La búsqueda de un «español global»Francisco Moreno Fernández
Instituto Cervantes en la Universidad de Harvard - Universidad de Alcalá

En homenaje a Umberto Eco

En busca de una lengua universal

En 1993, Umberto Eco publicaba La búsqueda de la lengua perfecta, en la que recorría las motivaciones que habían llevado a los europeos a perseguir una lengua única y universal, destinada a cubrir las necesidades consideradas en cada época como imperiosas o relevantes. Así, Ramón Llull buscaba una lengua filosófica, válida para las tres religiones del Libro. En el Renacimiento, tras el cisma luterano, se procuraba la concordia religiosa y política en Europa. Ya en el xix, Lucian Delormel propuso una lengua universal para dar a conocer todas las conquistas del Siglo de las Luces, a la vez que Joseph de Maimieux redactó una «pasigrafía» o ‘arte de escribir para todos’ que buscaba la más fácil comunicación entre Europa y África, tanto para la evangelización como para la simplificación de las operaciones diplomáticas y militares. Y, en tiempos más modernos, ha surgido incluso el deseo de hallar una lengua para la comunicación intergaláctica.

En el ámbito anglosajón de los siglos xviii y xix, el deseo de una lengua única, universal y perfecta obedeció más bien a razones pragmáticas. Tal interés se fundamentó, por un lado, en una voluntad de comunicar los descubrimientos científicos de la época y, por otro, en la necesidad de facilitar el contacto entre navegantes y comerciantes. No es casualidad que en esa misma etapa se defendiera la preeminencia de la lengua inglesa, frente al alemán, por ejemplo, como la más perfecta de todas. El galés Rowland Jones afirmaba en su libro The Circles of Gomer (Londres, 1771), refiriéndose al inglés, que «ninguna otra lengua puede aproximarse más a la lengua universal ni a una natural precisión y correspondencia con las ideas y las cosas». Y tampoco fue casualidad que en la portada de The Universal Character (1657), de Cave Beck, se representara a un puritano británico entregando documentos que explicaban su propuesta de lenguaje universal a un hindú, a un indígena americano y a otro africano, todos alrededor de una mesa de estilo occidental. Era la época en que se fraguó el imperialismo europeo, para el que la educación, la conquista y el progreso se consideraban «the White Man's Burden», la carga que resignadamente debía sobrellevar el hombre blanco, como cantaba el poema de Rudyard Kipling.

Curiosamente, en esos mismos siglos de ansia por hallar una lengua universal, no faltaron las voces contrarias al propósito. Una de las más significadas fue la de Joseph Marie Degérando, autor de Des Signes et de l'Art de penser considérés dans leurs rapports mutuels (1799-1800), donde se afirmaba que los viajeros, los científicos y los comerciantes —supuestamente los que tienen más necesidad de un idioma universal— son una minoría, porque la mayoría de los ciudadanos viven perfectamente expresándose en su propia lengua. Así como el viajero está interesado en entender a los oriundos de otros lugares, estos no tienen necesidad de entender al viajero, quien además puede favorecerse de la ventaja de poder esconder sus intenciones en relación con el pueblo que visita.

Las lenguas globales

Como vemos, la argumentación de estos autores podría ser tildada, como mínimo, de peregrina, pero, como veremos, no está tan lejos del pensamiento actual. Basta con hacer el ejercicio de sustituir «lengua universal» por «lengua global», de observar el lugar que ocupa la lengua inglesa en las comunicaciones internacionales y de reflexionar sobre el tipo de relaciones comerciales que los países más desarrollados, en gran parte anglohablantes, establecen con los territorios menos desarrollados del mundo. Probablemente, para muchos el inglés es la «lengua perfecta» anhelada desde hace siglos, pero la realidad no es tan simple. Asimismo, las afirmaciones contrarias a las lenguas universales recuerdan alguno de los argumentos habituales entre los llamados antisistema o globalifóbicos.

