En el principio fue el verbo, nos dice el Evangelio según san Juan. Si nos fiamos del criterio de Emmanuel Carrère, novelista, guionista, periodista —es decir, contador de historias compulsivo—, en su última obra, El reino, es más de fiar el de San Mateo. Pero como punto de partida, nos vale.
Sin embargo, esa frase, para un narrador, bien lidie con una rigurosamente construida ficción, bien con una desconcertante y nebulosa realidad, resulta el colmo de la transparencia. San Juan nos estaba avisando: esto que les voy a relatar aquí no es realidad, es ficción. Verbo. Lo malo es quien no supo leer la primera sentencia y se tomó demasiado en serio la milagrería posterior.
Acordemos que la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis es un gran relato y que su éxito radica en haber atravesado el cielo de la eternidad, al menos, terrena. Quienes no vayamos a conseguir ese objetivo y nos dedicamos a eso de contar, al menos debemos aspirar, humilde pero perseverantemente, a perfilar la forma de narrar nuestra propia época.
Cada presente tiene su propio pulso y sus herramientas. Ello obliga a transformar las maneras en que se cuentan las cosas. La clave de nuestro tiempo —lo ha sido también en el pasado, pero quizás con menos énfasis— no reside tanto en el qué, el por qué, el cuándo o el dónde, sino en el cómo. En ofrecer radicalmente un punto de vista original sobre las cosas. En España, la memoria a veces flaquea demasiado. Pero si nos fijamos en el retroceso que vivimos en las maneras de contar la dictadura, sentimos un ataque de genética literaria y periodística que nos sume en el más profundo de los ridículos. Tomemos como ejemplo el NODO. Al azar. Una visita del historiador Ramón Menéndez Pidal al rodaje de la película El Cid, de Anthony Mann, protagonizada por Charlton Heston: «Visita los estudios el erudito don Ramón Menéndez Pidal, quien a pesar de haber cumplido 92 años, se encuentra en pleno vigor físico y mental. Conversa con los artistas y puede ver corporeizada la realidad de la Edad Media y la época cidiana, a cuyo estudio dedicó gran parte de su vida. Los personajes son viejos conocidos de don Ramón, a quien se obsequia con una reproducción hecha en Toledo de la vieja Tizona».
El estrago de esta retórica ha llegado hasta cerca de nuestros días. No hace mucho, el ABC que dirigía Luis María Anson, con ocasión de un mundial en el que las selecciones africanas tuvieron su papel, podía leerse en un pie de foto: «El siglo xxi será africano o no será. Batallones de ojeadores occidentales viajan al continente en busca de perlas negras con que adornar el cetro del deporte rey».
Como pesadillas que han durado más de medio siglo, las generaciones siguientes hemos tenido que ir a la ducha para sacudirnos esta insufrible verborrea y regenerar todas las narraciones.
Y de repente nos hemos visto empujados por la sacudida del presente a esforzarnos en el cómo. ¿Qué nos ha obligado a centrarnos en ello? La increíble velocidad de una tecnología que ipso facto te desvela todas las cuestiones antaño difíciles de desvelar. Así que lo que marcará la diferencia, la auténtica baza de la originalidad para cada uno de nosotros, lo que nos hará distintos, radica en el cómo.
Para ello debemos, en mitad de los tsunamis diarios, alejarnos un poco y reflexionar. Para empezar, ¿han probado ustedes a encontrar un término que defina nuestra época? Si la conceptualización de la historia acertó con el barroco, la ilustración, el romanticismo, el realismo, las vanguardias… ¿Cómo nos verán los expertos en el futuro? ¿Qué etiqueta nos colocarán? Yo ya he hecho los deberes. Defino estos tiempos, en lo que a la creatividad se refiere, con una palabra: eclecticismo. Mis alumnos de talleres de periodismo bien lo saben. Ese concepto me resulta abierto y cuenta con sus ventajas y sus inconvenientes: si bien se impone como sinónimo de pluralidad, de sana libertad en la multiplicidad de formas a escoger para desarrollar cualquier disciplina, obliga a distinguir con más acierto el grano de la paja.
En cuanto a nuestro papel de prescriptores dentro del periodismo, la confianza y la lealtad que los lectores nos tengan depende en gran medida de que les ofrezcamos o recomendemos algo que les merezca la pena el tiempo de crecimiento o disfrute que vayan a emplear en ello. Si en esto fallamos, no vuelven a concedernos su crédito. Y es una de las profundas claves que a corto, medio y largo plazo hacen que un medio merezca la pena.
Una de las maneras en las que debemos emplear a fondo nuestra creatividad para conseguir esa relación fiel descansa en ese cómo. Esa manera de contar. Hemos tenido que soportar muchos apocalípticos de nuestro tan cacareado fin. El miedo al cambio, a la transformación, ha paralizado y hundido demasiados barcos por el camino. La supervivencia no ha beneficiado siempre a los mejores o antaño más poderosos, sino a quienes han sabido adaptarse con más rapidez al medio.
La tecnología, que ha sido como esa fiera invasiva que hemos hallado en un bosque y ante la que nos ha costado mantener fija la mirada para que no nos devore, poco a poco ha ido convirtiéndose en nuestra gran aliada para una necesaria metamorfosis generacional en las maneras de contar.
No hablo de redes sociales, ni de esa ligera superficie en que se desliza la rapidez de los datos urgentes. Me refiero, ante todo, a la poderosa posibilidad de trufar y encamar en una especie de orgía de soportes toda la profundidad de nuestros mensajes. Al enriquecimiento y la rica suma de aristas y puntos de vista que los engrandecen.
La base será casi siempre de partida un bolígrafo o un lápiz sobre una hoja de papel. También una conversación, que nos transmita el interés de lo que debemos trasladar, la novedad, la riqueza de acción y pensamiento. Eso no cambia. La nota en sí, o los géneros más puros, como la mera entrevista, donde se inicia una gran parte de los relatos que más merecen la pena y admiten aún originalidad en las propuestas. Pero el lugar al que puedes llegar mediante la tecnología desde ese primer apunte se ensancha cada día más con la ayuda de otros soportes volcados en nuestros teléfonos, nuestros dispositivos y nuestras webs.
Retemos a ese cambiante y efervescente presente que nos ha tocado vivir. Divirtámonos para disponer, a su vez, a nuestros receptores para el disfrute. No olvidemos que nadie nos obligó a elegir este oficio. Y que, aparte de la compulsión comunicativa y la necesidad de revelar y desvelar historias, debemos afrontar este con placer.
Un placer contagioso que también crea fidelidades y afinidades. Un placer, el de contar, expansivo y contundente, mediante el que, además, quienes hemos tenido la suerte de ser criados en español como lengua madre, amplia todas nuestras posibilidades a un ancho mundo que no perdonará perder esa batalla que nos permite colorear la paleta de nuestro universo con la riqueza tonal de nuestro idioma.