Hace poco más de seis años escribí una ponencia titulada «Science in Spanish», con la idea de intervenir en una mesa redonda dedicada a discutir el papel de la ciencia en español en el V Congreso de la Lengua que habría de celebrarse en la ciudad de Valparaíso. Una desgracia múltiple, cuyo origen y consecuencias son justa materia de la investigación científica, me impidió —como a mis demás colegas— llegar a pronunciarla: el sacudimiento de la tierra que destruyó buena parte de la hermosa ciudad y estremeció todo Chile provocó la muerte de más de quinientas personas e incalculables daños económicos.
Seis años después, el campo que nos ocupa apenas se ha modificado, y por ello he querido titular esta intervención con el título, doblemente provocador, de «Science in Spanish II». Ya decía yo, entonces, que mi presencia en este tipo de mesas se debe a un hermoso equívoco. Sumado, ahora, a un acto de amistad. El equívoco radica en algo de sobra conocido: no soy científico, a lo mucho he fingido serlo en varios de mis libros; tampoco soy lingüista o historiador de la ciencia. Y ni siquiera me considero experto en el limitado campo de las relaciones entre la ciencia y la literatura, por más que estas hayan sido objeto de varios de mis cursos universitarios, de mis artículos y alguno de mis libros.
Igual que hace seis años, ignoro cuántos de los artículos científicos que se publican en el mundo han sido escritos originalmente en español —aunque lo asumo mínimo en comparación con los escritos en inglés, incluso por hispanohablantes— o cuántos se publican en este idioma frente a aquellos —que aventuro mucho más numerosos— aparecidos en inglés. La prueba de amistad se debe a la invitación que, después de aquel fallido encuentro en Valparaíso, ha vuelto a hacerme José Manuel Sánchez Ron, quien, a diferencia de mí, posee todas las credenciales para disertar sobre los temas que hoy nos ocupan.
La ciencia —me justificaba entonces— es una de las grandes pasiones de mi vida, pero una pasión un tanto vicaria y frágil, basada más en la imaginación que en la realidad. La ciencia ha sido un terreno que siempre he mirado desde lejos, con el asombro que un albañil experimenta frente a una intrincada máquina, un acelerador de hadrones por ejemplo: una pieza debida al ingenio de nuestra especie pero cuyos mecanismos la mayoría de los humanos jamás seremos capaz de entender o desentrañar.
Lo único que en estos seis años ha cambiado, al menos para mí, es que si hasta ese momento me había limitado a incorporar la ciencia a mis obras de ficción, retratando las vidas y las obras de numerosos científicos reales e imaginarios, en este lapso me he atrevido, al fin, a dar un paso más. Dejando de lado la física, que ocupó siempre un lugar de privilegio entre mis aficiones, en estos diez años me he sumergido en el campo de las neurociencias y, acaso con una imprudencia imperdonable, me he atrevido a publicar un pequeño ensayo en torno a las relaciones entre el cerebro y la ficción —y en particular la ficción literaria—, que por un segundo me ha alejado de mis colegas literarios y me ha aproximado un poco, solo un poco, a los científicos a los que hasta ahora había admirado en lontananza. No quiero con ello presumir de nuevas credenciales para ser admitido en su club, sin confesar que mi perspectiva se ha deslizado levemente hacia su lado de la cancha y que las reflexiones que siguen deben mucho a mi nueva, reluciente pasión por el cerebro y sus escondrijos.
Odiaría repetirme: por desgracia, en estos seis años la mayor parte de mis convicciones sobre la espinosa relación de la ciencia con la lengua española apenas se han modificado. Sigo creyendo que la discusión en torno al papel que tiene el español en la escritura y difusión de la ciencia, en comparación con el de otras lenguas, y en particular el inglés, resulta un tanto superficial o estéril. Asumo, aunque carezca de datos precisos, que en seis años las cosas no han mejorado en términos de porcentajes en esta carrera entre la liebre y la tortuga: el inglés ha de continuar siendo la lengua dominante tanto en el número de publicaciones científicas como en el de las mesas y congresos científicos que se llevan a cabo a lo largo del planeta. ¿Por qué tendría que haberse modificado esta proporción?
