La formación escolar en la época de Cervantes, como es sabido, se basaba en los ejercicios de versión de los textos latinos a la lengua vulgar, procedimiento que continuaba en años posteriores con el estudio más completo de los autores clásicos que servirían como modelos en el futuro, particularmente para aquellos individuos que desarrollaban ambiciones literarias. Por tanto, internalizar la cultura clásica implicaba aprender las técnicas de la imitatio, forma de producción textual característica de la literatura griega y romana, que se desarrolló a lo largo del Renacimiento europeo. En ninguna de las dos culturas se había planteado como problema la ausencia de creatividad que podía generar el procedimiento y tampoco en su realización renacentista. La palabra de un autor modulaba las fuentes escogidas revelando en este juego sus opiniones y los contextos ideológicos de los que derivaban. Tampoco parece haberse cuestionado la falta misma de originalidad que podía resultar de tal procedimiento, en tanto implicaba recrear palabras y frases leídas en un texto escrito por otro autor que se podía ampliar o modificar en su recreación, pero el punto de partida era, debía ser, la palabra ajena. En efecto, sería francamente anacrónico que se cuestionara esta tradición clásica según criterios característicos del movimiento romántico del xix.
Sin embargo, en estos momentos, la crítica literaria no hace suficiente hincapié en que el lexema mismo, imitatio, funcionaba en dos planos semánticos relacionados pero no idénticos. Por un lado, era componente central del sistema expuesto en los tratados de poética de Aristóteles, Horacio y sus continuadores así como en los tratados de retórica clásica, de Aristóteles a Cicerón y Quintiliano. En estas retóricas se desarrollaban las cinco partes en las que estaba dividida, focalizándose en la descripción de las normas de las primeras tres: inventio, dispositio y elocutio. Pero por el otro, y esto puede pasar inadvertido, se refería a aquellos fragmentos de discurso de textos literarios o filosóficos de autores admirados por quienes los reelaboraban: Homero, Horacio, Virgilio, el del Amadís de Gaula, Heliodoro, Aquiles Tacio y un largo etcétera.
La Poética de Aristóteles ya había circulado ampliamente en traducción al latín desde mediados del siglo xvi y resultó así combinada con Arte poética de Horacio, texto teórico con el que se iniciaba el estudio de la literatura.1 En estos tratados se había definido cuáles eran los géneros practicados y sus características esenciales, cómo se definía el concepto de verosimilitud que regía la relación de todo texto con la realidad del mundo circundante, en qué diferían literatura e historia y cómo debía entenderse esta diferencia. El buen escritor debía respetar estas reglas, y asimismo, el buen orador.2
En efecto, poética y retórica estaban conectadas: Aristóteles había redactado sendos tratados y en ellos desarrolló esta relación. En el mundo romano se combinaban los principios expuestos por Horacio en su Arte poética con los que se divulgaron en los tratados de retórica de Cicerón y Quintiliano.3 De fundamental importancia en todos ellos era la exigencia de que el buen escritor y el buen orador fueran capaces de respetar la lógica del discurso, que supiera reconocer lo bueno en todos sus aspectos así como las emociones humanas en todos sus rasgos. Fundamental era también el carácter moral de quien escribía o pronunciaba un discurso, su ethos. La ética asumía también una importante función en las prácticas literarias y así lo confirma la doble exigencia del precepto horaciano del et delectare et prodesse en lo que respecta a los géneros altos. Fue por ello objeto de discusión en cuanto a su sentido en Horacio y en la poética aristotélica cuando se difundió en traducciones al latín y en las obras de los tratadistas del xvi y del xvii en Italia y en España.
