La fuerza del ingenio y las lecciones cervantinasAurora Egido
Miembro de la Real Academia Española

Lección y lectura se equipararon en las aulas del Siglo de Oro, donde ambas palabras remitían a la materia o doctrina del maestro. Y es en ese ámbito de lectura y magisterio, pero sin aulas ni fronteras, donde desearíamos destacar algunos relieves ingeniosos de las lecciones cervantinas, bajo los auspicios del VII Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado en Puerto Rico.

Por otro lado, aplicar un sintagma como el de «La fuerza del ingenio» al autor de La fuerza de la sangre y de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, vuelto ya en ingenioso caballero en su segunda parte, tal vez no sea improcedente. Sobre todo si partimos del concepto de ingenio tal y como se entendía en la época de Miguel de Cervantes. Para entonces, el término era fiel a su étimo latino ingenium, del que Alonso de Palencia ya había dicho: «es fuerça interior del ánimo con que muchas vezes inventamos lo que de otri no aprendimos», poniendo el ingenio al servicio de la invención.1 Recordemos que, más allá de los dones de la persona, el ingenio se había vinculado, desde Cicerón, a la capacidad de inventiva. Aparte de que, según Ovidio, el hombre nada tiene de inmortal, salvo los bienes del alma y los del ingenio; lo que conferiría marca de inmortalidad, andando los siglos, al personaje ingenioso por excelencia en la historia de la literatura, desde el título mismo de las dos partes que contaban su historia.2

Ya en 1592 el Arte poética española de Rengifo sentía como si fueran complementarios los opuestos horacianos ingenium y ars, entendiendo que «ni el arte sin la vena, ni la vena sin el arte aprovechan». Pero si las reglas nunca codificadas del Arte de ingenio (1642) y de la Agudeza (1648) de Baltasar Gracián tardarían décadas en aparecer, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha se adelantó en la formulación de un arte nuevo, y además vivo, que consistía en llevar el ejercicio del ingenio a sus últimas consecuencias, siguiendo las reglas escritas de la caballería andante. Vivir ingeniosamente, como hace don Quijote, y sin las ataduras del iudicium, suponía todo un reto en el ámbito de las reglas de la preceptiva clásica, por no hablar de las del sentido común.3 Sobre todo por la voluntad de un personaje que deseaba vivir al dictado de los modelos caballerescos. El Quijote es, en ese sentido, no solo un desafío a la teoría de la imitación aristotélica, al tratar de hacer verosímil lo que aparentemente no lo era, sino un revés a la antinomia horaciana entre ingenio y arte, o lo que es lo mismo, entre naturaleza y arte, al situar ambos presupuestos en el territorio de la locura.

Decía Huarte de San Juan que de la naturaleza nacen los ingenios con todas sus habilidades, mostrando que el ingenio es comparable a la fecundidad de la inteligencia engendradora de conceptos.4 Cervantes se apartó en su obra de la corriente quintilianista a la que se afiliaron Juan de la Cueva y Luis Carrillo y Sotomayor, entre otros, para quienes el ingenio debía ir acompañado del juicio. Pero don Quijote demostró en la práctica que se podía ser ingenioso sin tales ataduras, viviendo a impulsos de un furor caballeresco capaz de remontarlo todo, como el furor que asistía a los poetas.5

Por otro lado, convendría recordar que el triunfo del ingenio alcanzó también a los colegios de la Compañía de Jesús, donde Antonio Possevino impulsó en la «Cultura ingeniorum» de su Bibliotheca selecta (1593) los remontes ingeniosos de los padres de la orden que llevaron a la práctica la Ratio studiorum.6 Aunque Cervantes se alejara de la religiosidad a ultranza de Possevino y sus adláteres, lo cierto es que coincidió con este en la defensa que hizo de la variedad de los ingenios, en paralelo con Luis Vives y Huarte de San Juan, así como en la necesidad de ejercitarse en la lectura, la escritura y la repetición de los modelos. El hidalgo manchego, en ese sentido, desafiaba a la poética tradicional de la imitación, por su desbocado ingenio.

El Quijote supuso la culminación que el ingenio había experimentado en los tratados y las preceptivas del Siglo de Oro. Pero ello ocurrió no en el campo de la teoría, aunque esta no falte en la obra, sino en el de una pragmática narrativa que asumía el ejercicio del ingenio por parte de su protagonista en el diario vivir. Don Quijote representaba en carne viva aquel ingenium excellens cum mania del que hablaba Platón (Ion, 533-4), pero también la derrota supuesta por el furor poético llevado a sus últimas consecuencias. Desde esa perspectiva, Cervantes cortó las alas con las que Alonso de Carvallo pintó al Ingenio en su Cisne de Apolo, al ponerlo a la prueba de la realidad vivida por don Quijote.

Pero esa aparente derrota fue sin embargo su mayor éxito, al mostrar que el personaje representaba las infinitas posibilidades narrativas de la invención ingeniosa. En esto, como en tantas cosas, Cervantes aprendió la lección de Huarte cuando distinguía entre los temperamentos oviles que siguen los caminos trillados, y los caprinos, que caminan por senderos nunca hollados. Pues, según su Examen, los verdaderos ingenios «paren mil conceptos que jamás se vieron ni oyeron», lo que implicaba seguir siempre el norte de la novedad.

Y fue esa voluntad de parir un personaje nunca visto ni oído la que impulsó a Cervantes, dejándose llevar por la esencia misma del ingenio, entendido como facultad engendradora. Con don Quijote, Cervantes parecía cumplir al pie de la letra el dictado de Huarte, cuando dijo:

Y esto basta en cuanto al nombre ingenio, el cual desciende de este verbo ingenero, que quiere decir engendrar dentro de sí una figura entera y verdadera que se representa al vivo la naturaleza del sujeto cuya es la ciencia que aprende.7

El asunto venía de lejos, pues ya en el privilegio de La Galatea (1584) el rey suscribía que el libro le había costado a su autor «mucho trabajo y estudio, por ser obra de mucho ingenio», confiriendo a su autor la preciada marca de «ingenioso».8 Esas razones, aunque formaban parte de la tópica de las aprobaciones y censuras, confirmaban además que Cervantes, al dedicar La Galatea a Ascanio Colonna, consagraba la palabra poesía como «virtuosa ciencia», concibiendo, y nunca mejor dicho, su primer libro, como un «pequeño servicio» al que la dedicatoria daba «algún ser» (p. 12).9 En el prólogo a los lectores, Cervantes se situaba más allá del ingenio que se encierra en términos limitados, aferrándose a la idea de enriquecer la propia lengua y «enseñorearse del artificio de la elocuencia» (p. 14), lo que equivalía a asegurar que no existía ingenio sin arte.

