El imperio del paperGuillermo Hurtado
Instituto de Investigaciones Filosóficas (Universidad Nacional Autónoma de México)

En la primera mitad del siglo xx, la filosofía en los países de habla hispana sufrió una transformación profunda. Francisco Romero llamó a ese fenómeno la normalización de nuestra filosofía.1 Lo que se pretendía era que los filósofos iberoamericanos dejaran de ser abogados o sacerdotes o periodistas que hacían filosofía en sus ratos libres, para que se convirtieran en profesionales, es decir, en especialistas consagrados a tiempo completo a la disciplina dentro de una institución académica. Así como ahora cualquiera que componga poemas puede considerarse un poeta; antes, cualquiera que escribía filosofía podía considerarse un filósofo. No se requería de licencia. Hoy para ser un filósofo hay que ser un profesional certificado.2

Una de las estrategias de la normalización de la filosofía ha sido alejarla lo más posible de la literatura para acercarla a la ciencia. La estrategia puede resultar intrigante, ya que es evidente que nuestra literatura ha sido más exitosa que nuestra ciencia; pero quienes se lamentan de que esto sea así casi siempre son los mismos que sostienen que nuestra filosofía debería ser más científica. Esto supone un proceso de profesionalización muy riguroso. Para ser admitido al gremio filosófico, los aspirantes deben escribir, como en un rito de paso, una tesis de doctorado. Ya en 1903 William James se quejaba de la exigencia del doctorado para reconocer la capacidad de alguien de pensar como un filósofo.3 Hoy en día, ese es un requisito que nadie se atreve a poner en duda.

La prosa de la tesis de posgrado debe tener la aridez de las ciencias. El director tiene la responsabilidad de obligar a su pupilo a eliminar cualquier recurso retórico prohibido por la academia. Para consolarlo, quizá le diga que cuando obtenga su título podrá escribir como quiera, pero eso es una mentira. Ni siquiera los profesores definitivos tenemos carta blanca. Las instituciones en las que trabajamos exigen que publiquemos artículos en revistas especializadas. Aunque los libros siguen teniendo prestigio, han dejado de ser la unidad de medida de la labor académica. Si las universidades son fábricas de conocimientos, los profesores somos obreros cuya tarea primordial es producir artículos. Aunque se tolera que de vez en cuando publiquemos escritos en otros géneros, por ejemplo, reseñas o prólogos, estos valen menos que los artículos, llamados sin recato alguno papers, así, en inglés, para enfatizar que lo que se busca es imitar en esto, como en tantas otras cosas, a los anglosajones.

No tengo nada en contra del artículo académico: ha probado ser un excelente medio para comunicar los resultados de la investigación científica. Lo que me inquieta es que el énfasis que los administradores dan a esa forma de escritura asfixia la creatividad de la filosofía en lengua española.

El ensayo, el opúsculo, la epístola, la meditación, el diálogo y la autobiografía, géneros venerables cultivados por Platón, Pascal, Montaigne y Leibniz, han sido desterrados de la filosofía académica. Lo mismo le ha sucedido a otros géneros como el sermón, la disertación, el discurso, el alegato, la sentencia, el panfleto y el manifiesto, sin los cuales no se entendería la historia intelectual de Occidente. Y todos los géneros literarios como el aforismo, el poema, la fábula, la obra de teatro, el cuento y la novela, en los que escribieron filosofía valiosa autores como Parménides, Voltaire, Nietzsche y Sartre, tampoco se consideran como formas del trabajo serio en filosofía.

¿A qué se debe esta preponderancia del artículo? Me parece que hay dos tipos de razones detrás de este régimen. Las primeras pertenecen al campo de la economía del conocimiento.4 Las segundas al de la retórica metafilosófica. Aquí me ocuparé solamente de estas últimas.

Aunque no se haya formulado de manera explícita, la metafilosofía imperante en el mundo académico sostiene que las virtudes primordiales del discurso filosófico son cinco: la claridad, la precisión, el rigor, la concisión y la objetividad. De acuerdo con esta metafilosofía, el artículo académico es el género privilegiado en el que estas cinco virtudes se pueden cultivar con mayor facilidad. Es así que de la defensa de estas virtudes del discurso filosófico se ha transitado a la formulación de normas para la publicación de escritos filosóficos.