En su temprano tratado De inventione Cicerón también recomendaba que el orador se esforzara por construir con eficacia los rasgos y emociones de sus personajes apoyándose en sus conocimientos de filosofía moral y tratando de respetar siempre las exigencias de la verosimilitud. Estos principios serán reelaborados en otros de sus tratados de retórica, De oratore, Orator o Brutus y conformarían, como sabemos, el programa de los studia humanitatis en España articulado en el conocimiento de varias disciplinas: gramática, retórica, historia, poesía o literatura y filosofía moral.4 Estas áreas básicas del saber fueron las que Cervantes internalizaría en sus primeros estudios, aunque no se haya podido determinar dónde los realizó. Hoy se sabe que esta estructura de los estudios no estaba limitada a lo ofrecido en las escuelas de la Compañía desde la segunda mitad del xvi, sino que estructuraron, por ejemplo, los programas de instituciones como las de la villa de Madrid, que consiguió dirigir entonces López de Hoyos, ahora descritos y evaluados nuevamente por Alfredo Alvar.5
Ya adulto y escritor en ciernes, Cervantes releería evidentemente la Poética y la Retórica así como no pocos pasajes de la Ética Nicomáquea, de Políticas y de Económicos. En un artículo publicado en el 2005, al que remito, analicé una extensa serie de pasajes del Quijote en los que el autor recrea o imita loci de la Ética Nicomáquea y de la Retórica y así lo indican las siguientes citas, entre otras. Sobre la distinción aristotélica entre bienes de fortuna, es decir, temporales o de riqueza y bienes de naturaleza o linaje, por ejemplo, hace decir a Dorotea en el capítulo 28 de la primera parte, que no sería tan desdichada si «los bienes de naturaleza de sus padres igualaran a los de su fortuna»,6 concepto reiterado en la segunda parte, II, 19, a propósito de la mala suerte de Quiteria, obligada por su padre a casarse con el rico Camacho en vez de Basilio, su pastor enamorado, según la descripción del estudiante que encuentra don Quijote: «ordenó de casar a su hija con el rico Camacho, no pareciéndole ser bien casarla con Basilio, que no tenía tantos bienes de fortuna como de naturaleza».7 Pero ya en la primera parte estaba nuevamente presente en la novella de «El curioso impertinente» (I, 33, pp. 375-414). En este relato intercalado asigna la frase tópica bienes de naturaleza y bienes de fortuna a Anselmo mismo para describir sus imposibles celos. Otra formulación aristotélica incorporada al discurso tomista, es el argumento contrario, que esgrime Lotario para persuadir a Anselmo: los buenos casados, tendrán dos almas, le hace afirmar, «pero no tienen más de una voluntad». Lo mismo se manifiesta en la concepción de virtud como cualidad regulada por la razón y dependiente de la voluntad de un individuo, que procede de la Ética Nicomáquea, II.8
Si Cervantes reitera estos principios derivados de la filosofía moral de contexto aristotélico que regían aún la concepción del hombre y de la realidad en la época, es evidente que mayor resulta el número de citas de la Poética y de la Retórica aristotélicas en diálogo frecuente con las que proceden de la Epístola a los Pisones, conectadas a su vez con conceptos desarrollados en los escritos retóricos de Cicerón y de Quintiliano. Son estos temas ampliamente estudiados por los cervantistas en varias dimensiones, ya sea en relación directa con sus fuentes grecolatinas o desde perspectivas comparativas entre las afirmaciones del narrador y los personajes del Quijote y las definiciones e interpretación de tratadistas contemporáneos a Cervantes como López Pinciano en su Filosofía antigua poética.9 Una lectura detenida de esta poética del Pinciano me permitió recoger unas treinta y cuatro citas o menciones del tratado de Horacio, algunas muy significativas, que demuestran la extensión de la influencia de la Epístola a los Pisones en el xvi y el diálogo que entabla con la Poética de Aristóteles, motivo interpretado como prueba de su filiación y por tanto de la verdad absoluta de sus leyes y comentarios. Un ejemplo lo proporciona el afirmar que «la materia de la Poética» son «ambas filosofías»: «El buen poeta o ha de tocar la philosophia moral o natural en su obra» (I, p. 215) y, debajo de la filosofía moral se entendía «la presencia de la ética, económica y política» (I, p. 219).
En el libro II (p. 62) comentan los personajes del diálogo del Pinciano la obligación que tienen los poetas de ser fieles a la exigencia de verosimilitud, que es necesaria «porque el que no hace acción verosímil a nadie imita». Otra cuestión tratada en varios pasajes es cuál debe ser la naturaleza de la fábula según Horacio y, aunando a su epístola la Poética de Aristóteles, afirman reiteradamente que «el poeta que supiere bien la cosa que trata la sabrá mejor concebir con el entendimiento» (II, 204-205). Componer textos literarios, diríamos hoy, exige que el autor conozca filosofía, las normas poéticas y el lenguaje de la elocuencia, entendimiento y voluntad de esfuerzo. La poética es un arte muy difícil, se lee ya en el libro I del Pinciano y solo pocos llegan a entenderla. Fadrique insiste, por tanto, en que «Esto alcanzaron los philósophos antiguos» y significaron que «era el trabajo subir al monte del Parnaso y era el premio la corona del laurel», conceptos que aclara luego a continuación: «La corona, señor compañero, es la honra, a la cual muchas veces sigue la inmortalidad de la fama; y la subida deste monte alto es el trabajo, ayuntado al natural ingenio. Y si queréys saber qué tal ha de ser el trabajo, leed a Horacio […]». Cervantes fue sin duda gran lector de Horacio, gran inventor, asimismo, y así fue como se presentó en su Viage del Parnaso, en diálogo una vez más con el gran autor romano de odas, de sátiras y epodos.
