Las lenguas y la creatividad cultural en España Carme Riera
Miembro de la Real Academia Española

Quiero dar las gracias más efusivas a la Real Academia Española y al Instituto Cervantes por haber contado conmigo para formar parte de este panel, en compañía de tan estupendos colegas y amigos, y, por descontado, quiero agradecer también del modo más cordial la hospitalidad que nos brinda la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española.

Estoy encantada de estar en San Juan porque siento por Puerto Rico algo más que simpatía. Siento por su isla un profundo afecto, generado, quizá, puesto que soy mallorquina, isleña como ustedes, por los lazos que las corrientes migratorias establecieron entre Mallorca y Puerto Rico.

Durante el siglo xix y principios del xx muchos mallorquines emigraron a Puerto Rico. Todavía hoy algunos apellidos Rosselló, Arbona, Mayol, Vicens hablan de esos ascendientes mallorquines.

No deja de ser curiosa la preferencia de los baleares por escoger como destino de emigración un territorio insular en vez de continental. En el caso de los mallorquines las islas elegidas fueron Puerto Rico y Cuba.

Tal vez pesa en el inconsciente colectivo de los isleños el hecho de que esos espacios de tierra abrazados por el mar, que les provee de líquidas fronteras, eran ámbitos paradisíacos por muy pobres que fueran, como sucedía con la Mallorca de mis ancestros y, al tener que abandonarlos, buscaban con ahínco otro espacio semejante en el que poder establecerse con el deseo de encontrar en él, aunque no fueran conscientes de ello, todo lo que Ulises encontró en la Esqueria de los feacios: clima agradable, tierra fértil, isleños acogedores y mejores posibilidades de subsistencia. Tal paraíso fue para muchos mallorquines Puerto Rico.

Perdonen ustedes la digresión que, pese a serlo, he considerado necesaria para justificar que mis palabras de agradecimiento y felicidad por estar entre ustedes no son una mera cortesía.

Y ahora sí entro en la materia de este panel, «El diálogo de las lenguas y la creatividad cultural en España», para discrepar, de entrada, un poco de su enunciado ya que las lenguas no dialogan. Quienes dialogan son los hablantes, aunque quizá —a la manera del famoso libro de Juan de Valdés, El diálogo de la lengua, que no es otra cosa que un diálogo sobre la lengua castellana, una conversación entre diversos personajes, Marcio, el propio Valdés, Coriolano y Pacheco— se entienda que debemos tratar también acerca de «Las lenguas y la creatividad cultural en España».

Nuestra Constitución, votada, por cierto, masivamente por los catalanes en 1978, hoy tan amenazada de cambios, probablemente necesarios para la convivencia nacional, asegura en el artículo tercero del Título Preliminar lo siguiente:

El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla.

Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos.

La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección.

La Constitución Española del 78 es la segunda en reconocer, la primera fue la republicana de 1931, que el castellano es la lengua oficial del Estado, aunque concede a su vez la misma categoría oficial a las otras lenguas de los diferentes espacios autonómicos, en tanto en cuanto sus respectivos Estatutos de Autonomía lo consideren dándose el caso de que el eusquera será cooficial en el País Vasco, el gallego en Galicia, el catalán en Cataluña y las Islas Baleares, al igual que con el nombre de valenciano en aquella comunidad.

La Constitución de 1978, aprobada en un momento dulce para la convivencia de todos los españoles, un momento ilusionante como ha habido pocos en nuestra historia colectiva, deja claro que hay espacio para la convivencia de las lenguas en distintos territorios. Quienes redactaron la Constitución, pero también quienes la aprobaron, la inmensa mayoría de ciudadanos de mi país, tenían claro, y yo lo sigo teniendo, que las lenguas eran y son un patrimonio de todos y que un estado es más rico cuantas más lenguas tenga, cuantas más lenguas considere propias. Ese espíritu culturalmente abierto y tolerante lo recoge también, como no podía ser de otro modo llevando el nombre de quien lo lleva, el Instituto Cervantes, que no solo se ocupa de la enseñanza del español, sino también de la de las otras lenguas españolas.

