Aunque a menudo sintamos que esta pregunta es particularmente moderna, y aún contemporánea, la cuestión de si la filosofía —es decir, la relación con esa vieja tradición— es aún posible, necesaria o deseable no es exclusiva de ninguna época en particular, sino que constituye el modo en que cada época en particular se plantea la posibilidad de conservar esa tradición (y, por tanto, también la posibilidad de romper con ella) o, dicho con otras palabras, el modo en que cada época reformula de modo innovador las problemáticas que fueron el origen de la filosofía y, con ello, plantea el problema mismo de la filosofía como un problema vivo. Queda dicho, pues, que la cuestión de una posible «definición de la filosofía en términos actuales» no es otra que la pregunta acerca de las condiciones actuales de posibilidad de la filosofía. Expresado en términos menos ambiguos: la pregunta por la «filosofía en la actualidad» o por las «filosofías de la actualidad» no puede siquiera plantearse sin antes reflexionar —evocando el título de la lección inaugural de Adorno de 1931— acerca de la actualidad de la filosofía. De no proceder de este modo, lo único que se lograría sería un inventario de «filósofos importantes» —catalogados de acuerdo con algún criterio más o menos estadístico— desde tal fecha hasta tal otra —siendo manifiesta la arbitrariedad en la elección de tales límites temporales— que, pese a tener algún interés sociológico, sería difícil que estuviese dotado de interés filosófico.
«Actual» parece ser, al menos en primera instancia, sinónimo de «de este tiempo» o «de ahora mismo» e incluso de «presente». Pero, mientras que presente tiene, en el uso cotidiano, una significación neutralmente cronológica (lo «presente» se opone a lo «pasado» y a lo «futuro»), actual comporta una connotación valorativa de vigencia (que se opone a «caducidad» y a «carencia de interés»). Casi todos los diccionarios registran la acepción de «estar (o ponerse) de actualidad» prácticamente como sinónimo de «estar (o ponerse) de moda»: de actualidad está aquello que suscita interés y curiosidad, aquello de lo que se habla. No se trata solamente de algo presente, sino de una presencia que se impone sobre todas las demás (a las que deja en segundo plano) y que constituye un cierto modelo del «éxito social», en la medida en que existe una feroz competencia por ocupar esa posición de ventaja que deriva del primer plano (o de la primera plana). Para millones de personas en el mundo, la actualidad designa el resultado de la selección del presente realizada por los llamados «medios de comunicación social»; pero a la acusación —frecuente— de que son estos medios quienes deciden acerca de lo actual y lo inactual, suelen responder sus responsables que, dado que estos medios funcionan en un régimen de libre mercado, el «éxito» de estas presencias que se autoimponen como relevantes deriva en realidad de la demanda de los consumidores de actualidad, que son en última instancia quienes deciden con sus actos de consumo y de demanda de consumo acerca del hit-parade de la actualidad. Por este perverso mecanismo, resulta que el «triunfo de lo actual» no indica un «saber previo» acerca de lo que es «de este tiempo» o «de ahora mismo», que dotaría a las mercancías que tuvieran tal propiedad de un especial valor en el mercado de la comunicación, sino más bien de un sondeo en el cual una serie de «productos» (de presencias, que no tienen por qué ser presencias de personas, sino que también pueden serlo de objetos, de lugares o de asuntos) compiten por «ponerse de actualidad», siendo así que finalmente solo algunos lo consiguen (o algunos lo consiguen de forma más nítida o más duradera que otros), y que por tanto solo esos se considerarán como característicos «de este tiempo»; y ello hasta tal punto que, cuando se hagan «revisiones del pasado», se considerará «lo propio de cada época» todo lo que consiguió ponerse de actualidad (incluso aunque fuera durante un tiempo muy breve) en esa época. Haber sido alguna vez actualidad, haber estado en algún momento de actualidad es un título de gloria, entre otras cosas porque significa la posibilidad de volver a estarlo en algún otro momento, y también porque significa pasar a la historia (que tiende, por tanto, a no ser otra cosa que la historia de lo que alguna vez estuvo de actualidad). Lo actual deja entonces de ser un concepto cronológico: no es actual «lo de este tiempo» frente al pasado o al futuro, sino aquello que ocupa el primer plano y que impone su presencia por doquier; y, cuando lo actual deja de «estar de actualidad», no se convierte en simple pasado, sino que ocupa un puesto en la colección de todo aquello que alguna vez estuvo de actualidad, en el panteón de lo que no envejece del todo, de lo que, aunque pasado, sigue siendo digno de tenerse presente. Esto arroja un terrible saldo: esas presencias actuales que han tenido al menos un efímero instante de gloria (un primer plano) se erigen sobre un fondo de inactualidad —lo que nunca fue actualidad— para lo cual no hay historia ni recuerdo, y cuya presencia, incluso aunque lo sea «de este tiempo» o «de ahora mismo», pasa completamente desapercibida. No haríamos bien en desdeñar este mecanismo como simple síntoma de degradación cultural o como motivo ya conocido de una crítica social cuya eficacia está más que erosionada, sino que habremos de valorarlo como el elemento en el que se constituye un modo de temporalidad particularmente moderno —lo que suele llamarse «cotidianeidad»— y específicamente urbano-civil, que se articula precisamente merced a este doble escenario: la actualidad vertiginosamente renovada y que se convierte, magnis itineribus, en historia inmediata solidificada en recuerdos-clichés, y la inactualidad gris y desapercibida que no se registra en imagen alguna, memoria perdida de las cosas y de las personas, estando muy a menudo relacionada la «tragicomedia» del hombre contemporáneo habitante de las grandes conurbaciones posindustriales con los «problemas de identidad» derivados de la imposibilidad de conectar estos dos escenarios y, por tanto, de vivir como propia la actualidad que su tiempo le impone como «de ahora mismo».