Una vez mostrado que el interés por las lenguas internacionales no es asunto del último siglo, sino que viene de lejos y con algunos rasgos no tan ajenos al presente, mi propósito es hacer una mínima reflexión sobre el concepto de «lengua global» en relación con las lenguas inglesa y española. La caracterización del inglés como «lengua global» se ha universalizado en las últimas décadas hasta el punto de ser asunto tratado monográficamente en libros tan conocidos como English as a Global Language (1997), de David Crystal, o How English Became the Global Language (2013), de David Northrup. En ellos se presenta la universalización del inglés como un proceso benigno, derivado del entramado mundial de relaciones comerciales y, en todo caso, consecuencia de un imperialismo moderado tanto del Reino Unido, como, después, de los Estados Unidos.

Por su parte, la caracterización de «global» para la lengua española no goza de una aceptación tan amplia, pero tampoco faltan propuestas en las que se apunta en este sentido: Mar-Molinero usa repetidamente la denominación «español global» en sus trabajos (2007; 2010) y el diario El País, de España, se presenta en español como «El periódico global», aunque contiene ediciones en inglés y portugués. Incluso se han publicado obras dedicadas a un español globalizado, como se desprende del título del libro Language Ideologies and the Globalization of «Standard» Spanish (2012), de Darren Paffey. Esta situación de partida, bien conocida por otra parte, nos hace plantearnos algunas preguntas básicas que quisiéramos responder de forma breve y clara. ¿Qué es una lengua global? ¿Es realmente el inglés una lengua global? ¿Puede ser considerado el español una lengua global?

Para no provocar intriga alguna, me apresuro a explicitar mi premisa mayor, que no es otra que la siguiente: en la historia de la humanidad nunca ha existido una lengua global y resultará difícil que llegue a haberla. Esto supone afirmar que el inglés no es una lengua global y, por supuesto, que tampoco lo es el español. El hilo de mi razonamiento ha de comenzar, lógicamente, con una pregunta de investigación elemental: ¿qué es una lengua global?

En las caracterizaciones propuestas en diferentes medios, a menudo se comentan rasgos como los siguientes para aplicar a una lengua el adjetivo de «global»: disponer de una gran comunidad nativa; servir de vehículo de comunicación a realidades etnoculturales diferentes; utilizarse para la comunicación internacional en el ámbito del comercio y las finanzas; servir para las relaciones internacionales; ser utilizada en medios de comunicación de gran alcance; manejarse para la comunicación científica y tecnológica (Ianni 2000: 209-210). A estos atributos suelen añadirse otros, como la oficialidad en diversos países, el disponer de una estandarización o el de ofrecer una destacada producción literaria. Todos estos rasgos, por lo general, se descubren en el inglés, cuando no se establecen a partir de la misma realidad del inglés. De esta lengua también se ha apuntado la facilidad con que se adquiere, según literatos tan ilustres como Fernando Pessoa o George Steiner. Pero, dejando a un lado la impropiedad casi mitológica de distinguir entre lenguas fáciles y lenguas difíciles —no olvidemos que Pessoa, portugués, creció en Sudáfrica y que Steiner, francés, vivió en los Estados Unidos desde los 10 años—, las características que se han presentado como propias de una lengua global también pueden identificarse en muchas de las lenguas llamadas internacionales, como el francés, el español o el ruso.

Ahora bien, una «lengua internacional» no es lo mismo que una «lengua global». En nuestra opinión, las lenguas globales deberían caracterizarse con referencia a los factores que implican «globalización». Como no es el momento de revisar las múltiples definiciones de «globalización» lanzadas en la bibliografía contemporánea (Steger 2009), recurriremos a una sola propuesta, razonablemente abarcadora y aplicable a cuestiones lingüísticas y culturales. Se trata de la propuesta de Thomas Eriksen (2007), quien distingue siete factores definidores de la globalización, que pueden proyectarse sobre el concepto de «lengua global». Los factores son:

  1. deslocalización
  2. estandarización
  3. interconectividad
  4. movilidad
  5. mezcla
  6. vulnerabilidad
  7. relocalización

Según estos criterios, una lengua global no estaría necesariamente anclada a un territorio; sería objeto de una estandarización derivada de acuerdos internacionales; facilitaría la conexión de múltiples agentes por canales y medios diversos; se vería implicada en desplazamientos humanos debidos a migraciones, placer o negocios; experimentaría mezclas en su forma y en sus usos; resultaría más vulnerable a procesos de cambios externos; y admitiría también su interpretación como instrumento de identidad local o regional. En principio, todas estas características pueden apreciarse en el inglés, de igual forma que el uso del español también refleja la incidencia de estos factores, con diferencias de grado en un caso y en otro. Lo que ocurre es que también podrían encontrarse en otras lenguas.