La poesía, o lo que era igual, la literatura, permitía a Cervantes abrir un «campo abierto, fértil y espacioso» para correr con libertad, «descubriendo la diversidad de conceptos agudos, graves, sotiles y levantados que en la fertilidad de los ingenios españoles la favorable influencia del cielo con tal ventaja en diversas partes ha producido» (p. 15). Perspectiva que situaba además al ingenio como marca indeleble de toda una nación como la española.

La Galatea fue ya, desde las primeras líneas, un alegato a favor del ingenio, aunque en el ámbito de la invención y de la elocución emplazara al lector a obras futuras. En el libro iv, Cervantes mostraba en ella la temeridad que suponía para un pastor «con poco ingenio y menos experiencia» hablar ante una discreta compañía sin tener los estudios ni la crianza adquirida en famosas academias. Pero a la hora de la verdad, el pastor Lenio confirmaba que «a las veces, la fuerza del natural ingenio, adornado con algún tanto de experiencia, suele descubrir nuevas sendas con que facilitan las ciencias por largos años sabidas». Así las cosas, Cervantes reinterpretaba la tríada ciceroniana, tantas veces aplicada en la Ratio studiorum, de natura, ars, aexercitatio, demostrando que la naturaleza, ayudada de la experiencia, podía adelantar al arte.10

Lo que para Cervantes suponía el ingenio se comprueba particularmente en el «Canto de Calíope», en el libro vi de La Galatea, donde consagró a un centenar de poetas que habían pasado a mejor gloria, calificándolos de «ingenios» (p. 363). De ellos resaltaba esa cualidad del «ingenio» y del «ingenio vivo», «maduro», «alto», «famoso», «único», «sin par», «florido», «excelente», «divino», «claro» y «felicísimo» que los había hecho inmortales. En ese poema no faltaron al reclamo las alusiones a los conceptos agudos y a las agudezas de tan claros, raros y soberanos ingenios, dignos sucesores de Cicerón y Demóstenes.

Claro que, para Cervantes, el ingenio poético debía ir acompañado de la discreción, de la virtud, del entendimiento, del furor y de la ciencia, ofreciendo, en el caso de Góngora, «un vivo raro ingenio sin segundo» con el que asentaba la primacía del cordobés, aunque antes le hubiera precedido «un ingenio que al mundo pone espanto» como el de fray Luis de León.

Pero el ingenio a solas no bastaba, pues, según dice el mismo Cervantes respecto a los hermanos Argensola, debía ir acompañado del arte, entendido como las reglas y preceptos con los que se había regido la poesía, o lo que es lo mismo, la literatura, desde Aristóteles11. A fin de cuentas, la poesía, para Cervantes, era «una honrosa ciencia» en la que todo contaba: desde la cortesana discreción y la experiencia, a la «agudeza de ingenio y la facultad en descubrir la escura dificultad». Además La Galatea planteaba que la suma de ingenio y arte daba como resultado un tercer compuesto todavía sin nombre. Ello reflejaba al pie de la letra esa «terza natura» de los jardines renacentistas, acrisolada en Italia por Jacopo Bonfadio y Bartolomeo Taegio, que Cervantes trasladó al Valle de los Cipreses:

Y la industria de sus moradores ha hecho tanto, que la naturaleza, encorporada con el arte, es hecha artífice y connatural del arte, y de entrambas a dos se ha hecho una tercia naturaleza12.

Finalmente el «Canto de Calíope» mostraba la deuda que los ingenios vivos tenían con los desaparecidos. De ahí que los pastores que cantaban en ese luctuoso cementerio también se lucieran, por su «raro ingenio», con sus canciones, preguntas y enigmas. Sin olvidar las octavas de Lenio en las que hacía un homenaje a Garcilaso con el verso de vuelta «¡Oh más dura que el mármol a mis quejas!» (p. 424), mostrando que la poesía era una herencia asumida y reconocida.

El camino que va de La Galatea al Persiles muestra la voluntad cervantina de salirse de los caminos trillados para buscar nuevas metas a la invención. Se trataba de una huida de la imitación servil, que ya había sido expuesta por Luis Vives en De conscribendis epistolis (1536) y por Fox Morcillo en De imitatione (1554).13 Obra, esta última, en la que el ingenio se relacionaba con el ámbito de la fisiología y la teoría de los humores, tan fundamental en Huarte y en la fábrica del ingenioso hidalgo manchego. Este, a fin de cuentas, era un ente de ficción, entreverado de cólera y melancolía, que llevaba hasta el paroxismo la teoría de la imitación, pero sirviéndose constantemente del ejercicio de la invención, que marcaría el paso del Renacimiento al Barroco.

En esa encrucijada, Cervantes mostró que la literatura, en sus distintos géneros, debía caracterizarse por la mezcla de asuntos, géneros y estilos, siguiendo el principio de la variedad, que también afectaba a la de los ingenios. Él asentó la primacía del ingenio, haciendo que su personaje se convirtiera en su mayor exponente, pero mostrando también los riesgos que todo ello conllevaba. A través de su figura, cumplía además con la Philosofía antigua poética de López Pinciano, quien creía en la infinitud de los conceptos engendrados por el entendimiento, encarnando en don Quijote las infinitas posibilidades de la facultad creadora de la mente ingeniosa.

Cervantes llevó a la práctica en el Quijote lo que Gracián definiría más tarde en su Agudeza como «agudeza de acción fingida», pues el hidalgo y caballero de la Mancha la demostró en todas y cada una de las circunstancias en las que le tocó vivir. En eso, se pareció a las acciones ingeniosas predicadas de los Reyes Católicos, el emperador Carlos V o Felipe II, y cuantos emperadores y héroes de la Antigüedad habían sido ingeniosos por sus dichos y por sus hechos, aunque no hubieran escrito libro alguno. No olvidemos que la agudeza de acción venía ya marcada por las reglas de El Cortesano de Baltasar de Castiglione, aunque don Quijote representara en buena parte el lado ridículo y hasta patético de semejante paradigma, cuando no iba acompañada del necesario juicio.

