Al igual que otras ciencias sociales, la lingüística también es una especie de dios Jano de la mitología clásica: posee dos caras y es muy difícil operar o pensar en una de ellas sin simultáneamente operar sobre la otra. Símil semejante usó hace ya cien años Ferdinand de Saussure para hablar del signo lingüístico, al compararlo con una hoja de papel en la que no se podía cortar un lado sin simultáneamente cortar el otro. Quisiera utilizar estas dos imágenes para comenzar mi intervención.
Hay, por un lado, la lingüística sin adjetivos, la ciencia cuyo objeto es el estudio de las lenguas naturales desde el punto de vista de su estructura, funcionamiento, diversificación y cambio. Se trata de una disciplina que, en algunas de sus versiones, se parece mucho a una ciencia formal, como la lógica, o la matemática.
Pero hay otra lingüística interesada no tanto por los aspectos antes referidos de las lenguas naturales, sino por las relaciones que estas lenguas, como instrumentos privilegiados de comunicación, establecen con el individuo que las usa, y con la sociedad que las alberga.
Si en el primer caso las disciplinas que integran esa lingüística «de las lenguas» (como dijo hace ya algún tiempo Eugenio Coseriu) son la fonética/fonología, morfología, sintaxis y semántica, en el segundo caso podemos contar la psicolingüística, la sociolingüística, la dialectología y la pragmática. Lingüística «interna» frente a «externa» según algunas tradiciones terminológicas, lo cierto es que su convivencia no es siempre pacífica. La segunda, que promueve las interdisciplinas, es la más propensa a cargarse de contenidos axiológicos referidos en general a la forma como los hablantes, es decir, los usuarios de la lengua, juzgan las manifestaciones lingüísticas. De esta manera los juicios de valor que surjan del uso por parte de un grupo de usuarios, más las inevitables diferenciaciones de tipo social, educativo, económico, etcétera, que caracterizan a esos grupos actuales contribuirán a consolidar esos juicios incluso a nivel ideológico, transformándose en verdaderos filtros de la realidad recreada o reproducida por el lenguaje.
Es así que los hablantes juzgan más prestigiosas unas formas que otras, o más útiles o adecuadas unas que otras, etcétera, y el compartir más o menos estos juicios por parte de los usuarios es cuestión de la organización social de la comunidad en cuestión.
Nada de esto le interesa al primer tipo de lingüística, donde la axiología no tiene lugar ya que ahí se trata de describir e interpretar los datos que el lingüista recoge de una lengua determinada a los efectos de su mejor comprensión. No hay, en este sentido, un sistema vocálico más prestigioso que otro, ni una estructura pronominal mejor que otra, pero sí hay realizaciones concretas de vocales y de pronombres, producidas por alguien en un momento y un lugar determinados (es decir, el lenguaje ya puesto en funcionamiento, como discurso) que pueden ser objetos de valoraciones axiológicas.
A esta dualidad del objeto lenguaje, fuente de importantes discusiones e incomprensiones entre los propios lingüistas, se suman varias otras. Me referiré solo a algunas.
El lenguaje es, por naturaleza, variable. De manera que nada le es más ajeno que una concepción que lo presente como algo estático, adinámico. Por el contrario, los enfoques que lo presentan como un sutil sistema mental que asocia significantes con significados de forma nunca fija sino con una tendencia marcada al desajuste de esa asociación serán los que más se acercan a la realidad de las lenguas y su funcionamiento.
A su vez, las lenguas naturales se manifiestan, o bien en forma oral (su verdadera naturaleza), o bien de forma escrita. La escritura no es una simple reproducción de la oralidad, por el contrario, es un sistema diferente, más sintáctico, menos pragmático, de reproducir o crear la realidad. También esta dualidad ha dado muchos problemas a los lingüistas a lo largo de la historia. Dado el evidente hecho de que la escritura es una forma más objetiva del lenguaje (la oralidad no tiene una evidencia tan notoria como la escritura, verba volant, scripta manent), fue fácil concebir al medio escrito como el inicial, más importante o mejor representado, hecho con el cual contribuyó el prestigio de la escritura para la literatura, la filosofía, las ciencias etcétera, que así se han manifestado casi exclusivamente (dejando de lado la literatura oral) desde que existen como tales. Más aun en sociedades en las que estas formas literarias o filosóficas fueron concebidas como propias de la alta cultura, de la cultura escrita, contrapuestas a la baja cultura, de la oralidad, propia del quehacer cotidiano, de las formas «populares» de comunicación, poetización, etcétera. Y ni que hablar de la posibilidad cierta de que la alta cultura se manifieste en una lengua (latín, por ejemplo) y la baja en otra variedad, relacionada o no con la que instrumentaba la alta cultura. Podríamos agregar aún otra circunstancia que refuerza más el prestigio de la escritura: el hecho de que la lengua de la religión y la de la enseñanza coincidan muchas veces con esa variedad propia de la alta cultura.
