A Jacques Roubaud y su ensayo dedicado al arte de los trovadores, La fleur inverse, debo el encuentro con Bernart Marti: lo pintor, dice de sí en una de sus canciones, como diciendo que también era iluminador. En otra, termina regalándonos una de suerte de definición de la poesía. Bel m'es lai latz la fontana, empieza, explicando su entender y sus cuitas en asuntos de fin amor para luego saludar autr'amistat propdana y, finalmente, afirmar su propio canto: «el halcón de buen semblante / va del monte hacia ella volando / la larga zanja / alza vuelo / y pronto como hebra de lana / fuerzo el freno y el dogal / aun si esto disgusta / os lo aseguro / y la brida y la correa / / así voy enlazando / las palabras y afinando los sonidos / como la lengua se enlaza / con la lengua en el beso.1 Creo que con esta imagen Bernart Marti también ilumina, en occitano, algo que quisiera destacar en la «situación actual» en filosofía, lenguaje y creación literaria en español. Y la traigo a esta mesa como filtro, pues cuando vuelvo a leer a Andrés Ajens en El entrevero. Una nonada en el Ande (Santiago-La Paz, 2008) y el poemario Cúmulo lúcumo (La Paz, 2015), veo en estos libros ciertos gestos y ciertas disposiciones que me parecen esenciales para un pensamiento creativo, para una creación que da que pensar. Entre el entrebescar trovadoresco y el entreverar de ese otro sudoeste extremo, quisiera entonces celebrar la actualidad y la potencia de esas escrituras que, lejos de la bucólica fontana, tensan el español con otros cuerpos y otras lenguas. Como en la cetrería y el canto, justamente, como en el beso.
Porque la entrañable distancia con la que Marti nos toca desde el siglo xii no es tanto la de un momento originario para cierta modernidad en Occidente como la de ese gran invento que apenas imaginamos al decir hoy, muy raudamente, de una poesía cantada en lengua romance. Con Paul Zumthor o Julia Kristeva, por ejemplo, vale la pena no olvidar que más allá de la gesta de lenguas, culturas y estados nacionales, más allá de la tópica y los códigos de la cortesía, el gran invento de los trovadores consistió finalmente en un canto. En otras palabras, que con la lírica trovadoresca estamos ante un dispositivo que desde su performance fugaz llega a alterar el orden de la lengua y el pensamiento. Veámoslo desde la distancia como un banquete de los sentidos o como transferencia de una experiencia religiosa, dicho canto supone en todo caso una puesta en juego y puesta en crisis del discurso, una suerte de experimentación que nos resulta entrañable en tanto apunta a un conocimiento que se asume como movido por el cuerpo y el afecto, por los transportes del sujeto amoroso. El joi (júbilo, goce) al que finalmente apunta este canto se perfila entonces como una experiencia límite, tan erótica como existencial y metafísica; un fuera del sentido que encuentra sentido en el propio lugar del canto. Farai un vers de dreit nien, dice Guillermo de Poitiers en esos versos ya emblemáticos: «Haré un verso sobre la pura nada…». Tal la apuesta que más radicalmente encara la veta del trobar clos y el trobar ric, allí donde el canto encarna una experiencia ultrafísica, podría decirse, pues explora la propia materialidad del lenguaje con esos juegos de homofonías que instauran asociaciones imprevistas, de imágenes y conceptos, con esa sintaxis alterada según disposiciones musicales; en suma, con esa alquimia sonora que adviene entrebescant / los motz e.l so afinant. Así, con el entrebescar (enlazar, entrelazar, trenzar) sería menos cuestión de un recurso, retórico o esotérico, que de una trasmutación de los sonidos y de los propios sujetos, tanto en el ámbito del conocimiento como en el del vínculo intersubjetivo: Car bruns et teinz mots entrebec / Pensius pensans —canta Raimbaud d’Orange—:«Pues entrelazo palabras oscuras y coloreadas, pensativamente pensando». Como lengua con lengua en el beso, canta Bernart Marti sin abstraer ni del arte, ni de la connivencia animal, ni del rigor y el exceso que adopta su canto, a imagen de la cetrería: «el halcón de buen semblante / va del monte hacia ella volando / la larga zanja / alza vuelo / y pronto como hebra de lana / fuerzo el freno y el dogal / aun si esto disgusta / os lo aseguro / y la brida y la correa».
Así va también Andrés Ajens en Cúmulo lúcumo, como diciendo al pasar «yawara iché [¡soy jaguar!]» ante ese humanista alemán del Renacimiento que echara en cara a su «tupí benecaptor / la infraanimal costumbre de comerse a otro / escritor» (23). Así también en el libro titulado El entrevero. Una nonada en el Ande, con afabulaciones y adyacencias movidas por ladinante propósito: «A traducir —se lee de entrada—, a traducir Variations sur un sujet al aymara». Pero acotada ya «L’action restreinte» al santiaguino, Andrés Ajens apenas tienta la idea de pasar de lengua franca al jaqi aru. Prefiere «no~velar» sobre motivos y gestos del ladinar, lo que supone hacer las veces de rapsoda trayendo «a cuento automáticas innúmeras deshilvanadas voces, giros, marcas propias como ajenas, mínimas gestas» (21). Así, sin más. Como si de entremés se tratara, sin embargo, entre la inicial evocación de una «proto(tele)novela» latinoamericana (el dieciochesco Lazarillo de ciegos caminantes: «texto disforme y/o anómalo para los canónigos cánones» atribuido a Carrió de la Vandera) y el conjetural remate en torno a un libro que quedara a punto de advenir: Aguayo diario, «hojas de a diario y mate de hojas».