La agudeza de acción fingida que se extendía, según diría Gracián, desde la Odisea al Guzmán de Alfarache, era sin embargo distinta a la «verdadera», pues se basaba en figuras y hechos que nada tenían que ver con la historia. De ese modo, el Quijote —tan silenciado por el jesuita aragonés— representa las paradojas constantes de la imitación, entendida como copia absoluta, pero ejercida con total libertad a tenor de las circunstancias.

El título de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de 1605, como ejemplo de agudeza de acción fingida, supuso todo un bautismo, gracias a ese epíteto que se repetiría en 1615 aplicado a El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Este moriría por voluntad de su autor en el último capítulo para que no lo despertara ningún escritor fingido de «resfriado ingenio» y sin gracia como el apócrifo Avellaneda.14 El adjetivo «ingenioso» calificaba al libro en el privilegio real donde se afirmaba era obra de «mucho trabajo y era muy útil y provechoso» (i, p. 5). Pero sería en el prólogo al lector donde Cervantes se mostraría fiel al étimo de ingenio e ingenioso presentando su libro «como hijo del entendimiento», y cargado, al igual que un ser humano, con las mejores virtudes de hermosura, gallardía y discreción. En ese sentido, Cervantes estuvo siempre más cerca de criar sus obras, que de crearlas en su sentido posterior romántico, consciente de que no era lo mismo engendrar que crear las cosas de la nada, asunto propio de la omnipotencia divina.15

Por más que el adjetivo ingenioso se quiera desterrar del ánimo calificador de Cervantes a la hora de pergeñar el Quijote, lo cierto es que no solo las dos partes que lo conforman demuestran lo contrario, sino el manuscrito en el que firmó de su puño y letra el permiso al rey, para poder publicar «el ingenioso hidalgo de la Mancha», como obra de «letura apacible, curiosa y de grande ingenio», olvidándose, en esta ocasión, del novedoso nombre de su personaje.16

Con la tópica imagen ovidiana del libro-hijo refrendaba Cervantes los parámetros de la semejanza paterno-filial, partiendo irónicamente de que su mal cultivado ingenio era tan estéril como «la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno» (i, p. 9), lo que apuntalaba la paradoja de unir la falta de ingenio a la novedad de su invención. El Quijote surgió así como un singular parto de la minerva de su autor, que daba a luz un hijo feo y sin gracia. Esa perspectiva se completaba inmediatamente al presentarse Cervantes como padrastro del mismo, recordando, a efectos de autoría, la presencia de Cide Hamete Berengeli. El distanciamiento marcaba así una nueva perspectiva ante el lector, presentándole una leyenda seca, pobre de conceptos, erudición y doctrina, sin apoyaturas ajenas y fruto de un autor poltrón y de pocas letras.

Claro que semejante visión se cortaba de inmediato con la intervención de un supuesto amigo del autor que le confería un ingenio maduro. Su postura respecto al discurrir de la obra no dejaba lugar a dudas: había que «aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo», lo que equivalía a seguir el dictado de los libros de caballerías para deshacer su autoridad (pp. 18-9). Se pretendía así inventar una historia para enmendar y desterrar un género, lo que equivalía, aparentemente al menos, a superar a los modelos transformándolos y en definitiva destruyéndolos.

Pero Cervantes había hecho ya mucho más que lo que el prólogo prometía, pues las primeras líneas de su obra configuraban la especie de un lector consumado como don Quijote que perdía el juicio enfrascado en numerosas lecturas caballerescas con las que llenaba su imaginación, creyendo que cuanto acontecía en ellas era verdad. El pacto con los lectores implicaba, en este caso, un nuevo planteamiento sobre la verdad literaria, pues, a partir de entonces, estos tendrían delante un espejo donde mirarse, que partía de la confusión entre literatura y vida asumida por don Quijote. Pero lo más significativo tal vez sea comprobar cómo el personaje iba creándose a sí mismo desde las primeras páginas, tal y como los autores engendran sus conceptos ingeniosamente. Y lo hacía a partir del ejercicio de la memoria y de la imaginativa, lo que no dejaba de asemejarse al proceso de la propia creación literaria, aunque a ello añadiera la pérdida de juicio.17

Sus acciones cumplían al pie de la letra el ejercicio servil de la imitatio, al vestirse y actuar como los héroes caballerescos de la literatura. Hasta el nombre de su caballo aparecería como parto de la imaginación, en un acto comparable al de quien está escribiendo, pues dudó entre muchos nombres acarreados de los modelos leídos hasta dar con el de Rocinante.

Que empezara con este nombre y siguiera con el suyo propio de don Quijote de la Mancha no dejaba de trastocar el orden bautismal lógico, todavía aún más deformado, al ir seguido del de su falsa confirmación como caballero andante. Pero el hidalgo manchego no solo se inventa a sí mismo y poco a poco a cuanto le rodea, sino a la misma Dulcinea, partiendo, eso sí, de una tal Aldonza Lorenzo, lo que era como medir la distancia que media entre realidad fingida y ficción real, pero fingida también en este caso.

Esas y otras pruebas del ingenio de don Quijote lo consagrarían como «el ingenioso» en el epígrafe del capítulo ii —escrito seguramente a posteriori—, poniéndose inmediatamente a la labor de dar principio a su buen deseo caballeresco a través de un ejercicio máximo de imitación compuesta ejercido en la práctica vital. Ello lo llevaría a cabo no solo en la acción y en la intención, sino en los modos, la vestimenta y hasta en las palabras de los caballeros andantes, reales o ficticios. A partir de ahí, todo será un «como si verdaderamente fuera enamorado» (i; 51) o caballero, imitando cuanto los libros de caballerías le habían enseñado, incluido el lenguaje. Pero a la hora de la verdad toda la primera y la segunda parte demostrarán que la imitación no deja de ser una falacia, pues incluso imitando al pie de la letra, cuando uno vive o escribe, lo hace según es, según puede y según parece, a tenor de las circunstancias.

El resto es bien conocido. La «nueva y jamás vista historia», como la califica el narrador al final de la primera parte, aparece de nuevo como obra escrita «a costa de muchas vigilias y mucho trabajo» (p. 653), con la esperanza de prolongarse en el futuro. Se consolidaba así de nuevo la fábrica de un libro escrito como labor ímproba. La Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, con el cambio de título, avalaría curiosamente lo que su protagonista había deseado en la primera: convertirse en caballero. Y en cuanto al ingenioso, refrendaba la hechura del personaje y la del libro mismo, aprobado en esta ocasión por Valdivielso como «obra de honesta recreación y apacible entretenimiento». Este lo alababa además como «obra muy digna de su grande ingenio» (p. 666) y honra y lustre «de su nación», lo que debió complacer por extremo a Cervantes, que alabó, según dijimos, en esos términos a sus autores favoritos.

