Lo infinito y lo fugazAntonio Skármeta
Escritor

Agradezco la generosa imprudencia de haber sido invitado como «escritor» a esta mesa de notables amigos y eruditos cuyos ensayos he leído con avidez y provecho. Se me ha destinado a hablar en último lugar de esta ronda sobre mi experiencia personal con la obra de Cervantes y se me ha concedido para hacerlo diez minutos. Diez minutos habitualmente pasan volando y ruego que no sea esta la excepción.

El doble aniversario de Cervantes y Shakespeare que enmarca este Congreso de la Lengua en Puerto Rico me viene de perillas, pues estos son los dos autores que han nutrido de admiración y delicia toda mi vida.

Don Quijote y las obras completas del autor inglés son los únicos libros, entre decenas de autores que literalmente adoro, que no he dejado de lado en ningún desplazamiento a lo largo de la vida. Y créanme que a veces he tenido que salir de algún país, como el mío propio hace más de cuarenta años, liviano de equipaje. Pero entonces una enorme lucidez mitigó mi desconsuelo por la fuga: me podría arreglar en los imprevistos del exilio con un par de zapatos y una camisa, pero no sin mis dos libros amados.

En un ensayo que publiqué sumándome jubiloso a la celebración de los quinientos años del Quijote me explayé sin límites de tiempo ni espacio precisando lo que para mi vida y obra es la mayor lección cervantina. El texto se llama: «El doble juego de don Quijote: desrealización de la realidad y realización de lo irreal» (publicado en Estudios Públicos, número 100, «El Quijote», Primavera, páginas 103 a 115, Centro de Estudios Públicos, Santiago, Chile, 2005).

El complicado título precisaba en verdad algo complejo: la enorme vitalidad de la escritura de Cervantes se derivaba de la genial interacción entre literatura y vida, entre ser y apariencia, entre gravedad y juego y resolvía con ilimitada gracia algo que me atrae irresistiblemente en el arte: las contradicciones y oposiciones entre los opuestos, pugna y síntesis que ha sido el mayor empeño de mi creación en cuentos y novelas. Don Quijote es un alborotador que al asumirse como ser fantástico despierta la fantasía y la locuacidad de casi todos con quienes se relaciona en sus caminos de ida y de vuelta. Quizás esto haya inspirado la nutricia interacción que se da en mis libros entre el poeta y el pueblo, entre la tradición literaria y la espontaneidad, que puede llegar desvergonzadamente a hacer pedalear a un ciclista desesperado al ritmo del «Cántico espiritual» de San Juan de la Cruz.

Si don Quijote es un héroe des-ensimismado que ha salido de sí para encarnarse en una fantasía de origen literario que lo transforma en protagonista de una vida deseada, logra también con su riesgoso acto algo notable: desensimismar ocasionalmente a los demás haciéndoles asumir roles que escapan de sus mínimas rutinas, proponiéndoles juegos, o la imitación de conductas de héroes y heroínas de la tradición literaria, visiones extravagantes y extraordinarias. Cervantes somete a una prueba física las fantasmagorías de los libros de caballería y al hacerlo, nos conduce a la liberadora noción de que las interpretaciones de la realidad no son la realidad y de que esto que llamamos «lo real» es una convención donde los seres viven atrapados. Y más aún, que la literatura es parte de parte de la realidad, la influye, la excita y la modifica. La estrategia de la locura es la metáfora más clara para henchir de significación la subjetividad cuestionadora. Que don Quijote esté o no loco es un asunto sobre el cual cada lector se ha formado certezas y los eruditos han elaborado sofisticados ensayos para adherir o matizar una tesis u otra. Lo que a mí como narrador me inspira y sorprende en la composición de la obra son los niveles de libertad, los juegos de personalidad variables, la enorme inestabilidad lúdica entre imaginación y acción; y estos juegos no solo se originan en el personaje central, sino a veces en la amplia gama de personajes que enfrenta, que confronta, de quienes es víctima, pero al mismo tiempo su maravilloso «re-creador».

Estos juegos en la realidad, que en la práctica realizan lo irreal —pues afectan física y mentalmente a sus protagonistas—, son un emocionante homenaje a la tradición literaria, y pueden tomar la forma exultante y cómica de la burla —que degrada al héroe— o conducir a un noble aprendizaje: al ansia de hacerse un ser mejor. Me refiero a los personajes más puros, atribulados y rústicos que llenan de encanto y sabiduría ambos tomos del Quijote.