Frente a esto, es evidente que la oralidad sufre un fuerte menoscabo.
Desde la lingüística, aun se podría agregar algo más. Las únicas lenguas dignas de ser estudiadas, descriptas, interpretadas, eran las que servían a la alta cultura. La oralidad no tenía gramáticos (no gramática, que sí la tenía, por cierto), y cuando se empiezan a escribir gramáticas de las variedades habladas, se dice que se las «reduce a arte» (pues en la antigüedad la gramática era o bien una técnica, τεχνή γραμματική, o bien un arte, ars grammaticae). Pero esas lenguas que son reducidas a arte, no lo son antes de que muestren una producción literaria escrita, por lo menos, de cierta consideración. Con lo que volvemos nuevamente al inevitable prestigio de la escritura.
De ahí a pensar en la lengua hablada como una subordinación de lo escrito, hay un paso. Todavía hoy, y en ciertos ámbitos, suele ser un elogio decir de alguna persona que «habla como escribe» es decir, correctamente, coherentemente, elegantemente.
De esta manera, las sociedades que hacen uso de lenguas que se escriben sienten en un momento la necesidad de fijar los estándares comunes por encima de la inevitable variación oral connatural a las lenguas humanas. Si esas lenguas, por otra parte, se expanden por muchos territorios de manera que se transforman en instrumento de comunicación de miles y millones de personas y, si, por otra parte, la nación que hace uso de esa lengua se ve amenazada de una u otra manera por otra lengua o cultura (como puede notarse, estas dos circunstancias son las que ha sufrido el español a lo largo de su historia, digamos desde el momento en que, como castellano, inició la reconquista de la península y la posterior unificación hasta los descubrimientos del siglo xvi y, por otra parte, la amenaza de Francia a partir del siglo xvii), pues entonces la necesidad de una autoridad en materia de lengua se hace cada vez más perentoria.
Es así como nacen la mayoría de las academias en occidente. Los estados sienten la necesidad de codificar la lengua (ahora en un sentido diferente al anterior referido) a través de diferentes tipos de acciones, siendo la más importante, quizás, la tarea de publicar diccionarios, gramáticas, y ortografías de esa lengua. La lengua se diccionariza, se gramaticaliza, se ortografiza, es decir surgen instrumentos consensuados que dicen cómo es la lengua de que se ocupan, a veces también cómo debe ser.
En este proceso de formalización, y visto desde el ángulo de la sociolingüística, la lengua, a través de estas acciones, junto a otras, comienza su proceso de estandarización, que la convertirá en una lengua apta para servir a una comunidad relativamente grande, en todas sus dimensiones de relacionamiento, funciones administrativas, legales, culturales, religiosas, educativas, etc. que se realizan en esa lengua, cada vez más estandarizada.
No es tampoco muy diferente al proceso que han sufrido otras instituciones culturales como el derecho, que también es una codificación de ciertas reglas de comportamiento con el propósito de facilitar la convivencia de los individuos en sociedad. También en el derecho se ha pasado de un estadio donde impera la consuetudo, la ley no escrita, oral, a la etapa de los códigos escritos que recopilan e instruyen sobre aspectos de las relaciones entre las personas, o en el comercio, o en materia penal, etcétera.
Tanto en el ámbito del derecho como en el del lenguaje (hay otros menos conspicuos, por así decirlo, como el de la tradición culinaria, cuando una receta de alguna comida pasa de la oralidad en la que vivió hasta ese momento a integrar un libro de cocina, fijando y estableciendo las reglas de manera clara sobre cómo proceder en ese ámbito) surge el concepto de norma o ley, es decir el modelo preferible de conducta social, si se trata del derecho, o de las formas lingüísticas, si se trata de la lingüística. En rigor esa es la función primera de las academias y de ciencia jurídica: establecer las formas preferibles o mejor adaptadas a la función que deban cumplir, eligiendo entre otras posibles candidatas rivales.
