Los historiadores de la literatura están de acuerdo en que el Quijote representa un parteaguas de enorme trascendencia. Como sucede con todo lo relacionado con la obra maestra cervantina, mis colegas no se ponen de acuerdo respecto a la naturaleza precisa de su aporte. Incluso su designación más frecuente como la «primera novela moderna» es fuente de controversia, ya que, como siempre, caemos en el estéril debate sobre las definiciones. En este caso, podemos discutir hasta el amanecer la definición de «novela», de «moderna», y luego de la frase completa: «novela moderna».
Evitando el problema de las definiciones, quisiera simplemente destacar el hecho de que sí existe un claro antes y después del Quijote —algo que los lectores de nuestra época no son capaces de reconocer porque no conocen la ficción anterior al Quijote—. Tampoco tienen por qué —la verdad sea dicha— meterse en todo este terreno que solo nos interesa a nosotros los estudiosos. Si se van a poner a leer el Quijote, es más que nada para pasarlo bien.
Ocurría lo mismo en la época de Cervantes. Nuestro autor sabía perfectamente que sus lectores comprarían su obra para tener una experiencia lectora divertida, e hizo todo lo posible para que quedaran satisfechos. Sabía, claro, que los lectores de las novelas de caballerías buscaban exactamente lo mismo. Pero Cervantes era consciente de que ese género nacido cien años antes estaba en pleno declive. Muchos de sus contemporáneos ya buscaban otro tipo de ficción. Sin esa nueva generación de lectores, Cervantes no se habría tomado el trabajo de producir una obra de casi mil páginas.
Simplificando mucho, las novelas de caballerías pertenecían a la modalidad narrativa de «romance» —término para el cual no existe un equivalente exacto en español—. Remite a un tipo de ficción caracterizada por la presencia de muchos elementos fantásticos o extremadamente idealizados. En el caso de los libros de caballerías, se trataba de jóvenes superhéroes capaces de vencer, solitos, a incontables contrincantes o de enfrentarse con gigantes y malignos encantadores capaces de volar por el aire. Vivían en épocas históricamente remotas, en partes lejanas de Europa o en tierras exóticas, totalmente inventadas. Ninguna se ambientaba en tierra española.
Cervantes anuncia en el «Prólogo» del Quijote que su objetivo es justamente el de tumbar la «máquina mal fundada» de los libros de caballerías. En principio, lo que él y otros lectores de mentalidad semejante ya no aguantaban eran los «disparates imposibles» que poblaban estos: auténticos insultos para la inteligencia. Había que buscar nuevos caminos para entretener a los lectores, pero para hacerlo, había que eliminar molestos obstáculos.
El nuevo camino inaugurado por el Quijote es uno que puede clasificarse como anti-romance. La obra representa lo que Claudio Guillén llamaría un contra-género (o «counter-genre»), es decir, uno que socava un modelo literario preexistente. Su instrumento principal para lograr este objetivo es la parodia, pero no en el sentido convencional. El efecto cómico no surge de la exageración de las características centrales de las novelas de caballerías desde la instancia autoral; más bien, la deformación risible es el resultado de ese malogrado intento de nuestro hidalguillo cincuentón de resucitar la caballería andante en una época completamente adversa.
Pero aquí surge una pregunta: ¿por qué matar un género que ya está muriendo de causas naturales? Es más, si la actitud de Cervantes lo inclina hacia el anti-romance, ¿por qué encontramos tantos elementos de romance presentes en las páginas del Quijote? No me pondré a enumerarlos. Sirva de botón de muestra todas aquellas maravillosas «coincidencias» que se dan en Sierra Morena y luego en la venta de Juan Palomeque el Zurdo. En el romance rige la Providencia, esa fuerza benigna que gobierna sobre los asuntos humanos, produciendo pequeños o grandes milagros que conducen todo hacia el consabido «final feliz». Como señalan los propios personajes del Quijote, la Providencia parecería ser la principal responsable de esos encuentros fortuitos que juntan a Dorotea, Fernando, Luscinda y Cardenio en la misma venta perdida de la Mancha.
Acusado de ir en contra de su propio proyecto oficial, Cervantes podría contestar que hay una diferencia abismal entre estas coincidencias casi mágicas y las patochadas fantasiosas de las novelas de caballerías. Cervantes, es evidente, no quiere acabar para siempre con el romance. Recordemos que su última obra, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, es justamente un romance bizantino que él consideraba infinitamente más importante que el Quijote. Semejante esfuerzo no es el de un autor marcado por un odio eterno al romance; más bien, todo lo contrario.
Y aquí llegamos al meollo del asunto. Cervantes sabe que la gente no consume la ficción para encontrarse con experiencias iguales a las que vive en su trajín cotidiano. Buscamos algo «fuera de lo normal», algo que nos sorprenda. Pero muchos lectores necesitan que esos acontecimientos «maravillosos», «sorprendentes», etc. surjan en un mundo parecido al nuestro. Si todo es maravilla, nada lo es.
