El título de esta intervención me fue dado por un rapto de inspiración benéfica, una vez que hube desechado unos cuantos otros pretendidamente más rigurosos, aunque menos sinceros en la voluntad de trasmitir lo que yo consideraba y considero importante; lo creo también adecuado a la naturaleza de un congreso pluritemático con eje en la lengua común y previsoramente prudente ante la tentación de generalizar apreciaciones que puedan exceder la experiencia de mi país.
En las inmediaciones de la jubilación, sentado hoy junto y frente a admirados especialistas, divisando ya en el horizonte próximo la clausura de más de cuarenta años dedicados a la enseñanza en la Universidad de Buenos Aires, me pareció necesario compartir en este foro excepcional una suerte de balance, exento de mayores referencias bibliográficas, que quiere integrar algunas inquietudes surgidas al calor de las lecturas para la cátedra, de las conversaciones de variada formalidad con amigos, colegas, alumnos y gente no necesariamente vinculada con mis estudios, y de requerimientos periodísticos. También de mi experiencia de vida, la que me permitió, como supongo que a ustedes, pasar de una infancia amparada por la felicidad de la agrafía, en la que el idioma no tenía entidad conceptual, al moroso aprendizaje y práctica regular de su variedad culta (valga la petición de principio), y más tarde a la consideración y análisis de su historia y funcionamiento. Este largo proceso culminó con la inesperada negligencia institucional que me hizo miembro de la Academia Argentina de Letras, descuido que se agravó hace tres años con mi designación como presidente.
Como lo anticipara en mi discurso de ingreso, y no puedo sino volver sobre el tema, el cargo me ubicó en la más incómoda de las posiciones (Moure 2003). Como académico era mi obligación (cito el primer artículo del reglamento de mi institución): «Velar por el uso correcto y pertinente de la lengua [...]», es decir detenerme en el corte sincrónico de la variedad ejemplar que hoy rige y dictaminar en ella sobre lo aceptable y lo vitando, en tanto el dictado de la historia de la lengua me instaba, con apoyatura documental y científica, a desatender las constricciones de la norma para enfrentar la naturaleza de la lengua como mecanismo dinámico, inmanejable, escasamente previsible, sujeto a las casi infinitas determinaciones de la sanción popular, de la veleidad histórica de un prestigio precario y de un gusto inaprehensible, y condenado en períodos e instancias impredecibles a alterar toda norma como quien elude las prendas de vestir que la moda condena al desuso. La dialectología, a su vez, desplegaba procesos inevitables en toda lengua histórica en su distribución geográfica y en su desarrollo temporal. Comprendí cómo un dialecto romance nacido en un mínimo territorio peninsular se había extendido hacia estas desmesuradas tierras transoceánicas y había conformado múltiples variedades secundarias a partir de iniciales mecanismos de nivelación y de simplificación lingüísticas. Estudié cómo la fisonomía de esta lengua trasplantada, convertida después en inmensamente mayoritaria frente a la variedad europea, se había sometido a las imposiciones geográficas, políticas, demográficas y socioculturales de cinco siglos, que la convirtieron en un complejo hoy regido por lo que denominamos policentrismo.
Una bibliografía en continua expansión acrecienta regularmente desde hace un siglo nuestro conocimiento de la lengua española en su dimensión diacrónica y dialectal, y disciplinas que todavía podemos llamar de moderno cuño como la sociolingüística o la pragmática vinieron a iluminar en forma notable cuestiones fundamentales como la complejidad de la estratificación de los hablantes en las zonas urbanas, la incidencia de las variables sociales, etarias y de género, la coexistencia de registros y la interacción lingüística como componentes de los escenarios efectivos en los que los hablantes actúan.