Pero lo más curioso tal vez sea comprobar los términos de la aprobación de Márquez Torres, tal vez llevado de la mano por el propio Cervantes, pues, amén de alabar la acción moral de don Quijote, elogiaba la «lisura del lenguaje castellano» con el que estaba escrito, así como su falta de afectación, lo que no dejaba de calar en lo que al autor más le importaba. Y otro tanto ocurría con la fama alcanzada por este, mostrando que esta obra, como otras suyas (La Galatea y las Ejemplares), estaban entre los «libros de ingenio más válidos de España».18

Dueño de su libro, como si de un hijo se tratara, cuya segunda parte estaba «cortada del mismo artífice y del mesmo paño» (p. 677) que la primera, Cervantes hará que don Quijote muera finalmente para que ninguno se atreviese a usurpar su nombre ni el de su autor, afirmando para siempre la potestad que confiere la autoría.19

Ese hijo-libro renovado de Miguel de Cervantes, caminó a los brazos del conde de Lemos, pero «calzadas ya las espuelas» (p. 678) como si de un libro-caballero andante se tratara. Y escrito desde la presunción de haber conseguido con la primera parte una universalidad y una fama que había llegado hasta la lejana China.

Don Quijote aparecerá renacido en esta segunda parte ante sus familiares y vecinos con su total y entero juicio, a excepción de lo tocante a las caballerías. El tiempo sin embargo no había pasado inútilmente ni para su autor ni par su personaje, que se había hecho famoso y era cada vez más discreto, ingenioso y agudo, incluso a la hora de fabricar disparates en torno a los caballeros andantes. Y como tal lo consideran quienes se topan con él, admirando a un tiempo «la locura y el ingenio» (ii, xliv), por lo que no es extraño se diga de él:

Aconsejar a este buen hombre es dar coces con el aguijón; pero con todo eso, me da muy gran lástima que el buen ingenio que dice que tiene en todas las cosas este mentecato se le desagüe por la canal de la andante caballería (ii, lxii).

Finalmente su autor consignará su muerte como la de «el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha», volviendo así al título de la primera parte, que había sido recordado por Sancho a través de Sansón Carrasco en el capítulo ii de la segunda (p. 703), así como por la duquesa en el xxx (p. 957). De ahí que no sea cierto, contra lo que se suele afirmar, que don Quijote solo aparezca como «ingenioso», en títulos, epígrafes y paratextos. Como demostró Isabelle Bouchiba-Fochesato, el ingenio supone una sutil trenzadera que une títulos, subtítulos y referencias a lo largo de toda la obra, relacionándose con la locura, el engaño, la comicidad y la creación poética.20 Pues lo fundamental es que el sintagma de lo ingenioso se convirtió en paradigma novelesco de principio a fin.

El asunto no es baladí, pues de lo que se trataba, en puridad, era de demostrar que don Quijote lo había sido hasta la muerte en la práctica de su diario vivir. Él fue un ingenioso hidalgo y caballero a través de sus hechos, de sus dichos y hasta de sus pensamientos y deseos, según una fama ya plenamente alcanzada en la primera parte y que se fue agrandando en la segunda. En esta, el calificativo alcanzaba por igual a don Quijote y al autor de la obra, por no hablar de Cide Hamete, autor inventado y tan «real» como aquel, cuya pluma se identificaba al final de la misma con el héroe manchego, siendo la una para el otro y los dos para en uno (p. 1336).

Que antes de morir don Quijote recuperara el juicio y dejara en suspenso el vivir caballeresco formaba parte de la estrategia cervantina en torno a la tríada ars, ingenium, iudicium, mostrando palmariamente que recuperar el tercero hería irremediablemente tanto al arte como al ingenio, vueltos ambos a la realidad doméstica de un hidalgo normal y aparentemente juicioso del que no había nada que contar. Que el personaje acabara como las páginas del libro equiparaba finalmente su doble e ingenioso trazado.

Las Novelas ejemplares (1612), publicadas entre las dos partes del Quijote, aparecieron en los preliminares como obras escritas en los límites de la eutrapelia, pero también de la honra que suponían para la lengua castellana, según decía fray Juan Bautista en la aprobación. También Jorge de Tovar, al suscribir el permiso del rey, confirmaba que las obras cervantinas mostraban «la alteza y fecundidad de la lengua castellana».21 Pero la aprobación de Jerónimo de Salas Barbadillo destacaba en particular el «raro ingenio» de Cervantes: un autor que era «singular en la invención y copioso en el lenguaje». Él mismo, al dibujar en el prólogo al lector su autorretrato, junto a los rasgos físicos que apelaban a su inteligencia, como el rostro aguileño, no se olvidaría de aludir a su propio ingenio, ni de presumir de haber sido el primero que había novelado en lengua castellana.

Consciente de la novedad que representaban las Ejemplares, Cervantes afirmaba de manera paladina su originalidad y su gestación, confesando que estas no eran traducidas, ni imitadas ni hurtadas: «mi ingenio las engendró y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa» (p. 19).

En el Viaje del Parnaso, cuyo barco estaba hecho todo él de materiales poéticos, Cervantes cifró su admiración en un estar formado por «el ingenio del divino Apolo», como si ello sobrara y bastara para caracterizarlo en el más alto grado. El propio Mercurio lo requirió para que caracterizase a la turba gentil de los poetas por «la alteza de su ingenio». Y así lo hizo, destacando, desde dicha perspectiva, las peculiaridades propias de cada uno de ellos, incluida la de la prudencia.22

En 1615, Cervantes presumió en el prólogo al lector de las Ocho comedias y ocho entremeses haber sido «el primero que representó las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro».23 Pero Lope se había alzado con la monarquía cómica, y, desde su posición melancólica, Cervantes se situaba en un territorio distinto a la hora de publicar en igualdad las comedias y los entremeses. Pues, aunque estos últimos no habían alcanzado categoría digna, al estar fuera de las poéticas, él había conseguido que se pudieran medir con aquellas, superando su baja condición.

