La relación del cineasta con las palabras no es simple: los cineastas lidiamos con las palabras. En una constante búsqueda de cómo expresar lo que queremos transmitir, algunos incluso las evitamos. Pensamos qué decir, qué no decir, cómo y en qué momento decirlo esperando encontrar un equilibrio entre imagen y palabras. En el cine, generalmente, la información no debería estar dada por el texto, lo dicho no debiera anticipar la imagen. Son las acciones, los gestos, las omisiones de los personajes lo que habla de ellos; es el entorno y el contexto lo que habla de la trama. Son elementos no verbales los que narran, no necesariamente son las palabras las que explican lo que pasa ni lo que piensan los personajes. En el cine, entonces, la información se da en esa confluencia entre lo que vemos y lo que no vemos, entre lo dicho y lo no dicho. Lo central, lo esencial, está puesto en el fuera de campo: lo que queda fuera de los márgenes del cuadro, y en el subtexto: lo que no se dice.
Para lograr esto, el proceso de escribir un guion es lo primero. Un guion no se logra solo articulando un relato verbal, en el cine se trata de narrar en función de la imagen. Si el guion pudiera ser un libro, no tendría sentido convertirlo en una película. El guion no es literatura. Un guionista no puede, por ejemplo, decir: «ella desesperanzada entra a su pieza decidida a terminar esa relación». Los cineastas tenemos que encontrar la forma de narrar con acciones, con imágenes: ¿Qué hace esa mujer que nos hace pensar que está triste? ¿Qué vemos?
De ahí que el guion no es LA PELÍCULA, sino una película en potencia. Es un objeto desechable, en el sentido de que es un mapa que orienta, como un plano de arquitectura. Es un objeto que permite que un director, un sonidista, un productor, los actores, un vestuarista, directores de arte y de fotografía puedan leer ahí lo que necesitan. Cada uno de ellos se fija en distintos aspectos o elementos del texto, busca direcciones para cumplir su rol en la película.
El sonido es un elemento fundamental para el cine. Nosotros no podemos no escuchar, podemos cerrar los ojos pero no los oídos, no completamente. En esto recae el lugar y el valor del sonido en el cine. Dentro de los sonidos posibles, está el sonido del habla: una sonoridad particular que comunica mucho más que significados. En el cine se pueden explorar dimensiones de la lengua que van más allá del entendimiento, se puede comunicar y expresar con la riqueza sonora del habla.
En el cine las palabras habitan las imágenes, les dan soporte. Se pueden hacer películas solo con imágenes y sin palabras, pero no al revés: una película requiere de imágenes. Sin embargo, las palabras potencian las imágenes, aumentan su poder e impacto, aportan otra capa de lectura. Por eso, esta articulación, este tejido o entramado de imágenes y sonidos que es una película, muchas veces necesita palabras. Imagen y palabra se estructuran mutuamente: dialogan, chocan, se contradicen y se potencian enriqueciendo el lenguaje cinematográfico y las posibilidades expresivas.
Me interesa también hablar del valor de rescatar otras particularidades del habla en el cine. El habla es fundamental para establecer una superficie de realidad. El habla sitúa, da contexto, marco, verosimilitud. Permite rescatar cómo habla un niño hoy, cómo hablaba en los años 70, como habla un campesino, un colombiano, un académico, un chileno. Rescatar esa diferencia más que poner el acento en las similitudes de la lengua constituye otra riqueza dada por el habla española.
Hoy, en el cine latinoamericano, y a diferencia del cine anterior a los 80, hay una tendencia por alejarse de la neutralidad de la lengua, cuestionándola, confrontándola. Me siento parte de este esfuerzo por capturar una identidad local, grupal y personal, que se transmite al recoger la particularidad de cada hablante. Esto tiene que ver con una búsqueda de verosimilitud. La intención es capturar la forma del habla, que va más allá del contenido.
El cine tiene la posibilidad de enfrascar eso que se da en la espontaneidad de hablar, eso poco formal, menos sujeto a las leyes del lenguaje, donde hay mucho más espacio para el juego, para lo errático, para el estilo, para la equivocación. Puede rescatar el dinamismo de hablar, eso que cambia día a día en todas partes, que no tiene registro escrito, y que es fugaz. El cine permite retratar y registrar la singularidad expresiva, que se transmite en la forma en que los personajes hablan: la musicalidad, los ritmos, que transmiten una emoción y evidencian una historia y una tradición oral. Estos elementos van definiendo un personaje, le dan un marco, aportan un contexto. En cada uno de estos aspectos hay una decisión expresiva, una declaración de dirección.
De esta manera, las palabras representan la oportunidad de rescatar un relato vivo, son las portadoras de lo efímero, de lo singular, de lo que constituye identidad. El esfuerzo de armar algo verosímil tiene entonces que ver con la forma en que se articulan las palabras, esfuerzo que empieza con la escritura del guion y termina representado por actores y proyectado en la película. Esto es lo propio del cine contemporáneo latinoamericano: registrar el habla, rescatar particularidades que remiten al sitio de donde pertenecen los personajes, que sitúan al espectador en un marco de tiempo, social y cultural, asumiendo el costo de perjudicar la inteligibilidad.
