Ir hacia lo que no se tuvo. De la poesía como necesidadOlvido García-Valdés
Poeta

La poesía, como el ser, se dice de muchos modos. Por ceñirnos al ámbito de la lengua, llamamos con el mismo nombre, poesía, las jarchas o el romance del conde Arnaldos, las Soledades —o Primero sueño—, Cantos de vida y esperanza y Diario de un poeta recién casado, por citar obras memorables. Pero como ocurrió en todas las artes, desde comienzos del siglo pasado los límites de lo que se llama poesía se diluyeron ya por completo. Son desde luego poesía los antipoemas de Nicanor Parra y los textos escritos por Lorenzo García Vega, Blanca Varela, Juan L. Ortiz, María Victoria Atencia o José-Miguel Ullán; cada uno, cada una ha puesto en juego la poesía haciéndola o negándola a su modo. Y lo mismo que en el terreno de las artes plásticas hablamos de escultura expandida, se puede hablar de poesía expandida según los adjetivos que se le aplican, las diversas maneras de concebirla: así, analizamos libros de poesía conceptual, asistimos a recitales de poesía sonora, a performances en que voz y texto recuperan un viejo poder encantatorio, o leemos largas entrevistas con un poeta laureado por el MOMA, que es defensor a ultranza de la poesía como escritura no-creativa. En fin, teniendo en cuenta que un pronombre, mientras no se contextualiza, es una caja vacía en la que cualquier cosa cabe, ya lo decía el poeta: poesía eres tú.

Y yo, ¿cómo lo veo? Oscuro y claro a la vez: la variedad de posibilidades, que internet ha potenciado exponencialmente, podría hacer pensar que en poesía —como en las demás prácticas artísticas hoy— todo vale, cuando a poca capacidad receptiva y analítica que se tenga es evidente que no, y que además no todo vale lo mismo.

En cuanto a mí, soy nominalista, conozco la poesía en los poemas (en las palabras, en el texto), aunque intuyo el vértigo de aquella poesía supraverbo que nombraba Lezama al evocar la figura de un último Juan Ramón aquí cerca: «(...) Después que se fue de Cuba la desazón lo corroía. Un grupo de mis amigos fueron a verlo a un hospital puertorriqueño. Lo encontraron en una silla de extensión frente a una pared de cal. La desolación de las postrimerías adquiría un relieve dantesco. Mis amigos respetuosos de las proporciones asumidas por ese silencio frente a la cal, se fueron sin verlo. Su vida se había transfigurado, adquiriendo esa calidad casi intocable que es la poesía supraverbo».1 De modo que sí, la poesía aparece, aparece —en un poema o en otro lugar— en la percepción de alguien; no hay poesía sin sujeto (como no hay mundo sin sujeto, aunque haya mundo y esté ahí).

¿Y la lengua? Una lengua es inmensa y compleja; es a la vez muchas lenguas. Pero la lengua de un poeta, de una poeta es, en cambio, muy reducida. En los grandes —pongamos, Juan de la Cruz, César Vallejo— esa reducida lengua propia alcanza, como sabemos, el lugar más alto de la lengua común, un lugar al que todos podemos acudir para reencontrarnos como hablantes, como lectores. Y me parece que si la poesía logra esa altura y despierta ese sentimiento de pertenencia es en proporción a la profundidad de una raíz que sentimos propia. A esa raíz yo la llamo desdicha.

Sí, tal vez hay un punto de vista esencial o constitutivo en cada poeta, que subyace a todo lo demás, y que quizá sigue siendo el modo de mirar y de escuchar el mundo que tenía a los siete u ocho años. Ese modo de escuchar y de mirar tiene su luz y su extrañeza, un interior en la casa —una cocina, aromas y colores, quizá diminutos animales, alguna fobia—. Mira a los otros —¿la madre, el padre?—, escucha cómo se hablan. Salvo porque todo ello es atmosférico y parece inagotable, tiene algo de emblema donde ha cuajado la vida. Cuando un poeta habla de su poesía, tendría que hablar de ese lugar; aunque acaso no, porque precisamente todo eso está implícito en su escritura y sus poemas, en su peculiar modo de acercarse a las cosas; y sus lectores, quizá no muy conscientemente, lo conocen.