Las lenguas hegemónicas lo son porque sus hablantes son quienes dominan no solo los medios en los que se expresan, sino los términos mismos en que se discuten los tópicos de cada época. Desde el siglo xvii, nuestros países perdieron toda relevancia en la transmisión del conocimiento, abandonaron la ciencia en aras del dogma, e incluso a partir de la segunda mitad del siglo xx, cuando afanosamente intentamos reinsertamos en el concierto global, ya era demasiado tarde para que, en términos científicos, nuestra lengua recuperase el papel que llegó a tener en la Edad Media, en el Renacimiento o en el Siglo de Oro. Al creciente impulso de Inglaterra, que opacó a España casi al mismo tiempo que una tormenta destruía su Armada Invencible, le siguió sin hiato alguno el ascenso de Estados Unidos, una nación que habría de convertirse, tras la eclosión del bloque soviético en 1991, en la única potencia global.
Nada que hacer. El problema no está, pues, en el número de artículos o libros científicos que se publican en una lengua u otra. Esta no es sino la consecuencia. La inequidad se halla en la causa o las causas de esta disparidad. Para decirlo enfáticamente: si no se escribe más ciencia en español es porque, con todo y nuestros cuatrocientos o quinientos millones de hablantes —de congreso en congreso nada nos satisface tanto como elevar el número de hispanohablantes, orgullosos de nuestras impresionantes tasas de natalidad—, ninguna de nuestras instituciones científicas acierta a competir con las de otros países.
Nos hallamos en clara desventaja en cuanto al número y calidad de nuestras escuelas, institutos, colegios y universidades, por no hablar de nuestros centros de investigación; y, por supuesto, en el número de artículos, libros, documentales y productos multimedia destinados no ya a hacer ciencia, sino a difundirla y aumentar el interés hacia ella entre los no científicos.
«¿Cómo es posible que la hermosa e insigne lengua española, hablada por quinientos millones de personas, sea tan poco utilizada en las comunicaciones científicas? ¿Cómo es posible que la dulce lengua de Cervantes sea sobrepasada de manera tan deshonrosa por la atiplada lengua de Shakespeare?», me preguntaba burlonamente hace seis años. La respuesta no está, queda claro, en la belleza o la eficacia de una u otra lengua, sino en esta desasosegante realidad material. Baste comprobar el porcentaje del pib que España y los países de América Latina le otorgamos a la ciencia, a la investigación y el desarrollo, y compararlo con el de países con muchos menos hablantes que nosotros, y menos preocupados asimismo por la promoción de su lengua, como Alemania o Japón, y más preocupados, en cambio, por la ciencia, la investigación y el desarrollo.
Conformamos una vigésima parte de la población total del mundo: si aspiráramos a una mera justicia distributiva, al menos una vigésima parte de los papers —perdón: de los artículos— científicos deberían escribirse en nuestro idioma. Pero ni a eso llegamos. Los efluvios del inglés lo inundan todo. Universidades, coloquios académicos, revistas canónicas, índices de citas, sumarios, abstracts. «¿Qué podemos hacer para evitarlo? ¿Cómo podríamos aumentar el número de textos científicos en español? ¿Cómo podríamos frenar el avance de nuestros enemigos históricos?», me preguntaba, burlonamente, hace seis años.
Hoy respondo con mayor brutalidad que en aquel momento: lo mejor sería que nos olvidásemos de este insensato sentimiento de inferioridad. Dejemos de pensar que existe una competencia entre el español y el inglés. Porque, si esto fuera una competencia, tendríamos que reconocer que la perdimos hace varios siglos y nada indica que vayamos siquiera a recuperar parte del terreno perdido.
Por ello, lo único que queda por hacer en nuestros países hispanohablantes es utilizar todos los recursos que nos concede nuestra hermosa lengua para convencer a nuestros políticos de concederle una importancia primordial a la ciencia. Y, en otro sentido, utilizar nuestra hermosa lengua española para cambiar nuestra hermosa cultura humanística —de la que nos sentimos tan orgullosos— para acercarla, otra vez, a la vanguardia científica.
Los países hispanohablantes nos sentimos casi orgullosos de nuestra incultura científica. De nuestro analfabetismo científico. He oído a muchos escritores, artistas, «científicos sociales», historiadores y filósofos de nuestra región vanagloriarse de que nuestra cultura latina privilegie estas materias, en contra de la frialdad científica e racional —«cuadrada», solemos decir— que asociamos con alemanes, anglosajones, nórdicos o incluso franceses. Mientras sigamos pensando así, no avanzaremos un ápice. Seguimos entrampados en una falsa dicotomía, la que divide la «cultura humanística» de la «cultura científica», según la manida formulación de C. P. Snow. Seguir creyendo que hay algo superior, «espiritual», en las artes y las humanidades, frente al burdo pragmatismo de la ciencia y la tecnología nos mantendrá segregados y arrinconados en el mundo.
Lamento repetir mi conclusión de hace seis años: no tendríamos que dedicar nuestros esfuerzos a defender la posibilidad de hacer ciencia en español, sino, más drástica y urgentemente, de hacer ciencia. Punto. La investigación jamás ha sido una de nuestras prioridades y la historia nos lo ha cobrado caro. Necesitamos más y mejores científicos, capaces de competir —aquí sí— con los científicos de cualquier otro lugar. Promover comunidades científicas locales, autónomas, florecientes. Invertir en recursos, en formación y en tecnología al mismo nivel que otras naciones. Y esperar que, con los años, ese ejercicio provoque de manera natural que la ciencia se traslade al centro de nuestra cultura.
Reconozcámoslo: nada en nuestra cultura cotidiana nos invita a pensar en la ciencia ni a pensar científicamente. Pese a que vivimos en sociedades cada vez más laicas y alejadas de lo religioso, el origen católico de la cultura hispánica aún tiene un enorme peso en nuestros modos de pensar la realidad, de enfrentarnos a ella y, sobre todo, de mirar y entender los fenómenos que nos rodean. Si a ellos sumamos las supersticiones derivadas de la cultura prehispánica en América Latina, la situación se agrava aún más. Asumir que las desgracias que nos ocurren cotidianamente, sean de origen natural —como el sismo de Valparaíso— o humano —en particular las generadas por nuestros insensibles gobernantes—, obedecen a designios divinos, a fuerzas ultraterrenas o al menos incognoscibles, a la fatalidad o la simple mala suerte, es parte de eso que denominamos, con la misma irracionalidad, «nuestra idiosincrasia». La impunidad que nos aqueja contribuye asimismo a que la relación entre causa —un delito— y efecto —un castigo, una sentencia— se nos aparezca ciertamente borrosa.
En términos literarios, no podemos echarle la culpa a García Márquez, o a nuestra muy rica tradición de literatura fantástica —de las crónicas de Indias a Felisberto Hernández, Borges, Arreola o Cortázar—, del desprecio hacia la investigación científica o de la búsqueda de explicaciones sobrenaturales a todo lo que nos ocurre, pero al convertir el «realismo mágico» en sinónimo de nuestra vida cotidiana —la idea de que México es «surrealista» o Colombia es «realismo mágico», como reza una de sus propagandas turísticas—, o asumir que nuestras sociedades resultan imposibles de explicar si no es a través de nuestros mitos ancestrales, sin duda no contribuye a extender entre nosotros la idea de que la ciencia es el mayor instrumento creado por los humanos para tratar de entender quiénes somos y cómo funciona el universo.
Otra vez, no se trata de confrontar esa valiosísima parte de nuestra tradición cultural frente a una cultura pragmática, científica y tecnológica, que asumimos como una imposición anglosajona, sino dar cuenta de que, si la ciencia aparece tan poco en la narrativa que hemos construido de nuestras naciones, y en tan escasos cuentos, relatos, poemas y novelas escritos en nuestra región, se debe a que seguimos mirando la ciencia con cierta desconfianza. Ser tachado de «racional» no es jamás un elogio entre nosotros, y menos si se aplica a nuestra literatura, que por fuerza debe privilegiar los aspectos «emocionales» frente a los «intelectuales» (de allí la insatisfacción de ciertos lectores hacia escritores que perciben demasiado racionales o fríos, sin demasiado «corazón», como Borges).