Pero ocurre que este enriquecimiento analítico, esta pluralidad de enfoques y de objetos de estudio dentro del gran campo de la materia lingüística suele contrastar con la relativa uniformidad de criterios que enseñorea lo que podríamos denominar el pensamiento normativista académico (me refiero al propio de las academias de la lengua), disyuntiva que ha venido a complicarse aún más en época reciente con el talante hostil de una difundida argumentación de sentido contrario, sustentada por no pocos lingüistas, profesores de lengua y aun periodistas y público, cuyas consecuencias ha estudiado Adolfo Elizaincín en una comunicación reciente (2015); en ella se pone de manifiesto el difícil o imposible diálogo que se entabla, por una parte, entre quienes procuran conciliar la convicción de que la realidad de nuestra lengua es la de la unidad en la diversidad y de que el panhispanismo debe ser la política que la sustente, y por la otra, el de quienes, desde heterogéneos puntos de observación, cuestionan la legitimidad de una norma compartida o, con mayor carga ideológica, desconfían de la asepsia de la política panhispánica, que ven en definitiva como instrumento de un monocentrismo encubierto al servicio de intereses escasamente lingüísticos. En su contribución, el colega uruguayo mencionado considera que el ingreso a las academias de lingüistas formados en las modernas disciplinas de la especialidad, promovió la noción de que cada lengua es por esencia «un universo de estrategias, estructuras y relaciones que ofrecen a sus hablantes una visión específica del mundo», en las que la libertad del hablante es premisa, y que no es lícito por lo tanto operar sobre ella, puesto que es ella misma la que se adapta a los requerimientos comunicativos de los usuarios y genera los cambios que esa demanda le va imponiendo. A partir de ese marco teórico, la norma sufre una alteración en su alcance conceptual tradicional, de la que deriva una velada deslegitimación de la actividad correctora que se reclama a las academias. En verdad, fue la noción de norma formulada por Eugenio Coseriu (la norma como el estado habitual de una lengua en una comunidad, es decir su uso común y ordinario, por medio del cual los hablantes realizan su sistema, ajeno a las imposiciones prescriptivas), la impugnada por Luis Fernando Lara, quien adujo que la redefinición coseriana escamotea a la norma su necesaria pertenencia a la esfera de los valores y del «deber ser»,1 es decir aquello que la hace legítimamente pasible de prescripción.
Vuelvo sobre mi advertencia inicial. Confieso que si no se discriminan adecuadamente los territorios y las competencias, es ardua la convivencia académica y profesional con esta realidad lingüística, compleja y contradictoria, en la que se nos pide que laudemos en cuestiones léxicas, gramaticales y ortográficas, que avalemos diccionarios y repertorios gramaticales, que respetemos las modalidades nacionales sin interferir con la unidad de la lengua, que atendamos a lo que la ciencia lingüística enseña, siempre y cuando en la escritura observemos y hagamos observar la diferencia entre /v/ y /b/, aunque el sonido sea uno desde hace siglos, repongamos haches que no suenan en parte alguna, y los andaluces y americanos —es decir la inmensa mayoría de los hispanohablantes— no confundamos la /z/, la /c/ y la /s/. Si bien la pronunciación seseante apenas fue legalizada por la Academia en 1956 (ya un siglo antes Andrés Bello había renunciado a curarla), tengo conocimiento de que un académico de mi país, fallecido en 1967, practicaba laboriosamente la distinción en su pronunciación normal (si en este caso el adjetivo es admisible). En mis años de escuela primaria (me refiero a la segunda mitad de la década del cincuenta del siglo pasado), yo me destacaba en lectura en voz alta, porque conscientemente recorría el texto como un pentagrama, disfrazaba mi yeísmo diferenciando con enorme esfuerzo /λ/ y /y/, y reponía las /s/ en toda posición, con lo cual, sin proponérmelo, generaba una suerte de español neutro avant la lettre, una variedad rioplatense suprabarrial y fantástica que ningún maestro me impugnaba, no por negligencia, sino por falta de argumentos. Privaba, como ocurre hoy cuando la doxa expresa su preferencia por variedades ajenas, la idea no formulada de que los dialectos son tanto mejores cuanto menos se alejan de la ortografía, aguda observación que debo a John Lipski y que no he encontrado en otra bibliografía (Lipski 1996: 157).