De modo que entre bizarras tradiciones y el libro por venir, Ajens altera radicalmente las consabidas distinciones de género y especie con las que se difunden, consumen y acaso piensan los objetos literarios. Así, sin frenos, va El entrevero, como zaga de «peje entre dos aguas»; esto es «ni propiamente pícaro, ni propiamente indiano» (28). Tampoco según un mero coctel de géneros, sin embargo. Más bien con genio de vieja estirpe dantesca que en la Vita nuova trenzaba ya nuevas formas entre las memorias de un «desliz con Beatriz» (Ajens), los poemas dedicados a la Donna y los pensares que dichos poemas le traían a la mente. Allí Dante trata del nacimiento de la poesía en lengua vulgar, por ejemplo, y del nudo del poema y la imagen. Y todo según la apuesta que se fragua allí mismo, sobre fondo de dolce stil nuovo y tradición trovadoresca.
Se habrá entendido entonces cómo, desde este ángulo, El entrevero desecha la impresión y la acepción primera del término, la que burdamente habla de «embrollo, mezcla, confusión y desorden», para indagar más bien con la segunda, la de entreverar: «introducir algo entre otras cosas», como quien dice, precisamente, entrebescar. Y todo esto para desde nuestro asiento extremoccidental, indagar y constelar sobre actualidad de «no etnopoesía», escribe Ajens, como si justamente se tratara de entrever asuntos de traducción y creación. El caso es que en lugar de aglutinar y sufijar con Mallarmé, el rapsoda hila muy fino con castellano, donde andinas lenguas y germanías, translucines y otras translaciones. Y todo buscando dar lugar a un lugar de entre lenguas que inspira cierto afán postmallarmeano, podría decirse, en tanto de varias lenguas y vocablos no pretende una, total: «¿No habrá sido acaso cada vez lo propio de la lengua poética, de la poesía como lengua, un cierto irse o salirse de sí, de desquiciarse ella misma como madre o matriz venerable? ¿No habrá sido por demás lo (im)propio de cierta poesía moderna (…) abrir el poema a más de una lengua? (Esto es: remarcar el más de una lengua que se da en una misma y ya repartida lengua)» (132).
No será en pos de la idea, de todo buqué ausente, que la nonada procede entre las lenguas. Tampoco de preadánico y originario lenguaje, ni de concurrencia e influencia en el mercado de lenguas y naciones. Lo suyo sería cuestión de lengua y poesía propiamente «(alter) nativas»: «Pulso e impulso, inscripción y rasgadura de la trama, trama y trauma». Lo que es decir una escritura que no abstrae de las heridas de la lengua (históricas, culturales, políticas), de esos estigmas que rasca con mano propia en pos de «un acaecer sin nombre preestablecido —escribe Ajens—, apertura entre mismura de lo Mismo y alteridad de lo Otro, tal entrehueco del yanani surti, tal suspensión cortocircuitera de toda abismante alienación y/o domesticidad sin más» (121-122).
Así que no~velando asuntos de traducción y no etnopoesía, el rapsoda surandino alza nomás español en términos de lo que Dante llamara el vulgar ilustre. De cholo docto, diríase, esto es según el invento trovadoresco que el poeta celebra al final del purgatorio en la persona de Daniel Arnault, el migglior fabro del parlar materno [Purgatorio Xxvi, 117]. Pues, bien vista, la poesía en vulgar no trabaja lengua nacional, sugiere Dante, sino precisamente ese parlar materno que la Vita nuova (XXV) asociaba ya a lo femenino y al amor, esa lengua de la madre y de las nanas que De vulgari eloquentia (I, IV) consagraba como más noble que el latín. En tanto primo loquium, precisamente: esto es, para Dante, no tal o cual réplica de lengua adánica, sino el propio gesto de interlocución, ese que afirma y celebra una experiencia literalmente bilingüe. La de ese canto —yaqha layqa phichhitanka— que aparece en Cúmulo lúcumo, por ejemplo, suerte de suma ácida y jugosa que Ajens pone en nuestras bocas como viejo escarabajo pelotero (21-22):
yaqha layqa phichhitanka
violeta parra manuscribió en bolivia
gracias a la vida – el sesenta y seis
pa' marcar territorio, pa' que ninguna
changuita le levantara al gringo favre[...]
violeta parra escribió en la peña nayra
gracias a la vida – el sesenta y seis
y de la paz se trajo el revólver tigre
que arrasó con todo a las seis de la tarde¿cómo volver de la paz y no arrasar?
¿cómo no volver a chuqiyapu marka?
¿cómo no domar al tigre ni marcar
territorios y vivir para cantarla?¿el canto de ustedes, layqa phichhitanka,
que es el mismo canto? kunats larch’ukista
¿y el canto de todos, mä lurawix tu-
putaw, que es mi propio canto, sasaw si?[...]