Riley y más tarde Forcione, entre otros especialistas, revisaron algunos de estos conocidos motivos teóricos clásicos, es decir, aristotélico-horacianos: la diferencia entre historia y ficción, el concepto de verosimilitud, la cuestión de cómo adaptar lo maravilloso para que fuera admisible y cómo despertar la admiración de los lectores.10 Además, no hay que olvidar el recurso tan cervantino de tratar estas cuestiones sobre las reglas del arte que debe respetar un autor en las voces de los personajes representados en la ficción: el discurso del canónigo, obviamente, pero no solo estos capítulos de la primera parte del Quijote sino otros tratados en la segunda parte, cuando incorpora a Sansón Carrasco, y en capítulos posteriores, al Caballero del Verde Gabán y a su hijo, ya apasionado por los clásicos antiguos según relataba su padre. Estos y otros pasajes, que no puedo explicitar en este mi breve trabajo, deben estudiarse asimismo en relación con otros tantos del Persiles, como se ha ya señalado, en busca de puntos de interés y afirmaciones comunes o emparentadas.11
Un buen escritor debía aprender a escribir repasando las lecciones que habían transmitido los tratados de retórica y al mismo tiempo respetando las reglas del arte codificadas en la poética clásica ya que la poética se distinguía de la retórica por su intención mimética. En efecto, el officium del poeta consistía en la mimesis de la realidad y de otros textos literarios que prestigiaría por afinidad ideológica o artística, textos rescatados por un poeta lector que poseía un saber. Una fuente importante de esta idea procede de Horacio, quien la reitera en varias de sus obras. Recuérdese el verso 309 de su Ars poetica: «Scribendi recte sapere est et principium et fons». Sin embargo, ello no aseguraba que los conocimientos adquiridos por un escritor bastaban para que tuviera éxito, ya que era fundamental que este tuviera talento. Así lo declaraba don Quijote al caballero del Verde Gabán: «según es opinión verdadera, el poeta nace, aunque también digo que el natural poeta que se ayudare del arte será mucho mejor» (p. 758). Del mismo modo, le haría decir a Mauricio en el Persiles I, 18, «el poeta nascitur», como en la frase latina: Nascuntur poetae.12
Cervantes, lector de Horacio, no se limitó a citar frases teóricas y técnicas procedentes del Arte poética. En efecto, el autor del Quijote había leído asimismo gran parte de su producción literaria y así lo estudié en un trabajo anterior examinando la historia de su recepción desde el siglo xvi, cuando Horacio y Virgilio se convirtieron en auténticos clásicos de la literatura romana.13 Al tratar de identificar qué obras literarias suyas le ofrecieron ideas y topoi que Cervantes citó e imitó, descubrí que desde la Galatea, el Quijote y las Novelas ejemplares hasta el Viage del Parnaso y Los trabajos de Persiles y Sigismunda, Cervantes fue confirmando lo que escribiría en su Persiles, II, 6: «El leer mucho aviva los ingenios de los hombres».
Horacio marcó un hito fundamental en la formación humanística durante el siglo xvi, no solo por sus ideales de estilo y por los géneros practicados, sino también por sus intereses filosóficos que anticiparon la gradual expansión del neoestoicismo en los círculos cultos de la época en los que debe incluirse a Fray Luis, al Brocense, a Arias Montano, a Juan de Almeida, a Alonso de Espinosa y a Jerónimo de los Cobos, traductor y adaptador de Horacio.14 Es evidente que Cervantes compartió estos intereses, y que si Horacio pudo afirmar en una de sus sátiras, II, 1, vv. 28-29, que su único deleite había sido «encerrar la palabra en los pies de un verso a la manera de Lucilio», ecos de este verso se vislumbran en la insistente repetición de varios conceptos clave en textos cervantinos: entendimiento, ingenio, inclinación o afición. Recordemos el último terceto de un temprano soneto de Cervantes publicado en los preliminares de una obra de Alonso de Barros, Philosophía cortesana moralizada de 1587 que resume anticipadamente sus ideas sobre esta cuestión: «Felice ingenio y venturosa mano / qu’el deleyte y provecho puso junto / en juego alegre, en dulce y claro estilo». Pero fue Aurora Egido, y a sus notables estudios remito, quien examinó ya la presencia de algunos lexemas característicos de la ficción cervantina como discreción, inteligencia, ingenio, en todas sus dimensiones semánticas. Al mismo tiempo señalaba que ello exigía que quien la leyera fuera asimismo un lector «prudente y discreto», «dos principios morales» que Aurora Egido nos enseñó a valorar ya en el Quijote, obra en la que Cervantes los trata con su habitual ironía y hasta humor.15
Cervantes leyó, pues, no solo las epístolas y sátiras de Horacio, ordenadas en dos libros de poemas compuestos en hexámetros, sino no pocos de sus versos líricos, reunidos en cuatro libros de odas, compuestas en diferentes metros, y algunos de sus epodos, escritos en yambos. De las sátiras horacianas no faltan citas y ejemplos, como los que pueden leerse en el Persiles, a propósito del «murmurador y maldiciente» de su personaje Clodio, a quien atacara Rosamunda en I, 14. El motivo de la murmuración se convierte en topos en el discurso de Cipión a lo largo prácticamente del Coloquio de los perros, en el que Cervantes aprovecha para manifestar su adhesión a Horacio, por considerarlo el gran autor de sátiras elegantes, género literario que destrozaría Juvenal según Cervantes mismo, quien vuelve sobre estas cuestiones en su versión personal de una sátira menipea, el Viage del Parnaso.
