Comencemos por el principio: las palabras. Todo lo que usted quiera, sí, señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan.1 Esas palabras con las que, por ejemplo, definimos quiénes somos y lo que hacemos, y así llenamos formularios de aduanas y de hoteles con profesiones tan diversas como «sommelier de sueños», «lector inclaudicable» o «caminador de utopías». Pero si la profesión es contar historias y, más aún, historias de ciencia, ¿entonces qué? Quizá las palabras entonces no sirven: son palabras.2 Hagamos pues el ejercicio: llegamos a Puerto Rico a participar de un maravilloso congreso de la lengua española y, como corresponde, el formulario de inmigración contiene el famoso espacio en blanco: profesión. Y aquí es tan claro que las palabras no son inocentes, sobre todo si recorremos las definiciones del contador de ciencias en Iberoamérica. Todos entendemos de qué se trata cuando se menciona la «divulgación» o la «popularización» de las ciencias. Sin embargo no puede dejar de advertirse un problema inicial con la «divulgación científica». Comencemos por lo obvio: la etimología de «divulgación» alude, justamente, al vulgo —sí, el populacho, el que quiere saber de qué se trata, lo que alguna vez en este lado del mundo se llamaba pueblo—. Lo mismo vale para «popularización», el popolo de las urbes romanas y sus imperios. Y precisamente allí está encerrada una de las falacias de la profesión: desde su mismo nombre se deja en claro que se trata de que una elite de iluminados descienda del Olimpo o del Monte Sinaí y les «baje» al resto de los mortales el fuego de los dioses, pero, eso sí, con palabras, metáforas y analogías bien simples porque ellos —los mortales— no entienden de estas cosas.
Que quede claro: debe hacerse difusión de las ciencias, y es no solo un derecho, sino, sobre todo, una obligación de los científicos hacerlo. Pero todos sabemos que las metáforas no son inocentes (Lakoff y Johnson, 2003). La metáfora de «bajar la información» encierra la profunda creencia de que hay un arriba y un abajo en el conocimiento, y entonces la función del «divulgador» es la del mesías-traductor. Es cierto que la ciencia como forma de acercarse al conocimiento tiene sus reglas, su lenguaje, sus palabras hermosamente difíciles, y que para estar en el círculo pequeño de quienes manejan a la perfección un área determinada hay que tener una preparación larga y específica. Pero aquí podemos proponer una regla empírica que tal vez aporta a la consideración de «buena» ciencia: si la investigación que se realiza no tiene una pregunta que pueda ser comprendida por cualquiera con una educación media... entonces algo anda mal: debemos ser capaces de entender la pregunta que guía, en general, al científico —y esto es una necesidad histórica desde el nacimiento de la ciencia moderna— (Calvo Hernando, 1977).
Hay también cuestiones metodológicas asociadas a la metáfora de «bajar» el conocimiento: cuanto más edulcorado esté, mejor. Hay un marketing de la divulgación que tiene reglas y estándares muy claros: incluso en la división de ciencia de la British Broadcasting Corporation (BBC) admiten que a la gente hay que mostrarle volcanes, dinosaurios, desastres y arqueología (Heyman, 2003). Los científicos deben aparecer con guardapolvos —los usen o no— y si es posible que estén rodeados por una serie de tubos con sustancias de colores extraños y un poco de humo, tanto mejor. La ciencia es una actividad fascinante, pero el mensaje parece ser que podemos hacerla más fascinante aún con un retoque aquí y otro allá (León, 1999).
Siguiendo el recorrido etimológico, podemos detenernos en una definición acaso más amplia que las anteriores: la de la comunicación pública de las ciencias. Interesante origen, dado que comunicare significa, justamente, ‘poner en común’. Aquí se rompe de alguna manera con el modelo de déficit del arriba (los científicos), el abajo (el pueblo) y el medio (los divulgadores), dado que alude a una cierta horizontalidad en el conocimiento.
Un momento: si algo tienen en común divulgación, popularización y comunicación es su intención rectilínea y unidireccional desde quienes producen el conocimiento científico hacia quienes lo consumen. Siendo así, está claro que las herramientas de evaluación de la actividad estarán dirigidas a los productos de la comunicación (notas, entrevistas, documentales...). Es fascinante notar la diferencia que existe en el mundo anglosajón, en donde se suele hablar de «comprensión pública de la ciencia» (public understanding of science), lo que de un plumazo nos invierte la flecha de la información y coloca al público, el «comprendedor», en el centro de la ecuación; así, evaluar la actividad equivale a investigar qué llega efectivamente a la audiencia, cómo interactúa con sus concepciones previas y su vida cotidiana.
Está bien: nadie pretende imponer definiciones o conceptos, sino solamente recordar que la forma en que nos presentamos dice mucho acerca de lo que hacemos, y que las palabras, amigas o traicioneras, tienen toda una biografía por detrás.
Se dice que el buen maestro es aquel que tuvo excelentes maestros, y este asunto de la comunicación de la ciencia no es una excepción. Por ejemplo, existe una excelente escuela de producción de libros de «divulgación científica» de edición masiva, que muchas veces son un éxito editorial. Entre ellos hay ídolos como Oliver Sacks, Stephen J. Gould, Richard Lewontin o Marcelino Cereijido (además de los clásicos Asimov, Sagan o Paul Davies, no menos admirables), entre tantos otros.