«Escolta, Espanya, la veu d’un fill que et parla en llengua no castellana», escribió en 1898 en un poema glorioso Joan Maragall, el abuelo del alcalde barcelonés de las Olimpiadas, después presidente de la Generalitat. El poeta Maragall se sentía hijo de España, eso es español, pese a que su lengua no era la castellana, mayoritaria, sino otra periférica, considerada por entonces tan solo regional con lo que eso significaba de minusvaloración frente a la lengua oficial del Estado. Esa era la opinión no solo de la mayoría de políticos del congreso de los diputados, sino también de autoridades académicas del prestigio de don Ramón Menéndez Pidal para quien el catalán debía quedar relegado frente al castellano, tal como argumenta en 1902 en un artículo publicado en El Imparcial,1 con el título de «Cataluña bilingüe», en el que, haciéndose eco del mensaje de los catalanistas a la Corona (1898), considera:

El Estado, lejos de buscar la muerte del catalán, debe promover su estudio, aunque no el estudio empírico y elemental de la escuela, que es innecesario y no se puede sumar con el precioso de la lengua nacional, sino el estudio más profundo y científico de la Universidad.2

En las antípodas de las opiniones de don Ramón sobre la lengua catalana pueden situarse, en cambio, las de Menéndez Pelayo. Tal vez el hecho de que hubiera estudiado en Barcelona, a donde llegó en 1871 porque su padre trataba así de evitar que sufriera la nefasta —a su juicio— influencia de los profesores krausistas que dominaban el claustro universitario madrileño, resultó decisivo para despertar su interés por la lengua y la literatura catalana. El propio don Marcelino consideraba, y lo expresó en catalán ante la reina María Cristina, «que debía a Catalunya una part molt important de la meva educació literaria». Probablemente gracias a sus maestros catalanes, Milà i Fontanals, Llorens i Barba y Rubió i Ors, llegara a la conclusión de que la literatura catalana era tan española como la que se escribía en castellano, y consideraba igualmente suyos a Ramon Llull y a Fray Luis de León, como hacía su maestro Rubió i Ors.3 Don Marcelino aseguraba que ambos eran un patrimonio de todos los españoles y que debían estudiarse y enseñarse por igual.

Es una verdadera lástima que ese criterio no prime hoy, que los puentes culturales tendidos por Menéndez Pelayo hayan quedado cortados, que prime una actitud diferente a la que plantea una visión plural, una visión que nos permita observar que es la nuestra una nación de naciones y que esa es, precisamente, una de sus mayores riquezas.

Menéndez Pelayo hablaba catalán, no en la intimidad como aseguró el presidente Aznar, sino en público, y en catalán escribió el discurso que, como presidente del Jocs Florals de 1888, leyó en Barcelona ante la reina María Cristina, al que he hecho referencia hace un momento. Su ideología conservadora, su rechazo del catalanismo político —abominaba de Almirall— no le impedían degustar con placer las otras literaturas españolas y defender la necesidad de su enseñanza, como consta en el programa que, para la cátedra de Historia de la Literatura Española que ganó a los veintidós años, tuvo que redactar. Si su ejemplo hubiera triunfado, otro gallo nos hubiera cantado y nos seguiría cantando ahora. Don Marcelino, a quien profeso gran simpatía porque siempre defendió nuestra literatura y la estudió con una visión plural —baste asomarse a su Horacio en España—, en un discurso sobre Ramon Llull, pronunciado en Palma de Mallorca en 1884, llegó a asegurar que la lengua de Llull es una:

Lengua ciertamente grandiosa y magnífica puesto que no le bastó servir de instrumento a los más ingenuos y pintorescos cronistas de la Edad Media ni dar carne y vestidura al pensamiento espiritualista de aquel metafísico del amor que tanto escudriñó en las soledades del alma, ni le bastó siquiera dar leyes al mar y convertir a Barcelona en otra Rodas, sino que tuvo otra gloria mayor, la de haber sido entre todas las lenguas vulgares que sirvió para la especulación filosófica. Tenemos en España esta doble gloria de que ninguno de los romances neolatinos puede disputarnos. En castellano hablaron por primera vez las matemáticas y la astronomía por boca de Alfonso el Sabio. En catalán habló por primera vez la filosofía por boca de Ramón Llull.4

Ha sido una pena que la visión de don Marcelino no triunfara. Si hay que buscar las causas y las culpas, las repartiría a medias. Los catalanes también han contribuido a la falta de sintonía, es más, algunos, como diversos conspicuos políticos de los partidos nacionalistas, léase Convergencia i Unió, han hecho todo lo posible para que aquello de «cuanto peor, mejor» funcionara. En vez de fomentar el entendimiento, optaron por la discrepancia. Nunca, en casi cuarenta años de mayoría en el Parlament de Catalunya, intentaron, por ejemplo, crear una sola cátedra de catalán en otro territorio peninsular. Simplemente, no les interesó, lo sé muy bien porque, como patrona del Institut Ramon Llull, lo solicité en diversas ocasiones.