Hagamos a un lado, por el momento, el supuesto de que el artículo académico es el príncipe de los géneros filosóficos y examinemos cada una de las virtudes antes enumeradas.

Dijo Ortega y Gasset que «La claridad es la cortesía del filósofo».5 La frase es tan rotunda que casi vale como una comprobación. ¿Pero qué es la claridad? La respuesta no es sencilla. El concepto de claridad no es transparente. Sin embargo, se asume que todos sabemos perfectamente en qué consiste; y, lo que es peor, en su nombre se decide lo que se puede o no publicar. Según Quintiliano, la claridad puede ser contraria a la oscuridad y también, cuando se la asocia con la precisión, contraria a la ambigüedad.6 La distinción es importante. Hay escritos que aunque no tengan una pizca de ambigüedad son irremediablemente oscuros. Puede ser que aunque la prosa sea clarísima, el tema sea oscurísimo. Es más, se ha dicho que cuando la filosofía es profunda no puede dejar de ser oscura. La conexión entre profundidad y oscuridad fue enfatizada en el siglo xvii por Baltasar Gracián. Para el aragonés, la mejor escritura debía ser exigente, compleja y, por ello, no podía dejar de tener una pátina de oscuridad que, además, le brindara un discreto toque de gravedad y de elegancia.7 Es muy difícil imaginar que algo semejante al estilo conceptista vuelva a estar en boga. Sin embargo, tendríamos que tener mucho cuidado de no confundir la claridad con la parquedad, la llaneza o el simplismo, que no parecen ser atributos de la mejor escritura filosófica.

La posición predominante en el mundo académico es que la precisión y el rigor del discurso filosófico valen tanto como la claridad. Los filósofos, se dice, deben ser artesanos del lenguaje, utilizar siempre la palabra exacta. También deben ser cuidadosos de que su razonamiento sea lógicamente correcto. Alfonso Reyes le decía a José Vasconcelos: «Debo hacerte dos advertencias (…): Primera. Procura ser más claro en la definición de tus ideas filosóficas, a veces solo hablas a medias, ponte por encima de ti mismo (…). Segunda. Pon en orden sucesivo tus ideas: no las incrustes la una en la otra. Uno es el orden vital de las ideas, el orden en que ellas se engendran en la mente, y otro el orden literario (…) cuando lo que queremos es comunicarnos a los demás».8 Estos consejos son muy sensatos, pero muestran una incomprensión de Reyes del estilo filosófico de Vasconcelos. Lo que pretendía el filósofo era que sus escritos sacudieran a sus lectores, que reprodujeran el compás en el que latía su corazón e incluso el ritmo en el que marchaba el universo entero. Algo semejante sucedía cuando se criticaba a Miguel de Unamuno por caer en contradicciones en sus escritos. Ante este reproche, él respondía: «¡Contradicción!, ¡naturalmente! Como que solo vivimos de contradicciones, y por ellas; como que la vida es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción».9

Es correcto que se le pida a un filósofo que sea claro, preciso y riguroso en sus escritos. No todos pueden escribir como Vasconcelos o Unamuno. Pero ni la claridad ni la precisión ni el rigor son condiciones necesarias para que un texto filosófico sea valioso; después de todo, hay filosofía claramente mediocre, puntualmente aburrida y rigurosamente falsa.

El caso de la ambigüedad tiene complicaciones adicionales. En ocasiones no hay manera de eliminarla de un texto filosófico porque sencillamente nos faltan las palabras: el lenguaje ya no puede estirarse más. Otras veces, cuando por fin encontramos un vocablo que se ajusta a lo que queríamos expresar, nos damos cuenta de que en el proceso se perdió algo relevante.10 El problema de la desambiguación, como yo lo llamaría, sostiene que cuando en el análisis filosófico aislamos uno de los significados de un término polisémico, aunque se gane precisión, se pierde matiz. Esta es, quizá, una de las razones por las que los filósofos tienen tanta dificultad para entenderse entre sí y, no digamos ya, para ponerse de acuerdo. Casi siempre, cuando un filósofo le dice a otro: «Ah, lo que quieres decir es esto o aquello» y usa otras palabras, por lo general más específicas, se realiza un deslizamiento semántico que no deja satisfecho a uno de los interlocutores.

¿Y qué decir sobre la concisión que se exige en las revistas académicas? ¿Por qué aceptar un texto de mil palabras cuando se podría decir lo mismo en uno de quinientas? No es tan sencillo o, por lo menos, no lo es en la filosofía. Hay ocasiones en las que es preciso repetir una y otra vez una idea para que pueda ser comprendida en su plenitud. Cada vuelta que damos alrededor de ella nos permite asimilarla de mejor manera. A veces las ideas son como las personas: hay que conocerlas en diferentes aspectos, bajo distintas luces, de maneras distintas para entenderlas cabalmente. En la filosofía no siempre es preferible decir algo en quinientas palabras que en mil.

Paso a la última de las virtudes de la lista: la objetividad. Se la puede entender como el compromiso con la verdad que, desde tiempos de Sócrates, es una de las misiones del filósofo. Pero también como des-subjetivación, es decir, como la eliminación de toda huella del autor. Es por ello que se supone que cuando un dictaminador lee un artículo ciego para una revista académica no sabe quién lo ha escrito. No solo se omite cualquier referencia a su persona o a su entorno, sino que se lima cualquier recurso estilístico que lo distinga. Si uno toma cualquier revista de filosofía se observará que hay gran uniformidad estilística en los artículos. Esto permite algo que hace un siglo parecía inimaginable: que un artículo filosófico tenga más de un autor; ya que más allá de la coincidencia en las ideas, a fin de cuentas, todos escriben igual o así deberían hacerlo.

Resumamos: la claridad, la precisión, el rigor, la concisión, y la objetividad son virtudes de la prosa filosófica, pero no son ni necesarias ni suficientes para la buena filosofía. Por ello, es un error suponer que ellas justifican la imposición del artículo como el género filosófico por antonomasia. No se debería inferir de ese conjunto de virtudes una vulgar lista de normas de publicación. El salto de las virtudes a las normas siempre es riesgoso. Las virtudes se cultivan en libertad, las normas la restringen. Pero en este caso hay un peligro adicional: las virtudes en cuestión han sido secuestradas por un sistema voraz que responde a una economía del conocimiento científico que poco tiene que ver con la naturaleza de la filosofía.

En la retórica clásica se llamaba decorum al ajuste que debe haber entre lo que se dice y cómo se dice con quiénes lo escuchan y cómo lo escuchan. Si se reglamenta que la filosofía debe ser escrita por especialistas para que la lean otros especialistas, quizá podría aceptarse que el artículo académico es el género ideal para cumplir con esa finalidad. Si se regula que la filosofía se debe escribir solo para avanzar en el conocimiento, aunque sea un milímetro, igual podría concederse lo anterior. Pero esos no son ni pueden ser los únicos fines de la filosofía. Hay otros de no menor decoro. Uno de ellos, por dar un ejemplo, es la pretensión de cambiar nuestras vidas por medio del autoexamen racional. Cuando esto se busca al hacer filosofía quizá sea más apropiado escribir una novela en vez de un artículo.

No es la nostalgia de otros géneros lo que me hace resistir a la imposición del artículo académico en el campo de la filosofía. Es falso que para imprimirle un carácter científico a la disciplina estemos obligados a escribir artículos, y también debe cuestionarse que la filosofía deba ser científica en la manera tan estrecha en la que se acepta hoy en día.

La profesionalización de la filosofía ha impulsado a la disciplina como nunca antes en su historia. Volver atrás sería imposible. Los frutos de ese régimen son abundantes y algunos de ellos excelentes. Sin embargo, desde que se impuso la profesionalización, la filosofía en lengua española ha perdido algo de creatividad, riqueza expresiva y donaire. Nuestro bosque filosófico sufre un proceso de deforestación. Todavía no llegamos a un monocultivo de artículos, pero cada vez hay menos variedad. No quisiera parecer injusto, sobre todo con algunos de mis colegas a quienes admiro, pero me parece que la filosofía iberoamericana padece de cierto sanchopancismo. Un poco de quijotismo no nos haría daño.11

