Palabras en la inauguración Jorge Edwards
Escritor

Los conquistadores fueron conquistados por el silencio del Nuevo Mundo, por su misterio, por su carácter de paraíso en la tierra: silencio subrayado por el canto de los pájaros, por el viento en la selva, por los rumores del agua. Pero los conquistadores, sin proponérselo, quizá sin tener una conciencia exacta del tema, nos dejaron el idioma, esto es, las palabras: su rumor, su música, su estructura.

En un notable paréntesis de sus memorias, en una letra cursiva, incidental, Pablo Neruda dice que a los conquistadores se les caían «de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí…».

Antes que Neruda, en la segunda mitad del siglo xix, Rubén Darío, viajero en Valparaíso, residente mal adaptado, introdujo un aire nuevo, «un aire suave de pausados giros», para decirlo en la forma suya, en el ritmo, en el tono, en los ecos del idioma. Este congreso ha sido colocado a la sombra suya y a la de otros dos grandes poetas: Luis Palés Matos, que inventó sonoridades, indigenismos que se adaptaban, sin embargo, a las columnas vertebrales de la lengua, innovador imaginativo, fantasioso, y de manera quizá paradójica, respetuoso, ya que sometía los sones selváticos al metro riguroso, a la más estricta gramática. A mí me hace pensar en fantasmas oscuros de la pintura de Wifredo Lam, en ojos carnavalescos. ¿Y qué decir de Pedro Salinas, de don Pedro, el tercer poeta que invocamos y celebramos? Salinas se acercó a lo hispanoamericano con elegancia, con rigor, con precisión cristalina en su poesía y en su pensamiento, y a la vez con auténtico afecto, con enorme apertura. Nos enseñó cosas de la más pura tradición hispánica y a la vez nos aceptó en nuestra identidad particular, comprendió nuestras notas disonantes, nuestros aires propios. Mi primer editor, en la antigua Seix Barral, fue Jaime, su hijo. Su hija Solita y Juan Marichal fueron amigos queridos. En mi juventud literaria y en mis años maduros hubo una fotografía desteñida de don Pedro en el fondo del escenario, un retrato entrañable.

En esta lengua que no tiene capitales imperiales, que no admite centros exclusivos ni tonos dominantes, Puerto Rico es desde hace muchos años uno de los nudos vitales, una región especial. Existe un Puerto Rico de Juan Ramón Jiménez y de Pedro Salinas, uno de Julio Cortázar como traductor de Edgar Allan Poe, uno de Gabriela Mistral, y otro de pensadores como José Echeverría, Jorge Millas, Carla Cordua, Roberto Torretti. No es poco decir, y son nombres que se me vienen a la memoria en el instante, sin mayor método, con seguros olvidos. En otras palabras, nos encontramos en una de los sitios legendarios de la lengua nuestra, y no nos queda más que agradecer, y rendir homenaje.

Desde Puerto Rico se ha pensado, entre muchos otros, a Miguel de Cervantes y a Goethe, a lo nuestro universal y a lo universal asimilado por nosotros. El Puerto Rico de Gabriela Mistral es de una espiritualidad superior, casi descarnada, «cuerpo apenas»:

Isla de Puerto Rico,
isla de palmas,
apenas cuerpo, apenas,
como la santa,
apenas posadura
sobre las aguas…

En mayo de 1931, de regreso de un período de trabajo universitario en los Estados Unidos, Gabriela Mistral habló aquí en un acto solemne de graduación, invitada, según palabras de ella, por la «noble Universidad de Puerto Rico». «Amigos, dijo Gabriela en un momento de ese discurso, ustedes saben cómo remueve las entrañas volver a escuchar la lengua propia». En ese texto sobre el sentido de la profesión, y en otro sobre los oficios, citó a tres ensayistas notables: Eugenio María de Hostos, Ramiro de Maeztu, Eugenio D’Ors, un puertorriqueño y dos peninsulares. Nosotros estamos unidos aquí por el oficio de la lengua y por el amor a este oficio. Y comprobamos que nuestro idioma, con su cultura vasta, diversa, está lleno de vasos comunicantes, de tejidos interiores que se entrecruzan. En la cita de Gabriela, Eugenio D’Ors le habla a un niño de «la villana deslealtad en el hombre que desdeña el oficio que le viste y le nutre…». En un mundo sobrecargado de jerarquías, de exclusiones, de desdenes, la gente de pensamiento, hombres y mujeres, nos habla siempre del cuidado, de la atención, del amor a la tarea humana, por humilde que sea, y al pequeño territorio.

Tengo poco espacio y poco tiempo, pero mi conclusión, a pesar de todas las apariencias, es optimista. Nuestros universos verbales son amplios universos mentales. Lo que necesitamos, en consecuencia, es fidelidad, conocimiento y respeto del pasado, para entrar en el futuro con paso firme. No perdernos en las ramas, en la inseguridad, en el dogmatismo, en las malas imitaciones. Tenemos un idioma rico, de una extensión y una diversidad geográfica impresionantes, y un pensamiento que siempre evita la ostentación, pero que sueña y a la vez cala en la realidad. Es una lengua que hemos escuchado siempre, que nos remueve las entrañas cada vez que volvemos a escucharla, como dijo, sabia y terca, Gabriela, y que una vez más nos convoca.