Y añadiré de pasada que siento infinito que el Ayuntamiento de Barcelona aceptara cambiar el nombre de la calle que se le había dedicado a Menéndez Pelayo en el barrio de Gracia, por la de Torrent de l’Olla [«Torrente de la olla»]. Qué mal gusto, ¿verdad?

Se da el caso curioso de que, durante el franquismo, pensábamos que al llegar la democracia, las lenguas y las culturas periféricas encontrarían entre sí y con la lengua común española un mejor cauce de entendimiento. El régimen opresivo que sufrimos nos hizo más solidarios, dialogantes y responsables que el democrático que vino después. El dictador, de quien, por otro lado, no supimos y hasta quizá no quisimos verdaderamente librarnos y se murió de viejo, al negarnos las libertades nos proporcionaba la posibilidad de sentirnos disidentes, comprometidos y esperanzados en que, por fin, «iban a dar nuestra hora» que sería la hora de todos, castellanos, catalanes, gallegos y vascos.

La larga noche franquista, fría y tenebrosa, trajo, como compensación a sus horrores, la posibilidad de soñar un espacio solidario entre los confines de la piel de toro —la Sefarad de Espriu—, pero acabada la nit se acabó también el sueño. La realidad fue otra. El entendimiento de igual a igual, a través de la palabra, entre las distintas nacionalidades del Estado, especialmente cuando resulta que al menos un 45 % de los españoles viven en zonas donde el castellano convive con la lengua autonómica, no pareció interesar a los responsables políticos, pese a ser un mandato constitucional, ni tampoco a quienes han tenido en sus manos el cuarto poder.

En el congreso de Segovia de 1993, al que tanto Luis García Montero como yo asistimos —uno de tantos encuentros estupendos, como los de Verines, auspiciados por el director del Cervantes y director honorario de la Real Academia Española, Víctor García de la Concha, que fueron fundamentales para el conocimiento mutuo—, alertaba Pedro Laín del peligro de que en el futuro los catalanes no sintiéramos como nuestro a Cervantes. Sin embargo, pasaba por alto que pocos castellanos, con excepciones magníficas, como la de don Marcelino, han tenido como suyos a Llull o a Rosalía de Castro. Con el agravante de que pronto tampoco Cervantes significará gran cosa para nadie. Desafortunadamente el retroceso de la literatura es un hecho en el mundo entero.

Entre la aldea global y el apartheid solo los equipos de fútbol serán portadores de valores eternos. Menos mal que el Barça es más que un club. Me alegro por los culés, así se llama en Cataluña a sus seguidores. Fiel a mis orígenes, yo soy del Mallorca.

Notas

  • 1. El Imparcial, año xxxvi, número 12825, 15 de diciembre de 1902.Volver
  • 2. Naturalmente el artículo sentó mal en Cataluña y fue contestado por Massó i Torrens desde las páginas de La Veu de Catalunya (año xiii, número 1422, 6 de enero de 1903) y ambos se enzarzaron en una polémica en la que no puedo entrar ahora, pero que documenté en otro lugar a propósito de la recepción catalana del tricentésimo aniversario de la edición de El Quijote. Vid. El Quijote desde el nacionalismo catalán, Destino, Barcelona, 2005.Volver
  • 3. Rubió todos los años dedicaba a estos dos grandes amores suyos unas clases legendarias, según cuentan, apasionadas y pletóricas de emoción no siempre contenida, ya que al parecer el doctor Rubió lloraba y suspiraba mientras leía los textos de sus bienamados. (Vid. Joaquim Molas, Relaciones de las culturas castellana y catalana, Ed. Generalitat de Cataluña, Encuentros de Intelectuales, Departament de Presidència, Barcelona, 1983, página 104).Volver
  • 4. Discurso leído por don Marcelino Menéndez y Pelayo en el Instituto de las Baleares, el día primero de mayo de este año de 1884, Imprenta de la Biblioteca Popular, Palma de Mallorca, 1884, página 14. Reproducido en La ciencia española, Apéndices III, página 375. Biblioteca Virtual Menéndez Pelayo.Volver