Un mar de sueñoMauricio Sotelo
Compositor

En el momento de recibir el regalo de esta invitación, que agradezco de corazón a la Real Academia Española, al Instituto Cervantes, así como a las autoridades de Puerto Rico, pensé que sería tal vez interesante en este marco exponer algunas de las experiencias pedagógicas que en el año 2016 rodearon el estreno mundial de mi ópera Dulcinea. Más de 26 000 niños y jóvenes pudieron ver en los distintos teatros de ópera españoles nuestra puesta en escena del hilo de la imaginación en el Quijote, que es la figura de Dulcinea. Muchos años después he ido encontrando a algunos de estos jóvenes, quienes entusiasmados me narraban cómo a raíz de aquella experiencia no habían dejado de asistir siempre de nuevo a la ópera, amén de haber leído, o al menos comenzado a leer, las aventuras del Ingenioso Hidalgo. Todo un feliz logro para el extraordinario equipo pedagógico de nuestro Teatro Real.

Sin embargo, y por las razones que enseguida entenderán, otros van a ser los vericuetos por los que discurra mi intervención de hoy.

Un mar de sueño.
Un mar de tierra blanca
y los arcos vacíos por el cielo.

(El público. Federico García Lorca)

En el boletín informativo de la Universidad de Puerto Rico de febrero de 1978 (Año III, vol. 3) se anunciaba con especial énfasis el estreno mundial de la obra El público de Federico García Lorca.

Cabe el honor a Puerto Rico y muy especialmente a nuestra Universidad de estrenar mundialmente una pieza teatral de Federico García Lorca casi totalmente desconocida hasta el presente: El público, que subirá a escena en la Sala del Teatro de la Universidad a partir del 15 de febrero de 1978 bajo la dirección de Victoria Espinosa.

Se hace alusión en la citada publicación a la extrema dificultad de un montaje con 39 personajes, escrito en un lenguaje poético que se adelanta a su tiempo. Este loable empeño es sin duda una muestra del extraordinario nivel de exigencia en la investigación del Departamento de Estudios Hispánicos. Es el entonces estudiante de doctorado, Juan Rodríguez Pagán, quien, durante el proceso de investigación sobre la influencia de García Lorca en la lírica puertorriqueña, toma contacto con Rafael Martínez Nadal. Este había recibido el manuscrito de El público de manos de Federico en julio de 1936, pero es a finales de los años 70 cuando se decide a publicarlo. Hasta entonces, Francisco García Lorca, hermano de Federico, había hecho lo imposible porque este texto no viese la luz.

Este fragmento de la historia de una de las más difíciles y misteriosas obras de Lorca —y uno de los mitos e hitos del teatro español moderno— tiene hoy una muy especial relevancia para mí, precisamente aquí en la hermosa ciudad de San Juan y en el marco del Congreso Internacional de la Lengua Española.

En febrero del pasado año se estrenaba en el Teatro Real de Madrid mi ópera El público. Fue Gerard Mortier, director artístico del teatro, quien tuvo la genial idea de realizarme el encargo, convencido de que solo a través de una dimensión musical podría esta complejísima obra revelarnos todo su potencial simbólico, visionario y expresivo. Gerard estaba seguro de que a través de la música llegaríamos quizás a aprehender lo incomprensible. Acentuaba en sus conversaciones Mortier la falta de tradición operística en nuestra cultura y la necesidad de crear una nueva ópera que iluminase un horizonte cultural en el espacio de las letras hispánicas.

Pensamos entonces en los distintos elementos que conforman la suerte de multiverso que es El público. Los caballos, por ejemplo, que representan las fuerzas oscuras de la pulsión erótica se encarnarán en las voces de dos cantaores de flamenco —Arcángel y Jesús Méndez—. Metales de oscura resonancia sus voces. Para la partitura creé todo un entramado simbólico numérico que relacionaba las letras incendiadas del verso lorquiano con alturas, es decir, con las notas, con colores, y se adentraba en el entramado espectral de cada sonoridad. De las letras que conforman el apellido de Lorca surgirían los primeros acordes de la partitura, que como un universo armónico se iría expandiendo por toda la obra. La letra «G» de su primer apellido (en alemán la nota sol) sería una suerte de cielo color azul celeste, espacio al que se dirigen todas las transformaciones sonoras y escénicas, y finalmente todo este entramado sería dispersado en el espacio del teatro por 34 altavoces, distribuidos como aquellas vasijas resonantes que describe Marco Vitruvio en su libro sobre arquitectura. Las líneas del canto deberían tender hacia la ligereza de los perfiles melódicos que Mozart dibujase en Las bodas de Fígaro.

El trabajo con el escenógrafo, el escultor y pintor berlinés Alexander Polzin, se alargó por espacio de tres años y Mortier, siempre muy crítico, rechazaba, uno detrás de otro, sus bocetos, así hasta siete y no sabemos qué habría pasado si un terrible cáncer no le hubiese arrebatado la vida pocos meses antes de nuestro estreno. Después vendrían el director de escena, el mago de la iluminación —que es quizás uno de los aspectos más fascinantes en el teatro y en la ópera—, los vestuarios, todo el concepto de transformación sonora y especialización del sonido a través de los 34 altavoces distribuidos por todo el teatro. En fin, el trabajo de más de cien personas al servicio del texto de Federico García Lorca. ¡No hay nada como la ópera! Es sin duda el universo posible del resonar de la palabra poética.

Como escribiese Giordano Bruno, fraile apóstata, hereje obstinado, que ardió en el aire como una antorcha humana un 17 de febrero de 1600 quemado por la inquisición:

… la verdadera filosofía es tanto música o poesía como pintura; la verdadera pintura es tanto música como filosofía; la verdadera poesía —o música— es tanto pintura como cierta divina sabiduría. (Giordano Bruno)

Si me permiten, vamos a proyectar ahora un vídeo de cinco minutos en los que recojo cuatro breves fragmentos que ilustran algunos de los elementos esenciales de nuestra ópera. En primer lugar, escucharemos el momento de la muerte, transformación del personaje de Gonzalo (Cristo). Es este un momento muy singular desde el punto de vista sonoro y escenográfico, ya que un enorme gong tibetano ocupa el palco real. Es esta la primera vez en la historia del Teatro Real que este singular palco se utiliza como espacio escenográfico. Contamos para ello con el permiso expreso de sus majestades los reyes. Sobre la sonoridad (espectro) de Sol canta el coro Santo, santo, santo. Como el sonido connatural del universo. Una potente luz dorada ilumina, como un rayo de tinieblas, súbitamente todo el teatro y dos enormes espejos, dispuestos sobre el escenario formando un ángulo, nos devuelven el reflejo de todo el público presente. El público sobre el público. En el segundo fragmento escuchamos una suerte de saeta cantada por el Caballo Primero (el cantaor Arcángel). A continuación, escuchamos a los Caballos que más adelante intentarán seducir a la figura de Julieta —la Julieta de Shakespeare— y finalmente, casi en la lejanía, oiremos la voz interior de Lorca, representada aquí por la línea de un violín (casi un canto por soleá) acompañada por la orquesta, cuya voz se pierde por todos los rincones del teatro.

Representacion escénica de la ópera Dulcinea
Representacion escénica de la ópera Dulcinea
Danza de la ópera Dulcinea
Representación escénica de la ópera Dulcinea