Escribo con todo el cuerpo. La página no es una superficie, sino un espacio.
Un cuerpo está inclinado ante una libreta. Espera atravesado por una tensión líquida. El hombre tiene en una mano la pluma, con la otra fija la página, obligándola a someterse a la acción de la tinta. Entre dos instantes el cuerpo se precipita, se lanza, se clava en el papel. Se mantuvo en espera, pero la inminencia de un desbordamiento hizo al cuerpo saber que era ahora. La decisión es la de un animal que emprende una persecución.
Al dibujar cada signo, la tinta brilla por una fracción de segundo sobre el papel. Es luz reflejada antes de hacerse negrura. La mano que sostiene la pluma baila con ella sobre la libreta. Innúmeras veces la punta de la pluma se levanta y vuelve al papel. La presión que ejerce nunca es la misma: a veces apenas roza, a veces penetra. La mano cose, traza una costura renglón a renglón, fundiendo tinta con papel, cuerpo con texto, mundo con palabra. Anuda; anota. Corre; fija. Lleva al cuerpo a un fuera de sí. La escritura corre fija.
La imagen verdadera de la escritura se encuentra aquí. Es un espectáculo, una performance, un arte escénico. Su fijación —el texto que se leerá mucho tiempo después— es subsidiario, una experiencia de segundo grado, una lejanía que puede evocar incompletamente la experiencia.
La imagen certera de la escritura se descubre en este momento: en la movilidad de un cuerpo, en las concreciones del papel y la tinta, en el acto puro. Sin embargo, la escritura necesitará de un consumo distante, porque a diferencia de otras artes es asincrónica: no muestra en el momento en que se realiza. Es como asistir a la actuación de una orquesta sin escuchar sonidos, como imaginar por el ruido de los desplazamientos una danza en un cuarto oscuro, como observar a un actor que repasara su papel en silencio dentro de su camerino. Cuando se hace, en el instante que la escritura es tan performativa como otras artes, esta niega la posibilidad de su consumo.
El bardo homérico, el griot africano, el cuentero de las tradiciones populares, no experimentan este límite. Desde que el texto quedó fijado por la escritura, su público solo consume lo equivalente a una grabación: transcripciones del evento lingüístico original en las que intervienen también otras manos. Los libros tendrán la tipografía, el diseño, las formas de una mercancía preparada para el mercado. Se espera que la escritura tenga la forma preestablecida del libro y la lengua habrá ejercido la función técnica de una grabadora. Esto ocurre de tal manera que hemos olvidado las dimensiones performativas e iconográficas de las letras. Prescindimos de la coexistencia con el tiempo de la escritura: su olor, su sonido, su imagen, su movimiento. Si bien el libro de papel es un objeto (suponiendo con frecuencia equivocadamente que su versión electrónica lo es menos), no existe algo menos material que este. La escritura se ha esfumado y los tipos de imprenta abolen los signos originales y palpables. Las letras de imprenta elaboran descripciones higienizadas e incompletas de un acontecimiento: el de la llegada de la escritura.
En el acto del verbo vivo, en la tradición oral en la que se vertió la experiencia literaria de la humanidad por la mayor parte de su historia, esto no ocurría. Entonces el poema o el relato podía emigrar sin transición (era otra manifestación de una cultura nómada) al teatro, la danza, las artes visuales, la música. Todo el universo podía ser su escenario. El mito relatado podía ser, por igual y en continuidad, jurisprudencia o religión, sabiduría o técnica, magia o historia, poesía y prosa. Para nosotros esto está perdido, excepto en el acto primero de la escritura. Esta circunstancia no es desdeñable porque constituye en sí misma, si se tiene conciencia de ello, un área de potencias. La consideración lúcida de los poderes y la amplitud performativa de la oralidad le permite a la escritura moderna una reformulación constante de sus límites y una independencia, al menos parcial, de la clasificación estrictamente genérica. El torrente de su cauce no estará así canalizado artificialmente desde afuera.
¿Qué es un texto escrito? Es lo que pueda acontecer en una página. La escritura no tiene por qué limitarse a renglones sucesivos. Tampoco tiene que ceñirse a la transcripción verbal de un discurso. La mente no es una máquina combinatoria de letras; lo lingüístico interpretado como una frontera no puede describirla. Hay más. El cuerpo se mueve aun cuando use un teclado. Si en su lugar emplea pigmentos, el cuerpo marca, convierte en dibujo cualquier acción, incluso la de anotar palabras. La escritura es un dibujo. Un dibujo es una escritura. Realmente no existe la escritura, esto es una abstracción, sino la concreción de una escritura-marca.