Creo que al menos una parte importante de la cuestión es más fácil de abordar si la reducimos hoy a dos interrogantes centrales, respectivamente instalados en los dos polos que he intentado identificar. El primero es: ¿las variedades del español son antesala de la pérdida de la unidad? Y el segundo: ¿puede la acción académica impedir la disgregación?
Entiendo que uno y otro pueden responderse desde un arco de expectativas que responde al mayor o menor optimismo de quien evalúa las evidencias científicas con que hoy contamos. Veamos el primero. En una contribución que presenté en 2001 al II CILE por comisión de Ofelia Kovacci, cuya enfermedad última no le había permitido viajar, pretendí jerarquizar los principales rasgos dialectales morfosintácticos presentes en el español de América, destacando los que afectan más fuertemente al español general estándar, bien por su mayor alcance diatópico y diastrático, bien por su carácter más innovador en el sistema gramatical (Moure 2001). Incluí bajo ese rubro el voseo, la simplificación de las formas pronominales de segunda persona del plural con extinción americana de vosotros; la construcción de perífrasis de adverbio y preposición de reclamando la forma posesiva del pronombre término (debajo mío, detrás nuestro); la variación semántica sufrida en algunos países por la preposición hasta, con valor temporal puntual de posterioridad (cierran hasta las ocho = ‘cierran a las ocho’); la flexión de los verbos impersonales haber y hacer (habemos muchos, hubieron tres muertos, ya hicieron dos años). En el Río de la Plata, al menos, advertimos en los verbos cuasirreflejos una tendencia creciente a su despronominalización (entrenar, concentrar, calificar, referir): hace unos pocos días, un intendente de una municipalidad bonaerense se alegraba porque este año las clases iniciaron en fecha; el empleo en singular del pronombre dativo de tercera persona plural en posición catafórica (le pedí a los alumnos que consultaran el artículo); en la convergencia de clíticos de tercera persona de objeto indirecto plural (se) y objeto directo, la generalización en importantes áreas del español americano de la tendencia a trasladar a este último la marca de plural (‘Mañana les traigo el libro’ > Mañana se los traigo), fenómeno notablemente afianzado en la lengua estándar de mi país, en los subtítulos de las películas traducidas y que he podido comprobar también en estos días de escucha orientada en Puerto Rico; la creciente prevalencia de la conjunción que como una suerte de relacionante anafórico único, que quiebra la norma estándar funcionando como sustituto de diversos introductores (En la panadería estaba la señora que el hijo es médico / Fue allí que murió). Acaso podría haber sumado, desde mi área de pertenencia, la neutralización aspectual en las dos formas del pretérito perfecto del indicativo o la ausencia del artículo indeterminado en contextos en que al menos la variedad estándar peninsular lo emplea (La teoría se basa en (unos) presupuestos falsos).
Es necesario reparar en el hecho de que la mayor parte de estos rasgos, a los que habría que añadir los propios del léxico y de la pronunciación, han sido recogidos por la que insistimos en denominar lengua culta, entidad cuyos límites son hoy escasamente nítidos, puesto que subsume un conjunto de otros registros, como el de la lengua escrita literaria pero también la pretendidamente formal del periodismo escrito y oral, y de los locutores, presentadores y comentaristas de radio y televisión, de amplísima llegada a la gente. El espectro lingüístico descendente de estas formas transita a veces el engolamiento, con suerte el cuidado y la moderación, pero mayormente la torpeza sintáctica, la indigencia léxica y la chabacanería (ya como incurable hábito idiolectal, ya como mezquina y prejuiciosa estrategia demagógica). Por ello, no es desacertado afirmar que el modelo de lengua culta tradicional, con una impronta literaria protagónica, a que podían aludir Amado Alonso o Ángel Rosenblat como orientadora de la corrección, resulta cada vez más fantasmal e inoperante, en razón de la incidencia de medios en los que campea imparable un crecientemente bajo control cualitativo, marcado por rasgos de oralidad de registro medio o bajo (débil articulación, vocabulario escaso, mínima subordinación, predominio del anacoluto) y con hablantes que se forman en escuelas en las que se lee poco y se escribe menos.