En cuanto a las odas, no faltan menciones o alusiones en las novelas ejemplares, El amante liberal, por recordar un caso en particular, y aún de los Epodos, I, 8 y I, 12 como se lee al aplicar Cervantes la descripción horaciana de rasgos de la bruja Canidia a la Cañizares del Coloquio de los perros.16 En verdad no debe sorprender que conociera a Horacio en tantas dimensiones ya que gran parte de sus textos estaban ya al alcance de los escolares desde mediados del xvi gracias a la publicación de ediciones expurgadas o, como se lee en la aparecida en Roma en 1569: […] ab omni obscoenitate purgatus, ad usum gymnasiarum Societatis Iesu […].17 Además de las nuevas colecciones de su obra, algunas antológicas, que circularon, se contaba con una edición bilingüe, preparada por el doctor Juan Villén de Biedma, impresa en Granada en 1599, que ofrecía traducciones en prosa de los textos de Horacio.
En resumen, las numerosas referencias a dicta que encontró en los textos literarios del autor de la Epístola a los Pisones se extienden desde la Galatea al Persiles aunque asuman aún mayor importancia en el Quijote. Los comentarios negativos sobre la ficción caballeresca en ambas partes de esta obra dialogan con los atribuidos al personaje del canónigo, voz oficial, por así decirlo de la teoría clásica que se impuso con la expansión del humanismo desde mediados del xvi. Este modelo teórico resulta renovado cuando Cervantes se interesa por un nuevo tipo de relato novelesco también promovido por el humanismo desde que Jacques Amyot tradujera las Aethiopica de Heliodoro en 1547. De sus novelle en la tradición de Boccaccio, del relato novelesco que derivó de los libros de caballerías con significantes modificaciones, Cervantes procedió a recrear la estructura compleja, más fragmentaria y basada en interrupciones que el Pinciano había alabado sugiriendo su relación con el modelo de la tragedia griega según lo había descrito Aristóteles.18
En efecto, tanto el argumento del Persiles como su dispositio difieren de la escogida para el Quijote, otra prueba, diríamos hoy, de que el «discreto lector» que fue Cervantes se propuso ampliar el número de opciones con las que contaba un escritor de novelas de su época adaptando el argumento de la novela griega a realidades más cercanas o afines a la suya y explorando así el decurso de otras vidas imaginarias envueltas en una peregrinatio religiosa.19 Aurora Egido señaló certeramente que la discreción fue asimismo «elemento esencial en la configuración del carácter moral de los personajes» del Persiles; por tanto, «la retórica y la moral van a ir entrelazadas».20 Coincidimos en que el Humanismo tuvo fundamental influencia en un movimiento «que convirtió el ars rhetorica en una nueva teología puesta al servicio de una nueva estética y una nueva moral». Esta posición ideológica del narrador, transmitida a los personajes del Persiles cuyas fuentes menciona Egido, permitió desarrollar el concepto de «la vida como peregrinación virtuosa y prudente» (p. 335). La innovación cervantina en lo que respecta a modelos ficcionales a imitar, total o parcialmente, se manifestó en su elección de los relatos de Heliodoro y Aquiles Tacio para su última obra confirmando así su adhesión al trabajo de la inventio retórica en su producción literaria y así se definió en el Viage del Parnaso: «Yo soy aquel que en la invención excede / a muchos, y al que falta en esta parte / es fuerça que su fama falta quede».21 Solo podría añadirse en cuanto a esta última elección que, como había señalado Marcel Bataillon, la novela griega de aventuras que, a diferencia de las de caballerías, había sido bien recibida por los erasmistas cumplía, con los principios de la poética horaciana. De estas historias de aventuras compuestas «para el deleite» podía afirmarse que respetaban lo verdadero, la verosimilitud, que incluían discursos sobre motivos de filosofía moral y que su dispositio estructural in medias res recreaba la estructura de los prestigiosos poemas épicos.22
En cuanto a la imitatio de citas de autores griegos y romanos que conformaban su discurso porque es obvio que Cervantes las sentiría ideológicamente afines, no vaciló en reiterar en el Persiles la palabra de Horacio y otros autores que había internalizado a lo largo de una vida dedicada a la lectura y a la composición literaria según los cánones de su época.