A su vez Los trabajos de Persiles y Sigismunda, aprobados cuando ya Cervantes había fallecido, eran, según José de Valdivieso, obra de un «ilustre hijo de nuestra nación y padre ilustre de tantos buenos hijos con que dichosamente la ennobleció».24 Se consagraba así la fructífera paternidad de Miguel de Cervantes, pero sobre todo ese hijo póstumo, considerando que «de cuantos dejó escritos, ninguno es más ingenioso, más culto ni más entretenido» (ib.).

El hecho de que el Persiles apareciera cuando Cervantes ya había pasado a mejor gloria daría un nuevo sentido a los preliminares de la obra, que tuvieron cierto aire de nenia u honra fúnebre, como es el caso del soneto-epitafio de Luis Francisco Calderón, en el que lloraba las «cenizas de un ingenio santas» (p. 114).25

El prólogo de Cervantes al Persiles mostraba a las claras su voluntad de no pasar a la historia como simple «regocijo de las musas» (p. 121), dando paso a una obra que pretendió fuera superior a todas las anteriores. Esta empezaba, como un nuevo fiat lux de la narrativa moderna, con el sonido de las voces salidas del bárbaro Corsicurvo encerrado en el fondo de una mazmorra, y terminaba con la feliz unión de los protagonistas tras una trabajosa peregrinación europea. Toda una larga historia septentrional como la de los seres humanos y la de los libros, que se iniciaba con la salida a la luz de entes informes y balbucientes, cuyas voces bárbaras iban evolucionando, paso a paso, línea a línea, hasta llegar al punto final gracias a su transformación en medidas acciones y palabras.

En ese trayecto, entre nacimiento y muerte, o lo que es lo mismo, entre principio y fin de la obra, el ingenio ocupa un papel capital en la peregrinación y en los discursos de los protagonistas del Persiles, mostrando además que la literatura, como la vida, está en continuo movimiento y deseo. Aquel que desde Platón a San Agustín iba vinculado a la esencia del alma, siempre en busca de su centro. Ese proceso, que impulsa a los protagonistas de la obra a ir hacia delante pese a los avatares y trabajos del camino, corre parejas con el del narrador, que comentará al principio del libro tercero:

No es maravilla que nuestros pensamientos se muden, que este se tome, aquel se deje, uno se prosiga y otro se olvide, y el que más cerca anduviere de su sosiego, ese será el mejor, cuando no se mezcle con error de entendimiento (p. 429).

Cervantes mostró en El Persiles, al igual que ya había hecho en el Quijote, cómo se hace una novela, probando, entre otras cosas, que la trastienda de la invención reside en la discreción y en el silencio. Así lo muestra Periandro cuando «en un breve instante formó en su imaginación millares de discursos» (p. 692), pero, tras ese momento, vendrá el proceso de selección mental que le hará decantarse por el definitivo. Y otro tanto ocurre en el capítulo vii del segundo libro, cuando el mismo Periandro, encerrado y solo, después de quitar y añadir, rompe seis borradores hasta dar con el que entregará a Auristela.

El Persiles o la novela de un novelista, como la llamó Avalle-Arce, mostrará el haz y el envés de la escritura, teniendo además en cuenta el cansancio y hasta la incredulidad de los oyentes, cuando el discurso se hace demorado o prolijo.26 En esa obra Cervantes entrelazó los eslabones de la cadena humana que se suceden de forma descendente de padres a hijos como ocurre también con los libros, cuando estos generan felizmente nietos y biznietos, al igual que Persiles y Sigismunda. No en vano «El hacer el padre por su hijo es hacer por sí mismo; porque mi hijo es otro yo, en el cual se dilata y se continúa el ser del padre» (p. 579).

Y esa y no otra fue la voluntad de Cervantes: dar continuidad y perpetuarse a sí mismo a través de sus libros, a sabiendas de que estos eran verdaderos hijos de su propio ingenio. Pues aunque para engendrarlos y criarlos tomara prestados argumentos, palabras y conceptos ajenos, los había hecho suyos de tal modo, que estos no se parecían a nadie ni a nada más que a él mismo. Los libros eran para él, en este sentido, como los hijos: «pedazos de las entrañas de sus padres» (ii, xvi).27

Cervantes ridiculizó sin embargo las ínfulas de originalidad absoluta de las que presumía el Gobernador del Retablo de las maravillas, amigo de la farándula y de la carátula, cuando dijo:

Los poetas son ladrones unos de otros, nunca me precié de hurtar nada a nadie: con mis versos me ayude Dios y hurte el que quisiere.28

Consciente de que la literatura viene de la literatura y de la dificultad de transformar la imitación en invención, Cervantes convirtió el ingenio en arte, apropiándose de la tradición literaria y del habla ordinaria con la misma gracia y donaire con las que hurtaba la gitanilla Preciosa sin que nadie pudiera percatarse de ello. Por algo su autor encarnó en ella a la mismísima Poesía.

Su alto concepto de esta le llevaría sin embargo a no entrar en el juego de los conceptos ingeniosos que llenaron las letras del siglo xvii, con exponentes tan valiosos como los de Góngora o Quevedo.29 Pues, en el terreno de la narrativa, Cervantes consideró acertadamente que estos debían ocupar un lugar circunstancial y no ser el eje del relato, como ocurrió en El Buscón, donde los destellos de la elocución ensombrecieron la acción y la hechura de los personajes.

En ese sentido, el prólogo de la primera parte del Quijote dejaba bien claro ante los lectores que su autor no jugaba a oscurecer ni intrincar los conceptos, aunque el libro estuviera lleno de chistes, donaires y gracias ingeniosas llenas de ironía. Sin olvidar el gusto de contar y contarlos, que trasladaba permanentemente al resto de los personajes y al de los propios lectores.30 No olvidemos que Antonio de Herrera, el primer lector conocido de la primera parte del Quijote, lo aprobó «porque será de gusto y entretenimiento al pueblo a lo qual en regla de buen gouierno se deue de tener atención».31

Cervantes nunca llegó a los extremos conceptuales que buscaron en la rapidez y la ocultación el brillo de las agudezas afiladas y penetrantes que forzaban la claridad elocutiva, demostrando que se podía ser agudo y sutil con extremada sencillez32. Lo que valía para el poema, o para el juego ingenioso, no podía ser sustancial en la narración a la hora de dar impresión de vida al curso y al discurso de la acción y de los personajes. A este respecto, en Cervantes pudo mucho más la invención que el ingenio, poniendo este, lo mismo que la disposición y la elocución, al servicio de aquella, sin perderse nunca en el ancho territorio de las obras provocantes a risa.33

