El tamiz de la creatividadFrancisco José Ramos
Filósofo, poeta y traductor

La filosofía es un arte conceptual; la vida del concepto como llegará a decir Hegel. La disciplina que consiste en crear conceptos, como habrán de afirmar Gilles Deleuze y Félix Guattari. ¿Qué es un concepto? Un criterio de inteligibilidad nacido de lo que se vislumbra en tanto que idea (εῖδος) del pensamiento. Distinguimos así entre concepto, idea y pensamiento. El concepto es la elaboración de una idea que surge en un instante de pensamiento con vista a clarificar lo que ocurre también en un momento dado.1 El concepto filosófico implica, pues, una determinada articulación de lo real que no debe identificarse, sin más, con lo que aparece como realidad. En función de dicho despliegue del pensamiento y del lenguaje, una genuina creación conceptual inaugura inéditas posibilidades de nombrar, pensar y atender aquello que acaece en el proceso infinito del devenir.

A diferencia de la imagen poética, el concepto filosófico necesita explicar y despejar el horizonte de su despliegue, generando el ámbito propio de un plano de consistencia o coherencia interna. Y a diferencia de una teoría científica, una propuesta filosófica no necesita justificar su pertinencia en base a la legalidad vigente de la comunidad científica ni de acuerdo con un estricto control experimental. Tampoco necesita una propuesta filosófica someterse a las exigencias formales de la lógica para validar su potencia conceptual. Hay un delirio conceptual en la filosofía que puede llegar a ser tan hermoso y transparente como la escueta maravilla de las ecuaciones o fórmulas físico-matemáticas: F = m g (Newton), E = hf (Planck), E = mc2 (Einstein), las cuales, dicho sea de paso, también necesitan ser explicadas en términos conceptuales.

El rigor del concepto depende de la riqueza explicativa y de su capacidad de estar a la altura de lo ya pensado para de esa manera abrir, una y otra vez, las posibilidades del pensamiento que son siempre indefinidas. Hay que dejar claro que el desafío de la creación conceptual consiste en incorporar el legado de la experiencia filosófica y no ya en reproducir el discurso institucional de la filosofía.

Cuando hablamos de experiencia filosófica se quiere destacar que la filosofía ha sido desde antiguo una actividad ligada al amor y deseo de entendimiento. Por esta razón, en tanto que matriz conceptual del pensamiento, la experiencia filosófica tiene una insoslayable dimensión erótica que Platón, como nadie, ha sabido poner en evidencia. Cabe al respecto afirmar que los conceptos filosóficos son un recurso extraordinario para contrarrestar uno de los rasgos más desconcertantes de esta primera civilización mundial que es la nuestra: el debilitamiento del pensar y el desgaste de la función simbólica del lenguaje. La filosofía es también, en este sentido, un llamado estético, ético y político a estar atento, cauteloso y despierto.

Siendo esto así no basta con conocer, llevar a cabo un razonamiento correcto o cálculos exitosos, eficaces y eficientes. Hay que pensar y, por ende, cuestionar. Pero tampoco basta con pensar ni con cuestionar, hay que entender, para que el pensar no quede confinado a la acumulación del saber o al intercambio de conocimiento.

En este sentido, la filosofía es un ejercicio de libertad en el sentido estricto de una práctica por la que se perfila el horizonte fecundo de la acción. Una libertad que rebasa por mucho el ámbito jurídico de las libertades en un estado de derecho o el asunto de las interpretaciones y concepciones teóricas del mundo que Marx denunciara en su célebre undécima tesis sobre Ludwig Feuerbach.2 Y dado que vivimos bajo el régimen del capitalismo universal, no está de más recordar que el diseño neo-conductista de las sociedades contemporáneas consiste en conformar, no ya ciudadanos alertas y vivaces, sino feroces consumidores que compiten entre sí y se entretienen hasta la muerte. Se impone de manera cada vez más avasalladora la tendencia planetaria a la uniformidad, la banalidad y la autocomplacencia. Dicho sea en buen castellano: nunca ha habido un abono tan fértil para el deleite del incauto y la gloria del mentecato.