Conceptos más refinados que profundizan esta percepción se encuentran en los ensayos de Heidegger sobre la poesía de Hölderlin:

La poesía es despertador de las apariencias de
irrealidad y de ensueño frente a esa realidad
apresable y ruidosa en la que creemos estar cual en
casa propia. Y es con todo, al revés: que lo que el poeta
dice, y lo que su palabra toma por ser, eso es lo real.

(Martin Heidegger: Hölderlin y la esencia de la poesía, Anthropos, página 35, Barcelona, 2000).

Y, claro, esto me lleva a la supuesta derrota de don Quijote, su anticlimático retorno a casa, y los dos fragmentos más melancólicos de la novela, que tanto me emocionan y sublevan, que hasta me dan ganas de sumergirme en la ficción y contradecir a los personajes con parecida ingenuidad a la de los protagonistas del film de Woody Allen La rosa púrpura del Cairo:

—Señores —dijo Don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía…

A lo que habría que agregar el gracioso, pero no menos perturbador y contradictorio epitafio confeccionado por Sansón Carrasco:

Yace aquí el hidalgo fuerte
que a tanto estremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.

Tuvo a todo el mundo en poco
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco.

Me extiendo en estos equívocos trozos donde la aventura parece decantarse. La ironía es perfecta: el héroe-loco agoniza y muere, pero no es la locura lo que le mata, sino la cordura. No es la «otredad» lo que le trae la muerte, sino el re-ensimismamiento del fin. Lo mata la melancolía del fracaso, dicen algunos. Quiero consolarme de su fin insinuando una discrepancia: su muerte es la culminación de una misión cumplida. Son ahora los más sensatos de los sensatos, Sansón Carrasco y el Cura, los que quieren ser «locos». Y su más cercano testigo, frecuente víctima de latigazos e infortunios, el rústico Sancho Panza se ha decantado en el más noble de los hombres. Estas son las últimas palabras que le dice a don Quijote: «Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber cinchado yo mal a Rocinante le derribaron».

Y aún esto, que pido tengan la bondad de recordar por un momento:

¡Ay! —respondió Sancho llorando—. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos acaben que las de la melancolía, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado…

La fraternidad en la desigualdad, el poder transformador de la poesía en los seres más puros e ingenuos para conducirlos a una serena plenitud, la permanente alegría de jugar, la celebración del ingenio, la valoración del arte y de la literatura como materiales para construir vidas reales, son algunas de las más notables lecciones cervantinas que han nutrido por siglos las narraciones de muchos países y creo que también han conmovido a mis modestas letras. Los diez minutos quizás ya han pasado y quiero robarle a la mesa solo un minutito más para ofrecer al público al menos un ejemplo de lo que he dicho. Se trata de un diálogo, de Ardiente paciencia, mi novela sobre la insólita amistad de un humilde cartero de aldea con Pablo Neruda. El poeta ha vuelto de Francia a Chile tras recibir el Premio Nobel de Literatura. Sufre una grave enfermedad y acaso desea morir en su casa de Isla Negra mirando ese mar «de siete lenguas verdes, de siete tigres verdes» que fue su mayor dicha, y presencia privilegiada en su obra.

Sin embargo, las circunstancias en su amado país han cambiado dramáticamente. Un golpe militar ha derrocado a su gran amigo y compañero Salvador Allende. Una brutal represión castiga a sus partidarios y borra sanguinariamente la tradicional democracia chilena. Burlando con astucia la vigilancia militar en torno a la casa del poeta, el humilde cartero logra entrar a la habitación donde Neruda yace gravemente enfermo. En medio de la penumbra, el poeta reconoce a su cartero y «discípulo», Mario, y le habla:

Dime una buena metáfora para morirme tranquilo, muchacho.

A Mario esta vez no le ocurre ninguna metáfora pues está arriesgando su vida para ver si puede salvar la del poeta. Neruda le pide que lo levante del lecho y lo lleve a la ventana. Trabajosamente ambos avanzan y por fin Neruda puede ver por última vez su mar. Con la frente febril pegada al vidrio de la ventana, dice estos versos que son su despedida:

Yo vuelvo al mar envuelto por el cielo,
El silencio entre una y otra ola
Establece un suspenso peligroso:
Muere la vida, se aquieta la sangre
Hasta que rompe el nuevo movimiento
Y resuena la voz del infinito.

En ese momento el cartero abraza a Neruda y cubriéndole sus pupilas alucinadas, le dice:

No se muera, poeta.

Sigo llevando hasta hoy Don Quijote de la Mancha y las obras completas de Shakespeare en mis maletas y no me molesta su peso. Al contrario, lo agradezco, pues siento muy profundamente que en ellas «resuena la voz del infinito». Gran consuelo para un escritor como yo, que transita por la vida con un agudo sentimiento de su fugacidad.