He aquí el quid del asunto: la academia española (hablo en general) ha debido elegir, en su momento, para ser objeto de su descripción y análisis formas rivales en casos como haiga/haya, cantastes/cantaste, jue/fue, puédamos/podamos, pa/para, me se olvidó/se me olvidó, habían muchas personas/había muchas personas, la di el regalo a María/le di el regalo a María, y así tantas otras.
Todas esas que nos suenan extrañas, existen sin embargo en muchos dialectos (geográficos o sociales) del español. Y el gramático opta por una de ellas, aunque, según los casos, informe que las rivales también existen y dé juicios del tipo «es preferible el uso de X» y no «de Y». Se está fijando una norma. Lo mismo sucede en la ortografía, donde en forma más evidente aún se establecen unas grafías en detrimento de otras posibles, y hasta se cambian a lo largo del tiempo: el fonema /f/ se graficaba antes con <ph>, hoy con <f>; la nasal palatal y la lateral múltiple se grafican <ñ> y<ll>, cuando pudieron haber sido reproducidos como <nn>, o <nh> o <gn> para el caso de la nasal, o <lh> para la lateral. Se establece una norma.
Quiero insistir que esta es la tarea básica de las academias de la lengua, y la finalidad para la que han sido creadas. De ello da testimonio el lema de la Real Academia Española (RAE), y los de tantas otras academias: Limpia, fija y da esplendor, que era la forma comprensible de decir, en el siglo xviii, que la academia debe fijar una norma sin desdeñar las variantes rivales, pero enfatizando las elegidas. Por otra parte, más allá de ser ese el sentido inicial por el cual existen las academias, es ese el papel social que el ciudadano común les atribuye, y es lo que requiere de ellas. El ciudadano común quiere saber si tal forma es correcta o no. Y quiere que las academias se expidan sobre ello, sin ambigüedad, dejando de lado el relativismo imperante en general en el seno de los lingüistas que saben que todo es posible y que esas posibilidades pueden todas ser explicadas, diacrónica y sincrónicamente.
Hay un momento en la historia de las academias que es de particular importancia a estos efectos: aquel en que irrumpe en su seno la lingüística reformulada del siglo xx, a partir del estructuralismo/funcionalismo de los años 30 y 40 del siglo pasado. Surge entonces un importante conflicto, ya que la tradición académica privilegiaba la idea de prestigio y mayor adecuación («corrección») de algunas formas con referencia a sus rivales posibles, todo lo contrario de lo que propone esa lingüística de la que hablo. Este enfrentamiento es una de las tensiones que a diario viven las academias.
Por otra parte, y también como consecuencia del acontecimiento antes nombrado, se comienza a manejar una nueva conceptualización de la palabra «norma», a partir de la obra de Eugenio Coseriu: aparte del significado de «regla», «guía», «molde», «ejemplo», aparece ahora el concepto que asocia la palabra a lo común, ordinario, usual, corriente, no la norma como regularidad sino como lo usual o esperable. Este enriquecimiento de la significación del término será, sin embargo, y aun en los medios profesionales (no se trata de una palabra de la cotidianeidad) fuente importante de conflictividad ya que no siempre los lingüistas aclaran cuándo usan norma en un sentido y cuándo en otro. Y como las academias están más afines al primer concepto asociado a la palabra norma, pues también en ella repercute esa conflictividad.
Las academias de la lengua española han elaborado desde hace ya varios años un conjunto monumental de obras que han cambiado el conocimiento sobre nuestra lengua de una manera espectacular. Me refiero a la Gramática, el Diccionario, la Ortografía, todas obras surgidas a fines del siglo xx, comienzos del xxi. En otras oportunidades, no he vacilado en comparar este momento de la historia de los estudios sobre el español con aquel otro momento, fines del siglo xv, comienzos del xvi, cuando surge otro conjunto importante de obras lingüísticas de incidencia innegable en la evolución posterior de nuestra lengua. Y si en aquel momento esas obras prepararon la expansión del español en el mundo, ahora, en el siglo xx/xxi estas acompañan a la extraordinaria segunda expansión de la lengua, poniéndola en un lugar de privilegio entre las lenguas más habladas del planeta. No es una casualidad, es el acontecer histórico que junta ambos acontecimientos sin que sepamos bien a ciencia cierta qué es primero y qué segundo, como en el conocido caso del huevo y de la gallina.
Y estas obras actuales se han producido al abrigo de una política (nuevamente el dilema del huevo y de la gallina) por parte de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) que enfatizó, en una primera instancia, el concepto de «unidad en la diversidad» poniendo énfasis en la naturaleza en última instancia única de la lengua española, más allá de sus enormes diversificaciones provocadas por la geografía, la sociedad, las situaciones de comunicación, las diferencias de edad, sexo, status socioeconómico de sus hablantes... Esta política, sin embargo, dio paso a la actual del panhispanismo, idea con la que se enfatiza la idea de la equivalencia de todos los hablantes de español en el mundo a la hora de conformar la comunidad lingüística hispana.