En verdad, el llamado policentrismo no es sino un diplomático reconocimiento de que el estándar formal hispánico, si no queremos llamarlo culto, también está vertical y horizontalmente dialectalizado. Lo está desde siempre en su léxico, entonación y prosodia, pero también en muchas opciones morfosintácticas diferenciadas, que difícilmente sean pasibles de retracción normativa. La andadura tolerante del Diccionario panhispánico de dudas no logra disimular un repertorio de desinteligencias. Las 70.000 entradas y 120.000 acepciones recogidas por el Diccionario de americanismos dirigido por Humberto López Morales pueden ser festejadas por su impresionante riqueza, pero también como un ejemplo nítido de la dispersión léxica de nuestra lengua; lo mismo podría decirse de cada uno de los diccionarios nacionales diferenciales hasta ahora publicados. Frente al artículo del académico Arturo Pérez-Reverte publicado el pasado 6 en la revista dominical de La Nación de Buenos Aires (2016:50), el lector argentino promedio difícilmente entiende voces como acojonar o gilipollez, aunque alguno pueda haber incorporado pasivamente esos términos por haberlos escuchado repetidamente en películas españolas (lo que es decididamente bueno); pero una oración como «Hay varios cantamañanas que han estado dándole brasa al rey de Redonda» le resulta impenetrable —y no creo que el autor se haya propuesto ser conceptista—. De una novela del admirable prosista y académico Luis Mateo Díez extraje hace años este texto: «[...] el suyo había sido un matrimonio desastroso por culpa de un marido que sólo había hecho que maltratarla» (Mateo Díez, 2001),2 en el que la oración final de relativo, aunque perfectamente comprensible, le resulta agramatical a un argentino, en tanto los colegas españoles a quienes consulté la encuentran admisible. Ayer mismo, en un panel, un escritor mexicano dijo «vengo llegando», giro encantador totalmente ajeno a mi variedad. Estoy seguro de que podrían cruzarse numerosos ejemplos en sentido inverso.
Las variedades del español van marcando una distribución dialectal que está en la base de su naturaleza de lengua histórica de enorme extensión. No obstante, ninguno de los rasgos diferenciales hasta hoy identificados, de los cuales apenas he destacado algunos, pone en riesgo una muy alta inteligibilidad mutua. Pero la autonomía política y cultural de las veintidós naciones que la hablan es un elemento que no puede desatenderse con vistas al futuro. La historia ha demostrado que un conflicto político puede generar aislamientos y desmembraciones que terminen involucrando sus componentes culturales. Si me he apresurado a lanzar esta inquietante ideación contrafáctica es para mejor admirar nuestra realidad de hoy, que no es otra que una convivencia armónica de todos los países de habla española, cuyo perfil dialectal me gusta imaginar como una pirámide en cuya extensa base se distribuyen las múltiples variedades del habla popular, afectadas por una heterogeneidad insalvable sobre la que las academias no tienen jurisdicción, pero que se va reduciendo en su dispersión y afinando a medida que se asciende en la capacidad de los usuarios de compartir registros más elevados y de practicar las adecuaciones que garantizan la más amplia comunicación. En el vértice de la pirámide se encuentra la lengua modélica en cuya virtualidad todos nos identificamos, la que idealmente derrama hacia abajo su docencia e imagen ejemplar, la constituida por los elementos comunes pasibles de una codificación consensuada, la alimentada por lo que Luis Fernando Lara denomina las tradiciones verbales de la lengua, de las que el panhispanismo es atributo previo y no programa, aquellas que en el dominio popular y en el culto de todo el mundo hispánico ponen a prueba su elasticidad y capacidad innovadora.
Si consideramos nuestra lengua en la perspectiva que he procurado exponer, creo que se puede deslindar lo que no conviene hacer y lo que sí debemos hacer. Apresuro algunas conclusiones: