de El curioso impertinente y la del Capitán cautivo, esta última un poco más integrada en la trama novelesca.

Cuatro siglos llevábamos los vizcaínos, hoy llamados vascos, doliéndonos de aquellas burlas de Miguel de Cervantes sobre nuestra manera imperfecta de emplear la lengua castellana y por el golpe quijotil de espada a dos manos que derribó a un antepasado nuestro de la mula, poniéndolo a sangrar a chorros por todos los orificios de la cara. A fin de vengarlo, yo saqué a un zopenco de Alcalá de Henares en mi novela. El tipo no se expresa con mayor propiedad que el vizcaíno del entremés cervantino. Le reservé en los campos de la literatura, en este caso de la mía, donde yo mando, segunda batalla estupenda y le devolví bien devuelto, después de cuatrocientos años, el palazo entre las cejas. Y por eso me declaro discípulo de Cervantes, aunque no de los más reverentes, cuando traigo a colación en mis libros los hechos de otros libros y ajusto cuentas literarias y quito y pongo y añado como se me antoja.

Puestos a libar néctar del Quijote, aproveché la idea del yelmo de Mambrino e inventé en un libro y luego repartí el invento en otros, un objeto de exclusiva raigambre y significación literarias, sin correlato real ninguno hasta la fecha en el mundo que nos acoge. Le puse por nombre chestoberol. Suelen llevarlo los ancianos de mis cuentos y novelas con el fin de que, si se les cae al suelo y caen ellos juntamente con el objeto y no se pueden levantar y, en fin, ya no respiran, sepan sus allegados que el portador con toda seguridad ha fallecido.

El chestoberol consiste básicamente en una esfera de metal pintada de colores. Provista de una cadena (en su defecto, de un cordel), suele llevarse sujeto a la muñeca y es, por lo demás, objeto decorativo y vistoso, sin propiedad mágica ninguna. El siguiente paso fue sacarlo de la literatura, darle forma material y presentarlo en sociedad.

Me adhiero así al empeño de don Quijote en su defensa valerosa de la ficción. De él dice su narrador que «todas las cosas que veía, con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos». Yo veo en el hidalgo manchego antes bien a un denodado defensor de la imaginación literaria; y tanto como a un defensor, a un hombre cultivado, usuario excelente de su idioma, que se esfuerza por insertar hechos literarios en la realidad gris de sus semejantes, causa esta en la cual yo modestamente lo secundo con mis chestoberoles. De los cuales digo para terminar que existen tres ejemplares, pintados los tres de colores diferentes. Y son, como diría Sancho Panza, más cervantinos que la madre que los parió, y a buen entendedor pocas palabras, y más vale pájaro en mano, etcétera.