La primera vez que tuve necesidad de traducir algo fue en Buenos Aires, a mediados de los ochenta, en mi época de estudiante universitario. Escribía mis primeros cuentos y se los mostraba a mis compañeros. Uno me dijo que pileta sonaba mejor que piscina y que encender la luz era más adecuado que prenderla. Por supuesto, le hice caso. No tenía muchos lectores y no quería perder a esos pocos.
Suena un poco extraño, traducir del español al español, pero eso es algo que hacemos todo el tiempo, muchas veces de manera natural, casi inconsciente. En mi caso, esas primeras lecturas en el extranjero marcaron mi camino como escritor. A mis dieciocho años creía, quizás, que el lenguaje era un instrumento transparente que usaba para contar la historia que quería contar de la mejor manera posible. No sospechaba cuánto de traducción, de intervención cultural, implicaba el uso de una lengua. Porque cada libro que escribimos no solo es una mirada al mundo, es también un gesto político acerca de nuestra relación con la lengua, lo que creemos de ella, lo que pensamos que puede decir o no. En esos gestos a veces nuestra lengua se vuelve tímida y se reprime en procura de la comunicación sin más; en otras, canta, ambiciosa, y se convierte en el laboratorio de contacto con zonas oscuras de nuestra psiquis y con otras lenguas y culturas. Así se va transformando, incesante. Ni que decir cuando el escritor no vive en su país de origen; en la Argentina primero, y en los Estados Unidos después, aprendí que la mejor manera de usar una lengua es desnaturalizándola, viéndola como una entidad extraña a través de la cual el mundo puede manifestarse, a veces entre balbuceos, ante nosotros.
Yo no sospechaba que esos primeros lectores argentinos me influirían tanto. Lo cierto es que, una vez que entendí hacia dónde apuntaban, decidí reprimirme por cuenta propia, ir borrando los registros coloquiales de mi escritura, todas las palabras que pudieran insinuar que mi español era otro, provenía de Cochabamba, una ciudad del valle boliviano sin grandes oropeles literarios (ah, qué envidia, la soltura con la que escribían cubanos, argentinos y mexicanos, tan despreocupados de que yo los entendiera; ah, qué envidia, Paradiso o La región más transparente). Por supuesto, esa censura del lenguaje no era negativa del todo, pues iba con lo que yo entendía en ese momento que era la literatura: un espacio atemporal, un reino etéreo. No solo hacía que mis personajes hablaran un lenguaje estándar, en el que, por ejemplo, borraba de mi español los préstamos típicos que tenía el español de Bolivia de lenguas indígenas como el quechua y el aimara —wawa, yapa— o palabras más bien locales —chompa—; también la narración adoptaba un tono relativamente neutro (un amigo lingüista me haría ver luego que el borramiento nunca era total, que ciertas construcciones sintácticas mías obviamente me mostraban como escritor boliviano).
Eso se acentuó cuando me fui a estudiar a los Estados Unidos a finales de los ochenta. Ahora los lectores de mis textos eran mexicanos, venezolanos o colombianos. De tanto insistir en mis purgas, la lengua de mis primeros dos libros de cuentos se volvió tan castiza que llegaba a ser algo artificial. Una lengua desprovista de metáforas, regionalismos, coloquialismos, neologismos, etcétera. Una lengua solemne, más cercana al diccionario que a la calle, lo cual, paradójicamente, hizo que algunos lectores la entendieran como intervenida por el inglés; un crítico en Bolivia me dijo, por ejemplo, que mi uso de arribar y de retornar provenía de mi frecuentación de palabras como to arrive o to return. Yo solo usaba arribar en vez de llegar, o retornar en vez de llegar, porque me parecían palabras más literarias. Pero mi intento por escribir en un castellano inteligible para mis compañeros de estudio, mi deseo de escribir en un español que no estuviera influido ni por el lugar de donde provenía yo ni por el lugar en el que vivía, había hecho que mis textos parecieran traducidos de otra lengua. Los extremos se tocaban.
En casi tres décadas de vida en los Estados Unidos, mis políticas de la lengua han variado. Cuando llegué me ponía nervioso el español que se hablaba en los Estados Unidos; era el español de te llamo para atrás, el de carpetas en vez de alfombras. Me sonreía al ver esos «errores» en los anuncios publicitarios, me espantaba cada vez que veía Univisión o Telemundo. Admiraba, eso sí, la multiplicidad de voces, el spanglish de los inmigrantes mexicanos en California, tan diferente al de los cubanos o venezolanos en la Florida o al de los caribeños en New York. Y miraba con escepticismo los esfuerzos académicos por atrapar en diccionarios ese lenguaje en movimiento.