La infructuosa búsqueda de la lengua global

Las razones que sustentan la inexistencia de lenguas globales pueden tomarse de diferentes ámbitos del conocimiento: la historia, la biología, la sociología, la psicología, la sociolingüística. Algunas pueden explicitarse en forma genérica; otras se esgrimen específicamente a propósito de la lengua inglesa en la era contemporánea. La historia de la humanidad nos dice que nunca ha existido una lengua global: no lo fue el sumerio ni el arameo ni el sánscrito ni el griego ni el latín (Ostler 2005). De todas ellas, pudieran ser el griego y sobre todo el latín las que más cumplidamente reunirían las cualidades antes expuestas, pero proponerlas como lenguas globales propiamente dichas sería, como mínimo, pecar de eurocentrismo. Obviamente, las condiciones materiales del mundo antiguo hacían imposible la configuración de una auténtica lengua global. Esas condiciones comenzaron a cambiar drásticamente desde el siglo xvi y, sin embargo, aún estamos en busca de la lengua perfecta, de la lengua global.

El peso de la historia se ve reforzado por otro hecho que aparentemente nada tiene que ver con ella, pero que no la contradice: la esencia variada y variable de la naturaleza humana. La sociobiología, propuesta por Edward Wilson en los años setenta, aunque de largo recorrido, vendría a sustentar la idea de que la diversidad se halla en la esencia misma del ser y del comportamiento humanos, y que puede explicarse en términos genéticos y darwinianos. La adaptación a entornos concretos, incluidos sus elementos socioculturales, condiciona la evolución de la humanidad en general y de sus manifestaciones en particular, entre las que las lenguas no son las de menor importancia. Podría decirse que existe una tendencia innata en el ser humano a lo diverso que lo lleva a favorecer o preferir la variedad, las soluciones alternativa a las uniformes, preferencia que viene condicionada por cada entorno específico y que entronca directamente con otros conceptos fundamentales, como el de «identidad» e «idiosincrasia».

En lo que se refiere al mundo contemporáneo, la sociología del lenguaje, por su parte, viene constatando dos hechos que frenan la consolidación de una sola lengua global. Por un lado, la experiencia social demuestra que las imposiciones idiomáticas no funcionan en el largo plazo, salvo que concurran factores no impositivos que completen el desplazamiento de los grupos lingüísticos débiles por parte de otros más fuertes. La imposición sociopolítica de la lengua rusa en los países de la Europa oriental sirvió temporalmente para una comunicación transnacional entre los países del bloque comunista, pero, una vez deshecho el bloque, el sentimiento de aversión hacia el ruso por parte de las nuevas repúblicas, junto a la identificación de cada territorio con su lengua histórica, llevó al abandono o al desplazamiento del ruso en muchos ámbitos de la vida social y a la generación de conflictos políticos que frecuentemente se reflejan en las lenguas (Busch 2010). Esta situación se observa en las repúblicas bálticas, como en su momento ocurrió en la antigua Yugoslavia. A propósito de la lengua inglesa, se está constatando la aversión hacia su aprendizaje en distintos niveles educativos por el simple hecho de ser una imposición cuyos supuestos beneficios se perciben muy lejanos desde la perspectiva de los estudiantes. Por eso en la bibliografía pedagógica abundan títulos relativos a la motivación para el aprendizaje del inglés (Hussin 2001). Y, por otro lado, la universalización de las tecnologías de la información y la comunicación, así como el progresivo aumento de los desplazamientos entre diferentes regiones del mundo, está dejando a numerosas lenguas un espacio que podría parecer reservado de antemano al inglés. Por eso Ulrich Ammon afirma (2010: 120) que resulta razonable que diferentes lenguas acaben adquiriendo o manteniendo funciones globales.