Según entiendo, se ha conformado un discurso del panhispanismo, creado colectivamente por la ASALE y sostenido en la investigación lingüística y sociolingüística del español. Este discurso ha provocado un contradiscurso, que surge en medios universitarios de toda América, y en parte de Europa, que contrapone fuertemente la idea de panhispanismo de la cual sospecha por considerar que es una cortina detrás de la cual se agazapan intereses espurios de ciertas instituciones o agentes españoles (Instituto Cervantes, RAE, los congresos de la lengua, la misma ASALE) cuyo objetivo final sería el de monopolizar el pingue negocio de la enseñanza del español como segunda lengua en el mundo.
Pero los argumentos suelen venir por otro lado, no por este tan poco espiritual que acabo de exponer. La fundamentación viene por el lado de la normatividad, por cierto, pero también por la recolección de varias motivaciones contrarias a acontecimientos, a veces puntuales y anecdóticos, de la labor de la ASALE, como por ejemplo la discusión sobre el lenguaje «inclusivo», el «sexismo» en el lenguaje, la «discriminación» de que serían objeto algunos colectivos minoritarios por ciertas entradas del diccionario que dan una imagen de ellos mismos con la que están en desacuerdo («gitano», «negro»). Se ha llegado a decir que el diccionario es sexista, y aun que todo el español lo es.
Hay también otras motivaciones que alimentan este contradiscurso sobre las que no puedo entrar aquí, pero nombraré una sola: la sospecha de que los tiempos coloniales siguen existiendo en la mentalidad de algunos.
Pero sí quería detenerme en el reproche (porque considero esta cuestión como uno de los retos importantes del momento, no solo del futuro) de que las obras de la ASALE son normativas y, en consecuencia, anticientíficas.
Lo primero que debe hacerse es quitarle el manto de oprobio que rodea la palabra «normativa», de manera que la expresión «gramático normativo», por ejemplo, deje de ser un insulto entre colegas.
Hay que desterrar el concepto errado que rodea a la cuestión «normativa», y este es uno de los desafíos importantes con el que nos enfrentamos. Por cierto una gramática no académica, es decir, no elaborada por encargo de una academia, sino por la entera voluntad del autor, podría concebirse como totalmente apartada de la normatividad. Sostenemos sin embargo que aun en este caso y por el mismo hecho de elegir los fenómenos que se describirán, transforma la empresa en una labor normativa. Este es el extremo fuerte de la idea que estoy desarrollando, es decir, toda gramática, por el mero hecho de serlo, ab ovo, es normativa.
Pero dejando de lado esta versión extrema, entonces no podríamos, es más, seguramente deberíamos considerar de esa manera las gramáticas académicas (y el resto de las obras, ¡ni que decir de la ortografía!).
Tampoco habría ningún problema en considerar la gramática normativa como una subrama de la gramática, de la misma manera como hay gramáticas descriptivas, gramáticas cognitivas, gramáticas históricas, gramáticas transformacionalistas, etcétera. Tendríamos, con legítimo derecho, una gramática normativa cuyo objeto de estudio serán los diferentes actos de formalización que emanan de los agentes sociales así calificados y autorizados para hacerlo en cumplimiento de su tarea de planificación del corpus, tal como designa a esta tarea Heinz Kloss. Se trata de un gramática de la lengua escrita, fundamentalmente, en la que los usuarios, en forma semejante a lo que seguramente hacen con otro libro de este estilo, como El buen uso del español, encontrarán explicaciones sin ambigüedad de las formas. Por cierto, será una gramática que tome en cuenta la estandarización policéntrica del español ya que el monocentrismo que caracterizó otras épocas de la historia ya no es aceptable bajo ningún aspecto.
De la misma manera que en 1942, cuando Nebrija consideró imprescindible que la lengua española, ya con su destino conquistador e imperial implícito en sus acciones y política, bien merecía una gramática que la codificara, hoy, esta segunda gran expansión del español necesita por cierto, y en primer lugar, investigación abundante de todos sus aspectos y características; pero también obras de este tipo que en un nivel semejante al Diccionario de dudas ofrezcan a sus usuarios pautas claras y precisas de qué se considera correcto y adecuado en el momento en cuestión.