Alguien tiene una cámara. Su operador es un cuerpo. Un organismo que se desplaza, escucha, huele, observa. La cámara se esgrime, sustituye la cara, se convierte en su máscara. El lente parpadea unas centésimas de segundo. La imagen obtenida se convierte en palabras trazadas con tinta. Blanco y negro o lo hecho con una caja de colores. La fotografía deviene, si se la incluye en las páginas de un texto, en escritura. El texto rebasa su dimensión lingüística y se convierte en imagen.
La página de papel (o si se quiere la página iluminada de un aparato electrónico) es un espacio. Es decir, un lugar de acción: un ruedo, un foro, una arena de combate. No es meramente el campo dedicado al monocultivo de los géneros literarios, producto del consumo del libro y de la escolástica cultural en la era del capitalismo. Un espacio se husmea y palpa: se descubre y explora. Un espacio es una parcela del mundo y no su repetición en serie. Es siempre un original y nunca una copia, aunque después se reproduzca la página en miles de ejemplares.
El concepto que se tiene del escritor ha adquirido, más allá de sus tendencias y preferencias, una figura que acaso no le pertenezca: el escritor como novelista, como poeta, como ensayista, etcétera. El concepto y la figura pueden restringirse aún más: el autor de novelas históricas, el poeta social, el autor de microrrelatos, el académico. El autor moderno trabaja en una economía de plantación. Los dueños son ausentistas y actúan según las cotizaciones del mercado de los géneros literarios. Elaboran su producto industrialmente a partir de la artesanía de sus trabajadores. Crean figuras de escritor, nombres que se convierten en marcas y formas vendibles, mercadeables, premiables. Como en todo monocultivo, se arrasa con la tierra. Luego de unas pocas zafras, se transforma el bosque en tierra yerma.
En nuestra época esto pasa por producción cultural, y quizá lo sea en muchos casos, pero también impone un límite artificial para el escritor, para el lector y para la cultura misma. Una economía basada en el monocultivo, en el Caribe lo conocemos bien, lleva ineludiblemente al subdesarrollo. Un libro encasillado en esta política del género crea la sensación de que su propósito es mantener un nicho amenazado por ramas más poderosas de la industria del entretenimiento. Al escritor se le reduce a ser un productor de historias que ha claudicado, olvidado o, acaso nunca ha sido consciente, de las posibilidades de la página.
Separado para siempre de las hogueras de la tribu, el artista de la palabra deambula por las calles ingratas de la República de las Letras. La gran sociedad del espectáculo que lo desafía e incluye, lo tienta, sino con sus fastos, al menos con la posibilidad de una salida.
Solo parece haber un camino: el del agente, el editor y el texto apto para el emporio transnacional. La escritura pasa por la doma de la política de los géneros. Sin embargo, a pesar del gran número de publicaciones, la variedad y la riqueza de los ofrecimientos se reducen. Un puñado de formas se repiten en los libros, como en las películas, la televisión y prácticamente en todo lo demás. El nivel literario de los escritores se empobrece en la misma proporción que el de los lectores. Por esto es por lo que una robusta industria editorial puede destruir una literatura. Existen casos notorios, inmencionables en un congreso asociado con una Academia española. Estas son las consecuencias del subdesarrollo provocado por una economía literaria de plantación. Con el monocultivo permanece el hambre pero sobra el azúcar. Se desata una epidemia de diabetes y obesidad y estas enfermedades se desarrollan también en la literatura. Escritores y lectores proclives a la crisis de azúcar, el mal hormonal de los adictos a los bocados que se disuelven en la boca y en la mente, al texto de postre.
Escribo con todo el cuerpo. La página no es una superficie sino un espacio. Sobre ella se da la lucha de un escritor de fondo.
Un cuerpo se inclina sobre una libreta, pero no se somete ni a ella ni al mundo. Honra así la tradición nómada que nos viene de la noche de los tiempos. Entonces la humanidad comenzó a marcar la página del mundo y el mundo de la página. Esos hombres y mujeres trazaron signos, dibujaron animales, seres y cosas usando la sintaxis de las cavernas y las piedras. Este estar en el mundo para marcarlo sigue vivo. La era de la información no comprende lo que hace una página porque solo es capaz de hacer su resumen.
Esos hombres y mujeres marcaron el mundo-página con el carbón del que sale la tinta y el fuego. Aquí y ahora permanezco dando tinta a los signos. Pasándolos por el fuego. Soy uno de ellos, tengo el cuerpo de los signos.