En lo que se refiere específicamente al inglés, la concreción de la geografía nos dice que abarca un territorio que no vas más allá de un 30 % de la superficie de la Tierra (Tamarón 1995), por lo que, aun siendo la de mayor extensión, no puede decirse que su dominio geográfico sea global. Tampoco la población nativa anglohablante puede calificarse de global, ya que desde 2009 se sitúa por debajo de la población de chino y de español. Por otro lado, algunos autores han fundamentado su carácter global en otros hechos, como su uso casi exclusivo en la navegación aeronáutica y marítima o su masiva presencia en las redes sociales y en internet. Y efectivamente todos esos campos revelan una preeminencia de la lengua inglesa, pero también muestran cómo su peso relativo se va reduciendo en beneficio de otras lenguas de supuesto menor alcance, como el español, en el panorama internacional, o el chino, el japonés y el indonesio, en sus respectivas áreas de influencia. Los actores idiomáticos en las redes informáticas están aumentando su presencia en detrimento del peso absoluto del inglés y de su supuesta globalidad. Como contraargumento de todo ello es justo referirse al alto nivel de conocimiento del inglés como lengua segunda y extranjera, con cifras que podrían alcanzar los 1.000 millones de usuarios, y a su predominio en el ámbito de las publicaciones internacionales, sobre todo en las dedicadas a la ciencia y la tecnología. Es en ello en lo que se fundamentan quienes lo denominan «lengua global».

Ocurre, además, que la realidad idiomática del inglés no es tan vigorosa ni homogénea como a menudo se supone. En lo que se refiere a la gran comunidad de hablantes de inglés con competencia limitada —limitada por ser segunda o tercera lengua o por haberse aprendido en contextos alejados de las comunidades nativas—, los hechos revelan que la globalidad no es tal desde el momento en que se trata de una lengua que solo dominan de modo suficiente para la comunicación las élites económicas, tecnológicas y científicas. Cuando se habla del empleo del inglés para el fenómeno denominado «turismo global» (Jaworsky y Thurlow 2010), no se tiene en cuenta que la mayor parte de ese turismo también pertenece a las élites mencionadas. La buscada globalidad tampoco se halla por completo en la política, salvo para ciertos procesos de dimensión internacional, dado que la política suele practicarse de modo muy contextualizado, lo que implica el manejo de las lenguas locales, pero no de una lengua ajena, por muy franca y global que sea. Numerosos políticos suelen surgir de ambientes locales por lo que su dominio del inglés es, cuando menos, irregular.

Asimismo, el amplio uso de un inglés adquirido como lengua segunda o extranjera está dando lugar a la formación de una nueva variedad lingüística conocida con el nombre de «World Standard Spoken English», aunque curiosamente la responsabilidad del desarrollo de ese nuevo inglés está recayendo sobre los no nativos, no sobre los nativos. Explica Salikoko Mufwene (2010: 46) que los nativos anglohablantes mantienen sus variedades con arrogancia y que suelen considerar el «inglés mundial hablado» como un conjunto de desviaciones. Esas actitudes solo se quiebran cuando, al vivir en otros países, los nativos comprueban que sus hijos han de acomodarse al inglés de los no nativos para ser entendidos. El inglés, por la propia dinámica sociogeográfica de la lengua, tiende a «indigenizarse», a hibridarse o, como antes decíamos, a la mezcla y la relocalización, según David Graddol anticipó en 1997. Se trata de un gran proceso simplificador, dialectalizador o, si se quiere contraglobalizador, cuyas consecuencias ya presentan denominaciones específicas, como Chinglish, Japanglish, Konglish, Spanglish, o genéricas, como Engrish o Globish (McCrumb 2010), al tiempo que ya es común hablar de las «lenguas inglesas» (Englishes) (Kachru 2001; Pennycook 2007; Kirkpatrick 2010). En estas condiciones, da la sensación de que, cuanto más se extiende el inglés, menos se parecen al inglés las secuelas de su expansión. Muchos de estos resultados lingüísticos son mezclas inopinadas, sorprendentes, que bien podrían interpretarse desde un modelo de estructura rizomática o, como hace la sociolingüística actual, desde el concepto de «superdiversidad» (Bloomaert 2010). Otra vía alternativa sería la generalización de un inglés básico (Basic English), pero apenas serviría para satisfacer algunas necesidades comunicativas elementales. La conclusión de Mufwene al respecto es clara y concisa: el inglés global es una utopía.