Hablando ahora de mi forma personal de acercarme al cine, de hacer cine, puedo decir que me importa la búsqueda de algo vivo. Por eso no me interesan las películas que son como guiones ilustrados, tampoco la perfección. Más bien, busco capturar o documentar alguna emoción real, dejar la ventana abierta. Eso tiene que ver también con el habla, con dejarla libre, errática, más o menos entendible, quizás confusa, pero viva. Al escribir guiones y luego hacer películas, busco capturar un tiempo que se escapa, quizás con cierta ilusión de renunciar al olvido.
Los chilenos hablamos como no queriendo decir nada, evadiendo, guardándonos las palabras. Soy consciente de lo fugaces que son las formas de expresión. Esta semana, escribiendo una escena que pasa en la actualidad, de unos adolescentes skaters en una plaza de Santiago, le pregunto a mi hermana, 14 años menor, si está bien, si hay algún error, si la forma en que estoy escribiendo los retrata: «¿Tus amigos dirían “no seai barza o no seai fresco”?, ¿dirían “qué fome o qué lata”?, ¿dirían “hazla corta”?, ¿“dale, piola”?». Mientras tanto, me doy cuenta de que cumplí 30 años.
Dimensiono este dinamismo, esta velocidad con que varían las formas de la lengua al captar que solo en Santiago de Chile, en 10 años, hemos variado la forma de decir una cosa muchas veces. Esto me lleva a preguntarme por la complejidad y riqueza resultantes de esta constante variación de la lengua, de las múltiples y constantes variaciones que ocurren en todos los rincones. ¿Dónde hay registro de eso? ¿Qué dicen esas variaciones de las variaciones de la cultura?
Por eso me importa la forma en que se dice más que el contenido de lo que se dice, me importa capturar algo genuino más que contar algo bien. En este mismo sentido, me interesa cómo se filma una película más que el tema de la película, donde lo central es la visión particular de un director porque, finalmente, no hay tantas historias para contar ni tantos temas que tratar. Ya desde el guion está implicada una mirada personal, una manera de escuchar propia del que escribe. Luego para mí hay algo muy físico en el momento de filmar, algo muy orgánico que tiene que ver con una forma única de mirar y escuchar. Hacer pública esa aproximación al mundo, esa declaración, me parece que es un acto político.
Esa misma particularidad que busco retratar me hace preguntarme en qué medida un relato estructurado, la manera de escribir un guion y contar una historia tiene que ver con la forma en que cada uno ha escuchado los relatos. ¿No será que nuestras películas se están estructurando influenciadas por la forma como nos contaron las historias? Siempre me ha interesado escuchar lo que dicen otros. Fui una niña entre adultos, curiosa, escuchando conversaciones en las que la información se iba filtrando de a poco, de una manera tan equívoca como expresiva. Estas formas a veces erráticas son precisamente lo que caracteriza a cada persona y que hace de cada relato algo particular, más allá de la anécdota misma. ¿En qué medida la forma como me contaban los cuentos cuando niña tiene que ver con la forma en la que hoy escribo y estructuro mis películas?, ¿de qué manera los diálogos que escribo responden a la forma en que hablan mis cercanos? Pienso, por ejemplo, en la forma en que mi mamá cuenta historias: se salta la introducción, va manejando en silencio y de repente empieza en la mitad de un recuerdo: «¡Le dije que no fuera para allá, siempre hace lo mismo!», «¿Quién?», digo yo.
Nunca he sido buena contando anécdotas, al menos de una manera convencional, y eso se refleja también en mis películas. Reviso De jueves a domingo y Mar, los cortometrajes, y veo lo mucho que mi forma de relatar tiene que ver con lo que he vivido, con lo que he escuchado. En De jueves a domingo —una película que retrata el que puede ser un último viaje familiar, contada desde el asiento de atrás del auto—, los niños escuchan diálogos fragmentados. De estos fragmentos deben armar un relato para intentar entender lo que pasa a su alrededor; sus padres están a punto de separarse. No solo la puesta en escena, también la estructura del guion está pensada para reflejar el punto de vista de los niños. Esto hace que el espectador, por su parte, quede en una situación incómoda, también va recibiendo información incompleta, a veces confusa: hay cosas que se escuchan y no se pueden ver, cosas que se ven y no se escuchan. Así, tanto los niños de la película como el espectador quedan en un lugar similar al que yo quedaba cuando escuchaba a mi mamá contar sus historias, teniendo que armar un sentido a partir de fragmentos, llegando tarde a un relato.
Escribo guiones divagantes, que evitan la causa y el efecto, y dejan en ese vacío un espacio de construcción al espectador. Me interesa lo que está en medio de lo importante, en esa bisagra, en esos límites permeables, a veces difusos, superpuestos. Retrato tiempos y espacios indefinidos. Quizás por eso hago películas donde lo importante no son los grandes hitos, sino lo que queda entre medias. Son observaciones de situaciones cotidianas, aparentemente insignificantes, situaciones que no siempre se resuelven pero que a veces se dimensionan.
Es que mi interés está puesto en las transiciones más que en los puntos de llegada. Quizás por eso me parece tan interesante la posibilidad de capturar, enfrascar, detener, palabras, formas de hablar, expresiones, tonalidades particulares, antes de que muten y dejen de existir.