Como la filosofía no podía escapar —una vez inmersa en el mercado de los bienes culturales— de este tráfico, también en ella se registran movimientos que «se ponen de actualidad»; así, es inevitable la impresión de que en las facultades de Filosofía se ha de intentar ofrecer a los estudiantes aquello que está de actualidad en el terreno del pensamiento, aquellos debates o asuntos que imponen su presencia en los medios de comunicación social y que aparecen como esencialmente vigentes frente a los caducos o inactuales programas de estudios que se conforman con transmitir la tradición, y ello como solución para que estos estudiantes puedan conectar con la actualidad (es decir, con la selección de la presencia realizada en el mercado de los medios de comunicación social) y competir en ese campo, es decir, para evitar que ellos puedan sufrir esos «problemas de identidad» que padecen quienes no consiguen sincronizar su gris cotidianeidad con el brillo espectacular de la actualidad. ¿Qué se hizo, pues, de aquel dictum nietzscheano —tan corroborado por la historia del pensamiento— según el cual la filosofía tiene la obligación de ser inactual o intempestiva («A favor, eso espero, de un tiempo futuro»)? Sobre este punto se expresaba, también, Jean-François Lyotard1 (en): «La Facultad está situada en mitad de dos grandes operaciones sobre los medios de comprensión y de expresión: su manipulación y su recuperación. Manipulación, la Facultad de Letras Muertas; recuperación, la Facultad de Relaciones Humanas. Para la primera, la inteligencia y la inventiva han de desviarse de la práctica hacia el fetichismo de las obras hechas en el pasado, de lo que está establecido; para la segunda, han de emplearse en el acondicionamiento de la fuerza de trabajo y la elevación del rendimiento. La manipulación hace al erudito; la recuperación, al experto. Toda la imaginación de la que es capaz la clase dirigente no puede ir más allá de esto: procurar que la Facultad produzca expertos mejor que eruditos... No hay desempate posible entre la crítica de una Universidad a la que se juzga mala porque está inadaptada a las exigencias del capitalismo moderno, y la crítica de una Universidad a la que se juzgará mala precisamente porque estará adaptada a esas exigencias...». También haríamos mal en despreciar este problema como una simple parodia.
Pero los diccionarios registran una segunda acepción del término actual, que suele rezar así: «[Filosofía] Dícese de lo real, por oposición a lo potencial». No es posible, obviamente, desarrollar aquí todas las implicaciones de esta división desde Aristóteles en adelante; nos conformaremos con señalar que el primado de la actualitas como «realidad efectiva» (Wirklichkeit) indica la dirección preferente del pensamiento occidental en su orientación técnica o instrumental, a veces reconocida bajo el título de «metafísica de la presencia». La identificación de «actualidad» con «realidad» es la principal articulación de lo que, en términos heideggerianos, podríamos llamar el primado del ente sobre el ser, el «prejuicio» propiamente metafísico que convierte a las cosas en «existencias» o «recursos» (Bestand) —incluidos los «recursos humanos»—, como es propio de la tecnología industrial, y que no es sino la culminación de este imperio de lo actual. Digamos que este «imperio» puede ser interpretado como el «fundamento» de ese «imperialismo social de la actualidad» que hemos descrito, así como de la «obligación» de inactualidad de la filosofía. Las consecuencias de este actualismo «despiadado» han sido señaladas también: «quien desee dinamizar todo lo que es en pura actualidad, tiende a la hostilidad contra lo otro, ajeno, que no en vano es evocado en la “alienación” —esa diferencia en la que debería hallar su libertad no solo la conciencia, sino una humanidad reconciliada—. En cambio, el dinamismo absoluto sería la absoluta acción pura, autosatisfecha por la violencia y abusiva frente a la diferencia, a la que toma como mera ocasión».2
Baste esto para señalar que el concepto de actualidad debe ser tratado con cautela. Y es que, sin duda, la referencia a una «actualidad» parece presuponer una imagen del presente ya establecida de antemano, y legitimada por instancias ajenas a la filosofía, una imagen en la cual está pre-determinado qué es y qué no es actual, qué es lo «vigente» y qué lo «caduco». Esta imagen prestablecida del presente no se manifiesta como algo arbitrario, ni siquiera como un mero «estado de opinión», sino que aparece como la suma de una serie de «evidencias» que suponemos empíricamente constatables y que, al imponerse como algo ya siempre dado de antemano antes de todo discurso, parece exigir de cualquier agente discursivo una cierta obediencia a su contexto o una relativa «adaptación» a las circunstancias así definidas: así están las cosas, nos guste o no, lo queramos o no, lo sepamos o no. Sería ciertamente inútil negar que toda práctica se ejercita (y también la del pensamiento) en una determinada circunstancia histórica, y que la circunstancia histórica en la que hoy nos encontramos contiene unas determinaciones sustancialmente diferentes de las que han afectado a otros hombres en otros tiempos y lugares. Pero el obstáculo al que nos referimos consiste en que, al «dar por buena» la imagen del presente que se nos impone como actualidad, y pretender ubicar a la filosofía en su interior, corremos el peligro de estar inconscientemente legitimando el presente (o al menos esa imagen presupuesta de él) en lugar de «describirlo». Y todo ello no significa sino que el concepto de actualidad no se torna filosóficamente significativo sino cuando él mismo es sometido a una cierta elaboración filosófica, lo que comporta la mentada cautela crítica con respecto a las imágenes de la actualidad establecidas por otros procedimientos.
¿Cuál es actualmente la relación entre la filosofía y la sociedad? La impresión más inmediata nos inclinaría a responder simplemente a esta pregunta: ninguna. Y esta no es solamente una impresión de los observadores poco avisados: los informes de los expertos acerca del Grado en Filosofía en España no dejan de expresar su perplejidad ante el aparente consenso existente entre alumnos y profesores de esta materia en el sentido de que su actividad es socialmente inútil. Como la sociología ha mostrado suficientemente, es propio de los colectivos disminuidos intentar convertir las marcas de infamia con que la sociedad les estigmatiza en signos de distinción de los que obtener algún beneficio, al menos simbólico, y así también quienes trabajan en filosofía con el prejuicio recién mencionado intentan hacer de esa «inutilidad» virtud (interpretándola, por ejemplo, en términos de «no-servidumbre»), procurando de esta manera recaudar en forma de prestigio lo que es imposible ingresar en forma de salario. La supuesta «inutilidad» de la filosofía se constituye, de este modo, al mismo tiempo como el factor que permite a la sociedad tolerar una institución improductiva (siempre que sus gastos sean insignificantes) y como el emblema que permite a quienes la practican conservar un cierto orgullo profesional. La discusión que a partir de esta situación se genera es interminable e infinitamente estéril en consecuencias prácticas. Pero no lo es solamente porque en ella se mezclan elementos de fundamentación teórica con otros de defensa de intereses corporativos, sino, a nuestro modo de ver, porque el supuesto dato de partida en el que se basa —a saber, la presunta desconexión o inutilidad social de la filosofía— es radicalmente falso.
La doxa que hace aparecer como nula la relación entre la filosofía y la sociedad es el resultado de una profunda inadecuación entre los métodos de análisis y la realidad de la cual tratan de dar cuenta. Estos métodos de análisis proceden de una época en la cual las relaciones entre filosofía y sociedad civil, sin llegar a ser directas, eran al menos formales y explícitas. Si tomamos como ejemplo a algunos de los pensadores contemporáneos que en nuestra actualidad tienen un reconocimiento generalizado como «maestros» en filosofía, observaremos que intelectuales como Hans-Georg Gadamer, Jürgen Habermas, Michel Foucault o Willard Van Orman Quine se convirtieron en lo que han llegado a ser tras recibir una formación académica (es decir, formal y explícita) de otros reconocidos maestros en sus campos respectivos y siempre en el terreno universitario: Heidegger en el caso de Gadamer, el propio Gadamer y Adorno en el caso de Habermas, Canguilhem e Hippolyte en el caso de Foucault, Carnap en el caso de Quine. Y solo mucho después de diseñar sus respectivos programas teóricos, gracias a la influencia que sus publicaciones tuvieron en terceros y que promovieron una divulgación social amplia, pero indirecta, de sus discursos, han alcanzado el reconocimiento del que gozan como pensadores culturalmente relevantes. Pero sucede que, en este terreno (el de las relaciones entre filosofía y sociedad civil), se ha operado en los últimos 60 años una transformación del mismo tipo que la que afecta, desde hace algo más de tiempo, al campo de las ciencias de la naturaleza. Así como el impacto de la ciencia sobre la sociedad comenzó siendo un fenómeno a largo plazo (el que tenía que transcurrir desde que se producía una innovación teórico-experimental hasta que esta encontraba aplicaciones sociales mediante la técnica, y ello siempre a través de dispositivos que exigían ser manejados por expertos) y ha terminado convirtiéndose en una proyección prácticamente inmediata (las innovaciones científicas se plasman rápidamente en aplicaciones técnicas para cuyo manejo no es preciso ningún conocimiento especializado), así también se ha producido en estos años un movimiento de relación a corto plazo entre filosofía y sociedad, movimiento que puede haber pasado desapercibido a los analistas solo porque se ha verificado por cauces y vías informales e implícitas, relativamente poco institucionalizadas (pero también por ello más fluidas), al margen de los mecanismos formalizados y expresos de comunicación del conocimiento y sin someterse a los roles y jerarquías del orden académico.
Estas nuevas relaciones —poco perceptibles pero muy intensas— entre filosofía y sociedad se han desarrollado principalmente en dos vertientes, asociadas ambas a las profundas transformaciones sociales experimentadas por las democracias de masas en la época tardoindustrial: (1) en primer lugar, las necesidades, surgidas primero en el mundo empresarial (pero transferidas después a instituciones de titularidad pública o de naturaleza mixta), de una batería de «nuevos conocimientos» cuya elaboración urgente no podía en modo alguno acomodarse al ritmo de producción de saber de las instituciones académicas ni a los procedimientos formalizados para su legitimación y transmisión, y que ha dado lugar al híbrido continente de las «ciencias empresariales», que alcanzan desde las técnicas de selección, formación y gestión de recursos humanos hasta el diseño conceptual de productos mercantiles que precisan equipamientos simbólicos muy refinados para llegar a los clientes o a los consumidores, pasando por el análisis mercadotécnico, los modelos de liderazgo profesional y de dirección corporativa, la elaboración de códigos éticos o normas deontológicas, las técnicas de resolución y gestión de conflictos, la toma de decisiones en condiciones de riesgo, la construcción de imágenes comerciales, la asesoría en materias como semiótica, ética, etnología o estética o la confección de campañas de sensibilización; y, aunque en una primera fase la presencia de elementos filosóficos en estas aplicaciones se producía a través de los instrumentos tomados de las ciencias sociales de los que eran solidarios, cada vez más la aproximación de términos aparentemente tan distantes como «industria» y «talento», y las apelaciones a la creatividad empresarial dependientes de la nueva estructura económica y laboral generada por las formas nacientes de capitalismo financiero y empleo flexible (think tanks, etc.) han introducido una relación mucho más directa con la filosofía en cuanto tradición e incluso con las filosofías que en esos mismos momentos estaban siendo cimentadas en los ámbitos académicos, aunque, una vez más, esas relaciones no se hicieran visibles en los cauces formalizados de transmisión del saber; y (2) en segundo lugar, y al mismo tiempo que se producían las transformaciones sociales que se expresan en los mencionados cambios en la estructura de las empresas, de las instituciones públicas y de los perfiles laborales y profesionales (conectados, por su parte, con cambios demográficos y poblacionales enormemente significativos), nacía en consecuencia una nueva problemática de la individualidad, de la ciudadanía y de la privacidad, un nuevo tipo de público diferente tanto del «hombre culto» como de «las masas» de la primera mitad del siglo xx, ese tipo de público para el cual se han convertido en relevantes, por ejemplo, las cuestiones culturales relativas a la diversidad y a la identidad, y que cada vez más reclama (y obtiene) la satisfacción de esa nueva demanda de conocimiento de sí mismo de fuentes que no se avergüenzan de llamarse a sí mismas espirituales y que, como es innecesario observar, explotan recursos de los cuales la filosofía es la principal reserva.
Esta relación inadvertida, pero caudalosa, entre filosofía y sociedad, no ha sido nunca estudiada en España, en donde sin embargo alcanza cotas perfectamente comparables con las de otros estados de la Unión Europea. La coartada de la «inutilidad social» de la filosofía ha funcionado, paradójicamente, como un acicate para este trasvase de lo académico a lo mundano: debido a la práctica inexistencia de «salidas» profesionales formal y explícitamente adecuadas a la titulación del Grado en Filosofía, el grueso de los alumnos que han obtenido esta titulación se han visto obligados a ingresar en la sociedad civil (en el supuesto de que la de Filosofía sea su única graduación) o a reforzar su posición en ella (en los casos en los que se trata de una segunda titulación o de una graduación obtenida mientras estaban ya insertados en estructuras laborales) en puestos y responsabilidades de empresas privadas o instituciones públicas que no requerían específicamente los conocimientos y habilidades adquiridos durante la graduación, pero en los cuales, una vez más de un modo implícito e informal, estos conocimientos se han puesto de hecho en valor en muchos casos, y han pasado a formar parte de las carreras profesionales de quienes los poseían y a redefinir los perfiles de los puestos de trabajo que ocupaban. En el otro polo del sistema, el profesorado de estos estudios, justamente por la disminución del crédito social de esta, ha empezado a ocupar «segundos empleos» al margen de sus actividades académicas, a veces directamente enfocados al suministro de estos «nuevos conocimientos» al mundo empresarial o institucional como formadores, asesores o a través de publicaciones, a veces en el terreno de la satisfacción de la nueva demanda de «cultura espiritual» emergente en el público contemporáneo mediante su colaboración en fundaciones, cursos de humanidades, escuelas o universidades privadas, entramados de gestión cultural dirigidos a un público no especializado o trabajos editoriales orientados de modo generalista y de divulgación o formación de la opinión pública en medios de comunicación. Aunque no existen estudios al respecto, seguramente nos sorprendería conocer la importancia que estos «segundos empleos» han llegado a alcanzar con respecto a los formalmente «primeros», tanto en términos cuantitativos como cualitativos y, desde luego, para la formación de la imagen pública de la filosofía. Finalmente, la creciente incorporación de la filosofía, siempre en términos relativamente implícitos, a las nuevas titulaciones diseñadas por las universidades privadas, más atentas a la demanda social y más fluidas que las públicas a la hora de programar la formación y establecer los curricula, es la prueba final de que la filosofía sí está siendo socialmente útil, paradójicamente a pesar de —y gracias a— la doxa reinante acerca de su carácter inservible.
¿Cuál ha sido hasta ahora, en España, la actitud de la filosofía como institución formal y académica frente a esta filosofía informal profundamente implicada en los procesos sociales emergentes? Podríamos decir que dicha actitud ha consistido (A) en negar su existencia y, cuando esto no era ya posible, (B) en negarle su condición de verdadera filosofía, pero sin que mediase en ninguno de los dos casos el menor análisis, y obedeciendo simplemente a los automatismos psicológicos asociados al orgullo corporativo al que aludimos al principio (la noticia de que la filosofía podía convertirse en un negocio rentable no podía ser recibida por quienes habían hecho de la inutilidad su signo de distinción social sino como una marca de infamia que amenazaba con borrar precisamente la distinción de los estudios de filosofía con respecto a los realizados en el resto de las facultades públicas del Estado). Esta situación está a punto de sufrir un vuelco, a medida que se apliquen las recientes reformas legislativas en materia de universidades, y que España complete su proceso de convergencia con el «espacio educativo común» de la Unión Europea. Este proceso va claramente en el sentido de adaptar la universidad a la sociedad y, más concretamente, los grados a las demandas sociales, y es por tanto previsible que, en un período no excesivamente dilatado de tiempo, el «rostro» de las facultades de Filosofía de las universidades públicas se transforme por completo para inyectar en ellas, ahora de manera formal y explícita, todos esos «nuevos conocimientos» y perfiles profesionales que hasta ahora ha segregado de forma relativamente involuntaria e incontrolada. El hecho de que las facultades de filosofía hayan ignorado sistemáticamente, hasta ahora, toda esa periferia que han ido generando y que ha llegado a rivalizar seriamente con el «centro» es, para empezar, un grave descuido epistémico, ya que, aunque una buena parte de estos contenidos, por estar fundamentalmente concretados en aplicaciones prácticas más que en explicaciones teóricas, ofrecen un perfil epistemológico «menor» en cuanto a sus formas y soportes de materialización, la significación y repercusión de este tipo de productos culturales ha alcanzado un rango suficiente como para ser encarada como una genuina corriente filosófica (a pesar de su reiteradamente aludido carácter informal) y, en consecuencia, como para ser catalogada de acuerdo a los criterios historiográficos y sistemáticos utilizados en general para definir los movimientos intelectuales y los elementos teóricos en la historia (formal y académica) de la filosofía. Pero, considerando las circunstancias a las que acabamos de aludir con respecto al futuro de los estudios universitarios de filosofía, este descuido arroja la grave consecuencia de que las facultades de Filosofía de las universidades públicas españolas no tienen la menor idea de aquello en lo que se van a convertir, no le han dedicado ni un minuto de su reflexión formal y explícita y, por tanto, no están en condiciones de ejercer sobre ellos esa función crítica que parece corresponderles, no solo por derecho, sino también por obligación. Uno de los profesionales de la filosofía que más y mejor ha trabajado en España a favor del compromiso de la filosofía con la sociedad, el profesor Fernando Savater, ha escrito que, aunque las instituciones educativas formales y explícitas no son las únicas (ni quizá las principales) instancias educativas en nuestra sociedad, sí son, al menos, la única parte de la educación que es susceptible de un control reflexivo, democrático y racional. En este sentido, conviene observar que, precisamente porque este proceso, al que nos hemos referido, de vinculación informal entre filosofía y sociedad civil, ha tenido lugar en nuestro contexto de un modo que ha pasado inadvertido a la mayoría de los analistas y por cauces tangenciales, también ha quedado al margen de toda posible discusión, de todo posible cuestionamiento crítico, y de toda posible legitimación explícita. Con respecto a esta nueva corriente de conocimientos, hemos carecido hasta hoy de la distancia necesaria para enjuiciarlos y valorarlos en cuanto a sus pretensiones de racionalidad y moralidad y, en consecuencia, la sociedad misma carece de dispositivos que hagan posible el control democrático de un proceso que, en cualquier caso, parece destinado a seguir desarrollándose y profundizándose de un modo tendencialmente irreversible. Y, en este punto, el descuido epistemológico adquiere tintes de grave irresponsabilidad.
Así como la aplicación de la ciencia a la sociedad solo puede ser aceptable si existe un control democrático de la técnica (como ponen cada día de manifiesto las aplicaciones de nuevas posibilidades de desarrollo suministradas por el progreso científico), así también las «aplicaciones» de la filosofía a la sociedad han de estar sometidas al mismo control democrático, para lo cual resulta indispensable que las instituciones formales y explícitas de transmisión del saber conviertan en objeto temático de su reflexión la utilidad misma que, de forma no deliberada ni planificada, ese saber que transmiten ha adquirido en términos sociales. Y ello no para obstaculizar esa relación que, por otra parte, no es nueva, sino simplemente para impedir que el hecho de haberse producido por vías informales elimine toda posibilidad de crítica (y por tanto toda posibilidad de legitimación o fundamentación) de los productos y resultados así obtenidos. El modo en que la sociedad se justifica a sí misma al mismo tiempo y en la medida en que se va haciendo y transformando es forzosamente un proceso cuasi-espontáneo y cuasi-inmediato, pero, a su vez, la única justificación social posible del mantenimiento de instituciones formales de educación superior consiste en ser capaces de someter a una mirada crítica esos procesos cuasi-espontáneos y añadir una distancia reflexivo-moral a esos movimientos cuasi-inmediatos. De otro modo —si el principal indicador de la calidad de la enseñanza de la filosofía es la satisfacción de los clientes que la demandan—, esa distancia crítica habrá quedado enteramente suprimida. Como se avecinan tiempos en que escucharemos, de los profesores y alumnos de las facultades de Filosofía, grandes lamentos por la pérdida conjunta de sus signos de distinción y de sus marcas de infamia, nos conviene recordar a quienes entonaremos esos trenos que el presidente honorífico de nuestro gremio, Sócrates, dedicó la práctica totalidad de su vida pública a discutir con los sofistas (a pesar de que estaba convencido de que no representaban a la filosofía, sino que solo la simulaban astutamente para obtener rendimientos de la demanda social de educación existente en su tiempo), sin conseguir no obstante que el público culto general de Atenas lograse captar la aparentemente ínfima pero decisiva diferencia que existe entre filosofía y sofística (como lo prueba el hecho de que muriese condenado, entre otras cosas, por sofista). Hoy, exactamente como en la Atenas del siglo iv antes de nuestra era, los anaqueles de las librerías se llenan, bajo el rótulo de «filosofía», de una curiosa mezcla de subproductos culturales (manuales de autoayuda, prontuarios de recursos espirituales, técnicas de éxito empresarial, códigos de ética de empresa, breviarios de estética urgente y solucionarios para aprender en quince días a producir en nuestros hijos sentimientos inteligentes) amalgamados con los Diálogos de Platón o con la Metafísica de Aristóteles, y cada vez habrá menos gente capaz de percibir la distinción categorial entre unos y otros, no solamente fuera de las facultades de Filosofía, sino, en virtud de la transformación en curso, incluso dentro de ellas. No es mal lugar el de esos anaqueles, puesto que también Platón y Aristóteles desarrollaron una reflexión teórica que sería incomprensible sin la sofística, con respecto a la cual aceptaron la tarea intelectual de responder: son los pormenores de esa respuesta lo que todavía explicamos en nuestras facultades, lo que atrae hacia ellas a quienes aún las habitan y lo que «la sociedad civil» ha comprendido perfectamente (mientras que nosotros parecemos haberlo olvidado) que posee una revolucionaria potencia educativa. Ya hemos sido llamados al Pórtico del Rey, y se nos ha informado de que se nos acusa de adorar dioses falsos (o al menos distintos de los que son adorados por la mayoría) y de corromper a la juventud en lugar de prepararla; pero, como le sucedía a Eutifrón, todavía no podemos creernos que el proceso vaya en serio. Salvación no tenemos ninguna. Lo que falta por saber es si el día en que tengamos que acudir al Tribunal para escuchar nuestra condena seremos capaces de articular una defensa digna de ese nombre y si, en el tiempo que tarda en regresar la nave de Delos (que ahora lleva motor fuera-borda), tendremos motivos para decirles a quienes entonces nos acompañen que la condena a muerte no nos asusta porque llevamos largo tiempo ejercitándonos en ella.