Globalización y lengua española

En mayo de 2009, Juan Luis Cebrián afirmaba en la sede central del Instituto Cervantes que «el español es lengua global» (aunque no lenguaje de globalización) y esta misma idea de la globalidad de la lengua se ha expuesto en un sinfín de declaraciones y publicaciones: en 2010, el propio Instituto Cervantes publicó un volumen titulado El español, lengua global. La economía; en 2016, el diario El País hablaba del español como una lengua global que se adapta a las redes (20/01/2016). En otros casos se ha preferido caracterizar el español como «lengua universal» (Rodríguez-Ponga 1998) y en incontables ocasiones como «lengua internacional» (Moreno Fernández y Otero 2007; Bravo 2008). Más allá de las definiciones que se den para cada uno de estos marbetes, lo cierto es que la lengua española, en lo que a su conocimiento, uso, estudio y prestigio se refiere, ofrece argumentos sólidos para recibirlos. El español presenta un nivel de estandarización muy desarrollado y bien implantado universalmente, beneficiado por una política lingüística académica que, sin obviar el pluricentrismo del uso culto, fortalece la coherencia de los criterios normativos (Garrido 2010). Además, presenta una comunidad de hablantes amplia y vital, en dinámica de crecimiento y cohesión, gran usuaria de las redes sociales y de internet, y gran consumidora de medios de comunicación social en español. Su protagonismo como segunda lengua de hecho en los Estados Unidos no hace más que augurar buenas perspectivas para su presencia internacional y su prestigio, a corto y medio plazo.

El español, además, ofrece un perfil con rasgos que benefician su globalización. Por un lado, es una lengua que opera de abajo arriba en cuanto a su difusión internacional en la enseñanza, en los medios o en las organizaciones internacionales (Bravo 2008). Mar-Molinero, no siempre acertada en sus interpretaciones sobre la realidad internacional del español, ha afirmado, esta vez con tino, que el español opera globalmente como lengua anónima, como lengua auténtica y arraigada (2010: 172-173). Su oferta en las escuelas internacionales es interpretada como una oportunidad y una opción, más que como una imposición. En cuanto a la deslocalización y la relocalización, es interesante resaltar su significación como alternativa identitaria de grupos minoritarios en entornos de conflicto lingüístico, como puedan ser los hispanos en los Estados Unidos, los guineanos en el África francófona, los bereberes en el Magreb o los filipinos en un Sudeste asiático, dominado por el chino, el japonés y el inglés. Por otro lado, los países hispanohablante, no solo España, persisten en la promoción de la lengua o, si se quiere, del paquete cultural de la «latinidad», como seña de identidad y también como medio para contrarrestar la extensión del inglés como lengua general (Ammon 2010: 120).

Ahora bien, no es menos cierto que la consideración del español como lengua global, aun prescindiendo de la argumentación interdisciplinar contraria ya presentada, encontraría obstáculos difíciles de salvar. En primer lugar, se trata de una lengua cuasi-ausente en todo un hemisferio, el oriental, aunque allí también se estén dando procesos de crecimiento del español. En segundo lugar, se trata de una lengua asociada más a la cultura que a los negocios, lo que dificulta su expansión como lengua franca. Esto tiene que ver con la realidad económica y comercial de las comunidades hispanohablantes y no tanto con su lengua, pero esta también sufre las consecuencias. El carácter decisivo que el español tiene para las relaciones comerciales e inversiones en Iberoamérica no lo sería tanto si el nivel de desarrollo económico, tecnológico e institucional de todas las naciones que la integran fuera más elevado y continuo (Jiménez y Aránzazu 2010). En este sentido, España tiene un peso excesivo que debiera contrarrestarse, no aligerándolo en sus valores absolutos, sino con un aumento del peso proporcional de las demás naciones hispanohablantes.