Y este es justo el camino seguido por lo que con el tiempo llegó a llamarse la «novela moderna realista». Cervantes procura desarmar cierto tipo de romance para dejar abierta la posibilidad de otro, uno que puede satisfacer un público lector más escéptico, de orientación más empírica.
Pero lo que Cervantes termina haciendo va mucho más allá de un tipo de romance más plegado a la realidad cotidiana. Cervantes también pone los cimientos para la novela del futuro que va a ir justamente en contra de lo que serán las pautas principales de la novela realista. Es decir, marcará el camino hacia la novela «auto-consciente», la novela «experimental» que pone en tela de juicio su propia capacidad de reflejar fielmente el mundo exterior. La novela cuya maquinaria narrativa expone su propia condición de artificio, rompiendo aparatosamente la ilusión de realidad buscada por el llamado «realismo literario».
No entraré en todos los aspectos de la obra que la establecen como fundadora de la segunda corriente que tipifica la novela moderna. Baste como ejemplo nuestro amigo Cide Hamete Benengeli, «historiador arábigo» cuya fidelidad a los hechos que narra está puesta en tela de juicio constantemente (esto es, por ser «mentiroso nato»). O baste toda la genial estrategia que elabora Cervantes para vengarse del maligno Avellaneda, que publicó su segunda parte antes de que Cervantes pudiera sacar la suya. Este horrible sabotaje posibilitó, justamente, gran parte de los toques «vanguardistas» del Quijote, incluyendo ese maravilloso momento en que aparece don Álvaro Tarfe, personaje clave de la continuación apócrifa, y termina jurando, delante de un notario, que este es el don Quijote auténtico, no el que él, Tarfe, conoció en la obra de Avellaneda.
Aquí me acerco a algo cuya importancia nunca deberíamos subestimar: esto es, el vector lúdico que marca el Quijote. Cervantes está jugando siempre, incansablemente, al escribir su obra. Es cierto que nuestro autor conocía bien la incipiente teorización sobre el arte de la ficción en prosa. Pero nadie me podrá convencer de que el Quijote sea el producto de una estrategia fríamente calculada.
Recordemos que Cervantes «no era nadie» cuando se pone a escribir el Quijote de 1605. Se le conocía como un machucho escritor mediocre. Al ponerse a componer su obra, no tenía absolutamente nada que perder, y por eso mismo, podía ejercer una libertad creadora ilimitada. Y se puso a jugar, así de simple: sin preocuparse por la reacción del establishment literario de su día. Y al jugar tanto, este «raro inventor» (como Cervantes se designó a sí mismo en el Viaje del Parnaso) terminó generando una gama enorme de opciones para los novelistas del futuro.
La obra tiene su «melodía» principal (la caballeresca), pero sobre esta melodía nuestro autor, como solista de jazz, va improvisando de forma incesante. Otro aporte pionero de Cervantes es precisamente el haber entendido que la novela del futuro tendría que ser un «meta-género», esto es, un género híbrido que abarcara todos los géneros existentes, fusionándolos de maneras ingeniosas para generar algo nuevo. En efecto, están presentes en el Quijote no solo las novelas de caballerías, sino las pastoriles, la picaresca, los cuentos folklóricos, la novella italiana, el drama, etc.
Para ir terminando, la gran pregunta que siempre nos planteamos: ¿podía Cervantes prever el impacto posterior del Quijote? ¿Podía imaginarse un Flaubert, un Galdós? Y tal vez más importante, ¿podía vislumbrar la reacción en contra de la novela realista «canónica» un Cortázar y su gran anti-novela, Rayuela? Tengo muchos colegas que afirman que Cervantes sí era plenamente consciente de todo esto.
Yo, por mi parte, creo que no. El «Cervantes profeta» proviene del mito romántico del Genio, del gran artista cercano a Dios en su omnisciencia. Lo que sí podría intuir Cervantes, en cambio, son las limitaciones que afectarían a un autor que se plegara demasiado a una representación «realista» de nuestro mundo. Asimismo, podría imaginar lo asfixiante que resultaría si él, como autor, se viera obligado a «desaparecer» completamente del acto de narrar. «Qué horror si no puedo asomarme en mis propias páginas, recordándole al lector que aquí estoy yo: el gran titiritero de mi mundo ficticio». De todo esto puede haberse dado cuenta Cervantes, sin vaticinar que habría una legión de escritores que lo imitarían en el futuro, sin prever, incluso, que sería protagonista del VII Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en la gran ciudad de San Juan, Puerto Rico. (Y colorín colorado, este cuento se ha acabado…).