Todos hemos experimentado esa sensación, mezcla de inquietud y fascinación, ante una lengua extranjera que no hablamos, sensación que se agudiza ante una que nunca habíamos oído antes. Excluidos del significado de las palabras, advertimos como nunca la potencia musical del lenguaje y a menudo no resistimos la tentación de imitar esos sonidos extraños, vagamente hostiles y oscuramente atractivos, como si apropiándonos de ellos con nuestra boca, lengua y laringe, pudiéramos acceder a otra forma de ser, a una versión desconocida de nosotros mismos. No es imposible que la poesía haya surgido de esa emulación idiomática y del deseo subsecuente de oír a nuestra propia lengua con la misma fascinación con la que escuchamos un idioma desconocido. Si esto es verdad, significaría que la poesía es inimaginable sin la conciencia de otros idiomas. Podría decirse, incluso, que la poesía es la forma como un pueblo se pone al corriente de la diversidad de lenguas que lo rodean.
Hace cuatro años publiqué un libro de poemas, en uno de los cuales se leen estos versos: «Puesto que escribo en una lengua / que aprendí, / tengo que despertar / cuando los otros duermen». Más adelante, en el mismo poema, se reitera la misma idea con otras palabras: «Escribo antes que amanezca, / cuando soy casi el único despierto / y puedo equivocarme / en una lengua que aprendí».
Mi editor me habló por teléfono para cuestionarme la pertinencia de la frase: «en una lengua que aprendí». Todas las lenguas se aprenden, me dijo, también la de uno. Quedé perplejo y por un momento pensé que tenía razón. En efecto, también la lengua materna se aprende. Sin embargo, no se aprende del mismo modo en el que se aprenden las otras. Para empezar, junto con la lengua materna se aprende el lenguaje, y ese aprendizaje espectacular, el de mayor trascendencia en la vida de un ser humano, solo ocurre una vez. ¿Y de verdad se aprende a hablar? Como en todas las facultades innatas, más que de un aprendizaje fatigoso y gradual, estamos ante una adquisición que tiene algo de mágico. Por eso, muchas madres dirán de su niño que «ya empezó a caminar», y no «está aprendiendo a caminar», o «ya habla», en lugar de «está aprendiendo a hablar», aunque el niño solo diga unas cuantas palabras. De acuerdo con la experiencia materna, «rompemos» a hablar y a caminar a partir de cierto momento de nuestro desarrollo, en lugar de aprender a hacerlo.
Escribo en una lengua que aprendí, en una lengua en la que no «rompí a hablar», y lo hice a una edad, los quince años, que a algunos les puede parecer una edad temprana y a otros tardía. A los que me han preguntado sobre mi relación con el español, les he dicho que tengo la sensación de haber tomado el último tren, agregando que el tren ya había arrancado y tuve que correr para no perderlo. Pero quizá me equivoque y el tren se marchó sin mí. Es una duda que no puedo quitarme de la cabeza. Esta frase, por ejemplo: «Es una duda que no puedo quitarme de la cabeza», me hizo vacilar al escribirla; dudé si poner «no puedo quitarme» o «no me puedo quitar», donde la exacta ubicación del pronombre «me» no responde a una cuestión gramatical, ya que en ambos casos su uso es válido, sino a la búsqueda de una identificación total con el idioma español, si es que esto significa algo.
Quiero traer aquí a colación un personaje literario que exhibe algunos de estos problemas con bastante transparencia. Se trata del conde Drácula, de acuerdo con la versión canónica que nos ha legado la novela de Bram Stoker. Como recordarán quienes han leído la novela de Stoker, en el castillo transilvánico del vampiro, el joven Harker, que ha venido expresamente de Inglaterra, se halla virtualmente prisionero, porque Drácula, que se dispone a partir hacia Inglaterra, necesita su compañía para dominar perfectamente el inglés. Por más que Harker le diga que su dominio de esa lengua es impecable, Drácula no se da por satisfecho; quiere familiarizarse con los matices más íntimos no solo del idioma, sino de las costumbres y de la mentalidad inglesas. Le dice a Harker que en Londres quiere «pasar como cualquier nativo», y lo que está diciendo con esto es que no le interesa la traducción, sino la identificación, la conversión. A su juicio, solo es posible hablar otro idioma convirtiéndose en otro individuo. Pasar de una lengua a otra exige la mutación del ser. ¿Hay más desprecio de la traducción que en esta simple premisa? El vampiro quiere aprender inglés por inspiración, no por diligente aprendizaje, puesto que la inspiración es su único método de contacto con el mundo. Chupar la sangre de otros, en efecto, es una acción de identificación absoluta, de inspiración total. Por lo tanto, rehúye de un aprendizaje progresivo y metódico y aspira a una apropiación definitiva, como una inhalación profunda. Hay que imaginarlo paladeando una y otra vez la misma frase en inglés, en busca del barro secreto del idioma, ese barro que, una vez tocado, le dará la llave para abrir el idioma completo. Lo veo dudando largamente si poner «no puedo quitarme» o «no me puedo quitar». Porque hay en él algo que lo asemeja al escritor que se ve obligado a valerse de otro idioma. Lo mismo que el vampiro, que chupa la sangre de los demás, el escritor advenedizo absorbe el nuevo idioma como un acto de conversión, desechando la traducción.