Cervantes probó además con don Quijote que se podía ser Demócrito por fuera y Heráclito por dentro, transfiriendo a Sancho la facultad de invertir tales presupuestos filosóficos, elocutivos y temperamentales en cualquier momento.34

Pero la lección suprema del Quijote tardaría mucho en ser bien entendida por los novelistas posteriores, que no se aplicaron a «transformar la ficción en historia viva», como dice Mario Vargas Llosa que hizo su autor.35 Porque todo en la obra deriva hacia esa sensación vital, convirtiendo incluso los temas palpitantes de la preceptiva de su tiempo en materia de conversación entre los personajes, que asumen, en sus palabras y en sus acciones, las cuestiones teóricas como si no lo fueran. La historia de la recepción de la obra, con la conversión inmediata de don Quijote y Sancho en personajes vivos, que lucieron su presencia en plazas, mercados y patios de escuelas de España y América al margen de la obra, es tal vez la prueba mayor del ingenio cervantino a la hora de engendrarlos como tales.36

Según Marc Fumaroli, «En España cabía exaltar el ingenio, en Italia el ingegno, en Inglaterra el wit», entendidos como formas nacionales del ingenio que permitían la libertad de osar que Horacio reconocía a los poetas. Francia, sin embargo, no permitió tales lujos, acudiendo a un sprit o sentido común del que Montaigne había dado abundantes pruebas en sus Ensayos.37 Pero lo cierto es que Cervantes fue mucho más lejos en la narrativa, al llevar el ingenio al territorio de la locura literaria de don Quijote, contaminando con ella al resto de los personajes y a los lectores, que la asumieron como propia a través de los siglos. Pues si Lope de Vega se llevó en su tiempo la palma como Fénix de los ingenios, el personaje cervantino se quedó para siempre con la de ingenioso por excelencia.

Don Quijote de la Mancha alcanzó su universalidad no solo al transformarse junto a Sancho en personaje de justas literarias, gallos universitarios, grabados, cuadros, tapices, esculturas, farsas, novelas, cuentos, comedias, títeres y películas, sino sobre todo a través de la traducción inmediata de la obra a numerosas lenguas; asunto, este, al que el propio Cervantes se refirió con sal profética en el prólogo de la segunda parte. Ello rizaría el rizo de la ingeniosidad moderna cuando Borges aseguró haberlo leído por primera vez en una traducción inglesa, que le pareció luego superior al original, considerando este como una mala traducción.38 No lo hubiera dicho mejor Cide Hamete.

Todo ello y más convirtieron el Quijote no solo en el fundamento de la novela moderna, sino de la postmoderna, entendida como metanovela, por lo que tiene de reflexión literaria sobre lo narrado. Cervantes dio a los entremeses una sutileza de la que el género carecía, alcanzando una evidente dignidad en la tragedia y en las comedias. Sin olvidar su poesía y cuanto la narrativa posterior debe al lirismo de La Galatea y a las Novelas ejemplares, que lo fueron en todos los sentidos; o al mismo Persiles, novela europea y fundamento señero del realismo mágico o de lo real maravilloso en España y América.

La Rhetorica ad Herennium creía que la elegancia de la lengua consistía en la conjunción de pureza, claridad y belleza, y a ello se acogieron muchos humanistas, como Lorenzo Valla. Conseguirlo en el ámbito de la narrativa fue tarea a la que sin duda se aplicó siempre Cervantes, tratando de que la relación entre verba y res (‘palabras’ y ‘cosas’) fuera armónica.39 Pero él supo extender las «cosas» al amplísimo territorio vivo de la narrativa, haciendo que lo maravilloso y extraordinario fuera compatible con lo verosímil. A sabiendas de que la literatura no es la vida, pero supone la capacidad de crearla como si lo fuera.

Cervantes fue un maestro sin púlpito ni aula, que enseñó desenseñando, creó nuevos personajes y situaciones, mezcló discretamente asuntos, géneros y estilos, rompió sin violencia las estrecheces del decoro y abrió nuevos caminos con la invención de la novela moderna. Además de crear lo que entendemos por metanovela y lector in fabula, presentó la figura del narrador (o narradores) en el acto mismo de hablar o escribir, y demostró palmariamente con Don Quijote hasta qué punto era posible elevar a lo más alto la comicidad y el placer que esta suscitaba. Pero sobre todo asentó para siempre la realidad de la ficción.

Claro que su mayor logro, entre otros que se deducen de sus obras, tal vez resida en haber conseguido la asunción universal que identifica el español con la lengua de Cervantes, pues ello representa la aspiración mayor de cualquier autor, al verse consagrado como el maestro por antonomasia de su propio idioma, donde quiera que este se hable y escriba.

Con Cervantes, la lengua española se consagró como una lengua sin fuertes ni fronteras y en contacto vivo con las demás lenguas, que se entrecruzan y enriquecen mutuamente cada día por los caminos del mundo como los caballeros andantes