Sería improcedente —e inútil— emprender aquí un alegato en pos de una literatura en español que incorpore la ciencia o sus procedimientos como parte de sus tramas o estructuras. Lo único que conviene es, más bien, ofrecer un rápido diagnóstico: si la ciencia y la tecnología escasean casi por completo en nuestro ámbito —pese a un discreto crecimiento de la ciencia ficción en español— se debe, otra vez, a la escasa importancia que le concedemos a estas dos disciplinas tanto en la vida práctica como en nuestra imaginación cotidiana.
Vivimos en una era paradójica. El mundo nunca fue tan diminuto como ahora, y los cierres de fronteras y los prejuicios nacionales nos muestran la facilidad con que hemos olvidado los horrores del siglo xx. Las mercancías circulan con toda libertad de un confín a otro del planeta, pero quienes se ven obligados a abandonar sus países —sean sirios en Hungría o mexicanos en Estados Unidos— son considerados criminales y tratados como plagas. Caudales de información viajan en segundos mientras millones lidian con la pobreza extrema o temen por sus vidas ante la violencia de bandas delincuentes o del propio Estado. La democracia electoral se ha impuesto sobre dictaduras o regímenes autoritarios, pero el desencanto hacia todas las autoridades no hace sino aumentar en nuestra región.
En los últimos años, México ha padecido con singular fuerza estas turbulencias. Desde los años noventa nos integramos al nuevo concierto económico global, abriendo de lleno nuestros mercados, pero sin impedir que nuestros connacionales sean perseguidos al norte del Río Bravo ni que miles de centro y sudamericanos sean vejados o asesinados en nuestro territorio. La transición democrática del 2000 nos concedió la alternancia y el rápido recuento de los votos, pero no alteró las reglas de un sistema que aún garantiza la inequidad y la impunidad. Y, por supuesto, la guerra contra el narco nos inundó con una violencia solo propia de una guerra civil. Los crímenes de Iguala cometidos contra los jóvenes estudiantes de Ayotzinapa son la consecuencia extrema de estas contradicciones.
Frente a los incontables retos que nos aguardan —recuperar la paz, atenuar la desigualdad, crear un sistema de justicia eficaz y confiable, vencer la corrupción— no hay soluciones ni remedios fáciles. Pero nadie debería dudar que los instrumentos más claros para conseguir estas metas se encuentran en la cultura y en la ciencia. Un país que no garantiza su calidad y su expansión a través de instituciones sólidas y confiables, así como de amplios presupuestos que no se hallen sometidos a los vaivenes económicos que siempre nos azotan—en I+D, por ejemplo, México está en último lugar entre los miembros de la OCDE— está condenado a un fracaso no solo social, sino también moral.
Habrá quien argumente que el fin de la violencia —en particular de la que deriva del narcotráfico—, el aumento del crecimiento o la redistribución de la riqueza no derivan esencialmente de la ciencia y la cultura, como si estas disciplinas fuesen coto exclusivo de las grandes potencias o una veleidad concedida a los pocos que las cultivan, pero a lo largo de la historia se ha demostrado que estas dos áreas —las cuales, como he querido argumentar aquí, en realidad son una misma— representan lo mejor del ser humano y pueden convertirse en la argamasa imprescindible para construir sociedades más igualitarias, más libres y más justas: las sociedades más informadas y más cultas estarán siempre mejor dispuestas para frenar la corrupción y los abusos de poder.
Desde la ciencia y la cultura hay que atreverse a imaginar nuevas estrategias, nuevos espacios, nuevas relaciones de convivencia y de poder. A la vez, debemos lograr que la ciencia y la cultura se conviertan en los pilares de la educación que impartimos a nuestros hijos desde la primaria hasta la universidad. Quizás no sea la única solución a nuestros conflictos, pero muchos estamos convencidos de que será la más eficaz y duradera. Y la única que nos permitirá sentirnos orgullosos ante el mundo que habremos de confiarle a las nuevas generaciones.