El castillo de Drácula está siempre situado en las alturas. Drácula desciende en busca de sus víctimas. Desciende en busca de sangre nativa, él, que quiere pasar como un nativo más. En el poema mío que he citado encuentro también esta extraña apetencia de descenso, y por eso me voy a permitir volver a él. Creo que los versos iniciales: «Puesto que escribo en una lengua / que aprendí, / tengo que despertar / cuando los otros duermen», son versos con los cuales posiblemente se identificaría Drácula, quien despierta cuando los otros duermen. Pero yo no pensaba en Drácula cuando escribí estos versos, quería sencillamente referirme al hecho de que acostumbro escribir muy temprano, a las cinco y media de la mañana, cuando la mayoría de la gente está todavía dormida. Esa imagen sugiere un clima de clandestinidad. Cuando nadie lo vigila, el escritor advenedizo puede equivocarse en un idioma en el cual no «rompió» a hablar, sino que tuvo que aprender. Vive en el piso más alto de su edificio, y quiere descender para mezclarse con los demás y hablar el idioma de todos: «Verso tras verso / busco la prosa de este idioma / que no es mío. / No busco su poesía, / sino bajar del piso alto / en que amanezco». El poeta advenedizo, que se siente un intruso, afirma casi a manera de disculpa que él, con sus versos, no pretende hacer poesía, sino, verso a verso, descender del piso alto en que amanece todos los días. Busca la prosa del nuevo idioma porque quiere ser un nativo más. Si lo hace a través de versos es porque solo a golpe de versos puede uno descender de verdad. Así, el poeta advenedizo busca la prosa del nuevo idioma, pero hace poesía al buscarla. Solo la poesía del nuevo idioma logra liberar al escritor advenedizo de su sujeción al idioma materno. Solo ella, con su acento extraño, con su toque de fascinación extranjera, lo hace sentirse en su casa, libre del temor de no expresarse correctamente. Más adelante, el poema dice así: «Oigo el ruido de la bomba / que sube el agua a los tinacos / y mientras sube el agua / y el edificio se humedece, / desconecto el otro idioma / que en el sueño / entró en mis sueños». En el edificio donde yo vivía teníamos bastantes problemas de abastecimiento de agua y se oía con frecuencia la expresión «conectar» o «desconectar» la bomba. Al conectar la bomba, el agua se eleva hasta los tinacos de la azotea y desde ahí puede abastecer a los departamentos. En mi poema, lo que sube hasta los tinacos no es el agua sino la lengua, la lengua de todos los días, el idioma que da vida a la ciudad y al edificio, tan o más precioso que el agua. Al conectar la bomba del idioma para escribir a las cinco de la mañana, hay que desconectar el otro, el materno, que se infiltró de noche en los sueños del escritor advenedizo. Por lo tanto, todas las mañanas, al despertar, hay que vencer la tentación de regresar al viejo idioma materno, y para ello hay que escribir temprano, cuando todo el mundo duerme y uno puede lavarse de las adherencias que durante la noche el idioma materno depositó en la conciencia. Esta asociación entre el idioma y el agua está dada en el poema por dos versos: «como quien recoge agua / de los muros», que se encuentra casi al comienzo, y «como quien / recoge idioma de los muros», que se encuentra casi al final. ¿Por qué los muros? Supongo que porque el agua viaja por los muros a través de la tubería, impulsada por la bomba en un movimiento ascendente que luego se torna descendente cuando los inquilinos la reclaman, abriendo los grifos de sus departamentos. Pero, en rigor, yo nunca imaginé el agua dentro de ninguna tubería, sino escurriéndose por los muros exteriores del edificio, como un líquido que se hubiera desbordado de los tinacos de la azotea y ahora estuviera humedeciendo el edifico con un suave derramamiento a flor de piel, o a flor de muro. Y esa imagen de feliz excedente, de agua que moja la piedra mientras amanece, tiene, ahora que lo pienso, una tonalidad vagamente morisca, o árabe, y prepara el final del poema, que dice así: «y mientras el agua sube, / desciendo verso a verso como quien / recoge idioma de los muros / y llego tan abajo a veces, / tan hermoso, / que puedo permitirme, / como un lujo, algún recuerdo».
Voy a terminar. Mi universo verbal anterior a mi aprendizaje del español estuvo constituido por el italiano, mi lengua materna, atravesada por un sinfín de palabras árabes y francesas, siendo el francés la lingua franca que empleaban los extranjeros en Egipto y en mi natal Alejandría. No estoy muy seguro de qué significa la asociación entre lujo y recuerdo, con la cual se cierra el poema. Tal vez quise expresar la idea de que una vez que se ha descendido de verdad, abandonando el propio idioma materno por uno nuevo; una vez que se ha conquistado, en lo que cabe, una nueva lengua, uno puede permitirse el lujo de recordar, es decir, de volver con sus nuevas palabras a ese pasado en el que fue criado con otras palabras. Puede recordar sin culpa, ahora que el trueque idiomático se ha llevado a cabo. A través del adjetivo «hermoso» se expresa la reconciliación con el propio ser que otorga la hechura de un poema escrito en la nueva lengua. Cada poema como un hermoso descenso. Es como si cada poema logrado en el idioma de adopción limpiara el ducto de la memoria, la tubería por la que circula el pasado. Este último deja de pertenecer a una lengua en particular y se vuelve simple vida vivida, realidad presente. Es el lujo de recordar, pues todo recuerdo es un lujo. Mientras un idioma sube, otro desciende; mientras la bomba impulsa el agua por los tubos, otra agua baja por los muros y los humedece. El zumbar de la bomba de mi poema es quizá el suave barullo de los idiomas que se mezclan cuando Alejandría despierta. Cada idioma tiene su circuito, convive con los otros y no intenta dominarlos. En contra de Drácula, que no cree en la traducción, porque no cree en la contigüidad de idiomas diferentes; en contra de la visión fundamentalista de que todo debe remitirse a la sangre, a lo que es espeso, oscuro e intraducible, surge el agua del multilingüismo, que moja desde temprano los muros de los edificios. Es el bombeo que pone en marcha a la ciudad, el primer ruido del día, cuando los idiomas maternos se saludan unos a otros.