Estar atento a cómo se hablan, pero estar atento también a cómo hablan. Evocar retrospectivamente, por ejemplo, dos mujeres: la de habla impostada, casi la falsedad hecha habla; y, no obstante, algo social, origen de esa impostación, la hacía amable, porque con sus aptitudes —conversar, entrar y salir— ella hacía la vida más grata y atractiva que el otro modelo, el de una casi ausencia de habla —decir lo menos posible—, mujer sumida en una suerte de tristeza absoluta que impregnaba la vida. En contraposición con ellas, el habla de la madre era real y, al mismo tiempo y cada vez más, extrañamente incongruente, con errores y lapsus producto de contaminación fonética y asociación libre a partes iguales. Pero real, pegada a la tierra, y dramática; todo en ella y en su modo de hablar tenía —blanco y negro— una definición dramática. Había en aquella vida rural, en aquel pueblo y aquella época —años 50 en España, aún dura posguerra— una falta de bienestar y sutileza, de elasticidad y cuidado, de amabilidad y gusto que teñía de dramatismo lo que la convivencia habría podido tener de placentero o apacible, lo que mucha gente asocia con la vida en los pueblos. Algo que desde luego yo no conocí.

Me refiero a esta clase de raíz que la poesía tiene en la vida, extrañando la vida, y de la que no se puede prescindir. La poesía es tal vez el modo en el que quien escribe habla consigo mismo, como el sueño es un hablar consigo mismo de quien sueña. Y, al decir esto, me doy cuenta de cuánto tiene de impersonal, de autónomo o sobrevenido el sueño y, a la vez, de cuán estrictamente personal resulta, y me parece que así ocurre también en la poesía; estrictamente singular y, a un tiempo, autónoma, sobrevenida, impersonal. Un habla necesaria e interna, una plegaria a un dios que no hay.

Es raro, pero hasta hace pocos años no pensé que mi relación con la lengua era de profunda inseguridad. Ante la natural fluidez y la destreza comunicativa que caracterizan la persuasión de la elocuencia —esa lengua sonora que se oye a sí misma—, cuando a mí me toca hablar, siempre he querido meterme debajo de una mesa, desaparecer. De dónde pudiera venir esta inseguridad a veces enfermiza, no lo sé. Tal vez de mi cualidad de mala estudiante en la adolescencia —aquellas abstrusas clases de gramática de mis once, doce años—; y, sin embargo, la sintaxis ha sido una de mis pasiones de adulta y la enseñanza de la gramática uno de los pilares de mi vida profesional como profesora.

Pero quizá la inseguridad viniera de antes, de mi niñez en el pueblo, Santianes de Pravia, una aldea donde —como en todas las de mi tierra— se hablaba una de las infinitas variedades del bable o asturiano; una lengua, como otras peninsulares entonces —el gallego, por ejemplo—, con cierto complejo de inferioridad: hablar bable era hablar mal; y el castellano, por tanto, ese dechado lingüístico, era, para mi miseria, algo que parecía inalcanzable. Y acaso a lo largo de la vida perseguimos solo eso inalcanzable —lengua, hermosura, amor, bondad—, lo que por definición nunca ha de pertenecernos. Y desde ahí escribimos, desde ahí buscamos ese lugar movedizo o inestable que es un modo de pensar y hablar con nosotros mismos. Absoluta fe, pues, y gran desconfianza. Alguien dijo que la poesía es el don más extraño, un arte anormal, que consiste en trabajar contra el instrumento de trabajo, la palabra. Sí, una lengua reducida, en contacto con las materias, por la que pasa la percepción, sensaciones y emociones, lo concreto. Y que para que esto ocurra ha de andarse con cuidado, mirar de reojo, defenderse de la gran lengua —esa lengua que habla bien— para que no venga a engullirla.

Ir hacia lo que no se tuvo. El título mismo que le di a este escrito me planteaba algún reparo (los mismos que tuve al titular ciertos libros —Y todos estábamos vivos, por ejemplo—). ¿Ir hacia lo que no se tuvo?, me preguntó con extrañeza Rosa Chacel —y su duda era, en realidad, una respuesta, su respuesta— cuando yo le planteaba: «¿Pero no se puede sentir dibujado en el fondo de uno mismo el perfil de lo que falta, como necesidad, como lo que no se tuvo, e ir hacia ello?»; ocurría al comienzo de una larga conversación, publicada en aquella revista maravillosa, Un ángel más, a finales de los años 80.

