Muchos hispanohablantes están preocupados por el lugar del español en la ciencia ahora que todas las revistas científicas se publican en inglés. Y no solo las internacionales, sino también las nacionales, incluso las de las sociedades científicas españolas, que no es raro que se llamen «Spanish Journal of…».
Pero yo, que también publico la totalidad de mis trabajos científicos en inglés, presento mis comunicaciones a los congresos en esa misma lengua extranjera, y doy conferencias por el mundo en ella, no comparto este temor, quizás paradójicamente. Vivo sumergido científicamente en el inglés, pienso mis artículos en inglés y sin embargo, por sorprendente que pueda parecer, creo que el español científico tiene un espléndido futuro… si nos lo sabemos ganar.
A fin de cuentas esta preponderancia de una lengua extranjera en la comunicación científica no es nueva, ni siquiera para mí. Cuando yo empezaba a investigar, todavía la lengua común en el campo de la prehistoria y de la paleontología humana era el francés. En otras especialidades, como la física, y en gran medida la medicina, la lengua franca era el alemán. Todo eso acabó con la Segunda Guerra Mundial. La lengua vencedora de la gran batalla fue, sin que quepa duda alguna, el inglés.
Por supuesto, primero fue el latín, que en las ciencias naturales, particularmente en la botánica, resistió muchos siglos. La ciencia moderna nació, o renació, en el Renacimiento, y se desarrolló y floreció en lo que se ha dado en llamar la Revolución Científica del Barroco. En aquellos tiempos la lengua oficial de las universidades y de los círculos cultivados era el latín. La filosofía natural, como se llamaba entonces a la ciencia, se pensaba, se debatía y se escribía mayoritariamente en latín.
Andrés Vesalio, el descubridor del cuerpo humano, el santo patrón de la anatomía humana moderna, un médico nacido en Bruselas, escribió en 1543 un libro revolucionario en la lengua latina: De humani corporis fabrica. Trataba de la materia de la que estamos hechos —sueños aparte—, de la estructura del cuerpo humano.
Lo he tenido en las manos, me refiero a una primera edición del libro, y escrito en la más clásica de las lenguas me pareció un texto casi religioso, como un libro sagrado. Y lo era, porque describía la mayor de las creaciones divinas, el cuerpo humano, hecho a Su imagen y semejanza moldeando el barro primordial (un autorretrato). Y lo es, porque sigue siendo la Biblia de la anatomía humana.
Cuando más adelante Charles Darwin propuso un origen diferente para nuestra carne, nuestra sangre y nuestros huesos, lo hizo en una lengua vulgar, el inglés. Y es que la «fábrica» del cuerpo humano, efectivamente, tiene un vulgar origen: venimos del mono, o mejor aún, somos monos.
Galileo Galilei, de Pisa, pensaba que el Universo era la carta que Dios había escrito a los hombres, y estaba escrita a base de triángulos, círculos y otras figuras geométricas, es decir, en lenguaje matemático, que sería así la lengua de Dios. Estoy totalmente de acuerdo, por supuesto, con esa apreciación. Dios habla por medio de ecuaciones. ¿De qué otro modo podría hacerlo? Desgraciadamente no estaban en la misma onda los inquisidores que juzgaron y condenaron al sabio de la larga barba. En todo caso, el libro que Galileo escribió en 1632, Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, venía en italiano para que todo el mundo lo pudiera entender. Ya había empezado la divulgación científica.
Pero cuando el francés René Descartes quiso escribir en 1644 las leyes de la naturaleza, lo hizo en latín en sus Principia Philosophiae. El inglés Isaac Newton llegó más lejos que nadie (antes de Einstein) en la lectura del gran libro de la naturaleza, la carta de Dios, y escribió en latín en 1687 el tratado en el que daba cuenta de las misteriosas fuerzas que atraen los cuerpos a distancia. Son los Principios matemáticos de la filosofía natural.
Hoy sabemos, gracias a Albert Einstein, que los cuerpos con grandes masas le dicen al espacio/tiempo, la sustancia del universo (su «fábrica»), cómo tiene que curvarse, y el espacio/tiempo le dice a las masas cómo tienen que moverse. Einstein no lo expresó en latín, sino en alemán, y es una pena porque si lo hubiera hecho en la lengua romana habríamos tenido los dos principales textos sobre el universo en el idioma del que Dios se vale entre ecuación y ecuación.