Notas

  • 1. Francisco Romero (1940), «Sobre la filosofía en Iberoamérica», La Nación, Buenos Aires, 29 de diciembre. Volver
  • 2. Eduardo Rabossi (2009), En el principio Dios creó el canon. Biblia Berolinensis, Buenos Aires: Gedisa.Volver
  • 3. William James (1903), «The Ph.D. Octupus», Harvard Monthly, Cambridge, marzo.Volver
  • 4. Hay por lo menos cinco características de la producción de conocimiento que han impulsado el cultivo del artículo académico en todos los campos, incluso en la filosofía. La primera es la expansión casi geométrica de la investigación. Hoy hay más profesores de filosofía en activo que todos los filósofos que hubo antes en la historia. Para que todos ellos puedan publicar, tal como lo exigen las instituciones en los que laboran, es indispensable un estándar editorial que haga sencillo ese proceso. El segundo fenómeno es la velocidad del avance del conocimiento. Para no quedarse atrás, los investigadores requieren un vehículo para comunicar sus resultados de manera rápida y confiable. El tercer rasgo del conocimiento es su creciente especialización. Las revistas académicas cada vez se ocupan de parcelas más pequeñas de las disciplinas y es en ellas en donde se realiza el intercambio de las nuevas ideas. El cuarto fenómeno es la internacionalización del conocimiento. Esa tendencia supone la aceptación de ciertos criterios homogéneos para formular y compartir de manera global los resultados de la investigación. Por último, el quinto fenómeno es la necesidad de organizar la producción intelectual para que la evaluación sea más eficiente. Hoy en día el conocimiento sin evaluación no solo carece de valor económico, sino incluso epistémico. El proceso de evaluación requiere uniformidad y el artículo ha sido la unidad escogida en el campo de la filosofía.Volver
  • 5. José Ortega y Gasset (1983), ¿Qué es filosofía?, vol. vii, Obras completas, Madrid: Alianza Editorial- Revista de Occidente, p. 280.Volver
  • 6. Quintiliano, Institutio oratoria, VIII, 2.Volver
  • 7. Baltasar Gracián (1944), Agudeza y arte del ingenio, en Obras completas, Madrid: Aguilar.Volver
  • 8. Alfonso Reyes (1995), «Carta a José Vasconcelos del 23 de mayo de 1920», en Claude Fell (compilador), La amistad en el dolor, México: El Colegio Nacional.Volver
  • 9. Miguel de Unamuno (1984), El sentimiento trágico de la vida, Madrid: Editorial Akal, p. 69.Volver
  • 10. No se confunda esta dificultad con la paradoja del análisis, formulada por Moore, que cuestiona que el análisis de un concepto pueda ser correcto e informativo a la vez. G. E. Moore (1958), Principa Ethica, México, UNAM.Volver
  • 11. La profesionalización de la filosofía iberoamericana volteó hacia otros países para buscar nuevos modelos. En algunos círculos académicos, por ejemplo, se pensó que los filósofos hispanoparlantes teníamos que adoptar los temas, métodos y giros de la filosofía germana. Algunos profesores afirmaban que nadie que no supiera alemán podría hacer filosofía en serio. Nuestro idioma, se decía, no era adecuado para alcanzar las alturas del pensamiento. Hoy en día se ha volteado el rostro hacia los Estados Unidos. En los círculos de la filosofía analítica, se dice que los filósofos deberíamos dejar de escribir en español y adoptar el inglés, como lo hacen los científicos (vid. Gonzalo Rodríguez Pereyra, «The language of publication of “analytic” philosophy», Crítica, vol. 45, núm. 133, 2013, pp. 83-90). Lo que se afirma es que nada se pierde escribiendo en inglés en vez de en español. El fondo de la filosofía se preserva en cualquier idioma. Pensar de otra manera sería caer en un relativismo inaceptable. Las consecuencias del abandono del español como un lenguaje filosófico son gravísimas. El lector puede consultar mis artículos «Qué es y qué puede ser la filosofía analítica», Diánoia, núm. 68, mayo 2012, pp. 165-173; y «Filosofía analítica en lengua vernácula», Crítica, vol. 45, núm. 133, abril 2013, pp. 107-110.Volver