«Para vivir no quiero islas, palacios, torres. ¡Qué alegría más grande: vivir en los pronombres!». Ojalá nos contagie hoy a nosotros este entusiasmo gramatical de Pedro Salinas, cuyos restos yacen a poca distancia de este mismo lugar, en homenaje a una tierra a la que amó y en la que transcurrieron los mejores años de su exilio. Lenguaje y creatividad, reza la convocatoria que nos congrega y, en lo que es casi un pleonasmo, hace un guiño a la comunicación, cuando el idioma se yergue desde la invención del mundo como un hecho esencialmente social. La palabra nace primero en el Génesis como expresión de poder, tajante voz de mando de Dios hacia los hombres, para convertirse más tarde en vía de transmisión del saber y socialización de las gentes. Don Ramón Menéndez Pidal1 señala que «la vida de un idioma es resultado de los actos de hablar y de los actos de oír, y de las reacciones de los unos sobre los otros». En el universo culto se sumaron a esta dialéctica la escritura y la lectura como esfuerzos tanto de conservación como de una nueva elaboración del lenguaje, según los casos. Pero, concluye el que fuera director de la Real Academia Española, «la capacidad expresiva del hablante está determinada en parte por el espíritu de la comunidad lingüística a la que pertenece».
Ese espíritu de la comunidad hispano hablante, aquí representado por tantos académicos, creadores, profesionales, estudiosos y maestros del idioma, se encuentra ahora sometido a presiones e inferencias muy variadas como consecuencia de la globalización y de la sociedad digital. Cerca de quinientos millones de personas hablan nuestro idioma como nativos y unos pocos millones más lo conocen y emplean en sus tareas ordinarias. Es una lengua en crecimiento, frente al deterioro que otras muchas experimentan, y capaz de aumentar su presencia e impulsar su desarrollo en el ambiente originariamente hostil de la primera potencia militar, económica y cultural del orbe. Habida cuenta del gran porcentaje de mexicanos entre los más de cincuenta millones de hispanohablantes de los Estados Unidos, Carlos Fuentes solía comentar que estábamos ante una revancha de la historia, una especie de reconquista pacífica del territorio que le fue arrebatado por las armas al país hermano. No para hacerlo regresar a sus antiguas fronteras, sino para ensanchar la patria universal del español: el territorio de la Mancha.
Dado el peso demográfico de su población latina, los Estados Unidos de América constituyen el segundo país iberoamericano del mundo; serían el primero si atendiéramos al producto interior bruto que la comunidad hispanohablante genera. Ningún mejor lugar, por ello, que esta isla de San Juan, la Borinquen americana e hispana a un tiempo, crisol de lenguas, culturas y etnias, pertinaz defensora de su identidad histórica, para reforzar el anhelo de instalar nuestras vidas en los pronombres.
Mucho se ha discutido a lo largo de los siglos sobre si la lengua, patrimonio de todos, debe aceptarse como una creación colectiva de los pueblos, sometida a cualquier clase de violaciones, mestizajes, maridajes y mezclas que confusamente la desfiguran y configuran a un tiempo, o tendría que acabarse rindiendo al influjo severo de quienes redactan la norma. Esta, por lo demás, es venerada de ordinario por la gente común, que padece de antaño una curiosa y encomiable afición por el purismo, más acendrada de ordinario cuanto más baja sea su extracción social o débil su nivel de erudición. Siempre me ha impresionado la correcta expresión del pueblo llano en muchos países de la América hispana. Contrasta demasiadas veces con el vocabulario escueto, la fragilidad gramatical y la defectuosa dicción de la mayoría de los líderes políticos o empresariales de mi país. A mí no me cabe duda, por lo demás, de que es el pueblo el supremo juez inapelable de la corrección de un idioma y quienes regulamos la norma, antes que dictarla hemos de limitarnos a reconocerla como algo ya establecido por el común de los hablantes, incluso si abominamos de algunas de sus decisiones.
Hay un protagonismo individual en la creación del lenguaje, y de manera evidente en la aventura emprendida por narradores y poetas, capaces de romper todo esquema vigente como hicieron los modernistas en su tiempo. Y hay también un empeño colectivo, quizá inconsciente pero de enorme pujanza, por estipular nuevas formas de entendimiento y comunicación al margen de lo establecido, como sucede en la deconstrucción de los idiomas a través de los mensajes instantáneos, cuna del nacimiento de una nueva ortografía que el pensamiento académico se resiste a asimilar. Ya resultó un escándalo la interrogación que se hiciera García Márquez sobre la eficacia y el sentido de mantener la u detrás de la q, de manera que nos costará décadas aceptar y regular, si es que acabamos haciéndolo, los nuevos signos que emanan del uso de los teléfonos inteligentes. El lenguaje, como toda creación del genio humano, vive instalado en la paradoja y en la contradicción. Catalogado como ciencia por algunos, su esencia y aun su propia supervivencia residen en el impulso artístico, siempre dispuesto a vulnerar la regla en busca de horizontes desconocidos y no pocas veces heréticos. Pero será finalmente el vulgo, en cuyas fuentes bebe con frecuencia la pasión solitaria del escritor, quien sancione lo perdurable y real de esos descubrimientos.
La dialéctica, en ocasiones convertida en auténtica batalla campal, entre lenguaje culto y llano, forma parte irremediable de la historia de nuestra literatura y la de nuestro propio idioma. Ya se dolía Teresa Panza ante su marido Sancho de que «después de que os hicistes miembro de caballero andante, habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda», a lo que el escudero e inminente gobernador de Barataria solo supo responderle: «Basta que me entienda Dios»2 , sabedor a fin de cuentas de que el poder que reside en las palabras es sobre todo el de la interpretación que de ellas hacen quienes mandan. Quizás por lo mismo Rubén Darío, en su Letanía del señor don Quijote, le imploraba ferviente: «de las epidemias de horribles blasfemias de las Academias, líbranos señor».
Aunque el Macho Camacho siga entonando su guaracha, gracias a la vibrante prosa de su creador, aquí presente, y nos diga que «la vida es una cosa fenomenal», las noticias actuales sobre el mundo no resultan halagüeñas. La crisis de las democracias es también una crisis de la palabra. Muchos ciudadanos dan la espalda a sus instituciones cansados, como la mujer de Sancho, del lenguaje rodeado y oscuro del poder. Las opiniones públicas se construyen a voces, frente al susurro infame de los conspiradores. Griterío y silencio se amalgaman, confunden, destruyen todo diálogo. Edifiquemos pues, en medio del ruido, una nueva conversación global cargada de pronombres frente a la pequeñez. «La pequeñez-política / La pequeñez-enfática, / Y la pequeñez-crítica / Y semidiplomática» que Rubén denunciara. Y con él preguntemos: «¿Qué es eso? ¿Y qué más da?».