Discurso de clausura José Luis Vega
Director de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española

La sangre de mi espíritu es mi lengua,
y mi patria es allí donde resuene
soberano su verbo, que amengua
su voz por mucho que ambos mundos llene.

Miguel de Unamuno

El VII Congreso Internacional de la Lengua Española, que hoy termina, es el primero que se celebra en un país antillano. Hablar del idioma español en tal contexto supone un enfoque caribeño, pero también una óptica compartida con el universo iberoamericano de ambos lados del Atlántico, al que pertenecemos por derecho propio. En una no muy lejana visita a Chile, el exdirector de la Real Academia Española, D. José Manuel Blecua, afirmó que «el español es un idioma americano con un apéndice europeo». Se trataba de una declaración de carácter lingüístico y diplomático pronunciada en el solar de Andrés Bello, Eugenio María de Hostos, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Jorge Edwards y Antonio Skármeta, entre otros que en Chile nacieron o que allí hicieron patria con el idioma. Me temo que al madrileño, al burgalés o al salmantino de a pie, instalados en la naturalidad de su dominio lingüístico, les hace poca gracia la imagen del apéndice, aserto que los datos demográficos confirman. Actualmente, los hablantes ibéricos del español (unos 47 millones) constituyen el diez por ciento de los 500 millones de hispanohablantes, 51 millones de los cuales radican en los Estados Unidos, casi 120 millones en México, y el resto, unos 330 millones adicionales, pueblan las islas y el continente suramericano.

Cierto es que la demografía escueta oculta otros aspectos históricos que determinan el sentido que un idioma tiene para quienes lo hablan. El hecho de que el español naciera lentamente en bocas castellanas; que, superponiéndose a otras lenguas, se extendiera a casi toda la península ibérica primero y a las vastedades de América después, que la expansión a América coincidiera con un periodo de brillante cultivo literario, determina, no solo la manera genética de nombrar la lengua como española o castellana, sino el lugar simbólico que el castellano aún retiene en el imaginario de la nación española, a pesar de la heterogeneidad lingüística y dialectal que la constituye. También es cierto que, entre las veintidós naciones que comparten la lengua española, ninguna, como España, ha invertido tanto capital simbólico en hacer del idioma una herramienta geopolítica fundamental. Solo México, con el enorme peso de su demografía y su emoción nacionalista, parece que aspira a compartir con España la hegemonía simbólica del idioma.

Pero estos asuntos de bulto demográfico, económico y político no determinan necesariamente la calidad de la relación íntima del hablante con el idioma. De ser así, poco tendríamos que decir los tres y medio millones de puertorriqueños que hablamos español en Puerto Rico, cifra que solo supera en Hispanoamérica al número de hablantes de español en Panamá y Uruguay. Pero no creo equivocarme al suponer que el puertorriqueño, como también el panameño y el uruguayo, se sienten dueños de un patrimonio lingüístico que trasciende la geografía, la demografía y las historias particulares. Hablar pues, de la lengua española en Puerto Rico, o del español de Puerto Rico, según la perspectiva que se adopte, es un asunto de derecho propio que pertenece al ámbito mayor de la lengua española en América, y más concretamente, al español del Caribe, que, en las Antillas Mayores cuenta con unos 25 millones de hablantes a los que habría que sumarles cuantos lo hablan en los litorales caribeños de México, Colombia y Venezuela y en las extensiones de Miami y Orlando.