Frente a esto, se trata de concebir un concepto filosófico de libertad inseparable de un perspicaz sentido de la disciplina, sin el cual no puede haber poesía ni creatividad alguna. Pierre Boulez, hablando de Gustav Mahler, lo resumió con estas palabras: «la libertad más exigente requiere precisamente de la más severa disciplina». Una disciplina, añadamos de paso, que le toca a cada cual delimitar en base a un alegre cultivo del entendimiento, aún cuando se llegase a la lúcida convicción de que, en última instancia, no hay nada que entender.

Dicho lo anterior, cabe ahora plantear que el punto de confluencia de la creación filosófica, la creación científica y la creación literaria es, precisamente, la escritura. La escritura es el gran invento que constantemente se recrea para dar lugar al encuentroσύμβολλή [símbollé]— de la voz distintiva de quien escribe y la resonancia singular de quien escucha o lee en base a la experiencia común del lenguaje y, en particular, de una lengua. Justamente puede hablarse entonces de la escritura como la inscripción del vigor musical del pensamiento, pues los silencios musicales forman también parte de la escritura filosófica. Hay en ella tanto una cadencia rítmica como un despliegue de tonalidades e insinuaciones melódicas.

En base a esta idea del engranaje del pensamiento, el lenguaje y la escritura, cabría pensar en términos de una actividad filosófica, una actividad científica y una actividad artístico-poética. La actividad traspasa el ámbito discursivo para resaltar la vivacidad de lo que se experimenta. Puede pensarse así también en términos del gesto agónico de la escritura. El término griego ἀγών [agón], de donde proviene agonía, es aquí revelador e instructivo, pues significa lucha, contienda; peligro, crisis, congoja; pero también reunión o asamblea de todo aquello que da pie o convoca el espacio vital del juego. El gesto agónico de la escritura responde a un esfuerzo, que puede llegar a ser tan lúdico, divertido y despreocupado como penoso y doloroso, por dar forma a aquello que se vislumbra.

Se puede inferir de lo dicho que hay un trasfondo artístico-creador tanto en la filosofía como en la ciencia. Es más: hay una creación literaria en la filosofía, como lo demuestran los aforismos de Heráclito; el poema de Parménides o de Lucrecio; los Diálogos de Platón o las Meditaciones de Marco Aurelio; las Confesiones de Agustín de Hipona, la Ética de Spinoza o el Zaratustra de Nietzsche; las sentencias de Ludwig Wittgenstein en su Tractatus, la punzante escritura de Ortega o la prosa poética de María Zambrano, y un largo etcétera. Hay también una creación conceptual en la ciencia y un pensar propio del acto poético. Cabe recordar además que son profundas las implicaciones filosóficas en las teorías científicas y en las grandes obras artísticas y literarias que han movido a los más fecundos pensamientos.

Hay que insistir en que una obra filosófica es un acontecimiento del pensar que genera a su vez una singular creación literaria. En alguna parte de sus Cahiers, afirma Paul Valéry que la filosofía es «un género literario que tiene el singular carácter de no haber sido reconocido como tal por aquellos que la practican». Sin embargo, quizá sea más justo y acertado afirmar que el criterio de «género literario» no es el más pertinente para caracterizar la actividad filosófica. Tampoco la palabra «estilo» sería aquí suficiente. La escritura filosófica contiene el ingenio de una inventiva que se traduce en una manera de mantener en vilo la potencia del entendimiento y la experiencia creadora del pensar que pasan necesariamente por el laborioso horizonte del concepto.