Con los años llegó la liberación. Entendí que mi concepción de los «errores» del español en los Estados Unidos nacía de una equivocada nostalgia por el centro, de un miedo absurdo a perder cierta pureza cultural que solo existía en lo abstracto, pues en la práctica se había perdido hacía mucho. Yo venía de la provincia y renegaba de las imposiciones de la capital, pero al borrar las marcas particulares de mi lengua de algún modo afirmaba esas imposiciones; del mismo modo, al observar con ansiedad el «mal» español de los Estados Unidos, creía de alguna forma que en ciertos lugares del planeta se hablaba «bien» el idioma. Tardé en comprender que esas «malas» traducciones eran la forma en que la lengua se había mantenido viva no solo en los Estados Unidos, sino también en América Latina y en la misma España. Tardé en comprender que la fuerza de la lengua podía imponerse a esos equívocos, provenir de hecho de esos equívocos, pues estos no eran tales, no del todo. Había mucha poesía en esa traducción tan literal que es te llamo para atrás. Era una de nuestras tantas maneras de apropiarnos del inglés, de vivir dentro de esa otra cultura dominante, de no solo quedarnos con el español con el que habíamos llegado, sino también hacer que este produjera frutos extraños en su nuevo territorio de adopción.
Así que he tratado de aprender. Y trato de escuchar y leer no solo el español que se va formando en los Estados Unidos, sino la forma en que el español se usa en zonas fronterizas como el norte de México, y también, dada su presencia global, la forma en que en todo el continente vamos traduciendo y haciendo nuestro el inglés. Me interesa, por ejemplo, una palabra que le leí a un escritor de Tijuana, beyondear, que significa ‘matar a alguien’, y que he usado en mi última novela, que es de ciencia ficción, pensando en las formas en que puede evolucionar el español en este siglo. Me interesan serendipia y abducido, que en mi adolescencia no existían. Me interesa brodi, una palabra que usan los amigos de mi hermano para referirse a un compañero, a un amigo, a un hermano, y que en mi última novela se convirtió simplemente en di.
Me interesa el inglés de Junot Díaz, tan intervenido por el español. Me interesa el español de Rita Indiana, tan intervenido por el inglés, y en general el español del Caribe. Me interesa el viaje de ida y vuelta de Daniel Alarcón, que escribe en español y en inglés. Me interesa el spanglish de Giannina Braschi. Me interesan las prácticas de escritura de Valeria Luiselli, que escribe su novela en español y luego reescribe ciertas secciones para su traducción al inglés, y luego piensa en volver a editar su novela en español, haciendo cambios a partir de la traducción al inglés. Me interesan los escritores de la zona de contacto, como Augusto Roa Bastos, João Guimarães Rosa o José María Arguedas. Por supuesto, en los últimos años he leído con mucho interés a escritores del norte de México como Élmer Mendoza, Carlos Velázquez o Yuri Herrera. Cualquiera que lea sus novelas verá que su inventiva lingüística mezcla sin complejos el español literario de México con la jerga coloquial de sus regiones, la presencia de un inglés intervenido, los neologismos, etcétera. Si alguien se asusta con el spanglish, aquí debería asustarse más: Un asesino solitario, La biblia vaquera o Señales que precederán al fin del mundo son experimentos radicales que muestran una lengua muy viva, que extraen algunos de sus mejores recursos de su condición fronteriza, del contacto con otras lenguas. Para los que escribimos en español en los Estados Unidos, estos escritores son grandes modelos de radical reinvención de la lengua.
Muchas veces me han preguntado si no he estado tentado de escribir en inglés (mi respuesta es «no»: ya bastante me cuesta escribir en español, intentar dominar los matices de esa lengua). También me han preguntado si me siento un escritor latino o hispano; y he dicho que «sí», siempre y cuando se entienda que una forma de ser escritor latino en los Estados Unidos es escribiendo en español. Los Estados Unidos es ese extraño país con una extraordinaria riqueza de comunidades de inmigrantes de todas partes del mundo que han aportado con grandes escritores a su literatura, siempre y cuando sus libros estén escritos en inglés. Somos muchos los que escribimos en español en los Estados Unidos, aunque no seamos aceptados por la literatura norteamericana. Eso, en todo caso, me importa menos que lo otro: la posibilidad y el desafío de seguir contribuyendo a la construcción de la literatura en español, para Bolivia e Hispanoamérica, desde un país en el que la lengua española no es la dominante.