Si Puerto Rico hubiera alcanzado su independencia nacional durante el siglo xix, lo hubiera hecho, al menos sobre el papel, en español castizo. El idioma, tema de preocupación continua a partir de la invasión norteamericana en 1898, nunca fue objeto de mayor discusión en los sectores letrados puertorriqueños del siglo xix y, mucho menos, en los afanes del pueblo. El descontento de los autonomistas e independentistas puertorriqueños contra la metrópolis española nacía de la falta de derechos, de las trabas al comercio y la industria, de los poderes omnímodos de los gobernadores, de la ausencia de buenas instituciones educativas, de la censura imperante y el oprobio de la esclavitud. Tal descontentó nunca se manifestó contra la lengua heredada de los solares periféricos de España en la que, a las sustancias de Andalucía y las islas Canarias, ya se habían fundido los aportes indígenas y africanos. Las más ardientes proclamas de Ramón Emeterio Betances, el más radical de los patriotas boricuas del siglo xix, médico mulato educado desde niño en Francia, están redactadas en un español de norma castiza, que no refleja las inflexiones dialectales puertorriqueñas y americanas. La prosa de sus proclamas suena como la de cualquier político español:

¿Sois republicanos y queréis la república? ¿Estáis dispuestos a morir por la libertad de Puerto Rico? ¿Tenéis valor para constituirnos en una asamblea que proclame todas las libertades de que debe gozar un pueblo civilizado? ¿En caso de que el gobierno de España las reprima, estáis dispuestos a proclamar la revolución como el único y más santo derecho que nos queda para salvarnos?

El uso conservador del «vosotros» con la conjugación correspondiente para dirigirse a vastos sectores de la población que ya lo habían excluido de su habla y escritura también era norma en las alocuciones de Bolívar, O'Higgins y Sucre.

Los estudios realizados en Cuba demuestran que la sujeción a la norma conservadora se mostraba allí también como rasgo de valía, de personalidad propia, de abolengo familiar, sobre todo ante una identidad amenazada en el fin de siglo. José Martí, quien atacó a la Real Academia Española de su tiempo y alabó la francesa, que afirmó que el castellano de España carecía de belleza y sobriedad y que correspondía a América el logro de un idioma mejor, fue, al mismo tiempo, un defensor inteligente del idioma, frente a los influjos lingüísticos franceses y sajones:

Se ha de hablar el castellano —decía en 1889— sin pujos ni remilgos […] ni novelerías innecesarias, que ponen al español pintarrajeado y tornadizo, como un maniquí de sastrería. El que se atreva con sus elegancias, háblelo con ellas, que no es pecado hacerse los pantalones en lo de Pool, en vez de comprarlos hechos a molde, rodilleros y bolsudos, en el Bon Marché; ni una mujer es menos bella y virtuosa porque le corte un traje Félix que porque se lo ponga hecho una infelicidad la madama de la esquina. Pero no se ha de poner el español, so pretexto de elegancias, entretelado y lleno de capas lo mismo que las cebollas; ni, so pretexto de libertad, se le ha de dejar como payaso de feria, lleno de sobrepuestos y remiendos en colorín que no sea suyo, usando las voces fuera de su sentido, o traduciendo malamente del francés e inglés lo que de sobra hay modo de decir con pureza en español o inventando verbajos que corren a la larga entre la gente inculta […].

[…] El modo de limpiar el lenguaje, y armar guerra mortal contra el hipérbaton que lo tortura, no es poner una barbarie en vez de otra, ni reemplazar las muletillas, volteretas y contorsiones académicas con voces foráneas que sin mucho rebuscar pueden decirse en castellano puro, o con verbalismos de jerigonza, usados y defendidos por los que creen que para ser obreros en piedras finas no hay como no aprender jamás a lapidario...

No profesaba Martí un purismo recalcitrante, sino que abogaba por un uso sencillo y auténtico del idioma, pero toma partido contra la excesiva permisividad y la corruptela jergal. Martí se sitúa equidistante entre el populismo lingüístico y la corsetería académica: «La ignorancia crea esa jerga, y la indulgencia la acepta y perpetúa, quedando con ella el español, lo mismo que con las amarras académicas».

En las palabras de Martí, hombre antillano, que había vivido en «las entrañas de monstruo», ya se percibe la preocupación por el posible deslucimiento del patrimonio lingüístico hispánico provocado por la influencia del francés y el inglés, lenguas que el poeta cubano conocía muy bien. Esta preocupación cobrará fuerza continental en el contexto de la guerra de 1898 entre Estados Unidos y España, cuando los letrados modernistas se preguntaban, a coro con Rubén Darío, «¿y tantos millones de hombres hablaremos inglés?».