Notas

  • 1. Para el tema, nos remitimos a nuestras introducciones a Baltasar Gracián, Arte de ingenio. Tratado de la agudeza, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2005; y Agudeza y arte de ingenio, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2007. Arte, como sabían muy bien Lope y sus contemporáneos, equivalía a preceptos desde los clásicos, y se oponía a naturaleza. Y véase Alonso de Palencia, Universal vocabulario en latín y en romance, Sevilla, 1490. Hay ed. facsímil publicada por la Comisión Permanente de la Asociación de Academias de la Lengua Española, Madrid, 1967.Volver
  • 2. Ovidio, Tristia, iii, vii, 43-5. Sobre el ingenio en la obra, véase Harald, Weinrich, Das Ingenium don Quijotes. Ein Beitrag zur Literarischen Charakterkunde, Münster, Aschendorff, 1956; Otis H. Green, «El ingenioso hidalgo», Hispanic Review 1957, pp. 171-3; y en particular, Guillermo Serés, «Don Quijote, ingenioso», Los rostros de don Quijote, ed. de Aurora Egido, Zaragoza, Caja de Ahorros de Zaragoza Aragón y Rioja, 2005, pp. 11-36. Según Serés, ya Cicerón creía que el ingenium era fundamental para la capacidad de inventiva, contraponiéndolo al iudicium y a la ratio, propios del ars iudicandi.Volver
  • 3. Para los clásicos, el arte requería método y debía estar regido por la ratio. Según Ana Rodríguez Mayorgas, «El concepto de artes liberales al final de la república romana», Estudios clásicos 125, 2004, pp. 45-64, el ars debía contar con un conjunto de preceptos extraídos de la práctica y formulados como una teoría en forma de ratio. Pero cada autor tenía su consuetudo o manera de hacer las cosas.Volver
  • 4. Véase por extenso Huarte de San Juan, Examen de ingenios, ed. de Guillermo Serés, Madrid, Cátedra, 1989; y David F. Arranz Lago, «Sobre la influencia del Examen de ingenios en Cervantes. Un tema revisitado», Castilla, 21, 1996 pp. 19-38 Téngase en cuenta que concepto proviene de concipere, ‘concebir’.Volver
  • 5. Recordemos cómo Lope, en su Arcadia (1598), había hablado de los preceptos de la poesía y de «ser arte de ingeniosa preeminencia», lo que la asemejaba a «furor divino y raro».Volver
  • 6. Miguel Beltrán Quera, La pedagogía de los jesuitas en la «Ratio Studiorum», Venezuela, Universidad Católica de Táchira, 2-3, 1984, pp. 3-504. Han matizado dicha relación José Martínez Escalera, «Cervantes y los jesuitas», Anales Cervantinos, xxxv, 1999, pp. 295-307; y Jean Canavaggio, Cervantes, Madrid, Espasa, 2015, pp. 51 y siguientes.Volver
  • 7. Véase nuestra introducción citada a Baltasar Gracián, Agudeza, p. cxlvi.Volver
  • 8. Miguel de Cervantes, La Galatea, ed. de J. Montero, F. J. Escobar y G. Gherardi, Madrid, RAE, 2014, p. 9.Volver
  • 9. Cervantes entendía la poesía en los términos marcados por la Poética de Aristóteles, vale decir, como literatura, pues su esencia era la imitación, ya fuera en prosa o en verso.Volver
  • 10. Para ello en La invención de Cicerón y en el De oratore, véase nuestro prólogo a Baltasar Gracián, Agudeza, p. cxvii. Tratamos sobre la relación del ingenio con la filosofía moral en El discreto encanto de Cervantes y el crisol de la prudencia, Vigo, Academia del Hispanismo, 2011. Téngase en cuenta además la integración de saber, decir y vivir en los programas educativos humanísticos, según Concepción Cárceles, Humanismo y educación en España 1450-1650, Pamplona, Eunsa, 1993, pp. 361 y siguientes.Volver
  • 11. Ana Rodríguez Mayorgas, art. cit., recuerda la definición de la Rhetorica ad Herennium, 1.2: «Ars est praeceptio quae dat certam viam rationemque dicendi». Se trataba de un conjunto de preceptos que proporcionaban un método para el discurso. En la retórica de Cicerón, ars estaba vinculado a la enseñanza y al aprendizaje. Para este retor, debía haber una iunctura entre ars y ratio, que sin duda operaría de manera singular en don Quijote.Volver
  • 12. Véase Mónica Luengo Añón, «El jardín barroco o la terza natura. Jardines barrocos privados de España», Mecenazgo y Humanidades en tiempos de Lastanosa. Homenaje a Domingo Ynduráin, coord. por Aurora Egido y José Enrique Laplana, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2009, pp. 89-112. Cervantes se adelantó con ello a Gracián cuando en la Agudeza estableció las bodas de Arte e Ingenio, generadores de infinidad de conceptos.Volver
  • 13. Sobre ello en general, Victoria Pineda, La imitación como arte en el siglo xvii español, Sevilla: Diputación Provincial, 1994.Volver
  • 14, Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. de F. Rico, J. Forradellas y G. Pontón, Madrid, RAE, 2015, p. 2, se anota ingenioso como equivalente a creativo, relacionándolo con la teoría de los humores colérico y melancólico, en I, i, notas 15, 31 y 32.Volver
  • 15. Covarrubias distingue en su Tesoro ambas acepciones, partiendo de la base de que solo Dios merece el atributo de criador.Volver
  • 16. Francisco Rico, «Don Quijote sin Don Quijote», L'Erasmo X, 2002, pp. 142-150, dice que ingenioso «es palabra que no se aplica jamás al protagonista en el cuerpo del relato propiamente dicho», negando «que desde el principio lo concibiera como tal, y que por tanto fuera dibujándolo en conformidad con el paradigma correspondiente». Pero véase Fernando Bouza, «El primer lector del Quijote» ABC. Suplemento Las artes y las letras, 19 de abril de 2008, donde dio a conocer el documento autógrafo del Archivo Histórico Nacional, descubierto por él, en el que Cervantes suscribe haber «compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha», para su aprobación por Antonio de Herrera en 1604. Bouza lo reeditó junto a otro artículo de Francisco Rico en «Digo que yo he compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la mancha», Cervantes. Bulletin of the Cervantes Society of America, 29, 1, 2009, pp. 13-30, donde este argumenta que, aunque la firma del documento de marras es de Cervantes, el cuerpo de la solicitud de licencia y privilegio firmada por Cervantes es del impresor Francisco de Robles. El caso de otros escritores de la época, particularmente el de Baltasar Gracián, demuestra con creces que los preliminares de los libros (aprobación, licencia y dedicatoria) estaban escritos la mayoría de las veces por el autor, aunque los firmaran otros, incluidos los impresores.Volver
  • 17. Sobre la función de la memoria, véase nuestro trabajo Cervantes y las puertas del sueño. Estudios sobre «La Galatea», «El Quijote» y «El Persiles», Barcelona, PPU, 2005, 2.ª ed.Volver