¿Qué es lo que hace que sus artículos, y sobre todo sus libros, sean tan maravillosos? Es imposible saberlo a ciencia cierta ya que se trata de una sensación puramente subjetiva (así como para otros lo maravilloso estará en los libros de autoayuda, horóscopos o dietas de la luna), pero posiblemente tienen en común dos elementos. Por un lado nadie puede dudar de que Sacks o cualquiera de los otros hablan y opinan con el peso de ser de los más expertos en su disciplina, además de que algunos de ellos escriben maravillosamente. Pero además, y esto es lo novedoso, son capaces de transmitir ese entusiasmo casi infantil y pasional por sus temas de interés. Nadie queda indemne luego de leer la historia de Darwin escrita por Gould (1982), o de meterse en la piel de los pacientes de Sacks (1987), en el tiempo y los tiempos de los Cereijido (1988) o en la discusión de la ideología del proyecto genoma humano esgrimida por Lewontin (2001).
Otro aspecto de la divulgación científica que la justifica ampliamente es su uso como herramienta educativa, nunca destinada a reemplazar sino, en todo caso, a complementar la enseñanza formal de las ciencias. Los programas de televisión, libros y noticias científicas pueden y deben ser utilizados por los docentes como disparadores de preguntas y experimentos. El problema (y es un problema) es que la educación formal está demasiado preocupada por enseñar los hechos de la ciencia, lo que suele no tener nada que ver con la ciencia, ese mirar con nuevos y curiosos ojos. Entonces, una vez asegurado el rigor de las publicaciones o emisiones, ¿qué mejor que aprovecharlas como guías de la temática a tratar? Aquí bien vale una digresión: mientras el rigor científico esté asegurado, todo vale en la comunicación de la ciencia. Nada de hacerse los tímidos: es hora de aprovechar al máximo los recursos que brinda un formato determinado; si escribimos un libro de ciencias, no olvidar que es, ante todo, un objeto literario; si se trata de programa de televisión, habrá que utilizar todos sus recursos (animación, ficciones, concursos) para lograr detener el zapping sin que el televidente de percate de que es un programa… de ciencias.
Ni el más apático de los alumnos puede salir indemne de una buena lectura de Gould cuando analiza la juventud perenne del ratón Mickey, o de Jacob Bronowski contando el origen de las culturas, ni quedará ileso si un científico «de verdad» (con guardapolvos y moscas en la cabeza) viene a contarle con el debido entusiasmo y la exacta pasión sus investigaciones con las vicuñas, los genes o los telescopios. La divulgación científica cambió en las últimas décadas, y se trata de un cambio que debe ser aprovechado en la escuela como una ayuda indispensable para motivar ese estado de la indagación permanente —algo así como mirar el mundo con ojos curiosos… con ojos de científico—.
Todo muy lindo, pero si hay un consenso universal es que es difícil (cuando no extremadamente soporífero) compartir la ciencia. Y tantos millones de no-científicos no pueden estar equivocados. Pues bien, ¿qué es lo que hace que esa mirada científica sea tan especial, que pinte una raya que divida ejércitos a uno y otro lado, que tenga la bien ganada fama de imposible compañera de sueños?
Arriesguemos aquí unas pocas hipótesis al respecto:
Puede haber más razones, sin ninguna duda, que incluyan la ilustración de los pueblos, los intereses detrás de las noticias o historias, los arquetipos hollywoodenses de científicos chiflados. Pero sí, es difícil, y acá estamos para intentar compartir ese cosquilleo que obtenemos cuando le robamos a la naturaleza algún pequeño secreto y, por un instante, solo lo sabemos ella —la naturaleza— y nosotros, y es un placer absolutamente incomparable.
La difusión de las ciencias suele justificarse con argumentos inequívocos, sanos y obvios. Por ejemplo, que la investigación realizada con fondos públicos debe volver a sus verdaderos dueños y financistas, los ciudadanos, y que esta rendición de cuentas, entre otros medios, puede realizarse a través del periodismo, los libros de difusión masiva, la televisión y otros modelos de comunicación pública. Pero existe también otro aspecto fundamental de la difusión, no estrictamente de la investigación en ciencias, sino del pensamiento científico en sí mismo, esa aventura que rompe con el principio de autoridad y que propone una serie de pasos para confiar, al menos en forma temporaria, en algo.
Si, como suele afirmar M. Cereijido (1997), en América Latina no tenemos ciencia (aunque en algunos casos exista muy buena investigación científica), el problema es mucho más profundo que una cuestión de experimentos y demostraciones. No es creer o reventar: es demostrar, preguntar, inquietar. La investigación científica siempre parte de preguntas. Estas inquisiciones van desde la curiosidad y el desconcierto hasta la formulación rigurosa de hipótesis que pueden ser puestas a prueba. El asombro, la maravilla, la sed de explicaciones, la observación y el reconocimiento de regularidades y patrones son parte de este aspecto. Queremos conocer y entender a la naturaleza y la sacudimos a preguntas tratando de entender de qué se trata, pero lo hacemos entre muchos: la ciencia es una actividad social, una forma de debate colectivo.
¿No es eso muy parecido a lo que queremos como sociedad? ¿No es un buen objetivo ser preguntones, tener alternativas y poder juzgarlas, y poseer herramientas para realizar esos juicios? Justamente la difusión de la ciencia como forma de entender al mundo es un ejercicio que nos puede ayudar a ser mejores ciudadanos, mejores estudiantes... mejores personas.
La ciencia es un arma cargada de futuro.