… seguimos esperando. Con fe
no exenta de cinismo esperamos
el día de mañana
para contradecir al de hoy.
A su golpe vacío.Carlos Martínez Rivas
Para el año 2020, se estima que habrá más de 20 mil millones de conexiones a internet. Es decir, más de dos conexiones por cada habitante del planeta (Buitrago Restrepo y Duque Márquez 2013: 57). Según Felipe Buitrago Restrepo e Iván Duque Márquez, el IP o protocolo de internet data del año 1974. Diez años más tarde, en 1984, había mil dispositivos conectados a la red. En 1992, un millón. Y en el año 2008, mil millones. El número de conexiones crece a gran velocidad (Buitrago Restrepo y Duque Márquez 2013: 57). Estamos ante una revolución digital. Ya no la tecnología de los caminos, buques o ferrocarriles, sino de la conectividad a través de satélites, fibra óptica y redes sociales. Un mundo en el que las fronteras parecen desvanecerse, donde permanecemos «conectados» y paradójicamente a veces más aislados los unos de los otros.
Ante la cifra de veloz crecimiento (me refiero a los 20 mil millones de conexiones para el año 2020), quizá sea válido hacernos la siguiente pregunta: ¿En qué parte, o partes del mundo, se concentran y concentrarán los dispositivos conectados a internet? En otras palabras: ¿a qué porcentaje de la población mundial corresponderán esos 20 mil millones de conexiones?
Si cotejamos los números presentados por Buitrago y Duque, con la actual realidad de un país como Nicaragua, donde solo 17,7 % de la de la población tiene acceso a internet (según el estudio realizado por ITU y Unesco 94), nos damos cuenta de que la ecuación es más complicada.
Una «nueva» conexión a internet no necesariamente equivale a un nuevo ser humano conectado. De acuerdo a las cifras presentadas en por Edwin Fernando Rojas y Laura Poveda, de la División de Desarrollo Productivo y Empresarial de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), entre los años 2006 y 2013,
En América Latina y el Caribe… el número de usuarios [de internet] aún no alcanza a la mitad de la población... El crecimiento que han experimentado algunos países no ha sido suficiente para cerrar las brechas. Tanto al inicio como al final del periodo, Nicaragua tiene el menor número de usuarios por habitantes y Chile, el mayor… En cinco países de la muestra el número de usuarios no supera el 30 % de la población; en ocho no se supera el 50 %, y solo en seis es mayor a 50 % (6).
A nivel mundial, el informe realizado por la Unión Internacional de Telecomunicaciones, en su calidad de agencia técnica de las Naciones Unidas, encuentra que aproximadamente el 78 % de hogares en los países más desarrollados cuenta con internet; alrededor del 30 % en los países de ingresos medianos a bajos, y tan solo el 5 % o menos en los 48 países de menos desarrollo (94-96).
Con esto en mente es válido hacernos las siguientes preguntas: ¿de qué hablamos cuando nos referimos a la «era digital» en América Latina?, ¿llega la revolución de las tecnologías a las montañas de América Central?, ¿cuál es su relación con las artes, más específicamente con el lenguaje, y todavía más específicamente aún: con la poesía? En parte, para contestar estas preguntas, o incluso para profundizar en las incógnitas, nos encontramos en este congreso.
Quiero agradecer a la Real Academia Española, al Instituto Cervantes, a la Asociación de Academias de la Lengua Española y a Puerto Rico por haberme invitado a este «VII Congreso Internacional de la Lengua Española» y por regalarme la oportunidad de estar estos días con ustedes. Es un verdadero gusto.