Nos quejamos de la primacía actual del inglés, y nosotros, los españoles, tenemos una parte de culpa no pequeña del abandono del latín como lengua científica universal. Aunque en nuestro caso puede estar justificado, que ya dijo Carlos I (y quinto de Alemania) que el español era la lengua que utilizaba para comunicarse con Dios. Se ve que Carlos I (y quinto de Alemania) no era tan diestro en latín.
El español Juan Valverde de Amusco fue un médico muy famoso en el siglo xvi en todo el mundo por haber escrito una anatomía humana en castellano publicada en Roma en 1556 bajo el título de Historia de la composición del cuerpo humano. Este tratado sobre la composición, la «fábrica» anatómica, tuvo un enorme éxito, se imprimió dieciséis veces en cuatro idiomas (además de en castellano, se podía leer en holandés, italiano y latín) y se convirtió en el acompañante imprescindible de todo médico de la época que se preciara. Su libro de cabecera. Si siglos más tarde no hubiéramos sufrido un ataque de cursilería cultista todavía seguiríamos empleando términos anatómicos tan sabrosos como morcillo por músculo, y hablaríamos de las ataduras de los ñudos del espinazo, de la quijada de abajo o de las telas del corazón.
Esta misma semana hemos publicado un grupo de investigadores, la mayoría españoles y alemanes, un artículo científico sobre el genoma de los antepasados de los neandertales. El genoma es un largo texto que está escrito en su propio lenguaje, que solo tiene cuatro letras. Ese sí que es un lenguaje universal, porque lo usan todas las criaturas que existen o que han existido alguna vez en los últimos casi 4000 millones de años. No puede existir un lenguaje más hablado. Lo llamamos código genético y es la memoria de la vida, que se transmite, y se hereda, de generación en generación.
Lo fundamental del citado artículo son los millones de letras de tan solo cuatro tipos puestas una a continuación de la otra formando una larga cadena. Esa enorme secuencia, una vez conocida, se deposita, es un decir, en el llamado banco de datos, una biblioteca virtual donde se «almacenan» todos los genomas que se van conociendo, de individuos vivos o muertos hace mucho tiempo. Ese es, por supuesto, el lenguaje de la biología, y Dios se sirve de él cuando habla de la vida, la más lograda de sus creaciones.
Al lado de esa ristra enorme de millones de letras de cuatro clases, el artículo del que hablo es poca cosa en sí mismo: 1500 palabras de texto más un resumen de 200 palabras, todo ello escrito en inglés.
¿En inglés? ¿En la lengua de Shakespeare? Más bien no. Si el bueno de William levantara la cabeza cuatrocientos años después de su muerte y leyera el artículo, dudo mucho que entendiera algo. Y no solo porque carecía de los conocimientos necesarios de la biología moderna, e incluso de la filosofía natural de su tiempo, sino porque el texto del artículo, trufado de tecnicismos, es más una jerga profesional, una germanía, que una composición literaria. Es la lengua franca, la koiné, que utilizamos en el mundo académico y que es incomprensible fuera de él.
Los artículos de las revistas científicas, lo que llamamos papers, no son propiamente inglés, pero los libros de divulgación y los de ensayo científico sí que lo son. O alemán, o ruso, o francés, o español. Y aquí está, precisamente, el terreno de la batalla que hay que dar. Porque casi nadie lee en su momentos de intimidad los artículos científicos que escribiera, por ejemplo, Jacques Monod, y que le valdrían el premio Nobel, pero muchos hemos leído y seguimos haciéndolo con admiración, fuera de nuestro lugar de trabajo, el libro El azar y la necesidad, escrito en francés. Aquí tenemos una primera división de la prosa científica. Los artículos de las revistas especializadas están para ser leídos sobre todo en el trabajo (son trabajo) y los libros en casa (son placer).
Llegados a este punto merece la pena distinguir dos tipos de escritura científica que frecuentemente se confunden, al menos en España. Me refiero a la divulgación científica y el ensayo científico. La primera es la que se hace para exponer los conocimientos actuales sobre un tema, o los debates que se producen en un campo, o los nuevos descubrimientos. Tal y como yo lo veo, el autor no debe tomar partido, sino limitarse a contar cómo están las cosas. A menudo ni siquiera es un especialista en ese terreno concreto, en el sentido de que no se dedica profesionalmente a la investigación en él. Puede que su profesión sea precisamente la de divulgador científico y que ni siquiera haya estudiado una carrera de ciencias. Podría decirse que es un especialista en la no especialización.