  • 18. También el privilegio real, firmado por Pedro de Contreras, indicaba que el libro había sido fruto de «mucho trabajo y estudio», repitiendo términos aparecidos en los preliminares de la primera parte y que ya estaban en la mencionada solicitud de licencia y privilegio que Cervantes firmó en 1614.Volver
  • 19. Por otro lado, Cervantes, al afirmar la paternidad de su libro, lo alejaba del peligro de ser un hijo de la piedra, como Pedro de Urdemalas, en cuya comedia se dice es «desdicha de las mayores/ que a un hombre pueden venir». De ahí su afán por desenmascarar a Avellaneda por haberse apropiado del Quijote.Volver
  • 20. Isabelle Bouchiba Fochesato, «El significante ingenio en el Quijote de Miguel de Cervantes», Visiones y revisiones, Actas del VII Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas, ed. Ch. Strosetzki, Alcalá, Centro de Estudios Cervantinos, 2011, pp. 191-204. La autora lo puso en relación con Huarte y Baltasar Gracián, mostrando al detalle la importancia de ese elemento lingüístico en la obra.Volver
  • 21. Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, ed. de Jorge García López, Madrid, RAE, 2013, pp. 5-8. En los preliminares se repite de nuevo el trabajo que ha constado componer esas obras, llenas de donaire cortés e inofensivo, además de servir de honestísimo entretenimiento y provecho.Volver
  • 22. Miguel de Cervantes, Novelas Ejemplares, Poesía, ed. de Domingo Ynduráin, Madrid, Turner, pp. 543 y siguientes. No pudo insultar más a Cervantes Tomás Tamayo de Vargas en su Junta de libros (1624) al llamarlo «ingenio lego», pues aquel insistió reiteradamente en haber escrito el Quijote y otras obras suyas con mucho trabajo y estudio. Para la enmienda crítica de tal desacierto, desde A. Castro a E. C. Riley y otros, véase José Montero Reguera, El «Quijote» y la crítica contemporánea, Alcalá de Henares, CEC, 1997.Volver
  • 23. Miguel de Cervantes, Ocho comedias y ocho entremeses, ed. de Domingo Ynduráin, Madrid, Turner, 1993, pp. 158-9. Téngase en cuenta lo que dice respecto a Lope: «Avasalló y puso debajo de su jurisdicción a todos los farsantes», p. 159, acusándole de no tener muy buenas maneras a la hora de alzarse con la monarquía cómica. Cervantes reivindicó irónicamente que sus comedias salieran «de las tinieblas del ingenio», p. 160. En la dedicatoria al conde de Lemos hablará también de su «corto ingenio».Volver
  • 24. Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Historia septentrional, ed. de Carlos Romero, Madrid, Cátedra, 2002, p. 202. Valdivielso, consideró el libro como parto de su venerando ingenio.Volver
  • 25. A ese poema y al epitafio de don Francisco de Urbina, les seguía paradójicamente la dedicatoria de Cervantes al conde de Lemos, firmada el 29 de abril de 1616, en la que se despedía de este mundo, pese a los deseos que tenía de vivir.Volver
  • 26. Será precisamente el narrador quien hable de lo desabrido de las narraciones largas, pp. 419-20, tras la excesiva relación de Periandro ante sus oyentes.Volver
  • 27. Sobre ello, nuestro estudio, «Los hurtos del ingenio y la paternidad literaria de Miguel de Cervantes», El robo que robaste. El universo de las citas de Miguel de Cervantes, dirigido por Aurora Egido, Parole rubate, 8, 2013, pp. 15-32. Decía Martín de Riquer, «Cervantes y el Quijote», Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Madrid, RAE-Asociación de Academias de la Lengua, 2015, p. lxxix, que «En el Quijote Cervantes recoge la experiencia de los recuerdos de su vida; en el Persiles recoge el fruto de la lectura de sus libros», aunque de ambas cosas tengan las dos obras.Volver
  • 28. Miguel de Cervantes, Entremeses, ed. de Alfredo Baras, Madrid, Real Academia Española, 2012, p. 93.Volver
  • 29. Un buen ejemplo son los poemas burlescos y la comedia de Jerónimo Núñez de Acosta, Chanças del ingenio, dislates de la Musa, Lisboa, Manuel de Pina, 1656.Volver
  • 30. Aurora Egido, «El gusto de don Quijote y el placer de del autor y de los lectores», Visiones y revisiones., ed. cit. de Ch. Strosetzki, pp. 51-76.Volver
  • 31. Fernando Bouza, art. cit., p. 18. El propio Cervantes presumió, como es bien sabido, en el Viaje del Parnaso, de haber dado en el Quijote pasatiempo.Volver
  • 32. Sobre tales extremos conceptuales, véase Rodrigo Cacho Casal, La esfera del ingenio. Las silvas de Quevedo y la tradición europea, Madrid, Biblioteca Nueva, 2012.Volver
  • 33. Una mirada somera a los títulos de las obras publicadas en el siglo xvii, sobre todo en la segunda mitad, nos advierte sobre la anchura que el ingenio fue tomando, confundido en muchas ocasiones con el mero juego risible. Esa perspectiva burlesca continuaría en los siglos siguientes y la recogería Antonio Paz y Meliá, Sales española o Agudezas del ingenio nacional, Madrid, BAE, 1964.Volver
  • 34. Estoy de acuerdo con Edwin Williamson, «La transformación de don Quijote y Sancho en la Segunda Parte», Cervantes y los cauces de la novela, ed. de Emilio Martínez Mata, Madrid, Visor, 2003, pp. 33-65, en que la sanchificación de don Quijote y la quijotización de Sancho no deja de ser una simplificación crítica, apoyada en conceptos postrománticos, que convirtieron a los personajes en encarnaciones de valores abstractos. Véase al respecto Anthony Close, «Sobre el sentido y el significado del Quijote», ib., pp. 19-31.Volver
  • 35. Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. cit. RAE-ASALE, pp. xxxiii. Vargas Llosa cree que lo más borgiano y moderno de la obra es que la realidad se contagie de la locura de don Quijote y se desrealice.Volver
  • 36. Sobre ello hemos tratado en «Don Quijote en el patio de escuelas. Vejámenes de grado en España y América (siglos xvi-xviii)», Boletín de la Real Academia Española 85, 2005, pp. 225-264. La cuestión alcanza también a la parcela iconográfica, pues la historia de los grabados y de la pintura, así como la del teatro y el cine, lo confirman, según señaló Alberto Sánchez Millán, «La imagen de don Quijote en el cine», Los rostros de don Quijote, cit.Volver
  • 37. Marc Fumaroli, La diplomacia del ingenio. De Montaigne a La Fontaine, Barcelona, Acantilado, 2011, p. 20.Volver
  • 38. Lo recordaron Claude Allaigre, Nadine Ly y Jean-Marc Pelorson en Don Quichotte de Cervantès, París, Gallimard, 2005, p. 248.Volver
  • 39. Eustaquio Sánchez Salor, De las «elegancias» a las «causas» de la lengua: retórica y gramática del humanismo, Madrid-Alcañiz, CSIC-Instituto de Estudios Humanísticos, 2002, p. 23.Volver