A menudo nos quejamos de que en nuestros tiempos «ya no hay» filosofía, de que quizás «no puede ya haberla» en los tiempos que corren, e incluso sucede que hay quien se lamenta de que los «intelectuales» no estén a la altura de las cosas que nos ocurren y, en lugar de ponerse a pensarlas, sigan encerrados en sus «discusiones académicas». Si se tratase de que la filosofía, en cuanto hecho histórico, no dispone ya en la actualidad de un punto de apoyo o de partida para ejercer su oficio, todo intento de reanimarla estaría, seguro, condenado al fracaso. Pero si, tomando aquí (con toda la modestia que el caso requiere, y con muchísima humildad) el ejemplo de los clásicos, es decir, considerando que el «punto de comienzo» de la filosofía no es ese punto elevadísimo y ya inalcanzable en el cual se situaría una hoy impensable «ciencia de todas las ciencias», sino más bien este resorte ínfimo y aparentemente intrascendente que podríamos llamar «la refutación del sofista» (o, mejor, del sofisma), pues así —como una encarnizada batalla con los sofistas— fue como nació históricamente la filosofía, fuera posible abandonar el terreno de la queja o de la lamentación por lo perdido y ponernos a trabajar en la búsqueda de ese punto de comienzo, de esa perplejidad o de ese asombro que la filosofía necesita siempre para comenzar (y, por supuesto, sin tener garantía alguna de que esta pretensión vaya a conducirnos a algún logro). Dicho en palabras más llanas: quizá no haya en nuestros días filosofía, quizá la dificultad para que la haya sea extrema (aunque es difícil pensar en una dificultad más extrema para ello que la que padecieron en su día los griegos, cuando «filosofía» era algo que no había en absoluto ni había habido jamás antes), pero de lo que no puede dudarse es de que hay, y en una abundancia generosísima, sofistas y sofismas. Pero no estará de más repetir otra vez que lo que de ninguna manera puede pretenderse por esta vía es «corregir» los argumentos que se debatan denunciando en ellos algún «defecto lógico» o de «mala construcción» que, como buenos profesores de lógica nativos, estamos dispuestos a enmendar mostrando en dónde se han equivocado al aplicar las reglas del discurso, y señalando así de paso la «utilidad» de la filosofía (en este caso, de una de sus hijas bastardas, la lógica) para el buen funcionamiento de la sociedad. En absoluto. Un sofisma, lejos de ser un razonamiento defectuoso, es un falso argumento, el precipitado no de alguien que argumenta mal (infringiendo las reglas del argumentar), sino de alguien que no quiere en absoluto argumentar, sino otra cosa. Y lo interesante para nosotros de esos seudo-razonamientos no es tanto esa «otra cosa» que pretenden quienes los sostienen (aunque esto resulte siempre interesante desde muchos puntos de vista), como el hecho de que se trate de seudo-razonamientos que, no por infringir las reglas de la lógica, sino por violar las condiciones de posibilidad de la argumentación misma, las sacan a la luz y pueden llegar a permitir, mediante su observación, hacer alguna contribución a la filosofía (que no es precisamente la ciencia de las reglas del bien argumentar), aunque nos dé ahora muchísima vergüenza llamarla «ciencia del ser en cuanto ser». Son ese tipo de falsos argumentos o de infracciones (no lógicas, sino ontológicas, si se perdona la expresión) los únicos que nos interesan en filosofía. Esto, junto con lo poco satisfactoria que puede resultar la argumentación racional para muchas personas, basta como advertencia para que nadie busque en esta práctica de la filosofía satisfacer sus deseos de «polémica», pues quien acuda a ella con esa expectativa se encontrará necesariamente frustrado, tanto como aquellos ciudadanos atenienses que, quién sabe si por ociosidad o por algún otro interés inconfesable, se acercaban a Sócrates para «discutir un poco» con él, tras haber oído hablar de sus hazañas como orador y generador de disputas, y se retiraban no mucho después, hastiados al enterarse de que se trataba nada menos que de comprometerse con el significado y con la verdad, esas rémoras insoportables de tiempos más graves y plomizos que los nuestros. Como ya está dicho, no se trata de «discutir» con nadie ni de llevar la contraria a unos u otros, o de ganar la partida a estos o a aquellos, o de salir al paso de tales o cuales atropellos, sino de investigar cuáles son, hoy y para nosotros, con la mayor radicalidad que sea posible, los presupuestos prediscursivos que pueden contribuir a reavivar la argumentación, que entre nosotros empieza a convertirse en un hábito desusado que la evolución de la especie podría tener la tentación de hacer desaparecer un día u otro.