Una mirada a la historia cultural puertorriqueña revela que nuestra preocupación sobre el idioma solo adquiere intensidad a partir de la invasión de las tropas norteamericanas y la casi inmediata cesión de la Isla al gobierno de los Estados Unidos mediante la firma del Tratado de París. En el imaginario español e hispanoamericano Puerto Rico confirmó los peores temores que infundía la nueva geopolítica. La profecía se cumplía: éramos el cordero pascual apresado en las garras del águila rampante. La historia, que aún no termina, de los avasalladores intentos por asimilar al pueblo puertorriqueño a la cultura, los valores y el idioma estadounidense ha sido contada e investigada muchas veces, y no hay por qué repetirla aquí. Desde el modernismo hasta hoy gran parte de nuestra literatura ha sido el drama de una identidad amenazada, que se parapetó en el idioma español.

Pero la lengua sobre la que hemos puesto tan grave responsabilidad histórica no es la lengua de Castilla y ni la de los antiguos virreinatos. Es una modalidad antillana de la lengua española que comparte rasgos distintivos y actitudes lingüísticas con Cuba, República Dominicana y con algunas zonas litorales de Centroamérica, México, Colombia y Venezuela; es un español caribeño, de base andaluza y canaria, de carácter lingüístico innovador, lo que quiere decir que se aparta más drásticamente del español estándar o culto que el habla de otras regiones. No tiene voseo, ni «s» sibilante final, neutraliza los sonidos «r/l», elide la «s» en posición final de sílaba y a veces hace gala de una «r» velar sin parangón. Es, además, un español que acusa, particularmente en el léxico, una influencia mayor del inglés que el de otras zonas hispánicas, aunque su sistema fonológico, la sintaxis y la morfología conservan notable integridad, lo que resulta admirable si se tiene en cuenta que los puertorriqueños son ciudadanos estadounidenses, que viajan a ese país con facilidad, que muchos residen o estudian allá, que en Puerto Rico el inglés es una asignatura obligatoria desde los primeros años de escuela hasta la universidad, que muchos textos escolares e informativos circulan en inglés y que un grupo importante de la población está continuamente expuesto al cine y la televisión en ese idioma. Ese español «hecho en Puerto Rico» ha sido también la materia prima de nuestra tradición literaria desde El gíbaro, de Alonso y Mis memorias, de Tapia, hasta Barataria, de Juan López Bauzá y Mundo cruel, de Luis Negrón. Luis Rafael Sánchez, quien acuñó la proposición «escrito en puertorriqueño», ha señalado:

La literatura, si bien opera como norma y ejemplo, también opera como registro lexicográfico de la época en que se inscribe. A partir de esa verdad, más que sabida, deberá el escritor puertorriqueño arriesgarse al cultivo de una lengua rica y polivalente hecha con los diversos registros del idioma español puertorriqueño. Desde el broken english hasta el español estrujao, desde el selecto idioma de la ternura con que el Topo y Sylvia Rexach le cantan al amor hasta el español límpido y transparente con que Julia de Burgos de la canta a la lentitud del mar.

Aun así muchos puertorriqueños sienten que el idioma que hablan es menos digno que el utilizan los hispanohablantes de otros países; vivimos atrapados entre la avanzada de los rasgos fonéticos antillanos, los reclamos de la norma culta conservadora y el temor a la influencia corrosiva del inglés. Álvarez Nazario había advertido este rasgo de minusvalía en las actitudes lingüísticas del puertorriqueño:

La noción de menos valer referida al dialecto insular frente a la modalidad del castellano oficial que la enseñanza casticista de la escuela española de los pasados siglos solía inculcar, directa e indirectamente, en la percepción del educando isleño habrá de afirmarse en el espíritu de nuestra niñez y por efectos de la torpe política educativa del bilingüismo, a cuya luz hubo de darse siempre mayor importancia —como instrumento transmisor de cultura— antes que a la propia lengua, al idioma foráneo de la soberanía política. Ello ha tendido a crear así corrientemente en nuestras gentes, a través de los tiempos, una disposición de pensamiento que viene a situar en términos de inferioridad la estima de la expresión española insular en la comparación con el habla española peninsular, y por extensión, aun con las otras modalidades del español en el mapa hemisférico de nuestra América. Por la misma vía comparativa... muchos puertorriqueños de medianos alcances culturales suelen reconocerle mayor ventaja al uso del inglés que al de su habla vernácula...

Convendría añadir a las observaciones de Álvarez Nazario, la sensación general de minusvalía que históricamente ha prevalecido en las tierras bajas del Caribe, tierras de capitanías generales y gobernaciones frente al habla y los estilos de las tierras altas donde se desarrollaron los suntuosos virreinatos coloniales. El lingüista cubano Sergio Valdés ha señalado, con mucho de razón, que:

En el caso de los potentes virreinatos (como los de Nueva España —creado en 1535— y Perú —en 1545—), estos controlaban extensas regiones habitadas por las culturas indígenas y, esforzándose en reproducir al máximo el esplendor de la corte española metropolitana, mantenían el español como lengua aristocrática y distinguida, con tendencia natural al purismo y la corrección, frente a la población dispersa, de vida difícil, de las llanuras (incluidas las islas del Caribe, añado yo), donde la lengua se apartó de las normas urbanas.

Hablamos un español que nos llegó pueblerino, marinero, isleño, meridional, que se matizó de valores indígenas y cuya impronta africana aún aguarda por mayores estudios; un español que se ajibaró en los campos aislados de interior de la Isla, y así, ajibarado, se derramó sobre las zonas urbanas, aplebeyándose aún más; que se torna anglicado por imposición, influjo y emigración; un español de gran creatividad, resistencia y sólido cultivo literario. Es el español del Caribe, rama florida del árbol frondoso de la lengua española cuyo ramaje transatlántico ampara ya a 500 millones de hablantes, y cuya savia diversa alimentó las obras antillanas de Eugenio María de Hostos y Alejandro Tapia y Rivera, de Juan Bosch y Manuel Rueda, de Luis Palés Matos y Evaristo Ribera Chevremont, de José Martí y José Lezama Lima.

Pero nada que digamos en abono al cultivo de actitudes lingüísticas positivas, dirigido a infundir orgullo por la lengua que somos y hablamos, ha de interpretarse como un llamado a la despreocupación por el idioma. Si bien es cierto que a la salud del espíritu le conviene que hablar sea como respirar, un intercambio natural y relajado; y que el hablante debe sentirse cómodo en el hábito dialectal que marca su manera de hablar; también es cierto que ello no significa que la lengua deba abandonarse a su propia suerte o que la incultura —que no es lo mismo que la oralidad— deba ser la fuente nutricia de la creatividad lingüística o el criterio para la validación de fenómenos que, si bien deben estudiarse con atención por parte de los lingüistas y gramáticos, no por ello merecen, sin más, carta de plena ciudadanía en el idioma. Preocupa cierto populismo seudolingüístico en boga que en nombre de una mal entendida «political correctness» arremete contra cualquier observación o recomendación en materia de lenguaje, contra cualquier rigor o pulimento de estilo, que muchas veces no procuran otra cosas que la expresión más sencilla y efectiva del concepto. Como decía Martí: «Pues, porque se llevan zapatos, ¿hay razón para poner la gala en llevarlos rotos?». No se trata solo de una cuestión de actitudes lingüísticas, es también un asunto de justicia social. El idioma es poder y contiene sus propias contraseñas de inclusión y exclusión. Debemos conocerlas. Lo contrario cierra puertas, empobrece, entorpece la inteligencia y el espíritu, impide la lectura, mutila el habla, limita los horizontes académicos, sociales y profesionales y acentúa la brecha de la desigualdad.