Volviendo a nuestro tema, iniciemos por lo positivo, por las posibilidades. El mundo digital, internet específicamente, abre un amplio universo de oportunidades. Tenemos más acceso al conocimiento. Hay oferta y facilidad para acercarnos a los temas de nuestro interés. Además hay abundancia de recursos. Tenemos muchos formatos disponibles para conocer y darnos a conocer (vídeo, audio, videojuegos, mezcla, multimedia, hibridación, etcétera). Todos estos sin duda promueven mayor asociación de ideas y por lo tanto contribuyen a la creatividad —si definimos la creatividad como la capacidad para realizar asociaciones novedosas—. Dentro de esta diversidad de oferta, tenemos por ejemplo libros electrónicos, bibliotecas virtuales, archivos musicales en línea, o el Google Art Project, donde los museos más importantes del mundo ofrecen acceso a más de 43 mil obras de arte.
En este momento quiero citar un ejemplo personal. Hace unos años escribí mi disertación doctoral sobre la poesía del nicaragüense Carlos Martínez Rivas (1924-1998). En uno de sus poemas, Martínez Rivas hace referencia a lienzos del arte medieval europeo. Mientras el poeta tuvo que viajar a los museos de Europa para contemplar dichos lienzos, yo desde mi computadora, a la rapidez de varios clics, pude tener acceso a fotografías de estos. Todo sin necesidad de moverme de mi silla, sin visitar una biblioteca en busca de libros de arte y sin tener que viajar a los museos. Magnífica libertad.
Pregunto: ¿magnífica libertad? He aquí donde está el detalle ante el que se rebela mi alma de poeta. ¿Qué tan cierta es esta libertad de los ojos (quizá enrojecidos) pegados a la pantalla, absorbiendo conocimiento, biografía, contexto, historia, sin ni siquiera abandonar las cuatro paredes en las que el cuerpo está metido? ¿Qué pasa con el necesario y magnífico, casi mágico, elemento de disfrute?
Creo con firmeza que no se puede comparar la galería tecnológica, limitada a una pantalla, con los pasillos del Prado, o de la Pinacoteca Antigua de Múnich, donde cada paso tiene una sonido peculiar, y el boleto de la entrada un grosor particular entre los dedos. O con la visita a la biblioteca, esa sensación que seguro muchos de ustedes han experimentado: el triunfo de encontrar sobre el estante el anhelado libro con su olor a polvo y a papel añejo. A pesar de su eficiencia, la máquina no puede sustituir la experiencia del ser humano ante el arte y ante la vida misma.
Estos planteamientos me sirven como transición a lo negativo y a los retos que nos presenta la era digital. Ante todo, el mayor reto que veo en Centroamérica es el acceso dispar a las tecnologías de la información que está creando un nuevo sistema de clases, ya recurrente a través de los siglos: aquellos que tienen y los que no tienen. En nuestro siglo, debemos hablar de países que tienen acceso a internet, como Islandia (98,2 %) o Noruega (96,3 %), y los que prácticamente no tienen, como Eritrea (con solo el 1 %), Camboya (con el 9 %) y Honduras (con el 19 %). Esta nueva jerarquía sin duda acarrea una nueva serie de complicaciones en las relaciones de poder. Los países con menos acceso sufren serias consecuencias en la educación, la salud, el comercio, las facilidades de costo y todo lo relacionado con el desarrollo sostenible. Sobre todo, sufre su capacidad de concebir, percibir y relacionarse con el mundo. En países como Luxemburgo o Estados Unidos, donde la tecnología forma parte de la vida diaria, sus habitantes, sobre todo los más jóvenes, son «nativos digitales». Nacen y crecen en la era digital. Como consecuencia, tienen más abundancia de recursos y más estímulos informativos con los que saben relacionarse. La psicóloga social Dolors Reig señala que los «nativos digitales» tienen mayor capacidad para buscar y procesar información aunque no necesariamente para retenerla. En términos simples, Reig explica que un joven de la era digital sabrá como buscar las capitales del mundo, aunque no las aprenda de memoria. Confía en que están allí, a la vuelta de un clic. En contraste, un estudiante de la misma edad, sin acceso frecuente a internet, muy probablemente tenga que memorizar las capitales del mundo. Es decir, que tendrá mayor capacidad para almacenar conocimiento aunque no necesariamente el acceso ni sofisticación de búsqueda.