Por otro lado, el espacio hispanohablante también experimenta el universal por el que las tendencias globalizadoras se contrarrestan mediante propuestas localistas, incluidas fuerzas centrípetas nacionales, étnicas y regionales, que buscan un refuerzo de la identidad propia mediante el debilitamiento de la compartida. Estas fuerzas incluyen una dinámica de «indigenización» de las variedades del español, que anteponen las variedades locales a las más generales o estandarizadas: pensamos, por ejemplo, en los planteamientos de grupos latinos de los Estados Unidos que refuerzan su autoestima en el desarrollo de una modalidad «relocalizada» que satisface sus necesidades de identidad grupal, contextualizada, con el riesgo de alejarse de unos modelos de lengua de mayor difusión internacional (Pennycook 2010). A pesar de todo, las tendencias contrarias a la globalización son universales y se experimentan en todas las lenguas internacionales, aunque no estén logrando detener una dinámica de mundialización imparable desde finales de la Edad Media.

Caminos alternativos

Observamos, pues, que el español no puede recibir el calificativo de «global», como tampoco puede recibirlo estrictamente el inglés, si bien ambos idiomas no solo se están viendo beneficiados por la globalización, sino que están actuando como agentes del fenómeno. Claramente, la dinámica de crecimiento del inglés y del español está ligada de forma estrecha a la globalización de la economía, la tecnología, la comunicación y el comercio, así como a un discurso sobre la globalización que le proporciona cuerpo ideológico (Fairclough 2006). Como afirma Bloommaert (2010), la globalización ha reconfigurado radicalmente el tiempo y el espacio, y el inglés y el español están siendo instrumentos y protagonistas de tal reconfiguración.

Llegados a este punto y desechada la etiqueta «global» en sentido estricto, podemos preguntarnos qué consideración debería dispensarse a estas dos lenguas y cómo deberían ser caracterizadas. Ciertamente, las razones desgranadas nos obligan a afirmar que no existe ni existirá una sola lengua global propiamente dicha, pero sí lenguas internacionales, del mismo modo que existirán lenguas francas en espacios geográficos, sociales, profesionales, económicos o políticos determinados en cada continente. El concepto de «lengua auxiliar», aplicado a las lenguas artificiales creadas para una comunicación universal, como el esperanto o el volapük, o para fines específicos (Hopkins 1903), como las taxonomías y notaciones científicas, podría servir igualmente para el inglés y para el español, a los que les convendría la etiqueta de «lenguas auxiliares internacionales» (Eco 1993: cap. 16). Como alternativa a este rótulo, podría usarse el de «lenguas nodales» o «lenguas hub», por servir de conexión en «nodos» o puntos de encuentro y contacto para el cumplimiento de determinadas tareas. Los idiomas nodales, pues, sería puntos de encuentro para la realización de determinadas tareas, a los que acudirían hablantes de lenguas muy diversas, disponiéndose en forma de redes libres de escala en las que la nutrida concurrencia hacia uno de los nodos no impediría la concurrencia hacia otros de menor capacidad de atracción con otros fines.

Red libre de escala. Lenguas nodales como nodos de mayor concurrencia

Desde este punto de vista, el español es ya una lengua nodal de las más importantes del mundo, por el crecimiento de su utilidad potencial para el comercio, el turismo, la cultura, la tecnología o las relaciones internacionales. Aquí el inglés mostraría una naturaleza nodal más desarrollada que el español, si bien en la actualidad español e inglés se hallan en tendencias cruzadas, de crecimiento de los valores relativos del primero y decrecimiento de los valores relativos del otro, pero el resultado no será, en ninguno de los casos, una lengua global.

Por otro lado, la imposibilidad de las lenguas globales, por las razones geográficas, biológicas y psicosociológicas ya presentadas, se está viendo apuntalada por otros hechos, desconocidos hace tan solo unas décadas, que contribuyen a disminuir la importancia de tal tipo de lenguas. Por un lado, la difusión de una ideología del multilingüismo está favoreciendo el conocimiento y uso de varias lenguas por parte de los ciudadanos, más que el empleo franco de una sola de ellas. Esta ideología está instalada en el seno de organismos de gran repercusión mundial, como la Unión Europea o el sistema de las Naciones Unidas. Mark Fettes (2015) afirma que, si se buscan políticas lingüísticas que ayuden a mantener y desarrollar los vínculos de las personas y los lugares donde viven, es necesario un esfuerzo para invertir en sistemas sólidos de diversidad y no en monocultivos lingüísticos, lo que exige una mayor colaboración entre los planificadores lingüísticos y expertos en otros campos, como el conocimiento multilingüe y los sistemas de información, la ecología o la antropología.