La sofística no es, pues, un peligro que amenaza a la filosofía desde su exterior: la filosofía siempre ha tenido una poderosa inclinación al suicidio. No me refiero a los casos —notables, pero contados— en los que una profunda convicción intelectual, convertida en programa existencial, haya podido llevar a quienes la sustentaban a quitarse la vida, aunque ellos son ya un ejemplo algo extralimitado de este impulso, sino a la mucho más generalizada suposición de que, tras la formulación de una serie de proposiciones teóricas racionalmente concatenadas, a la filosofía le espera la consagración definitiva en forma de una realización en la vida (una «vida» que, por mor de esta tendencia, se convierte en un término alternativo con respecto a la filosofía), ya sea al modo de un estilo de vida que ha de abrazar necesariamente quien profesa un «sistema filosófico» si no quiere ser acusado de incoherencia (y ver con ello refutado dicho sistema), ya sea en términos más concretamente políticos, estéticos, económicos o de otro orden, de tal manera que los principios teóricos se conviertan en normas de acción colectiva. Y no apunto con ello, ni especial ni privilegiadamente, a las parcelas de esta materia que hoy han dado en denominarse —con un título quizás voluntariamente elegido para llamar a engaño y obtener de esa llamada ciertos réditos sociales— «filosofía práctica», pues allí donde esta expresión conserva su significado propio no puede querer decir otra cosa más que filosofía de la práctica, y por tanto actividad teórica en sentido estricto, y no acción pragmáticamente orientada. Por el contrario, son las filosofías que revisten un carácter más marcado de «gran construcción teórica» las que suscitan de modo más urgente la idea de una posible ejecución práctica que constituya su «resultado» tangible y que permita en rigor su evaluación definitiva. Quizá, a falta de precisiones ulteriores, podríamos identificar tres grandes «familias» de «realizaciones filosóficas» que se han pensado históricamente como relevantes. En primer lugar, las que dan lugar a la formación de una comunidad de adeptos que siguen normas de vida rigurosamente pautadas, como parece que ya ocurría entre los pitagóricos o los cínicos de la Antigüedad y como, según algunos que han querido ver en ello cierta «continuidad subterránea» y algo anacrónica, habría ocurrido con las comunidades hippies de las décadas de 1960 y 1970. En segundo lugar, las que cifran su objetivo en el establecimiento de un cierto régimen político inspirado en los principios teóricos en cuestión, y que por tanto requieren de un «aparato» de efectuación mucho más complejo y, al menos en parte, coactivo, como sucedería en el caso del llamado «liberalismo» (que comporta graves modificaciones históricas en el terreno político y en el económico), y notablemente en el del «comunismo» y el «anarquismo», teniendo en cuenta que a los fundadores de estas doctrinas no solamente se les estudia en las facultades de Filosofía (allí donde subsisten), sino que, incluso aunque este estudio se lleve a cabo en las facultades de temática política o económica, ello se hace siempre en el departamento de «historia de las ideas». Y, en tercer lugar, las que implican de un modo más claro un ejercicio de aplicación de los contenidos teóricos a diferentes ámbitos sociales (técnicas de administración pública o de gestión empresarial, desarrollos tecnológicos de las ciencias de la naturaleza, etc.), con el objetivo manifiesto de producir cambios sustantivos en esos campos de aplicación.3
Bien es verdad que ya al nombrar esta inclinación de la filosofía hacia la realización como una «tendencia al suicido» estamos declarando que no se trata sino de una forma de liquidar la filosofía, de un modo de hacerla literalmente imposible y, por tanto, de una pulsión rigurosamente antifilosófica. Y aunque la explicación de ello sería un argumento muy prolijo, algo tenemos que adelantar al respecto para evitar de entrada al menos algunos errores de bulto, en especial ese que se suele utilizar para ridiculizar a la moral señalando que necesita de la injusticia para poder sobrevivir en cuanto tal y que, por tanto, se convierte en cómplice involuntaria de la inmoralidad que la justifica. Si la filosofía fuese un cuerpo teórico de doctrina (como, por ejemplo, pueden serlo las ciencias en algunas de sus dimensiones), claro está que su «validez» dependería enteramente de la realización de ese cuerpo doctrinal, de su aplicación a la naturaleza o a la sociedad, y que la «resistencia» a semejante aplicación no haría más que suspender permanentemente su validez y convertir el ejercicio de la filosofía en una actividad «escolástica», con todos los vicios asociados al escolasticismo, a cuya crítica la conciencia moderna está siempre presta y de la que tenemos vigorosas y legítimas muestras que van desde el racionalismo hasta el neopositivismo, pasando por el espíritu ilustrado. El equívoco, por tanto, consiste en considerar a la filosofía como un cuerpo doctrinal al estilo de las ciencias teóricas.4 Y este error —la confusión de la filosofía con un corpus doctrinal— no es un simple fallo de clasificación o de nomenclatura, como si se hubiera archivado la entrada «filosofía» en el fichero de los cuerpos doctrinales, cuando era otro el que le correspondía; el defecto consiste aquí en que quienes catalogan de esa manera a la filosofía lo hacen porque no tienen ningún otro fichero en el que archivarla, ningún estante de mental que no sea el de los cuerpos de doctrina o el de sus resultados práctico-empíricos; comprender «de qué va» la filosofía equivale, por así decirlo, a trastornar nuestros esquemas clasificatorios, a abrir aunque sea provisionalmente una gaveta para lo inclasificable, para lo que no cabe en esa taxonomía, incluso aunque se acabe descartando finalmente la posibilidad de que se trate de una gaveta en sentido estricto. Tal es la fuente de la perenne dificultad de la filosofía para «encajar» en el sistema educativo.
La confusión de la filosofía con un cuerpo doctrinal o con una ciencia teórica es uno de los problemas fundacionales de la filosofía, y por este motivo lo encontramos enunciado ya en la primera formulación reflexiva y explícita de la disciplina, cuando Aristóteles —llamándola casi por su nombre de pila: «ciencia del ser en cuanto ser»— señala su diferencia insalvable con respecto a las «ciencias particulares».5 Que en este punto el éxito de Aristóteles fue más bien discreto lo muestra el hecho de que unos cuatrocientos años después de su muerte ya se había consolidado la errónea identificación de esa «ciencia del ser en cuanto ser» (o sea, la filosofía) con una de las «ciencias particulares» (o más bien «generales») cuya posibilidad él mismo había considerado, a saber, la teología, y este disparate se ha transmitido durante siglos bajo el nombre de metafísica. Que —contra lo pensado en las declaraciones fundacionales de Aristóteles— la teología era la verdadera realización y la desembocadura regia de la filosofía (es decir, su manera de ser realizada y, en esa medida, liquidada o superada) fue, sin duda, la opción mayoritariamente defendida por los doctores escolásticos en la Edad Media, y entre sus divinos ropajes vivió una larga existencia clandestina aún no del todo abandonada (al menos en la imaginación popular, aunque también en parte en la imaginación interesada de ciertos teólogos) y, después, alimentó la esperanza de algo así como una «ciencia de las ciencias» —en un momento histórico en el cual el vocablo «ciencia» ya no conservaba casi ningún parentesco con el significado de la episteme de la Grecia clásica— que, por su carácter fundamental, aspiraba a servir de cimiento sustentador de todo el edificio del conocimiento, tanto teórico como práctico. La modernidad tuvo de nuevo que hacer, por tanto, la penosa experiencia de constatar el fracaso de esa vocación imperial de la metafísica que, al ver marchitadas para siempre sus esperanzas de tomar lo que Kant llamaba «el seguro camino de la ciencia» (que además pretendía alcanzar por la vía regia), no vio más alternativa que la de consumarse mediante una conversión que ya no comportaba su resolución en la teología, sino su disolución —como gustaban de decir los positivistas— en la ciencia teórico-experimental o su absolución en la ideología política transformadora del mundo, sus dos formas principales de «realización» moderna, antes de que aparecieran (o reaparecieran), como resultado de la frustración de ambos intentos, esas otras «realizaciones» contemporáneas —hoy dominantes— que se podrían denominar «comunitarias» o «técnicas» (aunque quizá habría que decir mejor «tecnológicas»). Si de estas últimas decimos que son hoy dominantes es porque ya casi no quedan partidarios, salvo en núcleos escolásticos (no solo académicos), de la filosofía como «teoría del conocimiento» (científico) al viejo estilo o como gran construcción ideológica, y por tanto es con ellas con las que principalmente nos las habemos en nuestros días.