En este sentido, podemos especular que los países de alto desarrollo tecnológico son pueblos con mayor capacidad para procesar y depurar información. Y que en países donde la era digital es cuestionable muy probablemente tengamos pueblos con menos capacidad de búsqueda y menos información, aunque no necesariamente menos capacidad para almacenar conocimiento. El problema no es solo el hecho de tener acceso o no a internet, sino la capacidad para usarlo y maximizarlo. Por tanto, mientras estemos rezagados en la tecnología digital, tenemos una doble desventaja: primero, la falta de acceso, y segundo, el entrenamiento para maximizar la tecnología una vez conseguido el acceso. Nuestras generaciones de «nativos digitales» aún no han nacido en su totalidad porque no todos los países se han integrado a la era digital.
Ahora bien, a la problemática de tener o no acceso a internet, y de saber cómo maximizarlo, se une primero la problemática de la calidad de lo que se consigue —esto también es parte de la capacidad de procesar, depurar y curar información— y, segundo, la problemática de saber cuándo «desconectarse». Esta última es crucial para la creatividad. Estoy convencida de que la creación es un ejercicio de soledad. En lo personal, me resulta muy difícil escribir poesía mientras estoy conectada a diferentes grupos en WhatsApp. O mientras veo las últimas fotografías de mis amigos en Facebook. No desdeño estas actividades. De hecho las disfruto y también contribuyen a mi ejercicio creativo ya que además de un ser creativo soy un ser social, y tanto WhatsApp como Facebook me conectan a mis semejantes, me permiten socializar y sentirme acompañada en la distancia. Sin embargo, mi reto como escritora es saber que hay momentos del día en que debo «desconectarme» de las redes sociales y del mundo digital para poder conectarme a la creación. Para mí el acto de crear es un paradójico ejercicio que me acerca a los otros pero que debe nacer en aislamiento. Es en un estar retirada, «desconectada», del mundo para poder decirle algo, sin tener que atender preocupaciones sociales, comentarios de amigos, likes, shares, etcétera. Aunque a veces la creación obedezca a momentos oscuros del propio ser, hay algo de relajación en ella, algo de descanso y de ocio donde no tienen cabida, al menos para mí, los timbres telefónicos, ni los avisos de mensajes electrónicos. Tengo que apagarlos, separarlos, para llegar al momento de «descanso» en el que puedo crear y ocuparme en el arduo trabajo de la escritura. Entonces soy criatura que crea. Y cree.
La poesía es profética. Hace exactamente un siglo, en un ya distante 1916, el poeta chileno Vicente Huidobro (1893-1948) escribió:
Estamos en el ciclo de los nervios.
[Y yo diría en el siglo de los nervios.]
El músculo cuelga,
Como recuerdo, en los museos;
Mas no por eso tenemos menos fuerza:
El vigor verdadero
Reside en la cabeza.Por qué cantáis la rosa, ¡oh, Poetas!
Hacedla florecer en el poema;Solo para nosotros
Viven todas las cosas bajo el Sol.El Poeta es un pequeño Dios (8-18)
Y como todo pequeño Dios, el poeta es también un gran niño que se mueve por intuición sobre la idea. Es vital y optimista, confía en el mañana y por eso crea. Los poetas latinoamericanos, a pesar de las grandes limitaciones de acceso a la tecnología y desfaso digital, o quizá por ellas mismas, comprendemos que hay algo de simple y bello en la magia de la creación. Y que a pesar de nuestras carencias, algo tenemos que cantar y así lo hacemos. Aportamos memoria, meditación y profundidad. Internet es otro juguete que tenemos en esta infancia infinita que es la vida. Y «con fe no exenta de cinismo» (Carlos Martínez Rivas) espero que sepamos utilizarlo y maximizarlo para crear.