Pero no es lo que haya estudiado lo que de verdad importa, sino la perspectiva que adopta, que no es otra que la de mantenerse neutral sin exponer sus opiniones personales. Normalmente, ni siquiera las tiene, como yo, pobre paleontólogo, no me atrevo a opinar sobre las ondas gravitacionales. Me falta conocimiento profundo del tema, fundamentos y por lo tanto criterio. El arte del divulgador es más bien el de la traducción del lenguaje científico a la lengua común. Organiza además el conocimiento existente sobre una cuestión determinada y lo presenta al lector no especializado de una manera amena e interesante.
No puedo resistirme aquí a exponer mi reacción cuando escucho que la ciencia tiene que ser divertida para atraer al gran público, y que la razón de que la ciencia no le guste a la mayor parte de la gente es porque es aburrida (y así nos va en los países hispanos). Será difícil, exigirá alguna atención y un cierto esfuerzo, como por otro lado casi todo lo que merece la pena, pero no es aburrida en ningún caso. Por eso no hay que aspirar a hacerla divertida, sino a mostrarla como es: interesante, fascinadora. Si quieren que les diga la verdad, así es como me gustaría que me vieran también a mí: como una persona interesante.
El ensayo es el género grande del pensamiento científico. Porque en muchas ocasiones es el espacio ideal para exponer las nuevas teorías. Los artículos científicos de las revistas especializadas son, como se ha dicho, obligadamente breves. No se admite en ellos tampoco la especulación y deben atenerse a los hechos. Por lo tanto se vuela bajo. La especulación es, precisamente, la corriente ascendente que impulsa hacia arriba el vuelo del pensamiento científico. Quizás para que se pierda tras las nubes y desaparezca, pero en ocasiones para que resplandezca como un nuevo astro.
El libro es, pues, la patria del ensayo científico. Mientras que los artículos científicos los juzgan los colegas de profesión, que deciden si merecen o no la imprenta (una imprenta virtual hoy día), los ensayos los juzga el público una vez impresos. El origen de las especies, a mi juicio el libro más importante de filosofía natural que se haya escrito nunca (y la obra cumbre del pensamiento humano), se puso a la venta en las librerías de Londres en forma de libro para que lo pudiera leer cualquiera. Su enorme éxito hizo que en seguida se tradujera a múltiples lenguas. Como Richard Dawkins, pienso que una especie solo traspasa el umbral de la inteligencia y del verdadero conocimiento cuando desvela el misterio de su propia existencia. ¿Por qué estamos aquí? Y ese grandioso momento ocurrió un buen día del año 1859 con la publicación del Origen.
He leído muchos libros de ensayo científico que han cambiado mi vida y la han hecho más profunda. Además de Darwin, por supuesto, recuerdo ahora a Konrad Lorenz, a los citados Monod y Dawkins, a François Jacob, Edward O. Wilson, Stephen Jay Gould y muchos otros. Y cuando en España tuvimos ciencia propia, algo que decir, antes de la desdichada Guerra Civil, también surgieron extraordinarios científicos divulgadores y ensayistas como (por citar aquellos de los campos que me son más próximos) Eduardo Hernández-Pacheco, Ángel Cabrera, Santiago Ramón y Cajal.
Pero no tenemos los hispanos una gran tradición de pensamiento científico ni tampoco filosófico. Ya se sabe que a Ortega y Gasset lo llamaban el Filósofo porque era único en su especie en el ecosistema cultural español. Pero sí contamos con una lengua maravillosa que es capaz de expresar con rigor, sutileza y belleza cualquier forma de pensamiento. Y la ciencia necesita de un lenguaje austero, certero y preciso, exacto como una ecuación, pero no por ello necesariamente carente de hermosura. Así como las más importantes leyes matemáticas son de una elegancia deslumbradora, un ensayo científico puede ser una revelación.
El instrumento está, pues, disponible y debemos sentirnos agradecidos a quienes lo han puesto a punto a través de siglos de uso. Ahora que la ciencia empieza a desarrollarse como nunca antes en nuestra naciones, tenemos una gran oportunidad de cultivar el género ensayístico y la divulgación en español.
Todavía nos da envidia cuando visitamos una librería británica o estadounidense y vemos el espacio que ocupa la sección de ciencia para todos los públicos. Nos falta cultura científica a nosotros, que la tenemos tan grande en literatura. Pero vamos disponiendo de unas colecciones cada vez más dignas de libros científicos escritos en español y la demanda del público es creciente. Y sobre todo contamos con la ventaja de una lengua que debemos intentar merecernos.