Desde la estrategia del multilingüismo, el dominio de dos o tres lenguas parece ser un objetivo necesario para el desarrollo personal y social, y el conocimiento combinado del inglés y el español, ambas lenguas nodales, el camino más prometedor (López García 2010). Ulrich Ammon (2010: 120) ha afirmado que el uso de otras lenguas favorece la expresión de la identidad, el equilibrio en las relaciones internacionales, así como las transacciones entre los países que las usan. Claro que los más pragmáticos, entre escépticos y realistas, no dudan en advertir que las legislaciones que protegen el multilingüismo terminan casi siempre del mismo modo: haciendo un uso exclusivo del inglés. Avram de Swaan (2002) ha venido sosteniendo desde hace años que cuantas más lenguas oficiales haya en Europa, más inglés se hablará, pero hay que tener en cuenta que las organizaciones internacionales son microcosmos idiomáticos muy particulares. Además, donde no alcanza el dominio de varias de lenguas, emerge la traducción, en la que se invierte una proporción no menor de los presupuestos de las organizaciones internacionales; en el caso de la Unión Europea, el 1 %. Recordemos que para Umberto Eco (2008) la verdadera lengua de Europa es la traducción.

Finalmente, hay un factor que solo se ha barajado en los últimos años y que puede resultar fundamental para la dinámica comunicativa internacional: la tecnología. Jonathan Pool (2010) ha hablado de una «globalización panlingual» para referirse a la sobrevenida de un nuevo mundo de ingeniería lingüística que hará posible una realidad impensable hace pocos años: la comprensión mutua a partir del uso de lenguas diferentes. Esto no es una utopía; es una realidad ya puesta en práctica a través del sistema de traducción de «Skype», por ejemplo. La ingeniería de la traducción, llamada traducción automática en los años noventa, está ofreciendo ahora soluciones comunicativas que harán menos necesario el uso de una lengua auxiliar internacional. Y este es un motivo más por el que la lengua española debe ser habilitada para todas las innovaciones tecnológicas que se vayan produciendo, haciendo posible que, por ejemplo, todos los protocolos, aplicaciones y recursos técnicos desplegados para la comunicación automatizada, la transmisión de información y las redes sociales acepten las peculiaridades formales del español. Si Umberto Eco afirmó hace años que la lengua de Europa es la traducción, bien podríamos ampliar la perspectiva de su pensamiento y afirmar que la traducción parece destinada a ser la verdadera lengua global.

Conclusión

Cuando el planeta entero se sumerge en una dinámica de globalización, resulta difícil resistirse a la idea de que esta no ha de ir acompañada de una lengua global, idea que entronca directamente con la búsqueda de una lengua universal, única y perfecta, que ha preocupado a los intelectuales de todos los tiempos. Y la resistencia es menor cuando se observan los hechos y cifras que exhibe la lengua inglesa, como lengua franca e internacional, en los campos de la economía y el comercio, la ciencia, la tecnología y los medios de comunicación. El periodista Ted English sostuvo en un artículo para Associated Press que la certeza de este hecho se aprecia en el hecho de que, cuando el papa Juan Pablo II se dirigió en el año 2000 a musulmanes, judíos y cristianos desde Israel, lo hizo en inglés. No obstante, una afirmación así es, para empezar, una falacia formal, ya que la verdad de las premisas no garantiza la verdad de la conclusión, y el hecho de hablar una lengua ante una audiencia heterogénea no significa que esa audiencia entienda directamente lo que se les dice. Aparte de que en Israel sería de esperar un uso público del inglés, aunque sus lenguas oficiales sean el hebreo y el árabe. En cualquier caso, la más reciente realidad, sin embargo, nos muestra un crecimiento en términos absolutos y relativos de otras lenguas, que están frenando una globalización absoluta del inglés. Entre esas lenguas está la lengua española, aunque todas queden a gran distancia de los límites alcanzados por el inglés.