Por todo ello, aunque probablemente quien se dedica a la filosofía es, junto con el poeta, el que más a menudo lleva sobre sí esta cruz, todos los sufridos integrantes del ramo de lo que burocráticamente denominamos «artes y humanidades» tienen que soportar de cuando en cuando la pregunta de para qué sirve lo suyo, una pregunta casi siempre implícita cuando se habla del asunto, y que con frecuencia reviste la forma de una reclamación. Una reclamación que se hace aún más urgente e imperiosa cuando se atraviesan, como es nuestro caso, tiempos de penuria en los cuales muchos ciudadanos han tenido que renunciar a muchas cosas como consecuencia de un período prolongado de irresponsabilidad y despilfarro: no pocas miradas se vuelven entonces hacia los profesionales de la literatura, el cine, la filología, la música o las bellas artes, sospechando que también ellos, por el carácter casi reconocidamente parasitario de sus actividades, puedan haber sido culpables de ese derroche generalizado que se encuentra en el origen de nuestras actuales apreturas. Como consecuencia de esta circunstancia, puede y suele suceder que aquellos de nosotros que trabajamos en esos sectores amenazados, al vernos enfrentados a esas acusaciones o antipatías, nos olvidemos efectivamente de para qué sirve lo nuestro y seamos incapaces de responder a quienes nos increpan. Pero si ya es malo quedarse mudo ante la sospecha de gorronería, peor es aún —por más grotesco— escuchar a los afectados intentar defender sus subvenciones o sus partidas presupuestarias argumentando acerca de la gran utilidad de la filosofía, la historia del arte, el análisis sintáctico o las performances para la actual coyuntura social en la que vivimos. Lo más que puede conseguirse por este camino —el de alegar «rentabilidad social» allí donde la económica es inviable— es convertir a las artes y las humanidades en una rama un poco extravagante de los servicios sociales, algo que es erróneo: (1) desde el punto de vista de la estrategia (ya sabemos por experiencia que es en los servicios sociales en donde primero se recorta y se privatiza), (2) desde el de los resultados (no es una visita guiada al museo de su provincia lo que más le ayuda a un parado de larga duración con familia a su cargo) y (3), sobre todo, desde la cosa misma de la que se trata, que queda totalmente desnaturalizada y escarnecida cuanto más se quieren subrayar sus ventajas.
No, lo nuestro no es socialmente útil, rentable o aprovechable, no contribuye como un bálsamo al funcionamiento de la sociedad con menos fricciones, no produce adaptación o conformismo sino todo lo contrario: fomenta el conflicto y el desacuerdo, alimenta la disconformidad y la inadaptación y, encima, no da dinero. ¿Cómo explicar, entonces, a quienes de buena fe se preguntan por ello, por qué sigue siendo necesario? Cuando Walter Benjamin estudió a Baudelaire —el hombre que inventó el oficio al que nos dedicamos quienes nos dedicamos a estas cosas: el de escritor (poeta, ensayista, crítico) moderno—, situó su perfil en el contexto del fenómeno que mejor define la vida contemporánea, el de un empobrecimiento de la experiencia, una nueva forma de pobreza que los antiguos no conocieron y que interrumpe la continuidad entre las generaciones del mismo modo que el filo de las agujas del reloj mecánico corta el tiempo en esos instantes inconexos y desleídos que trituran las biografías de los trabajadores industriales, más pobres cuanta más riqueza producen. Este es un régimen de vida que produce mucha más basura que ningún otro conocido, que se llena por todas partes de desechos, ruinas, desperdicios (esos mismos instantes dispersos que nacen ya obsoletos, que caducan en el mismo momento en el que nace el instante siguiente), harapos de humanidad ocultos en las montañas de porquería de los vertederos. El escritor o el pintor de la vida moderna es, en el retrato que Benjamin hace de Baudelaire, el que convierte en una profesión el rebuscar entre la basura hasta encontrar esos residuos de sensibilidad —y de entendimiento— que la sociedad ha ido desechando precisamente para funcionar mejor, para profundizar en el modo empobrecido de vivir en medio de la opulencia tecnológica. Al ponerlos a disposición de sus semejantes, el escritor no está contribuyendo al mejor funcionamiento social, sino, al contrario, devolviendo a la vida esos pedruscos que obstaculizan el movimiento de la máquina. Pero esos hallazgos constituyen la única forma de riqueza (inaprovechable política, social o económicamente) que, como un anacrónico cuerno de la abundancia, puede compensar el empobrecimiento de la vida moderna y señalar un límite irrebasable a la lógica de la eficacia y la rentabilidad. Y es dudoso que podamos existir dignamente allí donde ese límite ha sido sobrepasado.