Y en efecto, durante muchos años la poesía, junto a la filosofía y el arte, era para mí el espacio de lo deseado, un espacio al que no pertenecía, y me parecía que nunca podría pertenecer, aunque era también lo único que de verdad me interesaba o que encontraba con sentido por sí mismo. La escritura, la poesía, por otra parte, no era separable de la vida (y había ahí una dimensión política), es decir, de la verdadera vida, de la que, por definición, nunca es la nuestra.

Y, desde luego, «ser un artista significa fracasar, como nadie más se atreve a fracasar» —anotaba Samuel Beckett, refiriéndose y quizá citando a Bram van Velde. Porque a mi modo de ver, el poema desea el mundo, siente una irrazonable necesidad de acceder al mundo, y a la vez sé que solo tenemos la lengua (que como digo apenas tengo), no tenemos el mundo; pero también sé que la lengua sin el mundo no es nada y en tal conocimiento y tensión va trabajando el poema. Acaso por una conciencia muy aguda de esta necesidad, de esta tensión e imposibilidad, escribo poesía.

Mi poesía es de la aspereza y lo fragmentario, pero es asimismo tomada a veces por la hermosura, el asombro de la naturaleza —los campos y su verde neutro bajo las nubes—, un repentino aparecer, con su destello, de lo rutinario de lo vivo, nuevo de pronto. La poesía es una vía, trabajosa o repentina. Lo que más querría: cierta ligereza —o alegría— como punto de vista (quien la alcanza tiene la bondad en los ojos).

Mi último libro, aparecido en 2012, se titula Lo solo del animal. Y es cierto que los animales fueron teniendo cada vez mayor presencia en mí, como si llenaran el ojo de otra manera. Pero no es una cuestión temática. No se trataba de escribir sobre animales, sino de una atención especial que propician. El animal, me parece, es el que viene como es: el rebaño de ovejas, el carbonero en la acacia, el gato atento a una hormiga. La mía no es una mirada ecológica, ni de complacencia naíf en una supuesta pureza. Se trata del título, Lo solo del animal, y la desdicha; y se situaría en ese lugar no verbal que también caracteriza a las personas (la desdicha es no verbal —¿y ahí radica, me pregunto ahora, aquella poesía supraverbo de Lezama?—), y donde encontramos el punto de fraternidad con los animales. Una soledad animal que, sin embargo, llega a la conciencia. Diría que eso está en la raíz de la sensibilidad (como la desdicha), que es raíz de la afectividad y de la conciencia: el pensamiento es afectivo. Se trata de la fragilidad de la vida y también de la tenacidad de la vida. Y, en verdad, el afuera (los animales, el campo, los árboles —eso que alguna vez he llamado el jardín—) es dentro; o, mejor, lo dentro está afuera. Lo solo del animal tiene la luz del campo y está en el alma. Y porque la escritura es libre y puede dar cuenta de todo, alcanza una forma desarticulada y elástica para la desdicha, ajena y elástica, y se cohesiona por absorción, como los agujeros negros.

Creo en el autismo del poema. Conozco lo que se ha hecho y se va haciendo en poesía —aquello que importa—, en qué fechas, qué ha supuesto; y sabidas estas cosas, soy partidaria del autismo. El poeta, la poeta es una cabeza negadora. Escribe con esa pequeña lengua suya, según se va pudiendo, con lo que la vida, pero sobre todo, con lo que la muerte enseña. Y ninguna transcendencia. Con el material de la lengua y la intransitividad de la escritura —ese autismo—. Con el deseo, sin embargo, de salvar el espacio del poema; que dé cabida a la escucha y la piedad. ¿Qué piedad sería? No la compasión. Una que no se rija por la compasión y los apegos, las adherencias afectivas del yo. Acaso sea solo escucha; y un meditar, como aquel viejo dicho: enfrenta la vida como si ya estuvieras muerto.

Notas

  • «Asedio a Lezama Lima», entrevista de Ciro Bianchi Ross a José Lezama Lima. El signo del gorrión, núm. 21, 1993, p. 45.Volver