Contrario al pensar filosófico, una obra artística o literaria no necesita ser explicada ni justificada conceptualmente. En este contexto vale tener en cuenta que todo poeta o artista va gestando una poética, esto es: una singular concepción del quehacer artístico que puede o no ser objeto de una elaboración teórica por parte del artista o por un filósofo. Los ejemplos al respecto son abundantes. Me limito aquí a mencionar esta sentencia de un extraordinario poeta y pensador: «Para un verdadero poeta, cada momento de vida, cada hecho, debería ser poético, ya que profundamente lo es»3.

Esta dimensión ontológica de la poesía, la cual va de la mano del viaje infinito del pensamiento que es la metáfora, es clave para entender lo que sigue. Hay una fuerza y una potencia, pero también un silencio que habita el lenguaje. La fuerza es el despliegue puntual de una determinada energía vital; la potencia es la capacidad de dar forma a dicho despliegue; el silencio es el núcleo creador del pensamiento.4 El lenguaje brota de allí mismo de donde se separa el signo, es decir, del fondo sin fondo o abismal (χάος) de lo real, para luego esforzarse por recuperar esa función primordial suya que es la poesía. El lenguaje es el designio de lo que somos, pero también de nuestros más sofisticados artilugios: la escritura, la gramática, la imprenta y la computadora con sus imprevisibles y poderosas aplicaciones.

En la gran fábula del mundo, todo es decible; aún lo inefable o indecible, puesto que al nombrarse se dice. Y sin embargo, es obvio que no todo es lenguaje. Hay también lo que no necesita ni exige ser nombrado, por más que se hable de lo innombrable, pues desborda o sobrecoge la condición del animal hablante. Se trata, en definitiva, de casi todo. Este asunto también podría formularse así: ¿acaso hay algo más allá de las palabras, cuando todo aquello que se designa no deja de ser una palabra? Ya lo decía Pascal: «Nous ne cherchons pas les choses mais la réchérche des choses».

Sin embargo, sí hay algo más allá de las palabras. Es el simple hecho de que las cosas sean como son. Es lo evidente de la vida cotidiana; el ser-así de lo que hay, la talidad. Como por ejemplo: las migajas del pan sobre el plato en la mesa o la evanescencia de las nubes en el vacío del cielo. Se trata del milagro (miraculum) de la insignificancia, es decir, de lo que rebasa el sentido, el significado y el significante.5 Si el milagro consiste en que las cosas sean lo que son, el misterio estriba en que podamos hablar de ellas en virtud precisamente de la irrepetible singularidad de lo que aparece. Por esa razón, se podría afirmar que el misterio está en las palabras y no en lo que ellas designan. Aun así, llegado el momento, ¿cuál es la diferencia? El asunto fundamental no se juega entre las palabras y las cosas, sino en las palabras y aquello que se experimenta que, en última instancia, no está sujeto a nada ni a nadie. Se desvanece el signo y queda la aurora.

Notas

  • 1. Ténganse en cuenta estas palabras de Charles Sanders Pierce: «I used the word instant to mean a point of time, and moment to mean an infinitesimal duration» (The Law of Mind). Texto tomado de Philosophical Writtings of Peirce, New York, Dover Publications, 1955.Volver
  • 2. Dicha tesis encabeza la entrada a la biblioteca Humboldt de Berlín y reza así: «Hasta ahora los filósofos se han conformado con interpretar el mundo. De lo que se trata es de transformarlo».Volver
  • 3. Jorge Luis Borges (1977), El oro de los tigres. Buenos Aires, Editorial Emecé.Volver
  • 4. En este contexto, habría que tener en cuenta estas palabras de Wassily Kandinsky: «En nuestra percepción, el punto es el puente esencial, único, entre palabra y silencio. El punto geométrico [que equivale a cero] encuentra su forma material en la escritura: pertenece al lenguaje y significa silencio», Punto y línea sobre el plano. Barcelona, Paidós, 1996.Volver
  • 5. Recuérdese el planteamiento de Albert Einstein: «The eternal mystery of the world is its comprehensibility… The fact that it is comprehensible is a mystery», A. Einstein / L. Infeld, The Evolution of Physics. New York, Simon & Schuster, 1966/2007.Volver