La cuestión de fondo, sin embargo, no tiene que ver con la innegable importancia del inglés, sino con su consideración estricta como «lengua global». Las razones que impiden que tal realidad exista en la literalidad de su significado tiene que ver con el complejo de identidades que configuran el mundo y con la propia naturaleza humana, que reconoce la utilidad de las lenguas nodales o auxiliares, como el inglés o el español, pero que pone reparos a la imposición y el uso exclusivo de una sola de ellas. El ser humano y su mundo exigen alternativas, no vías únicas, a las que se oponen resistencias de distinto grado y condición. La realidad es que la lengua inglesa está funcionando como lengua de la globalización —no como lengua global— para una clase selecta de ciudadanos del mundo con una especial formación y profesionalización. Sin embargo, para la mayor parte de la humanidad, el dominio del inglés es un deseo, si no una quimera; basta una breve convivencia con los ciudadanos de supuestas ciudades globales como Tokio o París para comprobarlo. En este mismo sentido, el obvio crecimiento internacional del español, en la enseñanza, en las relaciones comerciales y en el ámbito cultural, incluso en las comunicaciones por internet, no permite, sin embargo, darle la consideración de lengua global. Eso no significa que el español, como expresión de una gran comunidad de hablantes, nativos o no, deba renunciar a su condición de lengua nodal en los ámbitos en los que ya lo es y en otros muchos. La comunicación científica, por ejemplo, ha de practicarse en inglés por parte de la élite internacional más implicada en la investigación de vanguardia, pero sus necesidades comunicativas no terminan ahí porque hay otros espacios, como la formación, la investigación regional o la divulgación científica a los que no puede renunciar una lengua como el español. Con ello apuntamos a un necesario multilingüismo, entre cuyas posibles combinaciones, la de inglés y español se antoja de las más provechosas.

La negación del carácter global para las lenguas podría situarnos en el bando de los escépticos y localistas, frente al bando de los que ven la globalización como un fenómeno imparable e indefectiblemente alienante (Coupland 2010: 2-3). Por eso creemos necesario aclarar que nuestro interés no está en la negación de la globalidad en sí misma, sino en la apropiada correspondencia entre conceptos y denominaciones. Decía el Inca Garcilaso, de cuya muerte se cumplen 400 años, que el mundo en la segunda mitad del xvi ya era uno solo. Pero también se refería al diálogo de sordos que constituyeron los enfrentamientos entre el Viejo y el Nuevo Mundo [sic]. El Inca sugería que la violencia de las confrontaciones entre la América y el Viejo Mundo de la España conquistadora, en el siglo xvi, pudiera haberse evitado de haber contado las partes con «un intérprete bien enseñado en ambos lenguajes», un traductor o «lengua» capaz de traducir los discursos de unos y otros (Historia General del Perú, 1617, VII: XX). Cuatro siglos después, aun en medio de una galopante globalización, la necesidad de la traducción sigue siendo evidente, además de bien valorada, a la espera de que la tecnología aporte avances significativos y universales para la intercomprensión entre pueblos y personas.

En estas circunstancias, el futuro de inglés y del español podría estar en su mantenimiento como lenguas nodales o auxiliares internacionales en cuantos ámbitos se las requiera, pero lejos de una globalidad exclusivista que se antoja utópica. Ese mantenimiento, junto al hallazgo de instrumentos para la intercomprensión, alejaría la posibilidad del desarrollo de una lengua única, que George Orwell vislumbraba como una neolengua, un inglés extremamente simplificado en su sintaxis y en su léxico. De la misma forma, alejaría la posibilidad de que la lengua del futuro fuera una supuesta mezcolanza lingüística, en la que algunos ven como protagonistas al inglés y el español. Así lo interpretaba Herbert Wells, creador de La guerra de los mundos, cuando pergeñó la posibilidad de una lengua nueva, llamada Basic English, mezcla del inglés y del español, y lingua franca de una dictadura benévola llamada «dictadura del aire». Tal vez se inspiró en ello Ilan Stavans para su teoría del Spanglish (2004). Pero eso ya es otra historia.

Referencias

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